24
A las diez de la noche, Nick Flemming —esposo y padre— estaba acostado en una cama plegable en la vasta habitación de la tercera planta de la casona victoriana, junto a la hilera de ventanas, en el mismo sitio donde una vez, hacía muchísimo tiempo, Augusta les había enseñado a sus hijas a dirigir una tormenta. Antes había ido conduciendo su propio coche al barrio residencial donde vivía. Había metido algunas cosas en una maleta y había vuelto. La habitación era ahora un trastero. Se preguntó si iban a abandonarlo allí, como un trasto más. ¿Era una reliquia del pasado que seguía, obstinadamente, tragando aire, o se hallaba realmente en su hogar por primera vez en su vida?
En la segunda planta, Ru compartía una cama doble con Liv, quien había tomado un somnífero. Su hermana estaba soñando con huevos de Pascua, y sabía que dentro de uno de ellos, que era en Technicolor, había un conejillo demonio. Liv roncaba suavemente y a la mañana siguiente ya no recordaría ese sueño. Nunca se acordaba de sus sueños cuando tomaba pastillas para dormir.
Ru se levantó, cogió el móvil y se encaminó al aseo, que estaba en el pasillo. Cerró la puerta y echó el pestillo. Le pareció que era muy amplio y que había mucho eco; no le agradó comprobar que aún se sentía a la intemperie. Descorrió la cortina de la bañera, se metió y volvió a correrla. Así, protegida dentro de un cubículo, se sintió mejor. De repente se acordó del laboratorio de idiomas del instituto. Le gustaba muchísimo ese lugar porque tenía mamparas que separaban las cabinas y auriculares gracias a los cuales todos los demás desaparecían.
Tenía que llamar a Cliff.
Se sentó en la bañera vacía. Miró el móvil. Temía que estuviera enfadado con ella, a pesar de que ella no había notado nada al respecto en las cartas que él le había escrito después de la ruptura. La verdad es que en ningún momento le había pedido explicaciones ni le había dicho que se tomara tiempo para pensarlo.
Pensó en lo que Esme había dicho: pasara lo que pasase, debían hacerlo por ellas. Estaban recuperando su relación de hermanas. Ru se había sentido embargada por una oleada de amor, pero ahora estaba preocupada. Fue hipócrita de su parte haberles hecho esa promesa sin contarles la verdad sobre su compromiso. ¿Por qué no se lo dijo? ¿Por qué lo ocultó?
Pensó en uno de esos habituales consejos para escribir sobre ocultar secretos: lo no dicho da más fuerza a este tipo de escenas. Se preguntó si, subconscientemente, no estaría haciendo lo mismo. ¿Y si Liv tuviera razón? ¿Había invitado a Teddy a fin de dar por concluida una historia pretérita y empezar otra nueva?
Quizás era mucho más simple. Quizá creyó que Cliff la convencería de su equivocación. Lo había visto persuadir a muchísima gente de muchas cosas en su trabajo como productor. Era tan encantador, tan vital, que la otra persona acababa dejándose llevar por el entusiasmo que él le transmitía, aunque supiera que no debía. Tal vez creyó que estaba equivocada y que en realidad su relación con Cliff no se había terminado, ¿para qué, entonces, anunciarles a sus hermanas algo que ella aún no había resuelto?
Buscó el nombre de Cliff entre sus contactos. Debía de estar en el Pacífico, de manera que no iba a despertarlo a esa hora.
«Por favor, por favor, por favor», se dijo rogando que saltara el buzón de voz.
Pero contestó él.
—¿Hola? ¿Ru?
—Hola.
—Has llegado sana y salva. Perdona, permíteme un segundo.
Lo imaginó en un restaurante o en una fiesta. Lo oyó decirle a alguien que vendría enseguida. Oyó una carcajada, música y, segundos después, una sirena. Supuso que ahora estaría fuera, en la calle.
