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En el curso del verano de sus dieciséis años, Ru Rockwell se dedicó a estudiar los métodos de comunicación, hoy obsoletos, de los espías. Si su padre era un espía —y tenía que empezar por ahí, pues eso, verdadero o falso, era lo único que sabía de él— y había engendrado, en la vida real, tres hijas con la misma mujer: Augusta Rockwell —quien podía o no haber tenido conflictos con la intimidad (solo a Esme parecía importarle un bledo esta cuestión)—, luego su padre y su madre tuvieron que haber seguido en contacto, de alguna manera, durante al menos quince años. Si la primera hija fue concebida en la primavera de 1969, como lo indicaba la fecha de nacimiento de Esme, fue entonces cuando el espía debió de haber establecido un método de comunicación que seguramente Augusta aprendió a utilizar.

A los dieciséis años, Ru era una chica con bonitas piernas largas y bronceadas. Dedicarse a hacer turismo no era algo que estuviera bien visto por la gente que vivía en la ciudad todo el año, y por las Rockwell en particular, pero Ru iba a la playa en secreto, a leer. Se echaba en bikini encima de la toalla y, para que sus libros no se llenaran de arena, los transportaba en una nevera portátil.

En esa época, Esme ya estaba casada con Doug, y Liv fingía llevar una vida social en Nueva York mientras que en general estaba todo el tiempo esnifando coca. Ru fue la única que se quedó en casa con Augusta, quien se distraía con su peculiar forma de activismo. Las dos, Augusta y Ru, estaban solas, pero ambas se cuidaban mucho de crear vínculos duraderos. Ru se marcharía a la facultad dos años más tarde; ¿qué sentido tenía?

Ese verano, Ru canceló su asistencia al campamento de hockey sobre hierba con su equipo —era la atacante con la puntuación más alta—, pretextando que le dolían las espinillas. Esto le permitió ir todos los días a revisar las estanterías llenas de polvo de la Biblioteca pública de Ocean City y transportar los libros a la playa en su nevera portátil.

No sabía bien si su madre se había liado con un espía viejo o con uno joven, pero, en cualquier caso, un espía de la generación de su madre tenía que haber estado implicado en Vietnam, si es que no había sido incorporado en algún momento al comienzo de su carrera. William Colby, quien se convertiría en el infame director de la CIA después del Watergate —ah, las escuchas telefónicas a ciudadanos norteamericanos, asesinatos, prisiones secretas para los sospechosos de ser agentes dobles, experimentos de control mental con conejillos de Indias involuntarios y un largo etcétera—, ya vivía en Vietnam en 1959, y había vuelto en 1962, en cuyo caso supervisó la guerra desde lejos. En 1961, el año en que su madre llegó por primera vez a la ciudad de Washington, y lo más temprano que pudo haber conocido a un muchacho, incluso a un aspirante a espía, las cosas se estaban complicando mucho y, en 1969, durante la concepción de Esme, la situación no había hecho más que empeorar.

En un momento dado, en la playa, Ru levantó los ojos del libro que estaba leyendo para mirar a unos niños que ponían galletas sobre la piel rosada del pecho desnudo de su padre, que estaba profundamente dormido. Después, los niños retrocedieron, y cuando llegaron las gaviotas y planearon sobre la cabeza del hombre para comerse las galletas, el tipo se despertó aterrorizado espantándolas con los brazos y gritando como un loco.

Se imaginó a su padre, tranquilo e imperturbable, un hombre que tuvo la previsión de no casarse ni tener una familia siendo un espía. A pesar del supuesto código ético de la Guerra Fría de no matar a los miembros de la familia de un espía, podía ser que hubiera optado no por ocultar a su familia su profesión sino por mantener en secreto la existencia de su familia. Tenía sentido.

