8

Después de que el hijo de Herc Huckley le preguntara por el Club de Asesinos Aficionados, ella le dijo que quería saber lo que había en la caja.

—¿Es mía? ¿Me la da o no?

Su tono de voz era frío, el mismo que reservaba para esos momentos en los que debía defenderse de vendedores agresivos o peluqueras sabelotodo.

Bill le informó de que había hecho copias, pero que esos eran los originales.

—Toda suya.

—Me agradaría mirarlos en privado. Es justo, ¿no cree?

—Claro —repuso Bill—. Ningún problema. Pero... —Estiró la mano y tocó la caja como afirmando que todavía seguía siendo el dueño—. Me gustaría hablar con usted acerca de todo esto, de verdad. Mi madre no sabe lo que hay dentro de esta caja. Conoció a mi padre años después y ahora mi padre se ha... marchado, en cierto modo —le contó. Se le quebró la voz. Tosió y prosiguió—: Esto es lo único que me queda de él.

Ella le dijo que el contenido de la caja le traería, quizás, algunos recuerdos a la memoria. Bill anotó su número de teléfono móvil en la tarjeta de visita —trabajaba en algo relacionado con la tecnología verde, o lo que demonios fuera eso— y se la entregó. Ella lo acompañó hasta la puerta. Y él se marchó.

Augusta e Ingmar estaban nuevamente solos en la casa fría y oscura.

Augusta subió a su cuarto abandonando a Ingmar, que desconfiaba de las escaleras. El perro gimió apiadado de su propia soledad.

Con ayuda de una pequeña escalera taburete, Augusta metió la caja en el estante más alto del armario de su dormitorio, detrás de los edredones. Luego se bajó y cerró muy bien la puerta imaginándose que estaba dejando a su pasado detrás de una puerta condenada. Estaba segura de que el contenido de aquella caja removería algunos recuerdos. La cuestión era si sería ella capaz de soportarlo.

¿El Club de Asesinos Aficionados? Sí. Esas palabras significaban algo para ella. La atravesaban como grietas sobre la superficie de un lago congelado.

Nick Flemming la abandonó. Herc Huckley y los demás miembros del Club de Asesinos fueron los testigos involuntarios.

Después, Nick Flemming regresó y, durante mucho tiempo, su vida ya no fue suya.

Se sentó en el borde de la cama. Después se acostó con los zapatos puestos. Se acordó entonces de la nieve que se arremolinaba por fuera de la ventana del quinto piso de la Cámara de Comercio, donde había trabajado; se acordó de la vida que llevaba antes de que existieran sus hijas. Las secretarias se apiñaban junto a la ventana arrebujándose en sus rebecas. Augusta no les caía bien. Augusta no caía bien a las mujeres en general. A los hombres, en cambio, sí. Era rara, pero se sentía cómoda siendo rara —o, quizás, inconsciente—, algo que los hombres muchas veces confundían con misterio.

Era la víspera de la investidura de John F. Kennedy y alguien preguntó: —¿Cómo harán los dignatarios para llegar a sus fiestas?

—¿A quién le importa? —contestó Augusta—. ¿Cómo haremos nosotras para llegar a casa?

Había abandonado muy pronto a sus padres, que se pasaban la vida riñendo en su casa de Asbury Avenue. De hecho, se había marchado con dieciocho años apenas y solo un breve curso de secretariado en su haber. Vivía en Arlington, en un pequeño apartamento que compartía con una mujer mayor que nunca se había casado y no parecía necesitar a nadie. Augusta la admiraba.

Había estado nevando desde el mediodía, pero ahora la nieve empezaba a acumularse realmente. Y ella no tenía más que un par de chanclos de goma que se ajustaban a sus tacones. No le servirían de mucho. En las aceras, por donde aún no habían pasado las palas, la nieve llegaba a los tobillos e inevitablemente se metería en los chanclos.

