Diecisiete

 

 

 

 

Emanuelle no reaccionaba.  Ni siquiera concebía qué hacía Silvina en ese preciso momento y lugar y más, admirándolo como si lo único que quisiera hacer con él fuera cortarlo y nada menos que en pedacitos.

—¿No vas a responder? —Formuló Silvina sin una sola pizca de paciencia y condescendencia en el tono de su voz—.  Te pregunté... ¿Loretta es tu madre?

Y él, por su parte, ¿qué podía acotar cuando todo lo que allí sucedía era más que evidente a los ojos de cualquiera?

Un silencio sepulcral invadió ese tenso momento en el cual el aire se podía rasgar con un filoso cuchillo.  Un mutismo que a todas luces le hizo comprender que ya no había tiempo para otra alternativa que no fuera asumir los eventuales riegos y costos que se suscitarían al expresar nada más que la verdad, una que debería haber dicho desde el principio.

—¿Qué crees que estás haciendo? —Sacó finalmente a relucir su poderosa y grave voz, pero dirigiéndola más bien hacia su madre, quien no lo dejaba de observar bastante perpleja e intrigada—.  Te pedí que te alejaras de ella.  ¿Qué no puedes hacer nada bien?

—No me lo pediste, me lo exigiste —le corrigió Loretta muy segura de cada una de sus palabras—.  Y eso fue lo que hice.  ¿O ves a esa muchacha aquí?

Emanuelle entrecerró la vista al tiempo que Silvina proseguía, añadiendo:

—No puedo creerlo... de tal palo tal astilla —comentó indignada tras colocar sus extremidades en cada una de sus caderas—.  ¡Cómo te sorprende la vida!  ¿No? ¡Y cómo también te hace caer de bruces contra el piso! Si hasta por un momento me hiciste creer que podrías llegar a ser un buen partido para... —sacudió su cabeza como si con ese gesto pretendiera desprenderse de ciertas evocaciones que ahora no parecían tener pies ni menos cabeza—.  Actúas de maravillas, Emanuelle —le regaló un par de aplausos—.  Realmente, eres el hijo... de tu madre.

—Silvina...

Ella levantó al instante una de sus manos consiguiendo así acallarlo.

—No te equivoques conmigo que no soy santa Magdalena —.  En ese minuto ambos se contemplaron como si pudieran echarse algo más que chispas con sus penetrantes, fieras y gelidas miradas—.  Por lo tanto, guarda tus explicaciones de mierda para alguien más porque estoy segura de que sí las vas a necesitar —le confió y con la clara certeza de que no tenía nada más que hacer en ese sitio—.  Y cuando lo hagas, procura ser lo bastante convincente, ¿quieres? O de lo contrario me encargaré de hacerlo yo —articuló con sumo desprecio, pero ahora situando la vista sobre la de Loretta mientras conseguía retroceder ante quienes no cesaban de observarla.  Emanuelle, por su parte, empuñó sus manos al tiempo que comenzaba a dar sus primeros pasos en dirección hacia ella para intentar detenerla y brindarle así una buena explicación.

—¿Dónde crees que vas? —Inquirió su madre pretendiendo cortarle el paso con su demandante tono de voz.

—¿Qué no es obvio?

—¡Te pregunté dónde vas! —Esta vez la cadencia que utilizó fue más bien tajante y amenazadora con la cual solo consiguió hacerlo sonreír—.  Déjala que se largue.  Lo que suceda a partir de ahora ya no es problema tuyo.  Desapareces y asunto arreglado.

—¿Cómo dices?

—Me oíste muy bien para repetírtelo.  Así que... de lo demás me encargo yo porque este asunto para ti está concluido.

Inhaló aire pretendiendo mantener la calma y la cabeza fria antes de animarse a contestar, diciendo:

—¿Y cómo te vas a encargar de ello?  Déjame adivinar... ¿Con más engaños?  ¿Con más mentiras?  ¿Con más amenazas?  ¿Utilizando todo tu poder, Loretta Santoro?

—Cuenta con ello, hijo mío.

Emanuelle cerró los ojos tras suspirar profudamente al tiempo que se animaba a retomar su marcha, la que su madre detuvo, inesperadamente, colocando una de sus manos en su fornido pecho.

—Por favor —consiguió con ello que él abriera sus ojos como por arte de magia y los depositara rápidamente sobre los suyos—, ya no es tu problema.  Olvídalo.

