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—No sabía que se pudiera rasurar a los collies —dijo el director mientras daba una palmadita en el largo hocico fino del perro y tomaba asiento en el salón de Esme—. Quiero decir, que nunca he visto uno así.

—No creo que sea lo más indicado, pero, imagínese lo que es vivir con él. Es como tener en el salón a un ruso que se niega a quitarse el abrigo y el gorro de pieles en pleno verano. Como tener al mismísimo Dostoyevski rumiando sus obsesiones todo el santo día.

Dejar caer en una conversación constantes referencias a la literatura y a la cultura pop se había convertido en un hábito en ella; consecuencia, quizá, de convivir con esa agobiante población archiilustrada que constituye el personal docente que albergan los colegios privados con régimen de internado. En el campus, los perros y los gatos, y muchos niños hijos de los profesores, tenían nombres que aludían a algo inteligente. Atty, la hija de Esme, que tenía quince años y estaba sentada a su lado en el sofá, se llamaba así por Atticus Finch, un nombre de hombre, sí, pero Esme no quiso endosar a Atty el nombre de Scout y se decidió por el libro al que deseaba hacer alusión. Casi todos creían que Ingmar, el collie, era un homenaje a Bergman, pero en realidad se trataba de una referencia más críptica al protagonista de una película sueca que Esme y Doug, su esposo, habían visto cuando eran novios.

—Pero es octubre —observó el director—. ¿No debería tener mucho más pelo en invierno?

—No obstante, la metáfora es válida aunque afuera haga frío. «Quiero decir: Oye, tío, ¿por qué no te quitas el abrigo y te quedas un rato?» ¿Digo bien? —contestó Esme, tratando de relajar el ambiente.

En realidad, había rasurado al perro específicamente para esta reunión. El pelaje de Ingmar se había apelmazado y enmarañado a causa de los revolcones en el barro que se daba a la orilla del estanque, y se suponía que los perros no debían andar sueltos. Miró a su hija pidiéndole ayuda.

Atty, una gurú en ciernes en materia de medios de socialización digital, levantó la vista de su iPhone, avanzó el cuerpo y dijo:

—Este perro no es Dostoyevski, no se preocupe. —Como si el agobio de encontrarse en la misma habitación con un perro que puede ser un genio literario fuera demasiado para el director—. Un corgi medicado con hormonas de crecimiento humano, tal vez, pero eso es todo. Sería incapaz de sacar a un niño de un pozo si su vida perruna dependiera de ello.

Y acto seguido tuiteó las dos frases con el hashtag #vidaconcollie.

—No hay pozos en el campus —dijo, receloso, el director.

Atty dirigió a Esme una mirada provocadora. Ninguna de las dos sentía gran predilección por el director. A sus espaldas, ambas lo llamaban Todd el Cabezón. Es verdad que tenía una cabeza muy grande. Y al profesor de Historia, que también se llamaba Todd y tenía una cabeza muy pequeña, lo llamaban Todd el Cabecita. Con esa mirada Atty pretendía recordarle a su madre su promesa de que un día, antes de graduarse, le diría «Cabezón» al director en su propia cara.

Esme entendió inmediatamente el sentido de la mirada y le lanzó otra que significaba: «Ahora no.» Y sonrió a Todd:

—Oye. ¿Hay algo que quieras decirnos? Vienes a vernos un domingo, justo cuando anuncian la llegada de una tormenta muy fuerte.

—Una megatormenta —añadió Atty. Había estado siguiendo los videoclips en weather.com, el creciente rumor de la histeria on line, las órdenes de evacuación en la costa, incluso en Ocean City, Nueva Jersey, donde vivía su abuela. ¿Le importaba a su madre la tormenta? ¿No había estado demasiado ocupada preparándose para esta reunión que evidentemente sería sobre sus putas notas en los parciales y sus cada vez más reducidas perspectivas de acceder a una buena universidad? Atty casi podía escuchar al director: «Ahora estamos hablando de cuarta categoría. Cuarta categoría.»

—Y no cancelaste la cita a pesar de la tormenta, que hubiera sido una buena excusa.

Esme sabía que su visita podría tener algo que ver con Doug. Su marido había llevado a un grupo de estudiantes de segundo año a Europa en el marco de un programa de estudios en el extranjero. Atty estaba en segundo año, pero, como sus notas habían sido muy bajas, había suspendido y Esme tuvo que quedarse en casa con ella. Cuando la señora Prinknell la llamó para concertar la cita, lo primero que Esme le preguntó fue si Doug había muerto.

—¡No, no! —le había asegurado la señora Prinknell—. Cuando se trata de una muerte, acude a ver a la gente inmediatamente.

