Uno

 

 

 

 

Despedida.  Estaba total, absoluta e irrevocablemente DES-PE-DI-DA.  ¿Podía ser esta situación más maravillosa e increíble de lo que ya lo era? —Léase con tono de ironía, por favor, que no me estoy riendo a carcajadas—.  Sí, podía serlo, y así lo sentí en carne propia mientras asimilaba aquella nefasta y única palabra que sobresalía de la maldita carta de despido que tenía entre mis manos y que Benjamín, el lameculos de mi jefe o ex jefe —a estas alturas ya daba igual—, me había entregado personalmente, dedicándome una fingida media sonrisa de aflicción, antes de marcharse a su casa para disfrutar de su placentero fin de semana, el que yo, por razones obvias, no tendría.

¡Cabrón de mierda!  Expresé con euforia percibiendo a la par como mi cuerpo temblaba y sudaba a raudales, mi boca se secaba y mis ojos se desorbitaban frente a lo que conmigo iba a suceder. 

«¿Y ahora qué, Magdalena?  ¿Qué pretendes hacer?». Me dije con algo de espanto en un lastimoso sonido que solo yo logré oír dentro de las cuatro paredes de aquella habitación que aún me cobijaba.

 

No paraba de dar vueltas por la sala de mi departamento en completo mutismo con la mirada de mi amiga Silvina, literalmente, pegada a cada uno de los frenéticos movimientos que realizaba mientras cavilaba en unas cuantas cosas a la vez.  ¿Cómo iba a pagar la renta mensual y los gastos básicos de ahora en adelante? ¿Cómo iba a sobrevivir a la cantidad de cuentas que debía saldar y todo lo demás que tenía que pagar, pagar y pagar? ¿Qué todo en esta vida se trataba del sucio y vil dinero?  Vociferé en voz alta oyendo desde su dulce voz un enfático “Sí” que me detuvo de inmediato.

—¿Qué no lo sabías? —Sonrió como solo ella sabía hacerlo, con su particular encanto e ironía que desbordaba a flor de piel.

Moví mi cabeza hacia ambos lados analizándola inquisidoramente con la mirada antes de decir:

—¿Qué pretendes?  ¿Joderme?

—Si fuera hombre, bisexual o lesbiana seguro te doy duro contra el muro, preciosa, pero para tu buena suerte aún sigo siendo hetero.  ¡Lástima! —Suspiró mientras me otorgaba uno de sus más coquetos guiños.

—¡Podrías cerrar la boca, por favor!  ¡Así no me estás ayudando!  ¡Y se supone que para eso te llamé!

—¿Y qué crees que estoy haciendo?  No voy a dejar que te arrastres por el suelo como una maldita rata por haber perdido ese trabajo de mierda que te consumía la vida, Magda.  ¿Secretaria de Gerencia de un puto cabrón?  ¡Por favor, tú no estás hecha para eso, créeme!

Cerré mis ojos por un par de segundos reprimiendo mis imperiosas ganas de anudarle su lengua que no paraba de expresar imbecilidades.

—Si ya lo olvidaste, te recuerdo que ese trabajo me daba de comer.

—Pues te vamos a conseguir otro que te haga comer exquisiteces y te haga lucir muchísimo mejor porque te lo aseguro, ya no te reconozco con ese tipo de prendas que usas de... ¿los años cincuenta? —Una mueca de evidente desagrado delineó la forma de sus labios mientras me observaba mi traje de dos piezas (falda oscura de tubo y chaqueta) que aún llevaba puesto.

—¿Qué tiene de malo?

Se levantó intespestivamente del sofá haciendo amago de toda su amabilidad al regalarme otra de sus muecas, pero esta vez de asco.

—Todo tiene de malo.  ¡Mi abuela luce mejor que tú!  ¿Qué no te has visto al espejo ultimamente?  ¡Solo tienes veintiocho años!  Menudo trabajo de mierda te consiguió tu madre con uno de sus...

La detuve alzando una de mis manos advirtiéndole así que guardara silencio.  Porque lo que mi madre hacía con los hombres que frecuentaba a espaldas de su segundo marido a mí me importaba un reverendo rábano.

