Veinte

 

 

 

 

Silvina no cesaba de llorar en mis brazos con su rostro sumergido en mi pecho mientras me abrazaba y se sostenía de mí negándose a soltarme, logrando que escuchara una y otra vez aquella única palabra que pronunciaba con agonía y desesperación, como si ella le estuviera haciendo trizas el corazón y también el alma.

—¡Perdón, Magda, perdón! —Decía—. ¡No quise que sucediera así!  ¡Juro que no quise que me sucediera a mí!

La abracé con fuerza percibiendo su dolor, su vergüenza, su impotencia, su aflicción y, por sobretodo, su enorme frustración que también era la mía.  Porque no había que ser muy inteligente para dilucidar que cada una de sus palabras y sentimientos contradictorios se debían únicamente a la figura de quien ya no se encontraba junto a nosotras al interior de esta sala.

—¡Lo intenté! —Vociferaba sin querer alzar su vista enjuagada en lágrimas hacia la mía—.  ¡Juro por Dios que no quise...!

—¡Basta, Silvina! —La acallé, cerrando mis ojos por tan solo un segundo—.  ¡Basta ya! —Repliqué, abriéndolos de par en par para con ellos perderme en la profundidad de su bella y cristalina mirada—.  Te quiero por lo que eres y por lo que significas para mí.  ¿Qué no lo comprendes?

Al oírme, sollozó tal y como si fuera una niña pequeña que estaba siendo regañada.

—Silvina... —articulé su nombre en tan solo un hilo de voz mientras acariciaba con una de mis manos su largo y lacio cabello rubio—.  No tienes que jurarme nada.

—Pero Magda...

—Te adoro, ¿me estás oyendo?  Te adoro y nada ni nadie va a cambiar lo que siento por ti.

Inesperadamente, un par de lágrimas se derramaron presurosas por sus enrojecidas mejillas, las cuales limpié con la yema de uno de mis pulgares, añadiendo:

—Estoy aquí y aquí me quedaré.

—Pero yo tengo que...

—Lo harás —le di a entender, dedicándole una cordial sonrisa—, sé que lo harás, pero cuando te sientas segura de ti y no presa de tus propios miedos y secretos. 

Nos observamos sin siquiera parpadear.

—No quise engañarte, Magdalena, no quise mentirte...

Asentí tras suspirar profundamente.

—Eso solo lo sabes tú.

—Estoy hablando en serio.

—Lo sé —acaricié su mejilla brindándole con ese simple gesto un poco de serenidad—.  Lo demás... ya tendremos tiempo para charlarlo con más calma —me separé de su cuerpo, pero no de nuestras entrelazadas extremidades.

—Lo siento —tembló de absolutos nervios y profunda emoción ante cada palabra que conseguía oír de mis labios.

—Dime una cosa.  ¿Te arrepientes de haber amado?

Guardó silencio tragando saliva con indiscutible dificultad.

—¿Te arrepientes de todo lo que viviste a su lado? ¿Te arrepientes de haber sido feliz junto a ella?

Un solo movimiento de su cabeza me bastó para que me lo confirmara.

—Entonces, no lo sientas porque conmigo ya no tienes que fingir.  Si conseguiste aceptarme con todas mis meteduras de pata, con cada una de mis locuras, con mis melodramas, rarezas y con mi poca sutileza... ¿porqué no voy a aceptarte yo a ti?

—Tal vez... ¿por que soy lesbiana? —Proclamó como tal.

—¿Es eso una interrogante o una afirmación?

Al comprender a qué me refería con ello, clavó de inmediato su mirada en el piso ocultando así su inevitable vergüenza y la cobardía que la inundaba en ese crucial momento de su existencia.

—¿Hay alguna diferencia en ello?