Pero eso fue el viernes por la tarde y hoy era domingo por la mañana. Doug no había abierto su Skype y Esme estaba muy preocupada. Doug era la clase de persona que, antes que a su vida personal, daba prioridad a los problemas urgentes de los estudiantes, por lo que Esme había decidido que se trataba de una cuestión con uno de los chicos que participaban en el viaje.

El director seguía evitando responder.

—Es solo... quizás Atty tiene tarea por hacer, así nosotros podríamos conversar en privado.

—Creo en la honestidad —declaró Esme—. Que, como ya sabes, no es solo expresar los propios sentimientos, enumerar sus quejas o ventilar sus emociones, sino la verdad, los hechos. No tengo nada que ocultar a Atty.

El perro la miró intensamente; había dureza en sus ojos diminutos. Era un problema genético: teniendo en cuenta el tamaño de su cabeza, sus ojos eran muy pequeños. Pero esas miradas, como leves amonestaciones, siempre le recordaban a su madre. El collie se parecía a las fotos de su madre tomadas a finales de la década de 1950: brazos y piernas escuálidos y un torso cuadrado, con faldas de lana entalladas y plisadas que cubrían sus anchas caderas. ¿Por qué había elegido un perro que le recordaba a su madre? Quizá lo había hecho de manera subconsciente.

—Está bien. —Todd se abrió la chaqueta y echó un vistazo al walkie-talkie que llevaba sujeto al cinturón—. Si este chisme suena, tendré que cogerlo. Lo siento.

—Vale. Yo he recibido una llamada de mi madre, de Jersey, diciéndome que están evacuando la costa.

Su madre era una de esas mujeres obcecadas que se negaban a abandonar sus casas durante las tormentas. Esme se estaba preparando para tratar de convencerla de que debía marcharse, a sabiendas de que fracasaría en el intento.

—Sí, sí. El huracán Sandy nos tiene en estado de alerta las veinticuatro horas del día. Agotados, ya sabes.

—Agotados —repitió Esme—, desde luego.

No tenía la menor idea de lo que quería decir con eso de «agotados», pero la verdad era que no le había prestado atención a la tormenta. Si las tormentas definían a las personas —las que amaban las tormentas, las que las temían, y las que las amaban porque las temían—, Esme era de esas personas que, incapaces de controlarlas, tratan de ignorarlas. Prefería circunscribir su vida a las cosas que podía controlar con mayor facilidad. Por eso se había enamorado de Doug. Era un hombre muy práctico, maleable y confiable. Y Esme había creído que la maternidad sería una experiencia de control total: dar forma a una criatura, moldearla y educarla hasta la edad adulta. Criar a Atty le había demostrado que estaba equivocada.

Todd sonrió con tristeza y luego se pasó la mano por los mechones de pelo de su enorme cabeza, como si se los peinara, y avanzó el torso apoyando los codos sobre sus rodillas. Fue lo menos robótico que Esme le había visto hacer desde que lo conocía. De hecho, era un gesto tan profundamente humano que se inquietó. Las noticias eran forzosamente malas, muy malas.

—Doug ha dejado el programa de estudios en el extranjero.

—¿Dejado? —preguntó Esme.

—Por lo visto, se ha fugado con su dentista.

—¿Mi papá es gay? —¿Entonces no era cuestión de sus pésimas notas? ¿No iba a tener que soltar su discurso sobre las consecuencias psicológicas de ser la niña mimada de un profesor? Y pensó: «Mi padre siempre ha tenido un armario muy ordenado, pero ¿de veras es gay?»

Todd movió la cabeza negándolo.

—Su dentista es una mujer.

Atty se sintió culpable por haber dado por hecho que el dentista era un hombre.

—Lo siento —dijo, disculpándose por su sexismo.

—¡No es tu culpa! —reaccionó Esme de inmediato. Sabía que los niños se culpaban a sí mismos por los problemas matrimoniales. Ella misma se había sentido culpable de la ausencia de su padre. Durante años se había preguntado si no había existido un tipo de hombre bueno, paternal, que ella hubiera obligado a marcharse; siendo tan pequeña no podía recordarlo.

Atty supuso que su madre se estaba reprochando de haberla educado en una cultura sexista, pero no insistió. Sacó su iPhone y tuiteó: «Me siento inexplicablemente abandonada.» Sus tuits eran, en su mayor parte, tan sarcásticos que sus seguidores no sabían a qué atenerse con esas frases vagamente emotivas. Si la abuela de Atty hubiera estado entre sus seguidores —no tenía cuenta en Twitter—, habría tomado esa frase por una de esas Declaraciones de Honestidad Personal de tipo impreciso, ficticio, como a ella más le gustaban.