—No te extralimites.  No es necesario que metas a mi madre en este asunto.  De hecho, ya me estoy imaginando todo lo que me dirá cuando lo sepa —abrí mis ojos de par en par, depositándolos en el reflejo de los suyos que no cesaban de observarme con esa dulzura característica con la cual me lo decía todo—.  ¿Y ahora qué haré, Silvina?

Un caluroso abrazo recibí de su parte el cual reflejaba su incondicional apoyo, el que correspondí con profunda y abnegada sinceridad, la misma que nos habíamos entregado la una a la otra desde que decidimos convertirnos en amigas.

—Por de pronto, respirar y no ahogarte en un vaso de agua.  Si las cosas suceden es por algo, Magda, y te lo aseguro, ese patético trabajo del demonio no era para ti.

—Estoy hablando en serio.  ¿Qué voy a hacer ahora? —Suspiré, separándome de su conmovedor abrazo.

—Respirar, vivir, tranquilizarte y quitarte “eso” que no sé si se le puede llamar “atuendo” porque hoy, tú y yo, nos vamos de fiesta.

 

Todo daba vueltas a mi alrededor mientras subía las escaleras con bastantes copas insertas en mi desgreñado organismo.  “No ahogarte en un vaso de agua” me había repetido la muy descarada muchísimas veces y claro, yo la muy obediente y estúpida me había ahogado, pero nada más que en incontables chupitos de tequila los que bebí, unos tras otros, como si fuera agua embotellada, intentando así desprenderme de todo lo que me agobiaba y que aún me costaba asimilar.

—Siempre puedes bailar en un club de nudistas, Magda.  Me han dicho que pagan de maravillas —repliqué a viva voz, evocando los singulares trabajos de medio tiempo con los cuales Silvina pretendía arreglarme la vida, hasta que detuve mis pasos frente a la puerta de mi hogar al tiempo que sacaba la llave de mi abrigo.  No sé cuantas veces luché con la condenada cerradura para que no se moviera de su sitio insertando la llave, diciéndole y hasta suplicándole que se quedara allí, muy quietecita, pero tras un par de fallidos intentos el sonoro repiqueteo de mi móvil consiguió que abortara, por ahora, esa complicadísima misión que me llevó a contestar en cosa de segundos la inesperada llamada.

—¿Señorita Magdalena Villablanca?

—La desempleada y por ahora patética y algo borracha Magdalena Villablanca querrá decir —le corregí a la masculina voz que se situaba del otro lado—. ¿Con quién más pretende hablar a estas altas horas de la noche?  ¿Con el Papa, por ejemplo?  Lo lamento, pero no tengo línea directa con el Vaticano.  Por lo tanto, si desea hablar con él, se lo aseguro, en este número no lo va a encontrar.

—¿Se encuentra bien, señorita?

—Perfectamente, pero aún no logro dilucidar por qué todo a mi alrededor no cesa de girar como si estuviera montada en un carrusel con esos lindos caballitos brillantes de colores que...

—¡Señorita Villablanca, por favor, la estamos llamando de la Clínica San Juan de Dios!

Un solo segundo me bastó para detener el condenado juego mecánico que tenía inserto en la cabeza y palidecer como una blanca hoja de papel.

—¿Qué fue lo que dijo? —Chillé fuera de mis cabales.

—Que la estamos llamando de la Clínica San Juan de Dios a usted y no al Papa para informarle que su amiga Silvina Montt ha sufrido un accidente.

 

Volé en mi coche con destino hacia la clínica, donde la tenían internada, con el corazón latiéndome a mil por hora, jadeante al respirar, pero totalmente espabilada ante semejante noticia que había recibido de golpe  mientras le pedía a Dios mil disculpas por haber mencionado al Papa en la dichosa conversación y le rogaba que cuidara de Silvina, porque si algo llegaba a sucederle estaba segura que solo sería por mi culpa.

