Diecinueve

 

 

 

 

Con mi Mustang detenido en plena carretera en las afueras de la ciudad no concebía, menos lograba asimilar lo que Emanuelle no dejaba de expresar con su fría voz y demandante mirada inserta en la mía.  Porque palabra tras palabra, frase tras frase, oración tras oración que conseguía articular, lo único que sentía y ansiaba en ese maldito momento de mi existencia era propinarle un buen par de bofetadas por imbécil y mentiroso y luego, obviamente, iba a dármelas a mí por ser la reina de las estúpidas al dejarme caer redondita en cada uno de sus viles planes y engaños.

Tragué saliva con dificultad sosteniendo el volante de mi coche con ambas manos como si quisiera en cualquier segundo arrancarlo de cuajo pensando, únicamente, en la zorra de Loretta Santoro y mis poderosas ansias de partirle el rostro en dos.  Porque no podía creer que ella... ¿había utilizado a su propio hijo a su antojo para sus fines nada más que personales?  Claro, y el muy “inteligente” se había dejado envolver con su atrapante telaraña para que la “madre del año” pudiera conseguir y llevar a cabo todo lo que ya tenía trazado al interior de su cabeza.  ¡Wow!  ¡Era maravilloso lo que podían hacer y conseguir sus podridos genes de mierda! 

Reí con completo descaro oyendo, además, su tanda de justificaciones sin sentido hasta que, debido a ellas, una punzada logró provocarme en el pecho cuando ahondó, aún más, en todo lo que no dejó de manifestar sin dejar de admirarme.

—Me equivoqué.  Me dejé embaucar por mi madre creyendo que estaba haciendo lo correcto y que mi participación en esta historia no tendría la mayor relevancia.

—¿Qué creíste correcto? —Subrayé—.  ¿Hacerte pasar por quién no eras y así seguirle el juego a la zorra de tu madre?

Al oírme, Emanuelle tensó su cuerpo de forma inmediata.

—Perdóname que hable con la verdad o, al menos, intente hacerlo cuando tú, precisamente, no sabes lo que eso signifique —mantuve a raya toda mi ofuscación que en ese momento era enorme.

—Te vigilaría —prosiguió, especificándomelo—.  Ese fue mi trabajo desde el primer momento y por eso lo acepté.  Además, se suponía que jamás iba a tener otra relación contigo que no fuera la de tu chofer y guardaespaldas.

Moví mi cabeza evocando aquellas veces.

—Jamás tuvimos una relación —le aclaré tras un suspiro que no pude dejar de emitir—.  Así que deja de hablar pelotudeces, ¿quieres?

Ahora fue él quien suspiro hondamente, añadiendo:

—No te mientas a ti misma, Magdalena. 

¿Más de lo que ya lo estaba haciendo por haber creído y confiado en él a pesar de que trabajaba para Loretta Santoro?

—Ese es mi problema, Emanuelle.  Ahora dime, ¿y cuándo se suponía que terminaba tu participación en toda esta historia que no tendría la mayor relevancia para ti, por ejemplo?  ¿Cuándo el maldito depravado de Martín De La Fuente consiguiera follarme en esa cena hasta partirme en dos? —Balbuceé un par de palabrotas de imposible reproducción consiguiendo que él bufara como un toro desbocado.

—¿Podrías moderar tu vocabulario? —Me exigió tajantemente clavando sus furiosos ojos aún más en mí.  ¿Y qué obtuvo al instante?  Mis más sinceras ganas de enviarlo a la mismísima mierda que por una extraña razón reprimí.

—Sal de mi coche ahora.

—Magdalena, tenemos que...

—Sal de mi coche ahora —demandé soberbiamente con una rabia infernal que sabía que salía disparada por cada uno de los poros de mi cuerpo—.  Tú y yo no tenemos nada de qué hablar cuando todo es más que evidente a la vista —me negué a observarlo cuando él lo hacía conmigo sin siquiera parpadear.

—No.  No todo.  Aún no conoces el...

—¡Me importa un reverendo rábano lo que prosiga cuando ya todo está más que dicho! —Exploté sin saber por qué lo hacía y más de esa manera, como si yo fuera una persona totalmente irracional—.  Lo hiciste por tu condenada madre porque el negocio algún día sería tuyo, ¿no? —Saqué mis propias conclusiones—.  Y porque una mujer como yo que no sabe nada acerca de “su rubro” podría ser perjudicial tanto para ustedes como para quienes adquieren sus servicios de porquería.