Era una Declaración sincera. Atty se sentía desvinculada en serio. Era uno de esos instantes de desorientación propios de la infancia, cuando te das cuenta de que has cogido la mano de un padre equivocado, y el extraño baja la vista, te mira y dice: «¿Te has perdido?» Fue lo que le sucedió a Atty una vez, en un desfile del Día de los Caídos [Memorial Day] y se sintió tan avergonzada que le espetó al pobre hombre: «Yo no me he perdido. ¡Suélteme, baboso!» Y se alejó andando y se puso a llorar. Doug la encontró en cuestión de segundos. Esme no reparó en que su hija estaba escribiendo en el móvil con los pulgares. Supuso, de manera irracional, que Atty buscaba en Internet lo que estaba contándole el director —como si pudiera averiguar si se trataba de una broma o de un timo enviado del extranjero—: «Estoy clavado en París. Una dentista me robó mi documento de identidad y todas mis tarjetas de crédito. Por favor, ¿me podrías girar dinero?»

Una parte de Esme sabía que la historia era probablemente cierta. Doug había estado sufriendo mucho con un molar. Esme lo había animado a ir a que se lo examinaran. Estaban en París. La medicina pública y todo ese rollo...

Esme se puso de pie. Sus brazos colgaban a los costados de su cuerpo. Los sentía flojos, como despegados del cuerpo. Como si no los tuviera. Se acercó a la ventana mirador. Estaba oscuro y llovía. La tormenta se avecinaba.

—Ha dejado de ser un empleado del colegio —prosiguió Todd.

—¿Lo has despedido? —preguntó Esme.

—Él renunció.

Eso era una pésima señal.

—¿Cómo que renunció? Si no tiene otro empleo... —Movió la cabeza—. No es de los que se fugarían. Tiene una cuenta TIAA-CREF realmente importante. Él no es así.

—Me dijo que tiene un plan.

—¿Has hablado con él?

—Sí, claro, así fue como me enteré de que lo ha dejado.

Esme se figuraba que se había enterado del asunto por rumores y cotilleos, como se enteraba la gente de muchas cosas en el campus. Pero, no. Doug había llamado por teléfono al director. Y este pequeño detalle le sirvió para comprender que su matrimonio había terminado. Culpó en el acto a su suegra. Los de esa rama de la familia eran tan presuntuosos y elitistas que se habían casado entre primos hermanos y, como consecuencia de ello, los hijos tenían mala dentadura, razón por la cual Doug, nada más llegar a París, no había tenido más remedio que acudir a una dentista.

Y entonces se le ocurrió pensar, de manera irracional, que si su matrimonio se acababa era quizá para hacer sitio al de Ru. Augusta le había dado a Esme la noticia hacía una semana. ¿Y si se trataba de una suerte de maldición? La familia compuesta por tres hijas y una madre no podía admitir más que un matrimonio verdadero por vez. El cerebro de Esme usó ese cauteloso «verdadero» puesto que los matrimonios de Liv —los tres— le habían parecido siempre precarios y dudosos, debido principalmente a la insistencia de Liv en afirmar a gritos que sus amores eran extraordinarios, unos amores épicos, absolutos, que ninguna de las mujeres de la familia sería capaz de comprender realmente. ¿Qué había que comprender? Liv se casaba por dinero y le iba bien.

Una vez que hubo repasado mentalmente todas las culpas habidas y por haber, Esme quiso sentir algo. Un dolor espantoso en el pecho, por ejemplo. Pero no estaba segura de amar a Doug. Infinidad de veces había proyectado con su imaginación que él la abandonaba, o que ella lo abandonaba a él, o que él se moría de repente. Cosas espantosas, pero la verdad era que no estaba segura de haberlo amado alguna vez. Sabía que nunca lo había querido como había querido a su primer amor, Darwin Webber, un chico que había desaparecido de la universidad sin dejarle siquiera una nota. (Y hasta el día de hoy era inhallable. Esme lo había buscado en Google un montón de veces, pero no había rastros de él en Internet, ni siquiera una esquela.) Conoció a Doug al año siguiente y, como había renunciado a la idea de que ella podría volver a amar a otro hombre, optó en cambio por quien le pareció que sería un buen compañero. ¿Se encontraba ella simplemente en la primera fase del dolor?

—¿Y los alumnos que han viajado con él lo saben? —preguntó Atty.

Esme se volvió y la miró.

