23

—¿Olive Pedestro? —preguntó Augusta—. ¿Tú le confiaste la seguridad de nuestra familia a Olive Pedestro?

Nick frotaba con las dos manos los huesos nudosos de la cabeza de Ingmar.

—Bueno, tuve que...

—Y a su hijo perturbado. Es un perturbado, ¿lo sabías? Ha estado con arresto domiciliario y tobillera electrónica.

Nick metió la mano en el bolsillo, sacó un pañuelo y se sonó la nariz.

—Él nunca fue parte del trato.

—¿Ella te visitó? ¿En Egg Harbor? ¿Donde tienes un shitzu? ¡Cómo te atreves a llamar Tobías a un perro! ¡Cómo te atreves!

Fue el primer nombre que habían pensado ponerle a un hijo varón.

Nick tendió los brazos abiertos, como si le suplicara. Tenía las mejillas tan rojas que Augusta se preocupó por su tensión. La tenía alta, pero ¿cuánto de alta?

Sin embargo, insistió:

—Apuesto a que al perro le diste tu apellido. ¡Al fin un Flemming, un hijo tuyo!

—Los perros no llevan apellido.

Augusta bajó los ojos y se miró las manos.

—¿Por qué interferiste?

—Sabías que yo estaba cerca.

—No.

—Siempre lo supiste.

Nick tenía razón. Hubo veces en las que se había sentido acalorada, como presa de una emoción, y entonces, involuntariamente, antes de poder controlarse, lo buscaba entre la gente.

—Pensaba que podía hacer que aparecieras por arte de magia —confesó.

—Una vez estuve sentado detrás de ti, tan cerca que podía oler tu perfume.

—¿Platea?

—Nuestra tercer clarinete —asintió Nick—. Para mí lo nuestro nunca terminó.

Le pegó con el dorso del puño en el hombro. No estaba enfadada, pero tampoco lo hizo jugando.

—Anda —dijo Nick—, pégame. Hazlo de verdad. Como antes.

—No —contestó con un tono como si se estuviera negando a tener sexo con él.

—Echo de menos cuando tú me atacabas realmente; me pegabas en los brazos y en el pecho, a veces cuando estábamos en la cama, ya sabes, después...

—No podía evitarlo.

—Debí preocuparme cuando cesaste de enfadarte conmigo.

Augusta sabía perfectamente cuándo había sido la última vez que le había pegado. No lo había olvidado. Nick le contó que alguien había sido asesinado: el hijo mayor de un colega. Era su miedo más grande. Él trataba de decirle que había tomado la decisión correcta.

—Podías haberme ahogado —sostuvo Augusta—. No podía seguir sosteniéndote. Habíamos sufrido mucho.

—Hubiera preferido que siguieras castigándome, pero que me permitieras regresar. Os necesitaba tanto, a todas, más de lo que tú nunca me has necesitado a mí.

—Nunca sabrás cuánto te hemos necesitado nosotras.

Oyeron una tos.

Levantaron la vista.

Vieron a su nieta.

Estaba de pie, con una rodilla doblada, los antebrazos cruzados agarrándose la barriga, un poquito gorda (probablemente había engordado ese verano). Había algo innegablemente puro y vulnerable en Atty. Augusta lo advirtió por primera vez. Sin embargo, era tan evidente que no entendía cómo no se había dado cuenta antes.

Atty los miraba como si no estuviera muy segura de conocerlos.

Nunca antes una niña había interrumpido a Nick y Augusta en su intimidad. La vergüenza que sintió Augusta fue similar a la que había sentido en su adolescencia la vez que su madre salió al porche y la sorprendió con un chico: los dos estaban cogidos de la mano.

—¿Qué sucede, Atty? —preguntó Augusta.

Atty miró a su perro, con el morro apoyado sobre el muslo de Nick, completamente seducido. Tuvo celos, pero también se sintió algo intimidada por el magnetismo de su abuelo.

—Se supone que debo comunicarte que tus hijas desean que él se quede hasta que ellas sepan lo que harán con él.

—¿En qué están pensando? —preguntó Nick.

—Creo que quieren que les pidas disculpas, que reconozcas el daño que has hecho. Me parece que habrá un juicio o algo parecido.

Nick miró a Augusta.

—Tendrían que haberlo hablado antes conmigo —dijo Augusta.

—Si me permites la franqueza, también a ti te echan la culpa.

—¿A mí? ¿Bromeas?

—No, no es broma —le aseguró Atty—. Pero he oído a gente decir que las madres siempre tienen la culpa de todo, de manera que no deberías tomarlo como algo personal.

—Augusta, ¿qué opinas? —preguntó Nick.

Respiró hondo y miró el retrato de uno de sus antepasados colgado en la pared, un hombre pálido con una nariz abultada y un corbatín blanco. No sabía qué decir.

—Creo que esto podría ayudarte a que lleves tu pena a dar una vuelta a la manzana —le aconsejó Atty—. ¿Te acuerdas? ¿No era eso lo que querías?

Augusta la miró.

—Un día —le dijo— serás un par de ojos contemplando a una nueva generación sentada en esta misma habitación. Serás un retrato colgado allí, con la mirada en la lejanía. Así es como pasa el tiempo.

No lo dijo como una amenaza, pero Atty debió de sentirlo así pues miró los cuadros y apretó con más fuerza los brazos contra su cuerpo.

—Creo que están esperando una respuesta: sí o no.

—Culpo a Freud en nombre de todas las madres —declaró Augusta. Agitó la mano por encima de su cabeza y añadió—: ¡Está bien! ¡Está bien! Como si tuviera otra opción.