Finalmente, encontró en un libro el método más probable de comunicación de la época de su padre: el punto de entrega. Era un método estándar mediante el cual dos partes —que necesitaban encontrarse en persona— se ponían de acuerdo para dejar una carta en un lugar determinado y previamente convenido. Mediante una señal sabrían que se podía pasar a recoger la carta. El libro daba detalles concretos sobre los tipos de señales que podían servir a tal fin; una de ellas era una toalla de colores vivos tendida sobre la baranda de un balcón.

Lo cual, por supuesto, llevó a Ru a pensar en la bandera de los Rockwell. Su madre la había colgado del mástil, durante toda la infancia de Ru, sin razón aparente. Podía quedar flameando allí en medio de una tormenta o del más crudo invierno.

Y después nunca más volvió a enarbolar la bandera.

Ru reflexionó cuándo había sido que la había visto por última vez. Su memoria eidética la ayudó a establecer una fecha aproximada, en torno a la Navidad de 1984, justo unos meses antes de que su madre fundara el Movimiento de Honestidad Personal, lo cual, para Ru, fue siempre un evento crucial, especialmente por tratarse de una mujer que tenía una especie de marido del que no podía hablar, una mujer obligada a guardar secretos. Y después de la disolución del movimiento, hubo ese otro día de verano, en 1985, cuando Augusta les enseñó a sus hijas a dirigir una tormenta —con la Sinfonía fantástica de Berlioz— y Esme la acusó de acostarse con extraños. Fue la última vez que Augusta les habló de su padre. Esme interpretó ese silencio como una vindicación. Liv estaba más interesada en las vidas de otras familias que en la suya propia. Pero Ru no olvidó nunca aquella extraña discusión. Imposible borrarla de su memoria. Estaba cargada como un gran baúl de viaje.

Sentada en la playa, Ru se preguntó qué sucedería si ella izara la bandera ahora.

Lo más seguro era que su padre, o su subespía local, después de siete largos años, hubiera dejado de mirar la ventana por si estaba la bandera.

No obstante, la pregunta seguía siendo válida.

También pensó en que podía haber un sitio donde estuvieran acumuladas todas las cartas y mensajes que su madre no había ido a buscar.

Y, además, ella era lo suficientemente inteligente como para pensar que su padre estaba muerto.

Interrogó a Jessamine, por supuesto, pero, una de dos, o la mujer era una tumba o no sabía nada.

Ru le preguntó a su madre si podía enarbolar la bandera de la familia Rockwell para su cumpleaños.

—¿A santo de qué? —respondió su madre, pero enseguida añadió—: Se perdió. Hace años que no la he visto.

Fue así como una tarde en que Augusta no estaba en casa, Ru revisó el dormitorio de su madre y encontró la bandera en tres minutos, cuidadosamente doblada dentro del cofre de cedro que estaba a los pies de la cama.

Ru dejó allí la bandera y subió al tercer piso de la casa. Abrió la ventana más cercana al mástil y se asomó exponiendo su cuerpo al viento salado. ¿Desde cuántas ventanas de las otras casas se podía ver la bandera? Su padre seguramente escogió a alguien del barrio como intermediario. De hecho, según había leído Ru, recurrir a la gente del lugar para establecer alianzas (y así desenterrar al enemigo) había sido una táctica fundamental en la guerra de Vietnam.

Hizo un mapa de cada una de las casas desde donde alguien podía ver la bandera. Después, hizo lo necesario por conocer a los vecinos, uno por uno, tan bien como le fue posible.

En apenas dos semanas —a fuerza de comer pastrami, jugar a la canasta, cotillear, cuidar a unos mellizos de dos años y ponerle gotitas en los ojos a un schnauzer muy viejito— logró acotar las posibilidades y centrarse definitivamente en Virgil Pedestro. Era un hombre grande, hijo de una viuda que vivía enfrente, en la misma calle, dos puertas más abajo. Los Pedestro residían todo el año en la ciudad y, como los Rockwell, habían heredado su casa de Asbury Avenue. Virgil era tranquilo y estoico. Tenía un ojo ligeramente caído y, quizá por eso, un poco tímido. Podía ser que fuera gay, pero esto no era un factor que pudiera entrar en las consideraciones de Ru. En aquel entonces, ser gay era algo excepcional y relativamente secreto. Si no eras lo bastante audaz como para marcharte a una gran ciudad, tu homosexualidad podía forzarte a refugiarte en casa de tus padres.