—¿Creéis que tendrán la sensatez de dejarnos marchar? —preguntó Augusta de manera retórica.

A los dieciocho años ya era una profesional. Sus colegas pensaban que, para impresionar, había adoptado prematuramente ese tono de hastío de algunas secretarias de alto nivel, mujeres mayores que ella. Pero Augusta había sido de pequeña una niña hastiada. Un día encontró en el armario de su padre un regalo de Navidad que sus padres habían comprado anticipadamente: un triciclo. Lo sacó, lo llevó al tercer piso y se puso a pedalear.

Cuando su padre la descubrió, le dijo:

—Se suponía que era un regalo de Papá Noel.

—Estaba en tu armario.

—Es un regalo de Navidad especial. Deberías esperar a que llegue la Navidad para usarlo.

—¿Por qué? —Se sentó en el sillín de piel rojo, mirándolo sin comprender—. No tiene sentido.

Quiso decirle que le parecía arbitrario, pero todavía no había aprendido esa palabra.

Un cuarto de hora después, el señor Shapiro salió de su despacho, tosió ruidosamente y golpeó las manos para que todos lo escucharan por encima del ruido de las máquinas de escribir.

—¡Tengo algo que comunicarles! —gritó—. ¿Pueden prestar atención, por favor? —Estaba exasperado pese a que todos callaron inmediatamente. El hombre se exasperaba a menudo preventivamente—. ¡Todos los empleados públicos saldrán una hora antes! Podéis recoger vuestras cosas y marchar a casa a las cuatro de la tarde.

Augusta terminó su informe, ordenó su escritorio y, cuando iba a agacharse para ponerse los chanclos de su madre, se acercó Lloyd Bartel, un joven abogado de patentes.

—¿Te llevo?

Se apoyó sobre el escritorio de ella con las manos abiertas, se inclinó y sonrió.

—No hace falta —contestó—. Tengo quien me lleve.

No tenía. Pensaba coger el autobús.

—Tengo el depósito lleno de gasolina y la calefacción funciona. ¿Estás segura?

Asintió.

—Gracias.

Era solo un viaje en coche, pero Augusta desconfiaba de los hombres en general, y, por otra parte, estaba saliendo con un joven estudiante de Odontología llamado Max Stern, entre otras cosas porque así dejaba de estar en el mercado. Todavía no le había dicho que no creía en el matrimonio. Como sus padres daban por seguro que Max pediría su mano, ella venía preparando desde hacía un tiempo un discurso para cuando llegara ese momento. A veces, su discurso tenía por objeto romper con él sin dramas, pero a menudo consistía en un tratado sobre la inutilidad del matrimonio: «Los que se casan están como encerrados en bloques de hielo, tan tiesos que ni pestañear pueden, o llenos de rabia, dispuestos a matarse entre ellos el resto de sus vidas.» Así eran sus padres en la intimidad y ella presuponía que todas las parejas eran iguales.

Dio unos golpecitos con los nudillos sobre el escritorio.

—No cojas frío —le recomendó—. ¡Abrígate bien!

Salió presurosa con los demás empleados y bajó en el ascensor repleto de gente que charlaba divertida y nerviosa: «¡Ya era hora!» «¡Es una ventisca lo que hay ahí fuera!» «¡Llama al reno!» Cruzó el vestíbulo y las puertas giratorias por donde entraba el viento, y salió a la calle.

La nieve caía sin pausa y Augusta se detuvo un instante a contemplarla, como lo habría hecho una niña. Cerró el cuello de su abrigo de pelo de camello, de corte masculino, idéntico a los que llevaban muchas mujeres en aquella época, y dejó que la nieve cayera delicadamente en su rostro. Sonrió. No podía evitarlo. Había salido de esa oficina mal ventilada; se encontraba fuera, en el mundo. Y, si bien de niña solía parecer adulta, ahora podía ser adulta y parecer una niña. Como si la edad cronológica no se aplicara a ella, pero en cambio fuera un estado de ánimo, algo vivencial, como quien hace coincidir la edad con una experiencia en vez de experimentar las cosas a través de las lentes de la edad.