—No es así —remarcó cada una de esas palabras—.  Jamás me ha interesado ese negocio, Magdalena.  ¡Tienes que creerme!

—Pero sí el dinero que involucra, ¿no? —Lo desafié con la mirada clavándola, en tan solo un segundo, sobre la suya—.  No pretendas meterme la polla en la boca, que no soy una de las “chicas de la corporación”.

Nos fulminamos con nuestras vistas como si fuéramos dos fieras a punto de embestirnos en una cruel, salvaje y colosal batalla.

—Al fin y al cabo eres y serás el hijo de la zorra mayor, todo un Santoro y su fiel réplica. 

—No por elección propia —me rebatió al instante—. Menos por gusto o convicción.  No sabes nada de mí para juzgarme de esta manera.

—Y no me interesa llegar a saberlo.  Así que puedes guardarte todas tus mentiras al interior de cada uno de tus bolsillos y decirle de mi parte a tu condenada madre que es fenomenal y que su condenado hijo, valga la redudancia, es digno de ella.  Ah, y que aquí se termina todo esto porque a mí nadie me ve las pelotas que no tengo.

—Magdalena, por favor, deja que te explique...

—Nada —acentué—.  Nada de nada.  ¿Y sabes el por qué?  Porque confié en ti creyendo que eras diferente.  Deduje que eras un tipo respetable con el cual podía sentirme del todo segura y pensé, además, estúpidamente, qué querías mi bien a pesar de trabajar para ella.

—¡Quiero tu bien! —Estalló, sobresaltándome con su preponderante voz de mando—.  ¿Por qué crees que estoy aquí?  ¿Por qué crees que vine a buscarte?

—Para engañarme otra vez, ¿por ejemplo?  Pero no, no te preocupes que ahora no caeré en tu juego tan fácilmente, porque sobre eso y muchas cosas más averiguaré por mi propia cuenta, pero con Silvina quien sí es de fiar —sonreí a mis anchas oyendo, a la par, como él articulaba improperios de dudosa procedencia y reputación—.  Así que, señor Santoro, guárdese todas sus demás “verdades” donde mejor le quepan y baje mi coche ahora mismo, por favor.

—No lo haré hasta que me oigas completamente.

—¡Ja!  De pronto me cansé de escucharte, ¿cómo la ves?  No precisamente de cuadritos, ¿verdad?  ¿Qué no me oíste, Emanuelle?  Sal de mi coche.

—Magdalena.

—¡Sal de mi coche, miserable mentiroso y embaucador! —Vociferé encolerizada y negándome a admirarlo, como si solo quisiera quitármelo de encima para pensar con mayor claridad.

—No quise mentirte.  Jamás pretendí hacerte daño.  Solo me equivoqué una vez más creyendo en mi madre.  Lo lamento mucho.

—¡F.U.E.R.A!

Así lo hizo abriendo y cerrando de un solo golpe la puerta del copiloto sin saber si me vería una vez más, pero percibiendo como yo encendía y, en cuestión de segundos, aceleraba mi vehículo rayando el pavimento, dispuesta a largarme lo más pronto de allí y sin nada más que hacer que ir tras los pasos de Silvina.

***

David Garret ingresaba al estacionamiento del edificio en el cual se situaba su despacho repasando cada uno de los instantes vividos esta mañana junto a Magdalena cuando el sonido de su teléfono, inesperadamente, lo apartó de sus pensamientos consiguiendo llevarlo, en nada menos que dos segundos, de vuelta a su realidad.

Tras suspirar algo molesto y después de aparcar su Jaguar de color negro, cogió el móvil para contestar la llamada que su secretaria le hacía precisamente a las diez con quince de la mañana.

—Buenos días, Teresa.  Sí, ya estoy en el aparcamiento.  ¿Algo para mí?

De inmediato, la serenidad que irradiaba su semblante dio paso a una evidente preocupación que lo intranquilizó.