—Maeve Brown ha ido, y Piper Weir, y George, Kate y Stew —enumeró Atty—. ¿Y los demás acompañantes? ¡Vaya, por Dios! —Giró con los dedos el pequeño pendiente en forma de clavo que llevaba en uno de los lóbulos, como le habían dicho que hiciera durante varios meses, a los ocho años, cuando le perforaron las orejas. Esme se preguntó si no sería una regresión lo que estaba presenciando—. ¿Te das cuenta de lo gordo que es esto? —le preguntó a su madre, abriendo mucho los ojos y con el iPhone en la palma de su mano.

Su hija no tenía ni idea de lo gordo que podía llegar a ser para ellas.

—Esto no es un suceso de carácter público, Atty. Es un asunto privado.

—¿En qué mundo vives? Aquí todo es público. No somos una familia propiamente dicha. Vivimos en el campus y representamos a una verdadera familia a fin de que los alumnos internos puedan ver cómo funciona en la vida diaria. Somos como esas ciudades norteamericanas creadas en Rusia para que los niños rusos crezcan aprendiendo a ser espías norteamericanos.

—No, somos una gran familia —dijo Todd, pero el comentario de Atty lo había perturbado, como si la niña hubiera sacado algo a la luz—. Somos una verdadera comunidad. Nos cuidamos unos a otros.

—Sí, claro —le contestó Atty—. Esto está a punto de explotar. —Quiso añadir que sería como una explosión atómica y que todos ellos acabarían como las estatuas de seres humanos carbonizados, tal como lo había leído en los testimonios orales de los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki que Todd el Cabecita les había asignado como tarea.

Esme volvió a acercarse a la ventana. Dio unos golpecitos con las uñas en el cristal, con la esperanza de recordarle a su cuerpo que tenía brazos. Quería escapar. Cuando ella era una adolescente, Ru se había fugado de casa y había desaparecido veintiún días en total. Durante tres días, ninguna de ellas se había dado cuenta, ni siquiera Jessamine, quien supuso que Augusta sabía lo que había ocurrido. Cuando Ru lo supo se molestó tanto que se negó a decirles adónde había ido o lo que había hecho.

Atty tenía razón. Todo eso estaba a punto de explotar. ¿Qué clase de hogar, si es que había uno, subsistiría después de la detonación?

Todd suspiró. También él sabía que Atty tenía razón.

—He pasado por situaciones como esta, bueno, no tan exóticas, pero sí, como esta, y no es grato, el deterioro es malo... la gente toma partido, y cuando el compañero está ausente a veces resulta más fácil culpar al que está aquí. Además, algunos estudiantes son hijos de matrimonios divorciados. Protagonizan todo tipo de hostilidades. No es nada grato.

—Nada grato —repitió Esme.

—Es, en realidad, una bomba de tiempo —dijo el director—. Atty tiene razón. Es la metáfora que yo empleo.

—Una bomba de relojería.

Esme contempló los árboles, la calle bordeada de calabaceros. La bici y el casco de Atty estaban en el jardín. Le había dicho un millón de veces que los guardara en el cobertizo. ¿Cuándo volvería a ver a Doug?

¿Se divorciarían por Skype? Resultaría todo muy inconexo porque sus voces no estarían sincronizadas con el movimiento de sus labios. ¿Se divorciaría del hombre con quien había estado casada diecisiete años como en una película asiática de monstruos mal doblada?

Entonces Esme giró en redondo y oyó por fin lo que Todd estaba tratando de decirle.

—Ah, deberíamos marcharnos. Mudarnos. Tú quieres que nos mudemos.

—No, no, no —dijo Todd. Apoyó la espalda en el respaldo del sillón, levantó una pierna, puso el tobillo sobre la rodilla de la otra pierna y dio unos golpecitos en su bota de cazador—. Tenemos un contrato. Tu marido ha cometido una infracción. Nos ocuparemos de ello. Pero tú puedes quedarte... hasta fin de año.

El contratado había sido Doug. A ella la habían colocado en la biblioteca como auxiliar, aunque no hacía falta nadie en ese puesto. Era prescindible. En ese momento odió a Todd el Cabezón. Era curioso: debería estar furiosa con su marido por haberse fugado con una dentista francesa, pero, quizás, enfadarse con Todd al menos la ayudaba a identificar su ira.

Oyó un clic. Se volvió y miró a Atty: estaba escribiendo a todo trapo.

—¿Lo estás tuiteando?

—Algo jodido está pasando —explicó Atty.

—¿Estás escribiendo eso? ¿Tu padre tiene un ligue y tú escribes «algo jodido está pasando»? ¿Así vas a contar esta historia un día? «Entonces les anuncié por Twitter a todos mis seguidores que algo jodido estaba pasando.»