La nieve le recordaba que la naturaleza todavía existía, que el mundo no se reducía a salas de juntas, edificios, calles y puentes. La ciudad con todo su bullicio y su ajetreo podía desaparecer, borrada, sin más. Todo blanco, tapado con un manto, como si lo que hacían no fuera importante, como si jamás hubieran existido.

La gente la empujaba al pasar. Algunos, que habían pensado en traer paraguas, los abrieron y entonces ella se encontró rodeada por innumerables mangos plateados. No tenía más que una bufanda larga de tela. Se envolvió con ella la cabeza y se la ató alrededor del cuello. Se abrió paso como pudo entre la muchedumbre resbalando de vez en cuando. Los coches circulaban muy despacio, apenas avanzaban. La ciudad acogía a muchos sureños que no sabían conducir con nieve. Sabía que la situación era muy fea y que no haría más que empeorar.

Se le habían mojado las medias de nailon y tenía las piernas heladas. Cuando llegó a la esquina de las calles Quince y Constitución y vio a la gente apiñada en la parada del autobús, se dio cuenta de que no habría modo de subir al siguiente autobús ni tampoco al próximo.

Un hombre de esmoquin y una mujer con un abrigo de piel se apearon de una limusina y entraron en un pequeño restaurante. La mujer estaba llorando.

—¡Qué desperdicio! Un desperdicio tremendo. ¿Me oyes?

Augusta dio media vuelta y se alejó en dirección este, hacia la calle Doce. Tenía muchas horas de viaje hasta su casa y si quería ir sentada en un asiento caliente y seco, debía desandar el trayecto del autobús y llegar a la terminal. Se cruzó con un camión de basura equipado con un quitanieves.

En la terminal vio un autobús de su línea a punto de salir, con el motor en marcha. Golpeó la puerta. El chófer abrió.

—¿Puedo subir? —preguntó.

—Prepárese para una noche larga.

Iba muy abrigado. Tenía la cara arrebolada y los ojos hinchados y legañosos, como si ya hubiera hecho muchísimos viajes.

—Me lo figuro.

Abrió el monedero y pagó. Todos los asientos estaban vacíos. Cogió uno en el centro del autobús y se ubicó junto a la ventanilla. Pensó en Kennedy. Había votado por él, con orgullo, y se imaginó que toda esa nieve que caía era confeti. Sentía por Kennedy un cariño tan profundo y personal que no estaba segura de que fuera sano. A veces, cuando oía su voz, le saltaban las lágrimas de pura esperanza. Sopló en el cristal, y sobre el vaho que dejó su aliento imprimió la huella de su mano.

En la siguiente parada, subieron varios hombres y mujeres que pasaron encorvados por el pasillo, arrastrando los pies. Augusta siguió mirando por la ventanilla para que nadie se sintiera tentado de pedirle permiso para sentarse a su lado. Lo hacía por un hábito más que por otra cosa, pues sabía perfectamente que tarde o temprano tendría que aceptar compartir su asiento. Por lo general, como hija única que era, prefería la soledad.

Cuando el autobús, al separarse del bordillo, se sacudió, Augusta sintió la presencia de alguien en la acera. Fue quizá la vibración de un movimiento lo que entró en el campo de su visión periférica, o algo más inexplicable. A veces sentimos cosas que superan nuestros sentidos. Se volvió y vio a un muchacho que corría junto al coche con los faldones de su abrigo que se abrían con el viento. Tenía el cabello oscuro. Si no lo llevara tan corto, habría sido rizado. Le brillaban los ojos. Levantó la mano y gritó. Miró a Augusta y, aminorando su paso, abrió los brazos como diciéndole: «Apiádate de mí.»

Augusta iba a avisar al chófer, pero alguien se le adelantó:

—¡Uno más! —gritó una voz.