—Claro que la hay —le aseguré—, porque antes de ser lesbiana eres Silvina Montt, mi amiga, a la que quiero y querré por siempre.  Nadie es perfecto en esta vida, Divina.  ¿Por qué quieres serlo tú ocultando tu condición sexual? —Apreté sus manos que todavía mantenía unidas a las mías antes de depositar un tierno beso en su frente y añadir—: Jamás te avergüences de lo que eres y de lo que haya significado esa mujer para ti.  El amor es y será el amor aquí o en la mismísima China.  ¿Por qué debes huír de él y de tus sentimientos?  Incluso, de lo que en un minuto de tu vida pudo significar.

No decía nada.  Creo que de cierta forma aún no era capaz de comprender que yo me estuviera tomando de tan buena manera el mayor de sus secretos.

—Así que no esperes críticas o recriminaciones de mi parte porque ese no es mi rol.  No estoy ni estaré a tu lado para enjuiciarte, pero sí para apoyarte infinitamente, comprenderte y brindarte todo mi cariño sincero.  Somos amigas, las mejores amigas del alma, y nuestras decisiones son y serán “nuestras decisiones”, aquí o allá o en donde sea, solo serán nuestras y de nadie más, ¿me oíste?

Percibí como su cuerpo temblaba mientras me admiraba sin podérselo creer.

—Descubrí quien era Emanuelle esta mañana al enfrentar a Loretta en su casa y exigirle que te dejara en paz —manifestó como si ya no pudiera seguir callándolo.

—¿Qué tú hiciste qué?

—Eso ya no importa, Magda.  Solo escúchame, ¿quieres?  Apenas me vio al interior de esa casa Emanuelle quiso contarte toda la verdad.

Sentí una leve opresión en mi pecho, pero... ¿debido a qué?

—Pero yo no quería que lo hiciera.  ¿Por qué?  Porque lo descubrí con las manos en la masa.  El muy miserable ya tenía atada la soga al cuello y... ¿de pronto solo quería hablar? 

Obvié su mirada como si no me interesara lo más mínimo aquello que conseguía explicar con tanto detalle.

—Pero insistió e insistió y yo terminé accediendo.  Sabes que haría cualquier cosa por ti.

No tenía que decírmelo porque lo sabía de sobra.

—Me equivoqué más de una vez, Magda...

—Silvina, ya está...

—No —me interrumpió decididamente endureciendo su cadencia—.  Lo siento, aún hay más.

¿Más?  ¡Vaya con los secretos! Al parecer, todos teníamos los nuestros.

—Fue por ello que a regañadientes le di la oportunidad de que lo hiciera, pero cumpliendo una condición a cambio.

—¿Qué... condición?

—Que se alejara de ti olvidándose de que existías.  Ya te había mentido una vez, ¿quién me aseguraba que no lo haría dos veces?

¡Maldita opresión en mi pecho!  ¿Qué quieres conseguir?

—Pero después de como sucedieron las cosas y de todo lo que Loretta me confió creo que con él... me he equivocado.

—Tal vez sí o tal vez no —.  ¡Bendita dualidad la mía!  Recordé la forma en la que me había suplicado que escuchara de sus propios labios toda “su verdad”, la que me negué a oír rotundamente—.  Solo él lo sabe, Silvina.  Mal que mal, lo hizo por su madre, ¿o no?

—Nadie es perfecto en esta vida, Magda.  ¿Por qué quieres serlo tú? —Citó mis propias palabras, pero ahora regalándomelas de vuelta.

¿Perfecta yo?  Para nada, porque lo que me sobraban eran imperfecciones, con las cuales había aprendido a convivir, a aceptar y a lidiar.

—Perfecta o imperfecta, ciertamente se lo merecía —sonreí de inesperada manera antes de soltar sus manos y colocar las mías en cada una de mis caderas.

—¿Qué se merecía? —Formuló Silvina evidentemente extrañada ante mi acotación.

—Quedarse varado en plena carretera por mentiroso y embaucador y... ¿me creerías que el muy idiota chocó su Maserati solo para tener una justificación válida con la cual encontrarme?

Ahora cruzó sus brazos por sobre su pecho realmente asombrada antes de decir:

—¿Lo dejaste varado como un idiota en plena carretera a una infinidad de kilómetros de la ciudad y con la palabra en la boca?