—Te equivocas —le corrigió al instante y sin dudar—.  Sí es mi problema y lo seguirá siendo hasta que logre hablar con ella para contarle toda mi verdad.

—¡Qué verdad! —Alzó la voz algo exasperada y contrariada por lo que oía y no conseguía asimilar—.  Aquí no existe ninguna verdad porque...

—Soy muy diferente a ti aunque corra por mis venas tu misma sangre.

Loretta enmudeció al percibir como su cuerpo temblaba.

—No lo notas, ¿verdad?  No lo sabes...

—Emanuelle...

—Ni siquiera eres capaz de sentirlo en tu piel.  ¿Extraño?  No, Loretta, real.

Se quitó las gafas de sol para admirarlo a la profundidad de sus oscuros ojos.

—Lo único que es real es que eres mi hijo y te recuperé después de mucho tiempo de ausencia —balbuceó, como si de otra forma no pudiera expresarlo.

—Lamentablemente... no del todo, mamá —la apartó de su camino con mucha sutileza para proseguir con su marcha en busca de Silvina.

—¿No del todo? —Formuló ella volteándose hacia él y ya con lágrimas en los ojos—.  ¿No del todo? —Replicó, desencajada—.  Di mi vida por ti, lo entregué todo, ¿y así es cómo me pagas?

Emanuelle se detuvo, respondiéndole:

—No todo en la vida se trata de dinero.  No todo en la vida se trata de pagar.  A veces, solo das sin esperar o merecer nada a cambio, pero lamentablemente tú no sabes de eso, ¿verdad?

—¡Por qué te preocupa tanto esa zorra! —Vociferó iracunda sin que ahora le temblara la voz—.  ¡Por qué no puedes olvidarla y desaparecer de su vida!

—Porque es diferente —se volteó enseguida hacia su rostro para admirarla por última vez—.  Porque es auténtica.  Y porque no se merece que un miserable como yo le mienta de esta manera.

—Es lo que hace la gente en la vida real, hijo, ¿Qué no lo sabías?

—Sí —forzó una media sonrisa que dibujó sin ansias en su semblante—, gente como tú, por ejemplo, pero no como yo.  No fue lo que me enseñó mi abuelo.  No fue lo que aprendí de él mientras crecía y tú no estabas a mi lado.  Por lo tanto, no me pidas que engañe y que mienta por ti porque no lo haré.  No me exijas que me olvide de todo y desaparezca porque puedes estar segura que tampoco lo llevaré a cabo.  Y menos pretendas convertirme en alguien que no soy cuando solo significo para ti un peón más en tu juego de poder, de ambición y de avaricia.

—¡Eres mi hijo, Emanuelle Santoro!  ¡Y siempre lo serás!

—No lo discuto.  Jamás he renegado de ti.

—Entonces, ¡por qué me das la espalda ahora!

—Porque este juego, Loretta Santoro, para mí se acabó.  Lo siento.

Impotente, frustrada y evidentemente afectada por cada una de sus palabras guardó un profundo silencio mientras lo veía partir y alejarse de su lado tal y como un día, pero hace muchísimos años atrás, había sucedido todo de la misma manera provocándole el dolor de una herida que jamás sanó y que todavía, al evocar ese instante, le hería el corazón, el alma y la piel tras haber tomado la más difícil de las decisiones.

Sin siquiera moverse de su sitio, volvió a colocarse sus gafas de sol para cubrir el color negro de sus ojos que ahora sucumbían ante unas imperiosas lágrimas que no cesaban de caer por sus mejillas recordándole, patentemente, que su última palabra aún no había sido pronunciada.

 

—¡Silvina!  ¡Silvina! —Exclamaba Emanuelle a viva voz—.  ¿Podrías detenerte un segundo y oírme, por favor?

—¡Vete al demonio!

—No antes que me escuches.

—¡Y por qué mierda tendría que escucharte si con lo que vi ya tuve suficiente! —Le dio al cierre centralizado de su coche para alejarse lo más pronto de él, de Loretta y de esa casa.

—Porque te lo estoy pidiendo como un favor antes de hablar con Magdalena.

Silvina se detuvo abruptamente al escuchar el nombre de su amiga.

—Y porque ya no deseo seguir mintiéndole.