—Bienvenida a Estados Unidos —dijo afectuosamente.
—Gracias.
—¿Cómo estás?
Estaba sentada en la bañera de la casa de su infancia y su padre se encontraba allí también, con ellas. Por primera vez, su familia, completa, dormía bajo el mismo techo. Las cosas se estaban revertiendo, enderezando, ¿normalizándose? Le pareció ridículo.
—Bien —contestó—. ¿Y tú?
—Muy bien. Hemos logrado un contrato de exclusividad. ¿Te has enterado?
No lo sabía. Siempre había deseado un contrato de exclusividad.
—¿Qué estudio?
—Sony.
—¿Cómo se lo ha tomado Terry?
Terry era su socio y había tenido un problema con Sony años atrás.
—Ha pasado agua bajo el puente. Está feliz.
—Pareces realmente contento.
Hubo un silencio. Cliff estaba en un lugar con mucho viento. Podía oír las ráfagas. ¿Se habría quedado mudo de emoción?
—Permíteme al menos salvar las apariencias.
—Claro.
Le estaba pidiendo que no le preguntara cómo se sentía con respecto al compromiso.
—Estoy en la ciudad.
Había nacido y se había criado en Manhattan. La ciudad para él era siempre Nueva York, no importaba el tiempo que llevaba viviendo en Los Ángeles.
—Vendré.
¿Cómo sería? ¿Un rapto de pasión? ¿Acabarían teniendo sexo? ¿Qué sentían dos personas que habían estado comprometidas y habían roto?
—¿Dónde estás?
—En casa de mamá.
—Bien. Iré a verte.
Sintió pánico.
—¿Por qué aquí? Lo que quiero decir es que aquí estamos todos: mi madre, mis hermanas, Atty...
Entonces le contó la verdad sobre su padre, pero hablar de su padre significaba revelar muchas cosas de ella misma.
—Nunca he podido conocer a tu familia o ver el lugar donde has nacido. Quiero encontrarle sentido.
—¿A qué quieres encontrar sentido? ¿A mí?
—¿Por qué perdiste la confianza en nosotros?
—No creo que eso nos ayude —contestó Ru dando golpecitos en la manguera de la ducha y apoyando el dedo gordo del pie en el grifo. Ella había conocido a su madre y a sus hermanas y el lugar donde había nacido, y por eso le había encontrado sentido a algo en su vida.
—Tengo la impresión de que estoy perdiendo mi capacidad de negociación —le confesó—. Mi madre ha vuelto a fumar. Mi padre me sugiere que te demande.
—¿Con qué argumento?
—No importa, cualquiera. Eso habla de cómo se siente emocionalmente.
Ru se preguntó adónde se habría ido, emocionalmente, Cliff. ¿De verdad lo conocía? Ella nunca se había abierto a él, al menos no del todo. Además, en cierto modo, nunca se había mostrado tal cual era. Y había roto enviándole una carta desde otro país como una cobarde.
—Vale. Ven. Haz lo que tengas que hacer.
—¿Te parece bien el sábado? Tendré algunas cosas que resolver, pero ¿estarás en tu casa?
Ru aceptó y le dio la dirección de su madre. Quedaron en que vendría a media tarde. Pensó en Amanda, la ex de Teddy Whistler. Amanda tenía que poder seguir adelante con sus planes y casarse con quien quería, para bien o para mal, y Teddy debía desaparecer de su vida y dejarla partir.
—Hasta pronto —se despidió Ru.
—¿Te acuerdas de cuando nos burlábamos de las personas casadas? —preguntó Cliff.
—Sí.
—Parece tan lejos ahora.
—Es cierto.
—Me niego a echarte de menos —dijo Cliff. Y cortó. Nunca le había dicho algo tan íntimo.
Ru se deslizó por el respaldo curvo de la bañera y miró al techo con manchas de moho. Pensó en el rostro de Teddy Whistler. Se le apareció a todo color... su forma de mirarla cuando ella le recitó de memoria lo que él había dicho en el avión.
