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Augusta intentaba hacer sitio en la tercera planta. La casa estaba abarrotada. Necesitaban más espacio para desplazarse con comodidad. Quizá se sentía un poco abrumada: llegaron todos. ¡Todos! ¡Una familia! Y ella era la cabeza.

Juntó varias cajas de pequeño tamaño y las apiló haciendo un poco de sitio en el suelo. Trató de despejar la mesa larga que estaba colocada en el centro de la habitación. Como se levantó polvo y el ambiente estaba muy enrarecido, fue a abrir una de las ventanas para que entrara el aire.

Pero, cuando ya tenía una mano apoyada sobre el alféizar, se detuvo.

Se acordó de que, una vez superada la fiebre reumática, había ido a la biblioteca y buscó libros sobre el funcionamiento del corazón. Deseaba saber si habían podido quedar secuelas o daños irreversibles.

Leyó los libros en esa misma habitación, acurrucada cerca de las ventanas, y aprendió que el corazón funciona con señales eléctricas que producen su contracción. Tuvo la impresión de que las tormentas eléctricas eran el mecanismo de bombeo de la tierra, como un corazón. La idea la había aterrado y encantado a la vez. Vio que se avecinaba una tormenta eléctrica de verano y se aproximó al cristal de la ventana a fin de contemplar el océano. Había puesto la cara tan cerca del cristal que lo empañó y tuvo que limpiarlo.

Con cada ráfaga de viento, pedía encarecidamente al océano que se levantara y los tragara a todos, a todo. El amor, pensó, era lo que más debilitaba el corazón. Ella nunca caería en esa trampa. Se apartó de la ventana, limpió el cristal y decidió controlar al océano. Fue entonces cuando empezó a dirigir.

Miró afuera, al paisaje de coches y turistas presurosos y, más lejos, la superficie de vidrio con hoyuelos del Atlántico. Se había equivocado. El amor era incontrolable, pero eso no significaba que fuera letal. De hecho, era la única forma de vivir verdaderamente.

La tormenta había llegado. Jessamine y ella la habían capeado, pero entonces supo que el huracán lo removería todo y que se avecinaba un cambio. No supuso que el cambio fuera a producirse dentro de ella. No lo previó. Era vieja, sí, pero estaba cambiando. Podía sentirlo... no muy distinto a una fiebre.