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Esme y Atty, con el collie hocicudo a cuestas, vivían con Augusta en la casa de Asbury Avenue desde hacía una semana. Había sido un año escolar turbulento. Después de que la noticia del ligue del padre de Atty se hubo propagado por el internado —Doug se había quedado en Francia—, Atty se precipitó en una espiral descendente que acabó de manera espectacular en una «gamberrada» que ella cometió con el fusil del profesor de Historia, un mosquete de la época de la guerra civil. Esme y Atty no dieron más explicaciones de las necesarias. A nadie. Al término de la reunión del consejo disciplinario, Atty pasó a ser una INR, una manera suave de decir que había recibido la carta mediante la cual se la «invitaba a no regresar» al colegio el año próximo. La carta era una pasada; si ellas, de todos modos, no iban a volver a ese colegio, ¿por qué hacerlo explícito por la vía oficial? Atty no había podido matricularse aún en otro colegio puesto que Esme no encontraba empleo dentro del circuito de los colegios privados con régimen de internado; ella lo atribuía a un prejuicio contra las personas que no habían estudiado en alguna de las instituciones de la Liga Ivy. Inexplicablemente, y a pesar de que su orientador académico estaba seguro de que Esme tenía el ingreso asegurado, no había sido admitida en el Smith ni en ninguno de los establecimientos de la Ivy. Entretanto, Doug, el futuro ex marido de Esme, estaba feliz disfrutando de la vida con su novia francesa, la dentista.
Mientras que Esme y Atty trataban de sobreponerse a su huracán personal, había muchos que todavía no se habían recuperado del todo del huracán real.
El huracán Sandy había matado a más de ciento veinticinco personas. Devastó más de setenta y dos mil hogares y tiendas solo en Nueva Jersey, ocasionando daños por más de sesenta y dos mil millones de dólares.
La gente quedó destruida.
Pero, aparentemente, despejó la mente de Augusta.
Esme tenía la impresión de que la tormenta había alterado a su madre a un nivel que ella definía como molecular. Augusta le comentó a Esme que la tormenta significaba que la vida, incluida la suya, era valiosa y que, por primera vez en mucho, mucho tiempo, sentía que estaba empujando hacia fuera.
—¿De qué otra forma explicarlo? —le había dicho a su hija—. Estoy empujando... hacia fuera.
La casona de Asbury Avenue, comparada con otras, no sufrió tantos daños. El huracán arruinó los muebles de la primera planta; piano, sofás, sillones y libros. La colección completa de las novelas de misterio de Nancy Drew, que ocupaba un estante inferior —cincuenta y seis libros en total—, se arruinó y muchos libros se los llevó el mar; incluso hubo cuadros cuya mitad inferior se había estropeado. Los rostros de los ancianos Rockwell, ya muertos, semejaban cabezas bamboleándose, pues la pintura por debajo de sus hombros había quedado resquebrajada y difuminada para siempre. Augusta no descolgó los cuadros de las paredes. Sin embargo, hubo que deshacerse de la fantasiosa taxidermia de varios roedores, obra de su bisabuelo, vestidos con trajes muy elegantes, tomando el té. Todos los demás muebles fueron retirados y reemplazados temporalmente por sillas playeras y una pequeña mesa de jardín redonda con tapa de cristal.
Augusta quería volver a tener la casa exactamente igual a como era antes del huracán, es decir, igual a como había sido durante décadas.
Mandó, pues, a Esme y a Atty a recorrer anticuarios, tiendas de segunda mano y rastrillos llevando fotografías del salón y del comedor, con la misión de encontrar los muebles lo más parecidos. Hasta ese momento lo único que habían podido reemplazar fue la mesa y las sillas del comedor. Fue mucho más difícil en el caso de ciertos objetos, como un antiguo secreter y un reloj del abuelo, pero resultó imposible encontrar algo equivalente a la vitrina de cristal con las dos ardillas disecadas bebiendo té en un salón.
El día que el hombre con el paquete vino a la casa de Asbury Avenue, Esme y Atty estaban en una subasta en Sea Spray.
—Esto no puede ser sano desde el punto de vista psicológico —le decía Atty a su madre mientras recorrían el desvaído salón—. Te engañan, te echan de tu casa, te despiden, tu hija, otrora una chica de oro, tiene una depresión, ¿y te ves obligada a recrear el hogar de tu infancia como la versión distorsionada de un museo?