Teddy había vuelto. Su padre había vuelto. Cliff estaba a punto de llegar. Parecía un ataque de hombres. ¿Qué significaba?
No quería pensar en los hombres. Necesitaba algo relajante, algo simple.
Entonces se puso a pensar en el bebé que había nacido en la casa larga donde ella había pasado los nueve últimos meses. Era una niña llamada Chau y la familia le había permitido alzarla en sus brazos y llevarla de paseo por la calle de tierra durante gran parte del día. El bebé tenía mejillas regordetas, pelo oscuro y lacio y ojos brillantes. Ru añoraba su olor, su sonrisa sin dientes y sus grititos. Entendió por qué su madre había tenido tres bebés con Nick Flemming. Su amor por Nick debió de ser increíblemente complicado, pero el amor que sientes por un bebé es puro, simple, visceral. Una vez que has tenido uno, seguramente deseas tener otro enseguida. La cuestión era por qué su madre había tenido tres hijas con un hombre con quien no podía vivir. Ru decidió que tener con él tres bebés fue quizás un esfuerzo por compensar ese amor lejano y complejo con otro primario, íntimo y cercano.
Atty y Esme dormían en el cuarto contiguo. Esme estaba despierta. Si algo tenía claro era que el cretino de su padre debía ir en busca de Darwin Webber, disculparse y retirar cualquier tipo de amenaza que hubiera podido hacerle. Sintió que su repentina valentía la hacía sonrojarse. Ahora tenía hermanas.
Pero, sin embargo, al pensar en sus hermanas, y no solo en la idea de hermandad, no estaba segura de poder confiar en ellas. Liv era una drogadicta, joder, y Ru, una escritora que, como las aves carroñeras, se nutría de otras personas para elaborar sus personajes. Liv omitía las causas de su adicción y hablaba del centro de desintoxicación como si hubiera estado en un spa con todas las comodidades, y Ru ni siquiera había invitado a su prometido a casa para presentarlo a la familia. ¿Estaba avergonzada de Cliff? ¿O de ellas? Probablemente de ellas.
(Esme, por supuesto, había buscado a Rob Parks y a su empresa en Internet, pero nada encontró, ni una foto siquiera. ¿Qué empresario podía permitirse no estar en la red?)
No obstante, Esme era la única con una necesidad urgente y por eso deseaba que Liv y Ru la apoyaran en la misión Darwin Webber. ¿Llevaría a Atty? Esme estaba preocupada por ella. Cuando la niña le contó su versión del incidente con el mosquete, Esme no había hecho la menor conexión con el abandono de su padre. No sabía cómo abordar el tema. Prefería no tener que hablar de Doug.
—¿Atty? —susurró—. ¿Estás despierta?
Esme no sabía bien qué decirle. Podía, quizá, preguntarle su opinión sobre la velada, ayudarla a elaborar todas esas novedades, y luego pasar naturalmente al tema del padre de Atty, ¿por qué no?
—¿Atty?
Atty estaba despierta, pero no dijo una palabra. Había tuiteado cuantos mensajes pudo.
«Los nadadores sincronizados, ¿se entrenan a veces fuera del agua?» #algunospuertosolimpicossonUM.
«Ser manipuladora no es lo mismo que ser simpática.» #perocasi.
«Si tienes suerte, terminarás en retrato al óleo mirando a una habitación por toda la eternidad.» #evitarpintores.
Sus tuits habían sido retuiteados algunas veces y varios seguidores los habían marcado como favoritos, pero ninguno de su colegio, y ciertamente no Lionel Chang. El chico nunca los retuiteaba ni los marcaba como favoritos. En realidad, a veces pasaba meses sin mandar un solo tuit.