Teo no contestaba.  Su teléfono una y otra vez pasaba mi llamada directo al buzón de voz mientras aceleraba saltándome uno que otro semáforo en rojo.  La verdad, poco me importaba mi seguridad cuando la de mi amiga pendía de un hilo.

Sudaba como cerdo en sauna cuando mi móvil sonó un par de veces alertándome que Teo estaba del otro lado contestando los cientos de mensajes que le había dejado en su aparato.  Perfecto.  Me esperaría en recepción porque precisamente a las cinco con treinta minutos de la madrugada se iniciaba su hora de descanso.

Después de aparcar como una loca desesperada corrí hacia urgencias donde lo primero que divisé, a la distancia, fue a la inconfundible musculatura de Teo Sotomayor bebiendo agua con sus carnosos labios rozando la parte superior de la botella en una caricia que envidié al instante.  Sí, porque había soñado tantas veces tener su boca sobre la mía confundiéndose ambas en un ardiente beso que diera origen a una calentura que nos... ¡¡Pero qué mierda estaba pensando!!  Regresé rápidamente a mi realidad arreglándome el cabello y el abrigo para que no notara lo indecente que me hallaba después de la borrachera del demonio en la cual mi amiga y yo nos habíamos bebido hasta los suspiros y pensamientos.

¡Maldición!  Tenía que posar sus ojos castaños en mí con esa mirada de corderito a medio morir saltando que me derretía por completo y me hacía soñar de la más placentera forma cuando lo tenía así, tan cerca, como ahora en que mi boca no se atrevía siquiera a pronunciar palabra alguna.  ¿Por qué?  Básicamente, porque se perdía en su maravilloso rostro al cual ansiaba besar y besar como si se me fuera la vida en ello.  Lástima que él... no deseaba lo mismo.

—Volaste —fue lo primero que me dijo a tan solo un par de pasos de donde me detuve abruptamente observando, además, su inconfundible traje azul que lo hacía ver como un lindísimo, sensual y atractivo “Pitufo”.  Pues sí, Teo era enfermero—.  Tranquilízate, Silvina está bien.  Acabo de preguntar por su estado de salud.  En este momento la están revisando y...

No pude contenerme y lloré.  Lloré en silencio frente a sus ojos que no dejaban de observar los míos con impaciencia y desazón.  Y más lo hice, cuando sus fonidas extremidades me abrazaron y cobijaron con ternura, tal y como lo hacía cuando algo no iba bien conmigo.

—Tranquila.  Todo va a estar bien.

—Lo sé —sollocé, aferrándome más y más a su cuerpo en el cual ansiaba perderme, sin advertir como una de sus manos acariciaba mi corto cabello oscuro, el cual apartó hacia un costado para dejar mi níveo cuello al descubierto y en el que posó su boca, segundos después, regalándome uno de sus tibios besos que me hizo estremecer cuando su otro brazo me pegaba posesivamente a él negándose a soltarme.

¡Vaya!  Suspiré bastante nerviosa, y a mil años luz de aquí, debido al gesto tan dulce que me había brindado sin sentir ni oír la presencia de ninguna otra persona a nuestro alrededor cuando, más bien, ese lugar se encontraba abarrotado de gente.

—¿Estás bien? —Preguntó llamando toda mi atención.

Asentí sin nada que decir.

—Magdalena...

—Sí —expresé esta vez en un tibio balbuceo, percibiendo como su cuerpo comenzaba a separarse para que su semblante se quedara prendado del mío.

—¿Tequila? —Logró con esa diminuta interrogante que toda mi cara ardiera de absoluta verguenza—.  Porque no voy a creer que te emborrachaste con leche y cereales como me lo hiciste saber la última vez.

Bajé la mirada hacia el piso ocultando mi evidente pena, pero un segundo le bastó a él detener su mano en mi barbilla, alzándola y diciéndome como si fuera un regaño:

—¿Dónde estabas?

—Por ahí.

—No conozco ese lugar.  ¿Está de moda? —Se burló enarcando una de sus cejas y endureciendo cada uno de sus rasgos faciales—.  Sé clara, por favor, y dime dónde estabas.

—Emborrachándome con Silvina.

—¿Qué ocurrió esta vez?