Seguí sonriendo, pero sintiéndome algo culpable.  ¡Rayos!

—Bueno, Magda, ¿qué quieres que te diga?  Conociéndote como te conozco era de esperar.

Me rasqué el cuello como si mi propia culpa me estuviera provocando una maravillosa urticaria de solo recordar ese episodio.

—Lástima que el amor sea el amor aquí o en la mismísima China —acotó—, y que siempre debas huír de él.

No comprendí qué carajo quiso decir con eso, pero aún así me atreví a responderle:

—No estoy huyendo de él o de quien sea.  Solo me estoy haciendo a un lado para que el condenado transite a sus anchas, pero sin llegar a tocarme.  Con Teo ya tuve suficiente.  ¿Quiero más?  Por de pronto, no, muchas gracias.  Además, ¿qué tiene que ver Emanuelle en toda esta conversación sobre el puto amor?

—Mmm... —lo meditó en voz alta antes de proseguir—.  ¿Por qué no lo averiguas por ti misma?

—Créeme, no tengo nada que averiguar y menos con él.

—¿Estás segura?  ¿Después de todo lo que acabas de oír sobre Loretta y sobre mí?  Tú lo dijiste con todas sus letras: “tengo al Santoro por los cuernos”.  Eso fue demasiado poético, linda.  En serio, lo deberías patentar.

Rodé los ojos hacia un costado.

—¿Qué quieres conseguir con todo esto, Silvina Montt?  ¿Qué te traes entre manos?

—¿Yo?  Nada.  Pero tú sí podrías hacer mucho con la información que tienes en las tuyas, como ir y vomitarle en el rostro a Emanuelle que su madre es lesbiana y una mierda.

—No me compares.  Jamás funcionaré como lo hace la zorra mayor.  ¿Para qué?  ¿Qué sacaría haciéndolo sufrir de esa manera?  ¡Es aberrante de solo imaginarlo!

—Lo sé, te conozco muy bien para no dudar de tus palabras.  Entonces... podrías terminar de escuchar todo lo que quiso decir antes de que lo abandonaras en plena carretera.  Me pregunto... ¿cuánto habrá tenido que caminar de vuelta a la ciudad?  Si hasta lástima me da el pobrecito.

—A mí no me da ni una pizca de lástima y te lo aseguro, no es un pobrecito —sentencié ya sintiéndome muy, pero muy culpable.  ¡Demonios!

—Lo es, Magda. 

Enarqué una de mis cejas al oírla.

—Lo es —reiteró muy segura de sí misma—, porque jamás pidió ser hijo de quien es.  Conoces el beneficio de la duda, ¿verdad?

Silvina, Silvina, Silvina... Sí, malditamente conocía muy bien ese jodido beneficio, porque en varias ocasiones había hecho uso de él.

—¿Se lo puedes conceder?

Casi me atraganté al escucharla.

—¿Qué yo qué?  Perdóname, pero lo veo y no lo creo —pretendí convertirme en una fría e insensible mujer sin sentimientos—.  ¿Me estás pidiendo que...?

—Sí —me interrumpió—.  Tengo mis razones para hacerlo.

Abrí la boca y luego me la cerré yo misma, tal y como si me hubiera dado un bofetazo.

—Por favor... —me pidió con sus ojos nuevamente encharcados en lágrimas—.  Nadie es perfecto en esta vida.

—Deja de repetir todo lo que digo —pensé únicamente en mis propias palabras, las que ahora me parecían que, al salir disparadas por su boca, tenían más sentido y, por ende, más razón.

—No hasta que una de las dos por fin aprenda a hacer las cosas de la manera correcta.

De nuevo pretendí abrir la boca, pero no conseguí hacerlo porque... ¿Qué se supone que iba a decir?

—Emanuelle tomó una decisión —volvió a confiarme—.  Se alejará de ti.  ¿Quieres eso?  Realmente, ¿lo dejarás ir sin que te haya dicho toda “su verdad”?