El chófer avanzaba instintivamente, pero no había por dónde ir. Abrió las puertas y el joven trepó de un salto los escalones. Dijo algo en broma que hizo reír al chófer a carcajadas.

Ya en el pasillo, miró abiertamente a Augusta. Fue una mirada tan intensa que ella bajó la suya y se puso a toquetear el cierre metálico del bolso que tenía sobre la falda. El autobús se sacudió nuevamente y ella sintió el roce de su chaqueta y el peso de su cuerpo cuando se sentó a su lado.

—Espero que no te importe —dijo.

Se corrió inmediatamente hacia la ventanilla, lo miró y sonrió.

—No, por supuesto.

—Me llamo Nick —dijo, y le tendió la mano—. Nick Flemming.

—Vale —contestó, estrechándole la mano. Notó que el corazón le latía con fuerza. Tiró de su bufanda—. Soy Augusta Rockwell —dijo en un tono deliberadamente formal.

—¿Rockwell?

—Ningún parentesco —explicó— con el artista. Norman.

—El Saturday Evening Post, ¿no? Partidos de béisbol y sitios de pesca y Santa. No sé si lo he comprado alguna vez.

—¿Comprado el periódico? —preguntó Augusta, aunque sabía que no. El muchacho hablaba de autenticidad.

—Todo ese ideal. Si hubiera un lugar así de perfecto en América, pintoresco y limpio, y donde la gente duerme en sus camas por las noches, no me agradaría vivir allí.

—¿Por qué no?

Su infancia fue un extraño triángulo inestable. Su madre y su padre reñían, pero su madre no dejaba de atender a su padre, que bebía demasiado y tomaba pastillas para los nervios. Con la energía que le quedaba, su madre cuidaba a Augusta. Cuando Augusta tuvo la edad suficiente para asumir ciertos aspectos de su propia crianza, relegó a su madre de esta obligación. Como si hubiera encontrado la forma de despedir a su madre quitándole una por una todas las tareas. Y su madre quería que Augusta la despidiera.

Nick se pasó una mano por el pelo mojado. Se echó hacia atrás y sonrió con una sonrisa torcida, alegre.

—Porque no es verdad. Prefiero la verdad aunque sea horrible. ¿Tú no, Augusta Rockwell?

Augusta miró por la ventanilla empañada por el calor que hacía en el autobús lleno. Tuvo la sensación de que le faltaba oxígeno. Sí. No lo supo hasta ese momento, pero sí, prefería la verdad aunque fuera horrible. El matrimonio, por ejemplo, tenía la impresión de que era una gran mentira: alegría, felicidad, almas gemelas. Introduciría esto en su tratado contra la institución, pero no conocía a este chico lo suficiente como para explicarle lo que estaba pensando. En cambio, le dijo: —¿Qué plan te estás perdiendo a causa de la nieve? Ibas a alguna parte, ¿verdad?

—¿Con todos estos peces gordos en la ciudad? ¿Adónde crees que iba?

—No lo sé —repuso. Él la miraba. No la miraba fijamente, la observaba con atención—. Puede que seas de los que se cuelan en las recepciones de gala y en las fiestas. ¿Me equivoco?

—¿Me estás diciendo que no soy de los que reciben invitaciones?

Augusta se encogió de hombros.

—¿Lo eres?

Negó con la cabeza y susurró:

—Iba a un asesinato, pero me he retrasado.

—No sabía que los asesinos viajaran en autobús.

—¿Cómo explicarte? No soy de los mejor pagados.

—¿Por qué mientes? Creí que preferías la verdad.

—¿Crees que estoy mintiendo? —le preguntó con timidez.

—Creo que estás haciendo el tonto.

—No mentiría —le contestó—. No a ti.