—Nada —.  Y así, descendió mi vista hacia el piso como si entre él y yo existiera una poderosa conexión.  Por su parte, Teo evitó hablar.  De alguna forma me conocía bastante bien y sabía de sobra cuanto odiaba los interrogatorios.  Por lo tanto, solo se separó por completo de mí mientras volvía a beber de su agua embotellada.

—¿Puedo verla?

—Claro que puedes, pero antes asegúrate de quitarte ese apestoso olor a licor que expeles.  Estamos en una clínica por si lo has olvidado. 

Sonreí de medio lado porque conocía su maravillosa galantería que salía a la luz cuando yo guardaba silencio negándome a explicarle en detalle lo que ocurría conmigo.

—No te preocupes, no pretendo avergonzarte —limpié mi humedecido semblante con una de mis manos mientras mis oscuros ojos almendrados buscaban los servicios higiénicos que encontré después de examinar detenidamente el lugar.

—No me averguenzas —replicó viendo como me alejaba de él—, solo me preocupo por ti.

Y eso era cierto porque llevaba tres años haciéndolo como el más fiel y bueno de los “amigos” al cual quería con algo más que mi alma.

—No demores —volvió a relajar cada uno de sus rasgos faciales que me volvían loca.  ¿Y qué hice yo?  Me volteé sin nada más que agregar sintiéndome la más estúpida de las estúpidas.  En realidad, siempre que lo tenía cerca me sentía así, ¡de maravilla!  ¿Por qué?  Sonreí otra vez a medias pensando en la única respuesta que debía darme.  Porque estaba enamorada hasta el último vello que me cubría la piel de mi querido amigo, confidente y vecino.

 

No recuerdo cuánto tiempo estuve aferrada a Silvina en absoluto silencio en la cama de la habitación en la cual se encontraba recostada, siempre bajo la presencia acechante de Teo que no nos quitaba la vista de encima, hasta que, de un momento a otro, decidió abandonarnos explicándonos que regresaba dentro de un instante.

Besé la frente de mi amiga sin nada que decir a la par que ella me hacía notar su pierna izquierda escayolada y su glamoroso cuello ortopédico que la mantenía rígida todo el tiempo.

—En serio, Magda, así no iré a ninguna parte.  Ya puedes soltarme.  Necesito respirar.

La oí suspirar y luego de ello comenzó a explicarme en detalle lo que había sucedido.

—Se me cruzó una jodida barrera de contensión que ni siquiera alcancé a ver, ¿sabes?  La muy pendeja debería haberse echo a un lado, pero... aquí me tienes, aún a pesar de este incidente, divina como siempre.

Sus ojos aguados reflejaban su miedo, el mismo que sintió al momento del impacto cuando conducía de regreso a casa.

—Si algo te hubiese sucedido, yo... —sollocé, sorbiendo por la nariz.

—Mala hierba nunca muere —enfatizó, otorgándome un guiño desde uno de sus preciosos ojos azules—.  Además, te aseguro que allá arriba no me quieren aún.  Y allá abajo pues... tampoco —rió al tiempo que con su mano libre disimulaba un par de lágrimas que osaron derramarse por sus mejillas, las cuales limpió enseguida para que no viera que estaba llorando.

Inspiré como si me faltara el aliento.  De hecho, todo el camino lo hice de la misma manera mientras conducía como una loca suicida imaginándome lo peor.

—Lo siento —balbuceé bajito sin quitar mi mano de la suya cuando Silvina silenciaba mi voz.

—Shshshsh... nada de sentimentalismos.  Aún nos queda mucho trabajo por hacer.

Entrecerré la vista sin entender a qué se refería con ello hasta que me lo hizo saber de una particular manera.

—No puedo caminar, menos bailar y creo que he perdido todo el maravilloso glamour que me caracteriza, así que...

—Suéltalo de una vez —exigí sin más rodeos.

—Deberás hacer algo por mí., Magdalena Villablanca.

—He dicho que lo sueltes de una vez.

—De acuerdo.  Tomarás mi lugar.  Asistirás con Martín De La Fuente a la cita que tenía prevista con él la semana que se avecina.