—En este momento no sé lo que quiero —contesté de la forma más juiciosa que pude, pero asombrándome de cada cosa que Silvina lograba articular con tanto convencimiento—.  En este momento... solo sé que no lo quiero volver a ver.

—De acuerdo, como tú digas.  Al fin y al cabo nuestras decisiones son y serán “nuestras decisiones”, Magdalena.

—Así es —temblé sin saber el por qué—, solo nuestras y de nadie más, aquí, allá o en la mismísima China.

***

Después de dejar a Silvina conduje hasta mi edificio.  ¿Para qué?  Para encontrar en ese lugar la tan ansiada paz y tranquilidad que, al parecer, una vez más había perdido.

Unos minutos después, aparqué mi coche en los estacionamientos, subí las escaleras con suma rapidez para luego entrar de la misma manera a mi departamento donde, sin perder el tiempo, me desnudé mientras iba dejando regada cada una de mis prendas de vestir por el suelo.

Bajo el chorro del agua caliente bloqueé mi mente de muchas cosas en las que ahora no necesitaba pensar, como en Silvina, Loretta y su relación, por ejemplo.  Ah, y en las palabras de David y en la confesión de Emanuelle.  ¡Dios!  ¿Qué ni siquiera podía tomar una ducha a gusto sin tenerlos a todos metidos en la cabeza al mismo tiempo?

Posteriormente, me vestí con ropa deportiva, peiné mi cabello, preparé algo de comer mientras escuchaba, a la par, música de “Mikky Ekko” con la cual pretendí relajarme.  ¡Fantástico!  A eso yo lo llamaba disfrutar de la paz, de la quietud y de la bendita serenidad, hasta que un maulido que oí desde el balcón atrajo toda mi atención y consiguió, con ello, apartarme de mi momento de gloria porque... ¿quién se encontraba allí?  Nada menos que Midas, mi pequeño y felpudo amigo que en ese sitio me estaba esperando.

Al verlo me senté sobre el piso para acariciarlo y disfrutar de su compañía, una que simplemente en esos minutos me hizo desprenderme de mi realidad hasta que... sucedió lo inevitable.

—¡Hey, viejo!  ¿Dónde estás? —Expresó una masculina voz desde el balcón de su departamento que quedaba junto al mío—.  Tu comida está...

Al oír esa inconfundible cadencia mi mirada, de forma automática, se elevó hacia la figura de quien ya se encontraba del otro lado, admirándome, sosteniendo un plato de comida en una de sus manos y, obviamente, guardando un debido silencio.  ¿Y yo?  Pues, también procuré enmudecer en ese inquietante momento de mi afortunada existencia.  (Afortunada es igual a sarcasmo).  ¡Ja!  Era que no.

Tragué saliva en reiteradas ocasiones sin saber que más hacer al tiempo que a él le sucedía lo mismo.  ¿Y cómo podía asegurarlo?  Por la forma un tanto especial en la que evitaba mi mirada.  ¿Y esto iba a ser siempre así?  Digo... ¿Tendría que evitarlo todos los días de mi vida como si no existiera?  ¡Claro que no!  Porque a pesar de todo a Teo lo quería con mi alma, pero me había dado cuenta, a partir de todo lo acontecido, que no era para mí y que, por ende, yo tampoco sería para él porque aún seguía enamorado hasta el dedo mequiñe de sus dos pies de la odiosa de Laura.  Entonces, seamos sensatos y sinceros... ¿tendría que estar evadiéndolo y evadiéndolo para así no tener que sufrir por algo que jamás sucedería?  Esa pregunta tenía una sola respuesta y esa era: ¡Masoquista, jamás!  Por lo tanto, me armé de valor, me levanté del piso, inhalé mucho aire, saqué la voz y evité temblar como un flan para definitivamente decir:

—Hola.

¿Qué esperaban?  ¿Un soberano monólogo de mi parte?  Al menos, me había animado a abrir mi bendita boca y eso, en cuento a mí, era fenomenal.