—¿Cómo dices?  ¿Qué Monique estuvo ahí? —Guardó silencio—.  ¿Qué fue lo que te dijo?  ¿Estás segura?  ¿Solo eso?  No, no te preocupes.  Te agradesco la información y que no le hayas entregado detalles de mi paradero.  Sí, seguramente se deba a eso.  De acuerdo —observó prolijamente su reloj de pulsera—.  Yo me hago cargo.  No, no es necesario, Teresa.  Nos vemos dentro de unos minutos —.  Bastante extrañado por aquella situación, David bajó de su coche y dirigió su apresurado andar hacia el ascensor no sin antes sacar sus propias conclusiones al respecto sobre la inusitada visita de su ex esposa a las dependencias de su agencia de publicidad porque, quizás, se debía únicamente a que ya estaba al tanto de lo que él pretendía hacer sin dilatar aún más el tiempo.

Sin otorgarse más preguntas de las necesarias subió al ascensor en el mismo segundo en que su aparato volvía a sonar, atronadoramente.  Tomó rápidamente el móvil desde el interior del bolsillo de su pantalón, creyendo que esa llamada obedecía a algo que Teresa había olvidado, pero cual ingrata sorpresa se llevó al constatar, de buenas a primeras, que en la pantalla no se registraba el nombre de su secretaria sino, más bien, el de quien se hacía extrañamente presente en su vida por segunda vez y en tan poco tiempo.  Pero “¿para qué?”, se preguntó antes de aceptarla y volver a pronunciar a regañadientes el nombre que ahora, y más que antes, le irritaba de sobremanera algo más que la piel.

—¿Qué quieres, Monique?  ¿Verme?  No lo creo, cualquier cosa se la puedes remitir a mi abogada y...  No te entiendo.  ¿Qué es tan importante?  ¿Por qué lloras?  ¿Podrías calmarte, por favor? —El ascensor en el cual ascendía hasta el piso doce finalmente se detuvo en el mismo momento en que ella pronunció con todas sus letras lo que tanto la acongojaba—.  Pero... ¿Por qué le temes? —Le preguntó una vez más saliéndose de sus casillas—.  ¿Qué ocurre con él?  ¡Dímelo! —.  Con el solo hecho de escucharla llorar a través del móvil a David se le congeló la piel y se le encogió el corazón.  Rápidamente abrió sus ojos como platos mientras conseguía dar un par de pasos fuera del elevador asimilando, en gran medida, lo que ya no cesaba de rodar al interior de su cabeza sin una sola pizca de emoción y pronunciando, entrecortadamente, lo mismo que entre sollozos ella definitivamente le había revelado—.  Tú... estás... ¿embarazada?

***

Al interior de su oficina, en la agencia de publicidad para la cual trabajaba, Silvina no paraba de dar vueltas completamente nerviosa por lo que había sucedido esta mañana y más, por como se había enfrentado a Loretta después de todo lo que en un momento las unió. Sí, y lo que la llevó a ser quien ahora era.

Realmente no se arrepentía de su pasado, menos de los secretos que guardaba solo para sí, porque para ella eran hermosos a pesar de que no fueran los más convencionales o  normales para el común de la gente.  Y entre esa gente se encontraba Magdalena, su amiga del alma, a quien por obvias razones se los ocultó.  Tal vez, por miedo a que le diera la espalda si llegaba a conocerlos, por miedo a que la enjuiciara sin saber sus por qué, por pavor a que le reprochara su conducta, su modo de pensar y, por sobretodo, su forma de amar y ver la vida ahora que se encontraba situada en la vereda del frente.

Se llevó ambas manos al rostro pretendiendo con ello serenarse y respirar sin tanta dificultad, pero... ¿consiguió hacerlo?  No del todo, y gracias a una figura en particular que irrumpió en su oficina inesperadamente, cambiando todas sus expectativas y  nada menos que en ciento ochenta grados.

—¿Me puedes explicar qué fue todo ese show que montaste en mi casa esta mañana? 

No se lo podía creer.  ¡Qué hacía Loretta aquí y justamente en su lugar de trabajo!

—Loretta, por favor... —balbuceó sin quitarle los ojos de encima a quien la observaba de la misma manera.

—¿Te sorprende verme aquí?  Tranquila, no te haré pasar un mal rato porque yo sí tengo educación y sé comportarme.

Silvina tragó saliva tras estremecerse.

—Podrías... ¿cerrar la puerta, por favor?

—¿A qué le temes, Silvina?  ¿A lo que podría decir o a lo que los demás podrían escuchar sobre... nosotras? —Se sentó en una de las sillas que se encontraban frente a su escritorio al mismo tiempo que colgaba su cartera de diseñador en uno de los brazos de ésta misma.—.  No tengas miedo de mí —le sonrió coquetamente—, solo he venido para charlar y dejar unas cuantas cosas claras.