Abrí mis ojos de par en par.

—¿Qué?  ¿Cita?  ¿Martín De La qué?

—Fuente —corroboró cuando Teo volvía a la acción, pero esta vez acompañado por una de sus colegas enfermeras y unos utensilios médicos dispuestos en uno de los carros de suministros que ella guiaba.

—Es hora, Silvina la Divina.  Ve preparando tu retaguardia.

Ambas volteamos la mirada hacia una inyección que la enfermera empezaba a preparar frente a nuestros ojos.

—¡Oh no!  ¡No, no y no!  ¡Ni lo sueñes!  ¡Tú menos que nadie me verá o tocará el culo!  ¡Te lo prohibo, Teo!

Reímos de buena gana ante lo que Silvina vociferaba muy segura de sí misma.

—¿Por qué no?  ¿Qué tiene de especial?  ¿Algo que no quieres que vea, por ejemplo?

—¡He dicho que no, sanguijuela depravada! —Se negó rotundamente a que se acercara y le tocara un solo pelo mientras él lo hacía despiadadamente siguiéndole la corriente.

—¿Me tienes miedo, Divina?

—¿A ti?  ¡Por favor!

—¿Estás suplicando?

—¡Largo!  ¡No te acerques!  ¡No me toques! —Vociferaba pretendiendo por todos los medios posibles, y los imposibles también, alejar a Teo que no paraba de reír gracias a sus engrifados comentarios—.  ¡Deja mi culo en paz!  ¡Te lo advierto!

Tuve que taparme la boca para no reír a carcajadas cuando la enfermera nos explicaba que sería ella quien pondría la inyección, que resultó ser un calmante que aliviaría posteriormente los dolores que pudiese llegar a presentar.

—Por favor, ¿me dan un momento a solas con la paciente?

Salimos al pasillo todavía riéndonos de la situación acontencida.  Situé mi espalda contra el muro evitando la vista inquisidora de mi amigo que en todo momento tuve pegada a la mía.

—Me despidieron —conseguí pronunciar sin contemplarlo—, por eso bebimos.  Estaba hecha un manojo de nervios y Silvina creyó que era buena idea salir de fiesta para animarme un poco. 

—¿Por qué?

—Si te refieres a mi grandioso cambio laboral, fue por reducción de personal.  Eso decía la “afectuosa carta” que me entregó mi jefe antes de regalarme el más maravilloso fin de semana de mi vida —detallé con absoluto sarcasmo entrelazando mis nerviosas y temblorosas manos—.  Pero en el fondo sé que no es así.  Estaba harto de mí y yo de él.  El cariño entre los dos era mutuo.  A pesar de ello, hice lo que pude estos tres años, le di lo mejor de mí, pero ya vez... no sirvo para ser una maldita secretaria de gerencia.

Ahora fue Teo quien perdió su mirada en otro punto equidistante del pasillo cuando la enfermera volvía a salir de la habitación y yo regresaba al interior de ella.

—¿Dolió?

—Como un demonio, Magda.  ¿El Pitufo ya se largó?

—Está afuera, ¿por qué lo preguntas?

—Porque estaba aterrado.

—¿Aterrado?

—Por ti.  Por un segundo pensó que tú ibas conmigo en el coche.

Tragué saliva evocando el abrazo que nos habíamos dado en la entrada del edificio.

—Solo... se preocupa.

—Por ti —aseguró, evitando demostrarme el dolor y a la vez el cansancio que comenzaban a hacer mella en ella.

—Por ambas —le corregí, pretendiendo concluir esa dichosa conversación.

—Siempre te he dicho que te quiere.

—Siempre te he dicho que no en la forma en que tú lo crees.

—Ya no piensa en ella después de lo que ocurrió.

Cerré los ojos sintiendo como mi pecho comenzaba a oprimirse.

—Te lo aseguro, Magda, la olvidó.  Grábatelo bien dentro de esa cabecita tuya.

—No quiero hablar sobre eso.

—Algún día tendrás que hacerlo.  Se lo debes.  Mal que mal...

