Catorce

 

 

 

 

David Garret se encontraba al interior de su oficina en completo silencio, sentado frente a su enorme escritorio sin creer lo que ante sus ojos acontecía y era tan revelador.  Y de la misma manera, no cesaba de observar de forma tan concentrada y fría lo que era demasiado patente para obviarlo, y que con todas sus letras ya no admitía algún tipo de discusión. 

Monique nunca fue de fiar, todos sus amigos se lo dijeron desde el primer momento, pero estaba tan enamorado de quien creía que sentía lo mismo por él, que jamás vio más allá de lo que su mirada siempre contempló con tanto ahínco.  ¿Y ahora?  Bueno, podía responder a esa pregunta y a unas cuántas más con absoluta sinceridad y todo gracias a las fotografías que yacían esparcidas sobre su mesa de trabajo que, hace un instante atrás, el detective privado al que contrató para seguirla le había entregado como mero presente.  ¿De navidad?  ¿De cumpleaños?  Tal vez... ¿Cómo regalo de aniversario de matrimonio?

Suspiró profundamente mientras las analizaba en detalle con algo de desazón y deslizando, a la par, su dedo pulgar por el contorno de su mandíbula deduciendo, tal vez, desde cuándo ella lo engañaba con tanto descaro.  Y no solo con su chofer, como lo creyó desde un principio, sino también con su dentista, con su cirujano plástico particular, su personal trainer y para rematar, ahora también se acostaba con el maldito de su abogado.

Esta vez rió, dejando que sus sonoras carcajadas inundaran el silencio reinante de la sala al tiempo que se levantaba de la silla en la cual se encontraba sentado y comenzaba a caminar sintiéndose un completo imbécil desde los pies hasta la punta de su cabeza.  ¡Qué va!  Se sentía el rey de los gilipollas esperando con impaciencia que le dieran su cetro, la corona y le indicaran dónde se situaba su trono para, desde ahí, reinar.   ¿Y qué podía decir de su ex reina?

Con evidente furia maldijo entre dientes por todos estos años de matrimonio que, al parecer, se los había llevado el viento y a los cuales solo quería olvidar, poniéndole prontamente fecha de caducidad a toda su historia vivida con quién, por ahora, no valía la pena evocar.

Todavía con una media sonrisa de ironía alojada en sus labios sacó desde uno de los bolsillos de su pantalón su móvil para realizar una llamada que, en escasos segundos, no demoró en ser contestada por una femenina voz a la que le expresó de forma muy seria lo siguiente:

—Buenos días, Amanda.  Muy bien, muchas gracias.  ¿Cómo estás tú?  Me alegra oírlo.  Sí, seré breve.  Creo que ya estás al tanto de toda esta situación, ¿o no?  Bueno, necesito que concertes una reunión con el abogado de mi ex mujer y con ella lo antes posible, por favor.  Sí, exacto.  Prepara los documentos pertinentes para presentarlos en esa cita.  Quiero... no, disculpa, me retracto.  Ansío firmar mi divorcio y cuanto antes lo haga, mejor.  Sí, Amanda. No daré pie atrás ahora que estoy realmente seguro y convencido de ello.

Luego de haber finalizado la llamada, volvió a tomar las fotografías para meterlas en el mismo sobre del cual las había sacado.  Y así, lo guardó con llave al interior de una de las gavetas de su escritorio porque ellas, indudablemente, serían las pruebas irrefutables con las cuales sacaría a la luz toda la verdad y la doble vida de la mujer a la cual ahora desconocía por completo.

Al cabo de unos minutos, intentó despejar su mente de todo lo que había vivido y que aún le hería de sobremanera el corazón.  Pero le era tan difícil hacerlo más, cuando ella significó en algún momento de su vida todo su mundo y, por ende, su única y auténtica felicidad al igual que su futuro.

—Bravo, David —se dijo, aplaudiéndose a sí mismo—.  ¡Bravo, hombre!  La verdad, pudo haber sido peor! —Agregó en clara alusión a la idea que le planteó de tener hijos y formar así una familia—.  Sí, tienes razón. Pudo haber sido muchísimo peor.

Pretendiendo apartarla a toda costa de su cabeza volvió a sentarse en la silla de su escritorio y terminó reclinando su espalda contra ella para así cerrar los ojos y pensar.  ¡Y vaya que tenía que hacerlo con todo lo que se le venía encima!  Claro, y debía prepararse también, porque después de su jugada maestra y el as bajo la manga que ahora poseía y revelaría en esa próxima reunión ella, de seguro, terminaría llorando desconsolada como una...

«Magdalena».  Espontáneamente, un hermoso rostro de facciones finas y delicadas colmó por completo su mente consiguiendo que sonriera con mucha naturalidad.