—No te tengo miedo—le soltó de golpe—.  De hecho, jamás te tuve miedo, Loretta. 

—Me parece perfecto.  Entonces, no tendrás reparos en que la puerta se quede abierta.  Además, será algo breve.  Sabes de sobra que voy directamente al grano, ¿o no?

Silvina entrelazó sus manos pretendiendo calmarse ante cada uno de sus firmes enunciados.

—¿Qué quieres?

—Ya te lo dije.  Charlar en paz y dejar de pelear, por Dios.  Esta mañana estabas irreconocible.  Por un momento... —suspiró—.  Da igual.  Eso ya es parte de nuestro pasado.

—¿Nuestro pasado?  ¿O el pasado que tú quisiste olvidar? —La atacó.

—Porque así me lo pediste —le recordó mientras cruzaba una de sus piernas por sobre la otra, perdía la mirada por unos segundos en sus finas medias de encaje y volvía a contemplarla a la profundidad de sus ojos claros—.  Mi memoria con respecto a ti jamás será frágil, Silvina.

—¿Estás segura? —Le reprochó con descilución, la misma con la cual la había observado esta mañana.

—Muy segura.  Me he arrepentido de muchas cosas en mi vida, pero de lo que viví junto a ti, jamás.

Silvina cruzó sus brazos por sobre su pecho pretendiendo con ello mantenerse en pie y no derrubarse ante sus palabras que aún le herían el alma.

—Pues, no te creo.  Me lo dejaste muy en claro la última vez que nos vimos.

—Esa última vez... —evocó Loretta, cerrando sus ojos por unos cuantos segundos—... debía ser así.  Sabías muy bien por qué no podía continuar a tu lado.  Lo perdí, Silvina, con el dolor de mi alma lo dejé ir y esa vez, cuando todo ocurrió, tenía en mis manos la oportunidad de recuperarlo.  Yo no podía...

—Seguir manteniendo una relación conmigo —le soltó sin que su voz le temblara—.  Una relación que siempre fue una mentira.  Una doble vida y solo una mera ilusión.

Loretta abrió sus ojos y se levantó de la silla, lentamente.  Fijó su vista en la suya y de la misma manera caminó hacia ella hasta detenerse a unos pocos centímetros de su cuerpo y decir:

—Luché por ti.  Te hice fuerte.  Estuve a tu lado, te lo di todo... para mí jamás fuiste una mentira o una mera ilusión, pero indudablemente te merecías a alguien mejor en tu vida.

Ambas guardaron silencio ante los recuerdos que se agolpaban y se hacían patentes en sus mentes y en sus corazones.  Unos maravillosos recuerdos que ninguna se atrevía a olvidar.

—Y elegiste por mí...

—No, Silvina, elegí por ambas.  Pero por sobretodo, elegí por ti —queda y delicadamente dejó caer sus manos sobre sus descubiertas extremidades—, porque te quise, porque te amé.  Porque eras demasiado importante para mí para intentar retenerte.

Silvina volteó el rostro negándose a escucharla.

—Soy quien soy porque lo quise así.  Tomé mis propias decisiones sin que nadie cohartara mi libertad y terminé alejándome de mi querido hijo y de quienes más amaba para no involucrarlos en esto.  No me siento orgullosa de la vida que he llevado.  No me siento feliz de obtener dinero a costa del sufrimiento ajeno.  Al padre de Emanuelle lo quise, pero jamás, escúchame bien, jamás lo amé como te amé a ti.

—Cállate...

—Silvina... —la tomó con mucha sutileza del mentón para que abriera los ojos y nuevamente su vista se depositara sobre su entristecida mirada.

—No quiero perder a mi hijo por segunda vez —le confió con sus ojos totalmente brillantes—.  No quiero que Emanuelle me odie más de lo que ya lo hace por no haber estado junto a él cuando me necesitó a su lado.  No quiero que termine viendo a su madre como lo que realmente es.

—¿Y qué eres, Loretta?  ¿Quién eres en realidad? —Inquirió, desafiante.

—Una ambiciosa, mentirosa, egoísta y cruel mujer que solo sabe hacerles daño a quienes más ama y adora en esta vida.

Un nuevo silencio las acalló cuando ambas no cesaban de observarse.

—Por eso te alejé de mí y por eso... —inhaló aire con mucha intensidad—, me niego rotundamente a que seas tú quien se entregue a Martín De La Fuente.