Movió su cabeza negándose a creer en toda la tanda de palabrotas que manifestaba a su espalda.

—No se lo merece.

Al digerir ese último enunciado se volteó apresuradamente para encararlo.

—¿Y esperas que te crea?  Ya te lo dije, no soy santa Magdalena.  Por lo tanto, a mí no me puedes mentir con tanto descaro como le mientes a ella.  ¿Y sabes el por qué?  Porque te descubrí con las manos en la masa, infeliz, mentiroso y desgraciado.

En un rápido movimiento intentó abrir la puerta de su coche, pero Emanuelle se lo impidió.

—Por favor, estoy hablando muy en serio.  Necesito acabar con todo esto.  ¿Qué no lo comprendes?

—Es obvio que quieras hacerlo cuando tienes la soga atada al cuello, ¿no? ¿Me crees estúpida?  Bueno, déjame corroborarte que para tu mala suerte no lo soy.  Ah, y otra cosa, conmigo te equivocaste, patán de cuarta, porque si tengo que proteger a Magda de Loretta y de ti haré lo que sea, ¿me oíste?  ¡Lo que sea!

—Sé que quieres hacerlo tanto como yo, pero por favor, necesito que me creas.  Necesito que me escuches y confíes en mí para acabar de una vez por todas con todo este engaño.

Silvina cerró los ojos negándose a caer en su juego.

—Pues, no te creo y me encargaré de que Magdalena tampoco lo haga.  Ahora, déjame ir.

—Silvina, por favor.  ¡Estoy hablando muy en serio!  ¡Te lo juro por mi vida!

—Te pedí que me dejaras ir.

—¿Cómo te lo hago entender?

—Emanuelle, aparta tu jodida mano de mi puerta.

—No hasta que consigas escucharme.

—Pues, hazte anciano esperando que eso suceda porque no te voy a escuchar.

—Silvina, por favor.

—¡No, no y no!  ¿Qué no lo puedes entender?  ¡Te hiciste pasar por quién no eras consiguiendo que de alguna manera ella confiara en ti, maldita sea!  ¿No te averguenzas?  ¿No sientes lástima por haberla engañado así?  ¿No crees que ya tuvo suficiente con las amenazas de tu madre?

Emanuelle, a pesar de todo lo que Silvina le vomitaba al rostro, se mantenía en pie de no dejarla ir hasta que cediera ante cada uno de sus ruegos. 

—Pero por lo que noto en tu rostro no sientes una sola pizca de arrepentimiento, ¿verdad?  ¡Claro!  ¡Difícilmente lo puedes sentir si eres igual a Loretta!

Sus palabras lo hirieron en gran medida, pero a pesar de ellas no iba a dar su brazo a torcer tan fácilmente.

—No me conoces.

—No, pero a tu madre sí —aseguró realmente convencida de ello porque sus recuerdos así lo avalaban—.  Y como te lo manifesté hace un instante atrás de tal palo, tal astilla, Emanuelle.  Puedes decirme lo que quieras, puedes pretender engañarme a mí tambien, pero una cosa quiero que sepas: no dejaré que te acerques a Magdalena nunca más.  ¿Está claro?  Porque por mi parte me ocuparé de que esta misma tarde ella conozca toda la verdad.

—No —le contestó con ligereza, desconcertándola.

—Descarado hijo de...

—No, porque de eso me ocuparé yo —afirmó, interrumpiéndola y dejándola sin voz.

Silvina entrecerró la mirada al instante.

—Se lo debo.

—No tienes los cojones...

—Los tengo y bien puestos.  Me creas o no.

—Aparta tu condenada mano de la puerta de mi coche, Emanuelle.

—Lo primero es lo primero —exigió con su demandante voz cuando solo podía pensar en Magdalena mientras Silvina, poseída por un furia abismante que la hizo bufar al igual que si fuera un animal encolerizado, se apartó de su lado y comenzó a caminar sin conseguir mantenerse quieta en su sitio.  ¿Por qué?  Porque no quería ceder, menos que ese hombre se le acercara a su amiga más de la cuenta ahora que se encontraba algo vulnerable gracias a la ruptura y descilusión vivida con Teo.

—Por favor —suplicó Emanuelle una vez más apartando la mano de la puerta de su vehículo—.  Esta vez... quiero y necesito hacer las cosas de buena manera.