No se le había ocurrido a Atty que esta fuera una historia que ella contaría por el resto de su vida. La estaba contando ahora.

—Estoy comentando en directo por Twitter.

Todd suspiró y se puso de pie. Tomó a Esme del brazo.

—Tendrás que controlarla un poco, Esme. No querrás que esto se transforme en un culebrón con un coro griego. Conozco a estas niñas. Su coro griego es siniestro.

Fue hasta la puerta. No era la puerta de ellas. Pertenecía al colegio. El director les había asignado esa casa. Todo era un regalo, inclusive la educación de Atty. Formaba parte del paquete de beneficios que les correspondía. Esme pensó que se marcharían solo cuando se jubilaran. Pero ahora comprendía que estaban de paso.

Todd abrió la puerta de la calle, abrió un paraguas adornado con el blasón de la facultad y buscó con la mirada al encargado, quien, protegido de la lluvia con un impermeable verde claro, que también llevaba el escudo de la facultad, lo estaba esperando en un camión aparcado delante de la casa.

—Tenemos que controlar esto, realmente —dijo—. Va a ser una tormenta infernal.

Por un instante dudó; no sabía si el director estaba hablando del fracaso de su matrimonio o del huracán Sandy. Pero enseguida se dio cuenta de que ahora, fuera, él estaba hablando de la tormenta propiamente dicha.

—No se puede controlar una tormenta —le dijo con toda franqueza. Pensó en sus hermanas. Las echaba muchísimo de menos. Hacía años que no tenía con ellas, con ninguna de ellas, una conversación de verdad—. Hay personas que creen que sí, que pueden. Pero no es posible.

La miró e inclinó la cabeza, como si no estuviera seguro de si ella estaba hablando del fracaso de su matrimonio o de la tormenta propiamente dicha, pero no preguntó. Dio media vuelta y se marchó andando por el césped húmedo.

Esme pensó en su madre. No quería contarle que Doug había desaparecido. Su madre nunca había estado convencida de que Doug fuera el hombre adecuado para ella. Además, a su madre no parecía importarle la institución del matrimonio y Esme temía que su primer comentario fuera «te-lo-dije».

Atty observaba la escena desde la ventana empañada por la lluvia. Se preguntaba dónde estaría su padre en ese momento. Se imaginó las maletas empacadas a toda prisa y todos los mocosos cabrones cotilleando sobre su padre durante el viaje. Esperaba que la dentista fuera bonita. De lo contrario, sería realmente bochornoso. Atty deseó por un instante que la dentista hubiera sido un hombre. Sería realmente horrible burlarse de una chica cuyo padre se revelaba súbitamente gay. Me refiero a que la corrección política la protegería y podría convertirse en una activista con un interés personal en la causa. Las chicas y chicos del colectivo LGBTQ la acogerían y ella tendría por fin un tema para su redacción de ingreso a la universidad.

Atty sintió una punzada quirúrgica en el pecho, como si el cariño que sentía por su padre fuese algo físico. Podía sentir que le quitaban las suturas.

«No», le dijo a ese dolor punzante. «¡No!»

Le pareció que el dolor le contestaba: «No estás perdiendo solamente a tu padre. Te están poniendo de patitas en la calle también. Perderás a todos salvo a tu madre y al perro.»

Ingmar estaba a su lado, asomado a la ventana. Habría podido ser modelo para abrigos de piel. Solía parecerse mucho a Fabio en versión collie, pero ahora era solo un perro con el pelaje cortado al rape. Tuiteó esto último inmediatamente y luego pensó: Es mi último año. Y junto a ese dolor sintió una punzada de libertad. Decidió apartarse del dolor y acercarse a la libertad.

Atty corrió a la puerta, pasó por delante de su madre, que estaba bajo el alero, y saludó con la mano al director, ahora sentado en el asiento del copiloto de la cabina del camión.

—¡Gracias, Todd el Cabezón! ¡Muchísimas gracias por el cuatro-uno-uno! ¡Hasta pronto! ¡Suerte con la tormenta!

Su madre no se inmutó. Atty lo había hecho. Había llamado al director Todd el Cabezón en su propia cara.

Esme no estaba segura de que el director la hubiera oído. Los limpiaparabrisas apartaban con mucho ruido la lluvia que arreciaba sobre los cristales empañados. El director arrugó la frente y apenas esbozó un saludo.

El camión arrancó y salió velozmente rumbo a la carretera dejando a Atty plantificada en medio del jardín y a Esme detrás de ella envueltas en el tic-tac de la lluvia resonando como miles de bombas de tiempo.