—Hola —murmuró un tanto nervioso dejando el plato de Midas en el piso—.  ¿Qué hace él ahí? —Quiso saber, expresándolo de la misma manera.

—Vino a verme.  No es la primera vez que lo hace —le expliqué sin entregarle tantos detalles.

—¿Ah no? —Formuló sorprendido, fijando la mirada en el pequeño animal que no cesaba de ronronearme mientras disfrutaba de cada una de mis caricias.

—No —clavé mi vista en el brillante pelaje de mi felpudo amigo—.  No lo regañes.  Te aseguro que aquí aún no ha comido.

Un silencio nos invadió.  Un profundo e inquietante mutismo que fue coronado por el sonido que Teo emitió al pronunciar por primera vez su nombre.

—¡Midas!  La cena está servida y hoy sí me esmeré.  ¿No vienes a probarla?

Un último ronroneo me brindó hasta que finalmente, y de un solo salto magistral digno de un acróbata circense, fue a parar al balcón de junto donde su cena y amo lo esperaban.

Sonreí, pero sin querer marcharme de mi sitio esperando, quizás, que Teo volviera a entrar en su departamento, cosa que no hizo tras acuclillarse y acariciarle el lomo a quien comía de su plato como si no existiera un mañana para él.

Uno, dos, tres, cuatro, cinco... ¡Maaaaammmbooo!  No, no era precisamente eso lo que deseaba que saliera de mis labios.   ¿Y ahora?  ¿Te quedarás callada, Magda, cuando puedes perfectamente hablar con él y saber cómo está?

—Y... ¿cómo estás, Teo?

¡Brillante!  ¡Eres todo un fenómeno, muchacha!

—Bien —contestó, pero sin alzar la vista—.  La soledad me sienta muy bien.

—¿Soledad?  ¿No se llamaba Laura?

¡Chiste cruel!  ¡Chiste cruel!  ¡Ay, Magda, tú definitivamente te pasas!

—Tú lo has dicho, se llamaba.

Un segundo.  Bueno, tal vez dos, pero... ¿Cómo es eso de que la condenada mujer esa “se llamaba”? 

—Se fue —añadió como si no quisiera hablar de ello—.  Fue lo mejor para los dos.

Por una extraña razón oír eso no consiguió alegrarme del todo.

—Lo... siento.

—Gracias, aunque sé que no lo dices de corazón. 

Entrelacé mis manos, retorcí mis dedos y por un segundo quise enterrarme viva.  ¿Qué tanto se me notaba mi profunda y sincera “admiración” por esa chica?  Sarcasmo, sarcasmo, sarcasmo.

—No hagas eso —me pidió, pero ahora asegurándose de levantar la vista para depositarla sobre la mía—.  Es desesperante.  ¿Todavía no logras controlarlo?

Como una autómata moví mi cabeza de lado a lado, confirmándoselo.

—Es una de mis...

—Conozco cada una de tus manías —me aseguró, delineando una media sonrisa que poco a poco comenzó a relajarme—, pero oír como retuerces tus dedos es y seguirá siendo toda una experiencia desesperante.

Reí.  Lo necesitaba.

—Bueno, suelen decir eso de mí.

—¿Qué suelen decir de ti?

—Que soy desesperante y melodramática también.

Teo se levantó del piso, irguió su cuerpo y suspiró hondamente mientras “creo” se debatía con su yo interno en seguir en su sitio o perderse tras la ventana de su sala para definitivamente alejarse de mí.  No lo culpo, estaba en todo su derecho.

—No eres desesperante, sino única, irrepetible y especial.

Coloqué mis manos sobre cada una de mis caderas, evadiendo el color de sus ojos, pero cerciorándome de cada uno de los movimientos que hacía.  Como el que realizó segundos después al apoyar cada una de sus extremidades en la barandilla del balcón para contemplarme.

—Tal vez sí o tal vez no.

—¿Tu dualidad ataca de nuevo, Magdalena Villablanca?

Al escuchar como pronunciaba otra vez mi nombre de tan significativa y dulce manera, temblé, deduciendo que aquello se debía claramente al círculo que con él aún no había cerrado.