—¿Te das cuenta de lo que me pides? —Se detuvo alzando la mirada para clavarla sobre la suya—.  ¿No crees que ya tiene demasiados problemas en su vida para añadirle uno más?  ¿Por qué no te vas?  ¿Por qué no desapareces y la dejas en paz, por ejemplo?

Emanuelle fijó la vista en el piso evocando las mismas palabras que había oído de su madre.

—Es muchísimo más fácil que herirla, ¿no crees?  De paso, ya tiene su corazón bastante roto para que otro imbécil venga y se lo haga trizas esta vez.

Ante tal revelación alzó la mirada para nuevamente fijarla sobre su semblante.

—No quiero herirla, Silvina.

—Pues, no estás siendo convincente, Emanuelle.  Y créeme, de todas formas terminarás haciéndolo.

Suspiró, pretendiendo hallar las mejores palabras con las cuales rebatir su enunciado.

—Me equivoqué.  Me dejé embaucar y envolver por mi madre creyendo que mi participación en esta historia no tendría la mayor relevancia, pero jamás creí que...

Silvina cruzó sus brazos a la altura de su pecho al tiempo que enarcaba una de sus cejas.

—Jamás creíste que... ¿llegaría a importarte? 

Emanuelle entrecerró la vista algo molesto debido a lo que, con tanta seguridad, ella afirmó.

—Es cosa de verte la cara de idiota que traes.  Te importa, ¿no?  Porque si Magdalena no te importara un rábano te daría lo mismo estar malgastando tu tiempo y saliva aquí conmigo tratando de convencerme para que no te destroce frente a ella revelándole quien eres en realidad.

Guardó silencio negándose a proferir una palabra más cuando sentía que algo en su interior había sido abierto para no volver a cerrarse nunca.

—¡Mierda! —Se quejó sin saber qué rayos hacer con la disyuntiva del porte de un trasatlántico que tenía inserta en su cabeza—.  No quiero, no quiero, no quiero... —murmuró para sí en tan solo un hilo de voz hasta que algo en ella ganó la batalla, consiguiendo que manifestara concluyentemente—: solo veinticuatro horas, desgraciado mentiroso.  Solo veinticuatro horas y ni un minuto más.

—Gracias, Silvina.

—Por tu pellejo no me las des y haz lo que tengas que hacer, pero sin mentirle, ¿de acuerdo?

Asintió, corroborándole con ello que así lo haría.

—Pero bajo una extricta condición que cumplirás a cambio.

Emanuelle consiguió esbozar una media sonrisa de satisfacción, la que se le deshizo del rostro en cosa de segundos al oírla expresar con suma decisión lo siguiente:

—Te quiero fuera de su vida y estoy hablando muy en serio.  Fuera y lo bastante lejos de Magdalena.  ¿Lo puedes entender?  ¿ O qué?  ¿Creíste que te iba a dar todo en bandeja de plata?  Es eso o nada, Emanuelle. Lo lamento.  Yo la metí en este lío y seré yo quien la aleje de Loretta y de ti —. Al advertir que no decía nada, que no reaccionaba y que solo la observaba sin podérselo creer, Silvina subió a su coche, el cual encendió y aceleró un par de veces esperando una respuesta de vuelta que no obtenía.  ¿Por qué?  Porque, al parecer, Emanuelle se encontraba batallando consigo mismo lo que no deseaba responder—.  Así están las cosas.  ¿Lo tomas o lo dejas?

No sabía qué decir.  En realidad, cualquier cosa que pronunciara le haría perder una gran contienda que por un maldito segundo de su existencia creyó e imaginó que ganaría, pero que ahora, y ante esta cruda y patente realidad, empezaba a desmoronarse pedazo a pedazo como si fuera parte de sus propios castillos de cristal, los mismos que le aconsejó a Magdalena que jamás construyera.

—Emanuelle... es la última vez que...

—Lo tomo —finalmente articuló esas palabras con una seguridad única que le congeló la piel desde los pies a la punta de su cabeza.

—De acuerdo —le respondió ella con algo de temor.  No por lo que fuera a ocurrir con él, claro está, sino debido a la incertidumbre que se calaba en su ser al estar haciendo lo correcto para así proteger a Magdalena—.  Te diré donde está.

Emanuelle centró su vista en la suya como no comprendiendo a qué se refería con ello.

—No me mires así.  Magda no está en casa, pero sí en un mejor lugar con quien la cuida, la protege y la ama de verdad y no a medias.