Si su padre había descubierto su secreto, probablemente Virgil habría aceptado hacer cualquier cosa.

Al poco tiempo, un jueves de comienzos de agosto, su madre salió a repartir los folletos de su último invento, el Movimiento de la Identidad Profunda, y Jessamine había ido a la carnicería. Ru izó la bandera.

Augusta no se dio cuenta cuando llegó a casa. Pero, mientras trataba de dormirse con las ventanas abiertas, oyó el chasquido trémulo de la tela. Se levantó de la cama, miró por la ventana y la vio. Se quedó un rato mirándola y después llamó a Ru.

Ru entró arrastrando los pies y simulando estar medio dormida. En realidad había estado observando la casa de Pedestro con unos prismáticos.

—¿Tú has sacado la bandera? —le preguntó Augusta.

—¿Piensas que alguien más ha podido haberlo hecho? —le respondió Ru.

Su madre la miró con severidad.

—¿Por qué habría de pensarlo?

Ru estaba segura de que su madre había creído que su espía se había metido en la casa y lo había hecho él mismo.

—No lo sé. ¿Por qué lo piensas?

—¡No lo he preguntado yo, sino tú! —Señaló la ventana—. Quítala.

—¿Por qué? Me gusta. Demuestra que estamos orgullosas de nuestros antepasados.

—¡Es un escudo falso! ¡Se lo inventaron!

—Todos los escudos han sido inventados por alguien en un momento determinado, ¿o no? Son fabricaciones humanas.

—Bájala ahora mismo.

Ru obedeció a regañadientes.

Pero, aparentemente, la bandera funcionó. Esa noche, tarde, Virgil Pedestro salió de su casa vestido con pantalones cortos color salmón, americana azul y zapatos náuticos. Ru lo siguió tres manzanas hasta la puerta trasera de un chalé con las cortinas echadas.

Ru no sabía muy bien qué hacer. Había creído que Virgil iría hasta un lugar secreto, en un paraje solitario, donde alguien pudiera esconder una carta, y que ella no tendría necesidad de encontrarse con él. Había traído una carta consigo, una carta que pensaba dejar en ese lugar secreto después de sacar de allí las cartas de su padre.

Pero las cortinas corridas del chalé se iluminaron por un segundo. Algo que se repitió varias veces, ante lo cual Ru salió de su escondite y se acercó a la casa. Todo sucedió tan rápido que Ru se imaginó que su padre se hallaba en el interior y que lo estaban torturando con electricidad. Había leído acerca de esas cosas. No podía ser su padre, desde luego, pero no podía dejar de sentirse responsable —como única testigo—, de manera que corrió hasta la puerta trasera, golpeó con fuerza y tiró del pomo. La puerta no estaba cerrada con llave. Se abrió de golpe y Ru se encontró de repente en un dormitorio.

En la cama había una mujer vestida con un camisón de raso rojo, y Virgil, que solo llevaba puesta la americana azul —los pantalones cortos color salmón, la camiseta y los náuticos estaban apilados encima de una cómoda—, estaba de pie detrás de un trípode con una cámara fotográfica enfocando hacia la cama.

Era el primer pene, en vivo y en directo, que Ru veía en su vida; el glande le recordó por un instante a la cabeza de un muñeco Ken, posiblemente desinflado y ciertamente de goma.

—¡Dios mío! —gritó Virgil.

—Lo siento mucho —dijo Ru—. Creí que se trataba de otra cosa.

—¿Eres una de las chicas Rockwell? —preguntó Virgil.

—¡No! —contestó Ru—. ¡No soy una Rockwell!

