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El collie se echó y Augusta se quitó un zapato y le frotó el lomo recién rapado. Dejó escapar un gemido de placer, tan humano que le recordó lo que era tener a un hombre en la casa, algo sobre lo cual realmente mucho no sabía.

Augusta había estado buena parte de las últimas semanas buscando organizaciones de beneficencia y enviando cheques para ayudar a otros a rehacer sus vidas. Nunca había sido el tipo de persona que dona su dinero. Como la fortuna de los Rockwell había sido hecha por personas que ya habían muerto, la noción que Augusta tenía del dinero era que estaba ligado a la independencia y que siempre había cada vez menos. Había hecho grandes esfuerzos por cuidar su herencia, algo que ella nunca había considerado egoísta puesto que primero fue una madre soltera con tres hijas que mantener y después una madre vieja que no quería ser una carga financiera. Pero ahora, de repente, cuando una tragedia golpeaba su hogar, esos sentimientos le parecían razones poco convincentes. Se sentía bien haciendo donaciones.

Era extraño, pero, en medio de tantas pérdidas y aflicciones, por primera vez en mucho tiempo se sentía llena de esperanza. Sí, había mandado a Esme y a Atty a buscar réplicas de su antigua vida, pero lo hizo sobre todo para mantenerlas ocupadas. Un cambio, que sería mucho más grande que una decoración de interiores, se avecinaba.

Augusta no sabía lo que iba a suceder, pero sí que sería algo repentino y absoluto. Tal vez se estaba preparando para la muerte, pero no sentía que estuviera por morirse. Al contrario, estaba convencida de que iba a tener una nueva oportunidad en la vida. Solo que no sabía cómo.

En ese momento estaba pensando en lo que iba a decirle a Atty. Era como si tuviera necesidad de ensayarlo antes, pues no sabía cómo dirigirse a esa niña. Atty era una provocadora, y no provocadora en el sentido de ser una vanguardista. No. Era provocadora y mordaz porque tenía aristas... filosas. Había sido un bebé irritable. A veces su llanto parecía más una crítica cáustica que el lloro de un niño. Augusta deseaba acercarse a ella. ¿Cuánto tiempo le quedaba para crear un vínculo con su nieta?

El huracán la obligó a tomar conciencia de la finísima tela que separaba la vida de la muerte. Le recordó la obra de teatro Our Town. Liv había interpretado una vez el papel de Emily en el instituto. Se acordaba de su hija en el escenario: una muerta deambulando entre los vivos. Grande fue su desconcierto, pero peor fue lo convincente que había sido la actuación de Liv. Fue justo después de que Liv rompiera con un chico muy malo —un tal Teddy Whistler—, que les había desestructurado la vida y que al final había ido a parar al correccional. Quizá Liv se había sentido como muerta. Más tarde —meses después, años incluso—, Augusta se descubriría en un pequeño acto de la vida cotidiana y se imaginaría que un fantasma la estaba observando y que le envidiaba su sencilla vida doméstica. Y ahora era ella quien envidiaba su propia vida, porque Jessamine y ella habrían podido morirse durante la tormenta. Sintió su vida como algo muy frágil.

¿Y sus hijas? ¿Vendrían a reunirse todas en su antiguo hogar? ¡Qué felicidad! Quizás la novedad de vivir su vida consistiría en tener la oportunidad de volver a educar a sus hijas, pero esta vez como adultas. Lo haría sin duda mucho mejor.

Fue en ese momento que oyó que llamaban a la puerta principal.

No esperaba a sus hijas todavía. Ingmar se puso a ladrar. Esa súbita exhibición de protección, típicamente masculina, sorprendió a Augusta. En cierto modo su hocico tan fino y suave lo feminizaba. Augusta lo hizo callar y se acercó a una de las ventanas: vio a un muchacho con una caja en la mano. Se quedó allí unos instantes, pero luego retrocedió y desde el pequeño jardín de enfrente, se puso a mirar la casa como si la estuviera buscando.

De hecho, no era un muchacho. Era probablemente un hombre maduro. Pero se dio cuenta de que ella era lo bastante vieja como para pensar que una persona de mediana edad era joven. No parecía un evangélico. Los traficantes de Dios, como solía llamarlos su madre, generalmente viajaban en pareja y evitaban los barrios adinerados donde Dios ya tenía asegurado su lugar.