—¿Dónde está? —Subrayó cada una de esas palabras con desesperación y sumas ansias de conocer prontamente su nuevo paradero y, también, con un singular ardor que empezaba a incinerarle la garganta—.  ¿Dónde y con quién se encuentra Magdalena?

Silvina rió, porque a pesar de todo y de que ansiaba molerlo a patadas había logrado dar en el clavo, instaurándole el bichito de los celos con el cual él ya no podría lidiar.

—En las afueras de la ciudad con Gaspar.

—¿Y quién es Gaspar?

—El hombre que lo daría todo por ella.  El hombre al que siempre suele buscar.  ¿Por qué?  Averígualo por ti mismo, Santoro, y de paso, muere de los celos.  Créeme, muchísima falta te hace —concluyó, acotando—: Garage “La Cobra”.  Pasando la pista de carreras que se ubica en las afueras de la ciudad.  Y no lo olvides, tienes veinticuatro horas para contarle la verdad y alejarte de su vida.  Ni un solo maldito segundo más o te vas a acordar de mí toda tu jodida existencia.

—¿Es eso una amenaza, Silvina?

Sonrió con remarcado sarcasmo y completa indiferencia antes de decir:

—No, Emanuelle, no me compares, porque de eso... se encarga tu madre.

***

Antes que Gaspar y El Gringo despertaran ya había tomado una ducha, me había cambiado de ropa y ya me encontraba preparando el desayuno con el cual los iba a sorprender.  Aunque me había dormido bastante tarde gracias a la charla con la cual había liberado un poco más de carga extra, que desde hace algún tiempo llevaba conmigo a todas partes, no me sentía del todo genial y yo sabía muy bien el por qué.  Las situaciones que todavía mantenía inconclusas en mi vida, y de las cuales parecía huir cada vez que deseaba enfrentarlas, me pasaban la cuenta y me tenían al filo de un abismo sin fondo en el cual sabía que caería más tarde que temprano si no lograba darles algún tipo de solución, pero sensata y racional.

Suspiré evocando las maravillosas y gratificantes palabras de Gaspar, las mismas que estúpidamente soñé que recibiría de David Garret.  Sí, estúpidamente, porque ni una sola de ellas obtuve de vuelta sino más que su total indiferencia con la cual me había dicho adiós.  Por lo tanto, a partir de ello, ¿qué lección podía sacar de todo lo vivido con él y con Teo?  La única que desde anoche rondaba con insistencia al interior de mi mente: olvidarme de los necesarios hombres por un buen tiempo.  ¿Por qué?  Bueno, ¿porque sí?

Tarareaba animadamente la melodía de una canción cuando, de repente, una pronunciación anglosajona me dio a entender quien se había levantado más temprano esta mañana regalándome un “Good Morning, Miss” que me asombró de solo escucharlo.

Good Morning también para ti, Dallas —le solté de golpe, logrando con ello que sonriera complacido.

—¡Vaya, vaya!  Así que estuvieron hablando de este humilde servidor.

—Sí, para qué voy a negártelo.  Solo me preocupé de calmar las furiosas ansias de Gaspar de no molerte a palos por haberte propasado conmigo en tu habitación —bromeé tras terminar de picar las frutas que ya tenía en un bowl—.  No me des las gracias.  Solo le dije que no era necesario ensuciarse las manos contigo habiendo tanto sicario sin trabajo —le otorgué un guiño al tiempo que él me observaba con cara de “yo no entender nada de tu español.”

¿Are you kidding me? —Quiso saber animándose a ayudarme con la preparación del desayuno, como encargarse del café, de los huevos y de ordenar la mesa, entre otras cosas más.

—¿De qué me perdí? —Lo vi revolotear de un lado hacia otro al igual que si fuera una abeja inquieta dentro del panal.

—Me gusta ayudar y más si se trata de participar en la cocina.

—¿Ah sí?

—¡Ajá!  Y bueno... —sonrió malévolamente—... Gaspard también me advirtió que no cocinabas de maravillas.  No te ofendas.

En cuestión de segundos, mi rostro fue invadido por un color rojo furia que se alojó en mis mejillas por bastantes minutos.

—Lo digo en serio, no te ofendas, Magdalena. 