—Pues me temo que es muy tarde para ello porque ya lo decidí así —le apartó su mano de su mentón sin una pizca de delicadeza—.  Tú tomas tus decisiones y yo tomo las mías.

Loretta movió su cabeza de lado a lado tras volver a sonreír.

—“A cambio de lo que quieras, pero con respecto a mí” —pronunció en voz alta, recordándoselo—.  ¿No fue exactamente eso lo que me dijiste hace un par de horas atrás?

Silvina lo evocó de inmediato, afirmándoselo.

—Sí, eso fue lo que dije, pero...

—Entonces, ya sé lo que quiero para dejar a tu amiguita la mogijata en paz —la interrumpió.

—Habla ya y acabemos de una vez con todo esto.

Loretta se apartó de su lado.  Caminó por la oficina sin nada que decir entrelazando sus manos, llevándoselas hacia su cabello y hacia su vestido rojo de finísima seda que vestía y que le acentuaba de maravillas cada una de sus curvas hasta que, finalmente, se detuvo frente al enorme ventanal que le mostraba en todo su esplendor una parte de la ciudad que admiró en completo silencio antes de proseguir, añadiendo:

—¿Estás segura que quieres saberlo?

—No me hagas perder mi tiempo y habla ya.  Sabes de sobra que por Magdalena haré lo que sea.

Asintió dándolo por comprendido y luego de clavar su vista sobre quien no la dejaba de admirar con algo más que expectación por fin se animó a emitir un sonido expresando lo siguiente:

—Lo que sea... lo que sea... pues.... te quiero a ti.

Silvina abrió sus ojos como platos negándose a creer en las jodidas palabras que se colaban fieramente por sus oídos.

—Te quiero a ti toda una noche para mí —se volteó para observarla—.  Es eso o no hay trato.

—¿Qué estás diciendo? —Descolocada formuló aquella interrogante al tiempo que lograba sentarse en su silla que se situaba junto a su escritorio.

—He dicho toda una noche tan solo para mí.  Tengo muchísimas ansias de... revivir nuestros buenos tiempos.  Todo sea por la mogijata esa —le dio a entender dándolo ya por sentado—.  Lo siento.  Creo que le has vendido tu alma al diablo. 

—Aún no —escuchó, de pronto, a su espalda, reconociendo enseguida ese singular timbre de voz—.  Yo si fuera tú todavía no lo daría por asegurado.

—¡Magdalena! —Vociferó Silvina muy sobresaltada de la sola impresión que le causó verme entrar por el umbral de la puerta—.  ¡¡¿Qué estás haciendo aquí?!!

—Oír más de la cuenta —respondí sin dejar de admirarla al tiempo que Loretta se volteaba hacia mí como si su alma se le hubiese hecho añicos en tan solo una milésima de segundo—.  ¿Cómo estás, Loretta Santoro?  Nos volvemos a encontrar.  ¿Te acuerdas de mí?  Es un bendito placer volver a verte y más en esta insospechada situación.  ¿No me dirás nada?  Creo que no estás en condiciones de hacerlo, ¿verdad?

—Magdalena... —insistía Silvina ya con lágrimas en sus ojos—... por favor...

—¿Y ahora? —Obvié sus palabras hablándole solo a la zorra mayor con una fuerza implacable en el tono de mi voz—.  Como decía mi abuela... me parece que la que tiene la sartén por el mango ahora soy yo o debería decir... ¿al Santoro por los cuernos?

—¡Qué quieres! —Exclamó con su poderosa y demandante cadencia colmada de furia y excitación—. ¡Qué demonios quieres!  ¿Amenazarme con mi hijo?  ¿Verme caer?  ¡Dímelo!  ¡Qué es lo que quieres!

Moví mi cabeza de lado a lado, negándoselo, y observándola con fiereza tal y como ella lo hacía conmigo, pero sin saber qué rayos decir.  Porque ciertamente podía amenazarla, podía chantajearla a mi antojo incluso, podía acabar con todo este lío de una vez contándole toda “su verdad” a su querido hijo Emanuelle.  ¿Y qué sacaría con eso?  Nada más que convertirme en la mismísima Loretta Santoro.

«Piensa, Magda, Piensa.  ¿Qué mierda harás ahora?».  Era lo que necesitaba y ansiaba saber antes de dar, como toda una zorra, mi primer y último zarpazo.