—Ya la asumí como tal.  Es parte de mi vida.

—La extraño, ¿sabes?  Ciertamente... me hace muchísima falta.

—Bueno, sabes que siempre estará aquí... junto a su dueña, tu amiga.

Teo solo asintió y tras un par de parpadeos evitó levantar la cabeza tal y como si le costara de sobremanera hacerlo.

—Las cosas cambian... la vida sigue... lo que se ha roto por más que intentes componerlo o reemplazarlo sabes que no volverá a ser igual.

—¿Me odias,? —Inquirió de golpe.

—No.  Tal vez... ansié destrozarte y luego cortarte en pedacitos —sonreí, consiguiendo que el también lo hiciera—, pero no, Teo, jamás podría odiarte.

—¿Por qué?  Si te hice...

—¿Daño?  No, el daño me lo provoqué yo misma con mis propias convicciones que lamentablemente jamás fueron del todo reales.  Claro que, si lo pienso mejor, me entregaste bastantes alas para que me las creyera, ¿eh?

Aquello de significativa manera lo avergonzó.  Pude notarlo por el rubor que encendió sus mejillas y la forma en como ansió desplazar, por un instante de mis ojos, su entristecida mirada.

—Pero te lo repito, no fue tu culpa, fui solo yo.  Mi obsesión fue mayor que el cariño que por ti sentía.

—¿Sentías? —Preguntó extrañado.

—De acuerdo, siento, tiempo presente. ¿Mejor así?

—Sin duda alguna, porque no me perdonaría jamás que tú me odiaras.  Sé lo que provoqué, sé lo que hice y no imaginas cuán arrepentido y avergonzado estoy de ello.

—Eso solo lo sabes tú.  A mí no me compete criticar o juzgar lo que en ese momento creíste que era correcto para tu vida.  Estabas enamorado y el amor de tu magnífica existencia había vuelto.  Jamás conseguiste olvidarla, solo usaste tu lógica y bueno, ya está.

—¿Por qué no conseguí enamorarme de ti?

—Quizás, ¿porque uno no elige de quién se enamora?   Solo sucede, Teo; solo te atrapa, te envuelve, te retuerce las entrañas y... ¡lotería!  ¡De un instante a otro estás frito! 

Conseguí con ello arrancarle otra bella sonrisa, de esas que siempre me gustó contemplar.

—Y es tan simple de entender como comparar al amor con una pequeña semilla que siembras en un corazón ajeno con la esperanza de que algún día se convierta en un gran árbol que nos cobije y nos dé su sombra.

—Yo... no pude darte la mía, Magdalena.

Me acerqué a la barandilla de mi balcón y, sin que lo sospechara, terminé alzando una de mis extremidades hacia él colmando, con ese inusitado gesto, el amplio espacio que nos separaba.

—Tal vez no, pero ahora estás aquí y para mí con eso es suficiente.

Sus ojos recayeron en mi mano; aquella pálida mano que nerviosa y quedamente entrelazó.

—Perdóname, Teo.  Perdóname por ocultarte la verdad y hablarte de la forma en que lo hice.

—¿Estás loca? —Alzó la voz un tanto desesperado—.  ¡El que debe pedirte perdón soy yo por todo el dolor que te causé!

—Yo, tú, nosotros, a estas alturas créeme, eso da igual.  Relájate, ¿quieres?  Que como dice Silvina “aquí nadie se ha muerto”.  Y, además, no me hace menos mujer reconocer mis propios errores.  Al contrario, es reconfortante.  Todos nos equivocamos, nadie es perfecto ni nadie lo será.

Sentí cada una de sus caricias que afectuosamente me brindó y que yo disfruté a cabalidad sin que mi corazón pudiera verlo de otra manera.

—Aún así, necesito que me perdones.

—Bueno, Teo Sotomayotr, si eso te hace feliz y domir como un lirón, déjame decirte que estás perdonado.  Asunto arreglado.  ¿Punto final?