¿Ofenderme yo?  Para nada, solo lo iba a matar.  ¿Qué tal si comenzaba por echarle ácido sulfúrico a sus huevos revueltos?

—Dime lo que comerá —entrecerré la mirada al tiempo que levantaba el cuchillo cocinero que aún sostenía en una mis manos, logrando con ello que Fitz riera a carcajadas cuando Gaspar ya se hacía presente brindándonos un cordial y caluroso “¡Buenos días, familia!”.

—¡Buenos días Dolce & Gabbana! —Lo saludé con sarcasmo—.  Perdón, quise decir Chanel.  Suelo confundirme con algunas marcas registradas.

Gaspar rió tras mirar de reojo al Gringo, quien de inmediato alzó sus hombros como diciéndole con ello “lo siento, no pude evitarlo.”

—Veo que ya te fueron con el cuento.  Gracias “soplón.”

I’m sorry, “Bro”.  ¿Sabías que Magdalena también trabaja como sicario?

—¿Por qué no me sorprende? —Me regaló un beso en la frente mientras terminábamos de colocar los alimentos sobre la mesa para desayunar—.  Magda es única, Fitz.  Así que ten cuidado.

«¿Y eso?  ¿A qué se debió?».

El Gringo enarcó una de sus castañas cejas esperando que justificara su respuesta.  Bueno, y yo también, porque eso me sonó más a una clara advertencia que a una simple acotación de su parte.

—Si te descuidas, podrías terminar... —pero fue él quien no pudo conluir aquella olímpica frase al oír el ruido de un coche aparcar frente a la entrada del garage y precisamente a las ocho y veinte de la mañana.

—¿Un Jaguar? —Especificó Gaspar asombrándome de sobremanera al reconocer, solo por el ruido que emitía el motor, de qué vehículo se trataba—.  ¿Qué no saben que el taller abre sus puertas a partir de las nueve de la mañana?

—¡Hey, super vidente!  ¿Cómo rayos sabes que es un Jaguar?

—¿De quién soy hijo, Magda? —Inquirió ya caminando de espaldas hacia la puerta que separaba la propiedad del taller.

—¡De Tony “La Cobra”, Dolce & Gabbana! —Le grité a la distancia, robándole un hermoso gesto de afabilidad que me dedicó con el dedo del medio de una de sus manos.

—Gaspar te adora —acotó Fitz apoderándose de una silla, la cual retiró de la mesa, diciendo—: Please sit, Miss beautiful.

—Thank you, Dallas —agradecí su tan caballeroso gesto sentándome en ella—.  Con esto has conseguido que te odie un uno menos por ciento de lo que te odiaba ayer.

—Eso suena muy interesante para mí —se sentó a mi lado—.  ¿Puedo saber cuánto me odiabas ayer?

—Un cien por ciento.

Rió de inmediato.

—Eso significa que hoy me odias un noventa y nueve por ciento y me quieres un uno por ciento.  I like it.

Lo observé mientras me disponía a beber de mi jugo de naranja.

—No he dicho eso —le aclaré enseguida—.  Así que no pongas en mi boca palabras que ni siquiera he pronunciado, por favor—.  ¿Y qué obtuve con esa magistral frase?  Pues, que centrara toda su atención nada menos que en mis labios.  ¡Maldición!

—Tienes una boca muy sexy.  ¿Te lo habían dicho alguna vez?

¿Eeeeeeeehhhh...?

—Me gusta la forma de tus labios y su color.

¿Eeeeeeeehhhh...?

—Y considero que tienes unos ojos muy hermosos y expresivos.

¿Perdón?  ¿De qué estábamos hablando?

—Y cuando te enojas... ¡Vaya mujer en la que te conviertes!

¿Esto era algún tipo de charla de la absoluta verdad?

—Discúlpame, pero ¿qué pretendes, Gringo? —Entrecerré la mirada para con ella contemplarlo intensamente.

—No me mires así, Magdalena, que con ella solo consigues derretirme poco a poco.

Reí.

—Creo que se te derritieron también las neuronas, Fitz.

—Para nada, mujer, están funcionando en perfectas condiciones.  Solo intento explotar mi veta dulce y amable contigo a pesar de que poseo un comportamiento algo bruto y hostil y a pesar, también, de parecer un tipo parco y sacarte de quicio con mi “un tanto humor despreciable.”  Así que por eso y por muchas cosas más quiero decirte aquí y ahora “I’m so sorry, Magdalena.”