Le daba la espalda a su madre. Había estado llorando en silencio. No sabía bien por qué, pero tenía que ver con morirse y quedar reducida a un retrato colgado de una pared condenado a estar siempre mirando el comedor. Así se había sentido en el colegio: un testigo solitario. Estaba sola.
Y también su relación amor-odio cada vez mayor con Nancy Drew y una versión inalcanzable del yo. Y, claro, Liv le había dicho eso de que tenía que aprender a llorar por un céntimo, pero nunca permitir que alguien viera que lloraba de verdad. Liv le había dicho muchas cosas —sus armas, como las llamaba ella—, pero aparentemente ninguna le servía de gran ayuda en esta situación. No deseaba hablar con su madre, porque estaba intentando ser otra persona y su madre nunca se lo permitiría.
Augusta era la única que no estaba acostada. Se paseaba de un lado a otro de su dormitorio, en la segunda planta, pendiente de su familia, de sus respiraciones inquietas dentro de esa casa ahora viva. Tuvo la sensación de que abajo andaban dando vueltas los fantasmas de sus padres. Gaviotas. Se acordó de cuando, de niña, con la fiebre reumática, había alucinado y creído que, por los gritos que daban su padre y su madre cuando reñían, había gaviotas dentro de la casa, que la habían llenado de alas y ruidos.
—Fiebre reumática —murmuró—. Como si hubiera tenido otra opción.
Se había enamorado con un amor instantáneo, profundo, devorador. Que se había apoderado de su cuerpo, como antes lo había hecho la fiebre.
Por la ventana abierta de su cuarto podía oír el golpeteo de la bandera de los Rockwell. Sacó medio cuerpo fuera, el viento era caliente, racheado, y desenganchó la bandera del mástil. La estrechó contra su pecho y volvió a entrar. Se quedó allí, de pie, sosteniendo el bulto como si fuera un bebé.
Una vez, antes de que Ru naciera, Nick le escribió: «Intentemos vivir como marido y mujer, que las niñas tengan un padre. Voy a tener tres meses de licencia. Podemos alquilar un sitio. Una casa frente al lago, en Maine.»
Ella aceptó. Alquilaron una casa a orillas del lago Damariscotta. Cuando él llegó, estaba flaco y débil. Lo devoraban las úlceras. Comprendió inmediatamente que lo habían mandado de vuelta a su casa a que muriera desangrado.
Fue un hermoso verano: canoas y una ducha al aire libre, un muelle de pescadores, un islote con matas de arándanos por todas partes, y a lo lejos el canto de los veraneantes que acampaban en la otra orilla del lago.
Pero, a lo largo de esos tres meses, que pasaron volando, Esme y Liv se habían apegado mucho a él. Como Augusta lo había llamado «papá», Esme la había imitado y también lo llamaba así.
—Podrías presentar tu dimisión —le dijo— y encontrar otro trabajo.
Pero sabía que era demasiado tarde. Por la forma como escrutaba el lago, como escudriñaba a todos en la calle, en los restaurantes, porque dormía con un sueño muy liviano, si es que dormía, porque estaba asustado, supo que eso no acabaría nunca.
—Debo regresar —anunció—. Siempre me voy a sentir cazado, de manera que debo ser yo quien salga a cazar.
—Estoy dispuesta a correr riesgos con tal de que seamos una familia.
Pero no estaba tan segura. Y no sabía en qué se estaba metiendo.
—Hay personas que aman las tormentas y otras que las temen —le dijo—. Y otras que las aman porque las temen.
—¿Qué quieres decir?
—No puedo permitir que os lleve una tormenta.
En el dormitorio de la cabaña había dos camas gemelas, con sábanas gruesas y mantas de lana. Hicieron el amor en una de las camas, convencidos de que fracasarían, que él, en realidad, nunca había creído que podía llegar a ser un esposo y un padre y que era el comienzo de un largo final.
Quizás Augusta seguía enamorada. Quizá ya no era posible. Quizás ella nunca había sido una verdadera esposa.
Pero siempre sería una madre.