La caja era grande y cuadrada; podía contener un pastel o un sombrero. ¿Traía un regalo?

Pensó que posiblemente fuera un regalo para otra persona. Quizás era un antiguo novio de Esme que se había enterado de su divorcio y que estaba de regreso en la ciudad.

Quizás había llamado a la puerta por error.

En cualquier caso, parecía inofensivo.

De camino a la puerta se acordó de que la casa olía a comida india. Esme había cocinado uno de esos platos pestilentes.

Cuando abrió, el hombre ya se volvía y estaba a punto de salir a la acera.

—¡Hola! —lo llamó—. ¿Puedo ayudarle?

El hombre se volvió y la miró, como si creyera que podía reconocerla.

—¿A quién busca? —le preguntó Augusta.

—A Augusta Rockwell —contestó, y se acercó a ella tendiéndole la mano—. Soy Bill Huckley.

Ella le dio la mano.

—Creo que usted conoció a mi padre, Herc —dijo Bill—, Hercule Huckley III. Mi madre no quiso perpetuar la tradición. Tuve suerte.

Augusta respiró hondo, dispuesta a decir algo, pero ¿qué? Se sintió algo mareada. Hacía mucho sol, demasiada luz, su resplandor se reflejaba en los coches y la deslumbraba, la hierba parecía un espejo. Herc Huckley.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Bill.

—Sí, sí —respondió ella, sonriendo.

—Entonces, ¿es usted Augusta Rockwell?

—Ah...

Se volvió y echó un vistazo a la casa por encima de su hombro. Tuvo la impresión de que era un barco que levaba anclas y se alejaba de ella navegando lentamente, tan lentamente que apenas se notaba. ¿O era ella que se movía?

Herc Huckley. Lo recordaba con mucha claridad. En aquella época era un muchacho pálido, rubio, un poco fofo. Como si lo estuviera viendo: sentado a la mesa de tres patas en la casa alquilada que compartía con Nick Flemming. Ella había conocido a Nick en un autobús, en medio de una tormenta de nieve. Fue la noche antes de la investidura de John F. Kennedy. Veía claramente el rostro de Nick; hasta podía oler la lana mojada de su abrigo.

De pronto se sintió expuesta. Se sonrojó. De ninguna manera debía admitir que conocía a Nick Flemming. Ru, en la adolescencia, había leído novelas de ciencia ficción —libros de hojas quebradizas que olían a humedad comprados en la tienda de libros usados— que hablaban de universos diferentes, que era adonde pertenecían Nick Flemming y Herc Huckley. Ninguna de sus hijas había oído jamás esos nombres.

Miró al hijo de Herc y comprobó que se le parecía muy poco, salvo cuando sonrió. Una arruga alrededor de los ojos, un hoyuelo imprevisible.

—Es usted, ¿no es cierto? —dijo, ilusionado como un niño.

Ella asintió y juntó las manos.

—¡Hace tanto tiempo! —Se rio con nerviosismo—. Su padre era un estudiante de Derecho en la George Washington cuando lo conocí.

No completó el resto de la frase: «Era amigo de alguien que conocí muy bien.»

Ingmar olfateaba a través de la mosquitera, tratando de reconocer el olor del desconocido.

—¿Y Flemming? —preguntó Bill con voz suave—. ¿Nick Flemming? —Su expresión era difícil de interpretar.

¿Venía a informarle de que Nick había muerto? ¿Era así como ella sabría de una vez por todas que se había terminado definitivamente? Se sintió insegura; echó un vistazo a ambos lados de la calle.

—¿Quiere pasar?

No quería que Bill se demorara más tiempo en el jardín. Ella no debía pronunciar el nombre de Nick Flemming, jamás en la vida.

Bill miró la caja que tenía en sus manos. No era para Esme, ni para otra persona de esa misma calle. Era para Augusta. Se estremeció al darse cuenta.

—¡Claro que sí! —dijo Bill—. Sabe, no ha sido fácil dar con usted.

Comparado con el sol radiante de fuera, el interior de la casa estaba oscuro como una tumba.

—Le pido disculpas si huele a comida india y a moho. Y por la falta de muebles. Son los daños ocasionados por la tormenta. Aún no nos hemos...

Dejó la frase en suspenso buscando la palabra adecuada.

—¿Recuperado? —propuso Bill.

—No, pero empieza con «r» —dijo—. No se me ocurrirá si la sigo buscando.