—Claro que lo eres —dijo Virgil.

—¿Qué es una chica Rockwell? —preguntó la mujer desnuda como si se hubiera sentido insultada porque ella no era una chica Rockwell.

Ru giró en redondo y salió disparada de aquella habitación, estupefacta por lo que acababa de ver: el pene de Virgil Pedestro en posición de firmes.

Corrió a su casa, pero cuando llegó a Asbury Avenue vio a la madre de Virgil que paraba su coche en la entrada de su casa. Había salido y ahora regresaba.

Ru observó que la señora Pedestro subía a toda prisa por el sendero. La señora Pedestro miró a Ru, que estaba en la acera, bajo la luz de una de las farolas de la calle. Se detuvo cruzando los brazos sobre sus costillas. Echó un vistazo al mástil desnudo y luego a Ru.

No necesitó más. No era Virgil. Era su madre.

Ru sacó la carta que llevaba en el bolsillo, se acercó a la señora Pedestro y, sin decir palabra, se la entregó. Acto seguido se alejó de allí a todo correr y no se detuvo hasta llegar a su casa.

La carta era atrevida, como atrevidas pueden ser las chicas de dieciséis años que son muy inteligentes.

Se dirigía a su padre diciéndole «Estimado Padre» y le anunciaba que ella era su hija, Ru Rockwell, y que lo sabía todo sobre su vida secreta. Le decía que deseaba conocerlo. Le dio cita para dos semanas después en un lugar determinado: la catedral de Nuestra Señora de Guadalupe de Basse Terre, en la isla de Guadalupe.

¿Por qué?

Bueno, ante todo, porque no creía realmente que un día pudiera comunicarse con su padre, y después porque estaba segura de que estaba muerto. Y si, por milagro, recibía un mensaje de él, quería aparentar ser una chica con mucho mundo. ¿Por qué, entonces, no haberle propuesto las Antillas francesas?

Su elección tenía una ventaja indiscutible. Sabía por su amiga Jenni Howell, quien había hecho un crucero por el Caribe, que, como el viaje empezaba y terminaba en Atlantic City, no se requería pasaporte.

Dos días después de que le diera la carta a la señora Pedestro, mientras Ru trataba de recuperarse de la visión de Virgil Pedestro desnudo con solo la americana azul puesta, la señora Pedestro llamó a la puerta y le preguntó a Augusta si Ru podía ayudarle a quitar las malas hierbas de su jardín.

Ru trabajó en el jardín de la señora Pedestro durante dos horas y media.

La señora Pedestro le pagó apenas un poco más del salario mínimo y, al entregarle en mano el dinero, le dijo simplemente:

—Convenido.

Ru se guardó el dinero en el bolsillo pero no reaccionó. Trató de ser discreta.

La señora Pedestro, quien como intermediario no era muy profesional que digamos, dijo:

—¿Me has oído?

Ru asintió.

—Te agradará —añadió la señora Pedestro.

—Gracias.

La coincidencia quiso que Liv y Esme estuvieran de visita ese fin de semana. Doug se había marchado a jugar un partido de golf con sus amigos de la universidad y Liv no podía quedarse en su apartamento pues iban a fumigarlo.

Ru guardó algunas cosas en una bolsa de deporte y dejó una nota pegada en uno de los costados de la nevera, donde la familia solía poner la lista de lo que hacía falta comprar, especialmente los artículos de tocador y para la higiene íntima.

En la nota les decía que no se inquietaran. Que estaría bien y que regresaría en menos de un mes.

Ninguna de ellas la vio. Y así fue como se vivieron en aquella casa los primeros poco gloriosos tres días en los que nadie notó su ausencia, seguidos de otros dieciocho días en los que el temor y la angustia de Esme, Liv, Augusta y Jessamine empezaron a diluirse en una especie de sensación de tranquilidad y confianza. Ru se encontraba bien. Ella se lo había asegurado.