Las horas transcurrieron mientras el autobús avanzaba con dificultad y la oscuridad de la noche amortiguada por la nieve los envolvió. Le contó que estudiaba Derecho en la Universidad George Washington, que era el menor de cinco hermanos, que le gustaba el jazz y que, por supuesto, había votado a Kennedy. Ella también le confesó algunas cosas, pero nada acerca de Max Stern, el estudiante de Odontología.

En determinado momento, Nick preguntó a los demás pasajeros si les apetecía beber y tomó los pedidos para comprar bebidas. Había pensado en bajarse y golpear la ventana de una tienda de bebidas alcohólicas que tenía las contraventanas cerradas. El dueño estaba en el interior de la tienda, cerrada por la nieve. A través del cristal, Nick le preguntó si le vendía unas botellas. El hombre se acercó al cristal cilindrado de la tienda. Estaba medio dormido y tenía legañas en los ojos. Algunos pasajeros lo saludaron con la mano, entre ellos Augusta. Él los saludó a su vez mientras metía las botellas en bolsas marrones.

Todos los pasajeros se alegraron y, pese a que la Navidad ya había pasado, cantaron villancicos y algunas canciones populares, como Mack the Knife y I Want to Walk You Home, muy apropiada para la ocasión.

—Deberíamos bajarnos e ir a una de esas fiestas de gala —propuso Nick—. Habrá comida, bebidas y orquesta, pero no mucha gente bailando.

—Sí, vamos —dijo ella un poco achispada por el alcohol.

Se apearon del autobús, desanduvieron el camino a toda prisa por la calle E hasta que vieron los primeros restaurantes y grandes hoteles.

—Un poco más —dijo Nick—, otra manzana. —Por fin se detuvo y dijo—: Aquí es donde quería venir. Este, aquí mismo. ¿Nos colamos?

—No voy vestida para una fiesta —dijo Augusta.

—No creo que sean exigentes.

No hubo necesidad de colarse. Dos hombres, ambos con sombrero de copa, que se encontraban en la calle, muy nerviosos, los invitaron a pasar al interior de un amplio salón de baile prácticamente vacío. Había pirámides de gambas frescas, una barra libre, camareros llevando bandejas con entremeses calientes. En el salón de baile había una orquesta estupenda y mucha corriente de aire. Cada vez que se abría la puerta, la nieve revoloteaba en la entrada como si un desfile con confeti incluido pasara por la calle justo en ese momento. Bailaron cada una de las piezas y se acaloraron tanto que tuvieron que quitarse los abrigos. De niña, como consecuencia de una fiebre reumática, tuvo la corea de Sydenham, también conocida como baile de San Vito, y sufría ocasionales espasmos incontrolables en la cara, las manos y los pies. El trazo de su letra manuscrita se volvió entrecortado y a veces la cara se le ponía rígida mientras su cuerpo se retorcía incesantemente. La fiebre romántica no la abandonó y ella se volvió tímida, temerosa de que su cuerpo la traicionara en cualquier momento. Pero con Nick todas esas inhibiciones desaparecieron. Podía recordar, incluso ahora, la tibieza de la piel de Nick cuando la atrajo hacia él para bailar un lento, la sensación de su mano en la parte baja de su espalda, el ancho de su clavícula. A veces, uno se enamora de inmediato, de manera irreflexiva y permanente. Sabía que él no se parecía a nadie que ella hubiera conocido antes o que fuera a conocer alguna vez. Si ella no creía en el matrimonio, ¿podía creer en el amor? Nada de todo eso importaba ahora. La noche no era de este mundo. La nieve había tapado todos los puntos de referencia. Esto no era Washington, D.C. Ni siquiera era América.

Y sabía que, aunque se estaba enamorando de él, no podría conservarlo. Él tenía mucha urgencia de vivir, demasiada. No se hacía ilusiones de poder moderar sus ansias alguna vez. Lo supo desde el principio.

Estaban sentados a una mesa redonda cubierta con un mantel hasta el suelo.

—¡Cielos, es él! —dijo Nick.