Abrí los ojos como platos y más ante la fabulosa sonrisa con la cual me hizo sentir muy, pero muy nerviosa e insignificante.

—¿Estás hablando en serio?

—No me gusta mentir.

De acuerdo.  Asentí otorgándole el beneficio de la duda, la mía por supuesto.

—Está bien, acepto tus disculpas, pero ya que estamos siendo sinceros a pesar de tus “a pesar”, creo que nos parecemos en algo.  También poseo un humor despreciable... así que por lo tanto,  perdóname por haberte llamado “Minions” y haber añadido tan despectivamente que Gaspar te había sacado de una cajita feliz de McDonald’s.  I’m so sorry, Gringo.

Fitz rió como si le hubieran contado el mejor de los chistes.

Okay.  También estás perdonada por eso, pero te advierto algo con anticipación: si sigues comportándote así solo lograras enamorarme perdidamente, Magdalena.

No pude evitarlo.  Mi boca terminó escupiendo parte de lo que había bebido de mi jugo de naranja.

—¡¡¿Qué tú qué?!!

—Bueno, te comenté con anterioridad que tenía un humor despreciable —me otorgó un guiño con uno de sus ojos pardos al mismo tiempo que relucía la fantástica dentadura blanca que revelaba su sonrisa al alcanzarme un par de servillletas, con las cuales terminé limpiando mi boca totalmente avergonzada, eso sí, manteniendo muy a raya todas mis grandísimas ganas de querer estrangularlo.

—Perdiste tu uno por ciento —acoté. 

—¿Vuelves a odiarme al cien por ciento?  ¡Vaya!

—Y con toda mi alma.

—¿Y cómo pretendes que siga viviendo con un corazón roto en mil pedazos? —Reclinó su espalda por completo en la silla en la cual se encontraba sentado.

—Fácil, Fitz, búscate uno de repuesto.

—¿Se puede vivir así?

—¿Qué no me ves?  Yo lo hago perfectamente, pero con uno de titanio.

—¿Imposible de romper? —Ansió saber, interrogándome bastante interesado en conocer mi respuesta.

—E impenetrable.  Porque aquí —situé una de mis manos a la altura de mi pecho, en el lugar donde se situaba mi corazón—, ya no hay espacio para nadie más, te lo aseguro —certifiqué, cuando la voz de Gaspar nuevamente se hizo audible, expresando:

—Tenemos compañía, chicos.  Gringo, ¿podrías colocar un puesto más en la mesa, por favor?

Enseguida volteé la vista hacia él, pero fijándola más bien en la incomparable presencia de quien en ese instante se hacía presente y la verdad, no esperé volver a ver creyendo, por un segundo, que su figura era irreal o una macabra ilusión que mi mente creaba para lastimarme.

—David... —balbuceé sorprendida tras levantarme fugazmente de la silla en la cual me encontraba sentada—... estás...

—Aquí —quiso sonreír, pero no puedo hacerlo—.  Espero no interrumpir, solo... deseaba verte —la luz de su mirada logró cegarme, pero más lo consiguió su rostro y cada una de sus nerviosas facciones que me demostraban una cierta inseguridad, un cierto temor y, por sobretodas las cosas, en él había... ¿arrepentimiento?—.  Por favor, Magdalena, sé que no estoy en condiciones de pedírtelo, pero es importante.  ¿Tendrías un minuto para mí?

Quizás, en otro momento de mi existencia le habría entregado mi vida entera, pero ahora ya no estaba tan convencida de ello.  ¿Por qué?  Porque... ¿qué haces cuando algo se ha roto en mil pedazos?  Intentas unirlo, ¿verdad?  ¿Y cómo queda cuando lo has hecho?  Con sus fisuras expuestas, con vacíos de por medio y con trozos que, por más que así lo desees, no puedes volver a ensamblar.  Porque cuando las cosas se rompen no es el hecho de que se rompan lo que impide que vuelvan a componerse.  Es porque pequeñas piezas se han perdido y los extremos ya no consiguen encajar aunque quisieran hacerlo en algo que lamentablemente ya ha cambiado de forma.  Y eso me estaba sucediendo con David, a pesar de que comenzaba a extrañarlo, a pesar de que comenzaba a quererlo y a pesar de que sabía de sobra que entre los dos... ya nada podría ser igual.