—¿Así tan fácil? Por un momento creí que me ibas a destripar cuando volviéramos a encontrarnos.

—No, yo no, pero Silvina sí tuvo esa nefasta idea.  ¿Adivina lo que te salvé? 

Puso sus ojos en blanco tras percibir como una leve ventisca estremecía mi cuerpo.

—Conociéndola podría asegurar que... —admiró junto conmigo lo que obviamente no podía ver en la parte baja de su cadera y a través de su pantalón deportivo, pero que de igual manera conocía como la palma de mi mano—.  ¡Vaya, muchas gracias!  ¡Me siento afortunado!  Estaré totalmente agradecido por ello, Magdalena.

Le otorgué un guiño al tiempo que conseguía separar nuestras unidas extremidades.

—Solo lo hice por la futura reproducción de tu especie.  No te merecías vivir unos cuantos años más sin... aquello.

Ambos reímos cuando el viento comenzaba a hacer de las suyas con mi cabello.

—¿Puedo agregar algo más?

Asentí.

—Sabes que te quiero, ¿verdad?

—Lo sé, pero todavía no he olvidado que me debes unos cuántos botes de pintura.  Así que si tanto me quieres como profesas, supongo que me los vas a reponer.

Un par de sonoras carcajadas dejó escapar viendo como retrocedía hasta mi ventana.

—Cuenta con ello. 

—Más te vale, ¿eh?

—¡Magda! —Interrumpió mi andar cuando estaba a punto de perderme tras las cortinas que se encontraban entreabiertas—.  Antes que te vayas, quiero que sepas que fuiste y serás la casualidad más hermosa de mi vida.

Presentí que aquellas hermosas palabras cerraban por completo nuestro círculo y le colocaban definitivamente la palabra “Fin” a nuestra breve historia de amor.

—¿Estás seguro?

—Muy seguro —acotó.

—Pues, muchísimas gracias por eso. Sabes lo que significa para mí.

Asintió colocando una de sus manos en su pecho.

—Y para mí —señaló su corazón—, pero aquí dentro.

 

02:30 A.M.

A raíz de la conversación con Teo no lograba conciliar el sueño, menos paraba de dar vueltas al interior de mi habitación con mi móvil en las manos evocando, situación tras situación, lo que no conseguía calmarme del todo.  ¿Por qué?  Porque sabía que había incurrido en un error.  Sí, un gravísimo error que, tal vez, había callado y negado por no tener el coraje suficiente para encararlo.

«¿Y ahora?».  ¡Bendita pregunta de mi vida!

—Solo debes marcar su número y decir... solo lo que tengas que decir.  Sea para bien o para mal, Magda.  ¿Te animas?

El fugaz movimiento que ejecutó mi mano izquierda me lo dijo todo, al buscar con impaciencia entre mis contactos el número telefónico con el cual ansiaba hablar.  ¡Sí!  ¡Y nada menos que a las dos con treinta minutos de la madrugada!

Pues bien, así lo hice y tras varios segundos de espera el primer sonido oí...

—Tranquila.

Y luego, dos sonidos asimilé...

—No te acobardes ahora.

Posteriormente, tres sonidos percibí y ya presentía que estaba cometiendo una locura...

—Aún no es tan tarde, Magda.

Y al cuarto sonido... ¡Santo Dios!  Una voz masculina me sobresaltó como si hubiera recibido de su parte una enorme descarga eléctrica.

—Hola... sí, soy yo.  Disculpa que te llame a esta hora, pero... ¿podrías concederme un minuto de tu tiempo para escucharme, por favor?  No.  Quiero decir sí, todo está bien conmigo.  Eso creo.  La verdad, solo te pido que me oigas y trates de comprender lo que quiero decir. ¿Puedes hacerlo? —A pesar de mi patente nerviosismo conseguí detenerme, sentarme en mi cama y volver a expresar con sumas ansias—: Gracias.  Yo... no sé que ocurre conmigo esta noche, pero... creo que me he dado cuenta que te necesito y que... no quiero estar sin ti.