Esme advirtió que su hija había recitado de un tirón la lista de fracasos que le adjudicaba. Seguramente la tenía preparada, y quizás, incluso, ya la había tuiteado.
—¿En serio crees que una vez fuiste una chica de oro? ¿No te parece que estás haciendo revisionismo histórico? —le preguntó Esme.
Había entre ellas una verdadera camaradería, que se había afianzado durante aquel año turbulento.
—Comparada con la chica del mosquete, aquel fin de semana con los padres, yo diría que sí, que una vez fui una chica de oro.
Lo tuiteó añadiendo #sarcástica-carpediem.
Después de lo sucedido con el mosquete, antes de que terminara el año escolar, Atty se había tomado una licencia y había hecho una terapia intensiva. Se suponía que la ayudaría a mejorar su deslucido expediente escolar. Su única aspiración eran ahora las universidades de cuarta categoría, que antes tanto temía. En la terapia se habló de abordar positivamente todo eso en el ensayo que debía escribir para el ingreso a la facultad. Atty no podía encontrar la forma de presentar el incidente con el mosquete, ¿interés en las armas de fuego? Los colegas de Esme le preguntaban cómo le iba a Atty con una compasión tan empalagosa que Esme tenía ganas de abofetearlos. Fue un período humillante para las dos.
Esme le había dicho a Augusta que Atty no estaba loca. ¡Loco era ese colegio de excéntricos, crispados, presuntuosos, no respetaban a nadie que no fueran ellos mismos! Para colmo, un padre que no se pone cuando su hija lo llama por Skype. En fin, Atty estaba cabreada con razón. Honestamente, Esme se había sentido celosa de su hija en aquel momento, cuando, en el campo de hockey, pronunció ese discurso sobre la vida y los seres vivos con un mosquete en la mano... armada con un pedazo de historia.
En la familia Rockwell, los años adolescentes eran a veces difíciles. En esa época, mientras que Liv salía con un gamberro local, Esme ya se había marchado a la universidad. (Evidentemente, aquel asunto había dejado una gran impresión en la impresionable Ru, quien luego escribió un libro y el guion de una película libremente inspirados en la historia de Liv.) Liv fue enviada como interna a un prestigioso colegio privado; una suerte de espléndido castigo que Esme siempre le había envidiado. Pero, misteriosamente, a Liv al final todo le salía bien. Incluso ahora, cuando la detuvieron por haber entrado ilegalmente en el apartamento de su ex y haberlo destrozado, acabó en un centro de rehabilitación que más parecía un spa de alta gama.
Ru, por su parte, había sido una adolescente problemática. En una ocasión se había fugado de casa —Esme no podía recordar los detalles—, pero había regresado y también había tenido que hacer terapia. Era escritora probablemente por necesidad terapéutica, una variante del mecanismo de defensa mejor que el recurso a las drogas y al alcohol en el caso de Liv, pero no muy diferente, quizás, en cuanto a sus causas profundas. En cualquier caso, no era culpa de ellas. Habían sido criadas por alguien que había sido siempre una ilusa patológica. Esme quería a su madre, pero sabía que era problemática.
Sin embargo, Esme estaba preocupada. Atty había perdido la cabeza, sencillamente, y aunque su terapeuta creía que la niña hacía grandes progresos, Esme estaba segura de que había algo que Atty no le contaba a nadie.
Sus hermanas, en ese preciso instante, retornaban a casa. ¿Influirían en Atty de manera negativa o positiva? Esme no estaba segura. Lo único que sabía era que, al parecer, ella era la única Rockwell que se las había apañado para controlarse a sí misma.
Estaba mirando unas almohadas bordadas, ninguna se parecía a las de su infancia, cuando la distrajo la voz de Atty, que oyó como si viniera de muy lejos.
—¡Oiga! ¡Disculpe! ¿Tiene ardillas disecadas? ¿De las aristocráticas, las que beben té como si fueran británicas?
Esme sabía que si su hija lo preguntaba era para contarlo en un tuit a sus seguidores. La última actualización de la cuenta de Atty informaba que tenía 3.465 seguidores. ¿Quiénes podían querer escuchar lo que su hija tenía que decir?
Pero la gran pregunta no era cuántos seguidores tenía, sino si tenía amigos, de esos que están vivos, que respiran. Esme creía que no.