—¡Silvina, cállate, por favor! —Pedí como si fuera una verdadera súplica mientras empuñaba, en un acto reflejo, cada una de mis manos.

—¿Jamás se lo vas a contar?

Moví mi cabeza hacia ambos lados en señal de negativa.

—¿Estás segura?

—No quiero que sufra.

—Ya no depende de ti que lo haga. 

—Te equivocas. 

—Magda, Teo tiene derecho a saber la verdad sobre esa car...

—Debes descanzar —su poderosa, ronca y masculina voz invadió todo el lugar, interrumpiéndonos, cuando mi vista obligaba a la de mi amiga y más, específicamente, a su boca a guardar el debido silencio—.  Si quieres largarte de aquí lo antes posible, como se lo manifestaste hace unos minutos a mi colega, debes dormir y relajarte.  ¿Okay?

—Me quedaré —expresé enseguida, pero Silvina me negó esa posibilidad pidiéndome que volviera al mediodía después de haber tomado un caliente y reconfortante baño.  ¿Podía rebatirla?  Claro que no, porque apestaba a alcohol y de paso, lo necesitaba.

Después de dejarlos a ambos en la clínica ya estaba en casa sin poder conciliar el sueño, observando la pantalla de mi ordenador y esperando impaciente que él contestara el mensaje de “buenos días” que le había dejado en su bandeja de entrada al igual que lo hacía cada día de mi vida.  Pero aún sin obtener ninguna respuesta de su parte me negué a dormir, y más por las palabras que había expresado mi amiga con respecto a “esa verdad” que no cesaba de rodar en mi cabeza.

—Teo... —me froté las manos contra el rostro evocando aquel malogrado día en que Laura irrumpió en mi vida con esa dichosa carta—.  ¡Mierda! —Grité a todo pulmón avergonzada por estos largos meses de silencio ininterrumpidos, por mis mentiras, por cada engaño que tuve que afrontar negandome a confesarle la única verdad que pesaba sobre ella.

Me levanté de la cama dirigiendo mi andar hacia donde sabía que encontraría lo que necesitaba tener entre mis manos.  Fui por ella.  La saqué desde el interior de uno de los baúles de Alerce que me había regalado mi padre tras regresar de uno de sus viajes y la abrí para leerla, como cada vez que lo hacía cuando la culpa me consumía y me hacía sentir miserable.

Automáticamente mis lágrimas brotaron desde las comisuras de mis ojos rodando, unas tras otras, sin poder de contensión, cuando mi vista se quedó petrificada en la última frase de aquellas líneas que siempre me negué a leer en voz alta y el pitido de alerta de la bandeja de entrada de mi ordenador me alertó de un nuevo mensaje que había caído en ella. 

Aún con la carta en mis manos me acerqué para leer lo que allí decía, sonriendo enseguida con la fotografía que había recibido del hombre al que tanto añoraba.  Sin perder mi tiempo, me dispuse a teclear una respuesta a su mensaje ocultando toda mi tristeza y dolor ante su inminente lejanía.

 

“Ojalá estuvieras aquí.  Me haces muchísima falta.  No imaginas cuánto necesito uno de tus abrazos.”

“Cierra los ojos y lo tendrás.  Sabes de sobra que estoy contigo.”

“Te amo.”

“Y yo a ti.”

“Regresa pronto a casa, por favor.”

“Es lo que más quiero y cuando lo haga ten por seguro que te voy a secuestrar por un buen tiempo.”

“¿Lo prometes?”

“Con mi vida, cielo.”

 

Acerqué una de mis manos hacia la pantalla en la cual acaricié el rostro de quien me sonreía bellamente, tal y como lo recordaba mientras mis lágrimas no cesaban de aflorar, expresándole en el más rotundo de los silencios la misma frase que Laura le había escrito a Teo de su puño y letra en aquella carta y que decía así:

«Perdóname por no haber luchado por ti.  Perdóname por haberte dado la espalda.  Te adoro... y donde quiera que te encuentres sabes de sobra que te amo y te amaré por el resto de mi vida.»