Augusta siguió la mirada de Nick y vio a un hombre con una americana roja. Tenía unos sesenta y cinco años, bigote encerado, estómago abultado y brazos cortos. Se encaminó, con aire presumido, al lavabo de caballeros.

—Discúlpame un minuto —dijo Nick.

Y se levantó tan bruscamente que casi voltea la silla.

Augusta lo cogió de la manga. A esas alturas de la noche, ya estaban un poco ebrios. Se rio; enseguida recuperó la compostura y le preguntó muy seria: —No irás a asesinarlo, ¿verdad?

—Es un juego —dijo—. Tengo que lograr acercarme a un metro y medio de mi objetivo.

—¿Un juego?

—Un club. —Se inclinó, acercó su mejilla a la de ella y susurró—: Ya te he contado demasiado.

Se apartó, le guiñó un ojo y fue detrás de su objetivo. Entró en el lavabo.

Más tarde, Augusta llegó a entender de qué iba ese club. Era algo muy simple: los estudiantes de Derecho más destacados se desafiaban unos a otros con simulacros de asesinatos. Eso era antes de que los americanos quedaran profundamente marcados por la palabra «asesinato», antes de las muertes de Martin Luther King Jr., John F. Kennedy y Bobby. No tenían la menor idea de lo que se avecinaba ni que, un día, el club les parecería el Viejo Mundo, envuelto en tinieblas.

Al cabo de unos minutos, el hombre salió del lavabo, tan presumido como antes y balanceando los brazos al andar. Nick apareció después.

Corrió hacia ella y la cogió de la mano.

—Bailemos.

Fue la última canción que tocó la orquesta.

Salieron y se pusieron a andar en la nieve. Cuatro manzanas más adelante encontraron el mismo autobús. Los pasajeros estaban tranquilos y muchos dormitaban con la cabeza apoyada contra la ventanilla.

Cuando subieron, el autobús se aproximaba a la Elipse. Entonces vieron, por el parabrisas delantero, una comitiva oficial cruzando el parque a toda velocidad con sus faros alumbrando la oscuridad y batiendo el aire con sus rojas luces giratorias.

Augusta se imaginó el momento en que intentaría contar a sus hijas aquella noche y los meses siguientes durante los cuales ella se sintió devorada por la pasión. Esme no lo entendería. Nunca aceptaría que una vez su madre fue —aunque fugazmente— una persona diferente. Liv sería capaz de aceptarlo. Su manera de vivir no era convencional. ¿Y Ru? Ru movería la cabeza como diciendo que ella ya lo sabía. Ru siempre era clarividente.

Esa fue la noche que cambió la vida de Augusta. El mundo, por un breve lapso, fue un lugar completamente distinto. Imposible de explicar, estaba muy cerca de ser algo sexual, pero era más que sexual. Una especie de deseo que, una vez despierto, nunca la había abandonado.

Un deseo gravoso: su amor por Nick Flemming exigiría grandes sacrificios.

¿Había llegado el momento de decir a sus hijas la verdad? ¿Acaso la creerían? Una vez, después de la disolución del Movimiento de la Honestidad Personal, sus hijas le habían preguntado si no les mentía acerca de su padre. Esme la acusó de haber tenido sexo con desconocidos; no lo había olvidado.

Tal vez en la caja había alguna prueba. Si el hijo de Herc Huckley sabía lo del Club de Asesinos Aficionados, ¿qué más sabía?

Se incorporó y se sentó con los pies bien apoyados en el suelo.

Ingmar ya no gemía y seguramente estaba durmiendo. La casa estaba en silencio.

Miró el armario.

Eso era lo que había llegado hasta ella. Eso era lo que había salido a la superficie con la tormenta. Era para ella. Era lo que ella no podía seguir ignorando.

Se acercó al armario y puso la mano en el pomo de la puerta.

Abriría la caja, desparramaría su contenido sobre la colcha de la cama y dejaría que sucediera lo que tenía que suceder.