La mente, se dijo, es una trampa para osos: está abierta y de repente se cierra de golpe.

—También nos sucede con los recuerdos —dijo Bill, y por primera vez le pareció que era un hombre mayor, de mediana edad, realmente. Fuera, a la luz del sol, los rasgos y las aristas de su rostro eran más nítidos. Pero ahora, en la fresca penumbra de la casa, su cara se había ensombrecido. Daba la impresión de ser más pesado, más abrumado tal vez.

Ingmar lo olfateó irrespetuosamente, pero se apartó en cuanto Augusta le ordenó que se echara. Se alejó unos metros y finalmente se dejó caer sobre el piso de madera dura.

Se sentaron en las sillas playeras y él mantuvo la caja en equilibrio sobre una de sus rodillas y la sujetó poniendo una mano encima de la tapa.

—He olvidado preguntarle —dijo ella. Deseaba que él le dijera si Nick estaba vivo o muerto, pero no quería mostrarse ansiosa—. ¿Desea beber algo?

Dijo que no con la cabeza y a continuación miró atrás, a la puerta, como arrepentido de haber entrado.

—Estoy bien. No deseo quitarle su tiempo. —Levantó la caja y la colocó sobre la mesa de jardín—. Revisando las cosas de mi padre, encontré algunos papeles. Guardaba este cofre en la oficina del subsuelo del bar que había heredado de su padre.

—¿Cómo está su padre? —preguntó.

Los hijos adultos revisan las cosas de sus padres solo cuando se ven obligados a hacerlo.

—Físicamente se encuentra muy bien, pero tiene alzheimer. Bastante avanzado.

—Lo lamento mucho. —Augusta temía esa enfermedad. No deseaba ser el cascarón de alguien que se ha ido hace mucho tiempo, pero que está. Un exigente recordatorio físico de que nuestra frágil memoria es la que nos hace ser quienes somos—. ¿Y Flemming?

Bill se encogió de hombros.

—No sé —contestó. Augusta se sintió inmediatamente aliviada. Hubiera preferido la noticia de que estaba vivo y en perfecta salud, pero eso era esperanzador—. El huracán Sandy arrasó el bar —explicó Bill—. No queda más que la superficie del terreno que antes ocupaba. Mientras ayudaba a limpiarlo, encontré este cofre con estos papeles.

Papeles. La caja estaba llena de papeles. Augusta asintió.

—Entiendo —dijo.

Entonces él se dio una palmada en las rodillas y se las frotó como si alguna vez hubiera sido un atleta y le dolieran.

—Creo que no debería estar aquí.

—¿Qué papeles? —preguntó Augusta.

—Aparece su nombre y creo, no sé, me parece que algo de lo que está escrito podría ser importante para usted. —Ingmar, que había regresado, se pegó a Bill indicándole que quería que lo acariciara. Bill lo acarició distraídamente—. Quizá son cosas que usted ya sabe. Quizás usted ya está en paz con todo el asunto. Bueno, la verdad es que no sé si he venido porque quiero ayudarla o porque necesito que usted me ayude.

Augusta miró la caja, estiró la mano para tocarla, pero enseguida la retiró y la dejó apoyada sobre su regazo.

—¿Ayudarlo? ¿Cómo?

—Ayudarme a entender a mi padre, quién fue, qué clase de persona fue. Me siento como... —Cruzó los brazos sobre el pecho entrado en carnes—. Es preciso que lo conozca. De lo contrario, no podré conocerme a mí mismo.

—Bueno, no sé si puedo serle útil —respondió—. Yo no conocí muy bien a su padre. Lo vi pocas veces. Brevemente.

Bill dobló su cuerpo hacia delante y apoyó los codos sobre las rodillas.

—Pero oyó hablar del Club de Asesinos Aficionados, ¿verdad?

Su corazón empezó a palpitar tan fuertemente que sintió la necesidad de llevarse una mano al pecho, como si fuera a hacer el juramento de lealtad. Pero dejó las manos quietas encima de su regazo. Algo debió de reflejarse en su rostro pues él se adelantó en su silla hasta quedar sentado en el borde. Ingmar levantó el hocico y olfateó el aire como si aquel cambio fuera un olor.

—El Club de Asesinos Aficionados —repitió Bill—. Estas palabras significan algo para usted, ¿verdad?