David abrió los ojos mientras relamía sus labios y pensaba en ella.  No en su ex mujer, claro está, pero si en Magdalena, la chica tan especial y única que ahora ocupaba cada recoveco de su mente.  Y que parecía afianzarse en ellos, todo y gracias a su dulzura, su belleza y, por sobretodo, a su incomparable espontaneidad con la cual lo había hechizado y le había hecho comprender, fehacientemente, que todavía existía tiempo para vivir con intensidad las cosas buenas de la vida.

Sin meditarlo dos veces volvió a tomar su móvil con algo de nerviosismo, preparándose para oír nuevamente su voz.  Sí, aquella que cada vez que se colaba por sus oídos lo hacía sentir tranquilo, sereno y en calma y a la que ansiaba volver a escuchar después de lo que había sucedido en el club de campo. O más bien, después del inigualable beso que él le robó.

Sonriendo y suspirando, como todo un adolescente, buscó su número entre sus contactos, al cual segundos después llamó, decididamente, percibiendo como su corazón latía totalmente desbocado tras el sonido de espera que lo comunicaría con la voz de aquella mujer a la cual estaba seguro volvería a ver prontamente.

***

Intenté relajarme y pasar la página. Intenté desprenderme de todas las vibras negativas que me invadían tras la inesperada visita de Teo y nuestra posterior discusión.  ¿Y qué fue lo que conseguí a cambio?  Estampar colores y más colores en una de las paredes de mi estudio, el que usualmente usaba para pintar y al que ahora pretendía darle vida.  ¿Por qué?  Porque llamar a Gaspar y conducir el Corvette de “La cobra” para arrancar de mí todas mis imperiosas ansias de asesinar a Laura con mis propias manos no parecía ser la mejor y más sensata de las ideas.  Seguramente, con lo furiosa que me encontraba, terminaría nada más que estampada contra un muro de contensión y ella, por su parte, viviendo su cuento de hadas y su “felices para siempre” junto al innombrable de Teo Sotomayor.  ¡Qué maravilla!

Un campo de tulipanes en perspectiva fue en lo único que pude pensar en honor a mi padre y a Ámsterdam, la ciudad en la cual él residía cuando no se encontraba trabajando para “La National Geographic”.  Sí, increíble, pero cierto.  Mi padre, un hippie evolucionado, después de su divorcio con mi madre y al haber perdido mi custodia, decidió aventurarse y desarrollar su gran pasión que en este país solo había realizado como un mero hobbie.  ¿Cuál?  La fotografía.

Después de estudiar ciencias botánicas y ejercer unos años dando clases en una prestigiosa universidad del país optó por marcharse al extranjero y perfeccionarse en esa área, sin dejar de lado su pasión que, en definitiva, lo catapultó al estrellato.

Un segundo.  No se confundan.  Mi padre no se convirtió en una flamante estrella Hollywoodense, pero sí en un destacado y reconocido botánico que escribía, viajaba y fotografíaba, junto a su equipo de trabajo, todo lo concerniente a esta rama de la biología que estudia en detalle los vegetales y sus distintos niveles de descripción, clasificación, distribución, funcionamiento y reproducción, en sus dos ámbitos.  Ya sea como botánica pura (ciencia básica) o botánica aplicada (explotación comercial, forestal, farmacéutica, alimentaria, etc.)  

Lo sé, lo sé.  Puede que suene más bien a chino mandarín para algunos o español para otros, me incluyo.  Pero en defnitiva, mi padre amaba la naturaleza, los campos verdes, los bosques inmensos, las selvas impenetrables y observar un amanecer o un atardecer desde el horizonte de un monte o un valle desarrollando sus momentos de paz e infinita conexión con su existencia y, por ende, con la tierra que habita. 

Sí, así era mi padre, Renato Villablanca, y como todo científico deseaba brindarle al mundo su grandísima contribución para así concientizarnos y hacernos comprender que este planeta, en todo su conjunto, nos pertenecía y, por lo tanto, debíamos respetarlo, entender que no estábamos solos en él, que necesitábamos convivir con otras especies para lograr una armonía en esta vida y así nutrirnos y, a la vez, cuidar de él por el bien de nuestra humanidad y de la futuras generaciones que vendrían.

Por eso y por muchas cosas más amaba incondicionalmente a mi padre.  Una de ellas, era la forma tan especial en que solía ver y entregarse a la vida sin condición, sin cuestionamientos, solo dejando que todo fluyera como tenía que fluir, pero sorteando con tesón y entereza cada una de las dificultades que ella le había impuesto sin caer, sin abatirse y, por sobretodo, sin bajar nunca los brazos.  Y lo más importante, sin abandonarme jamás a pesar de la distancia y los miles de kilómetros que nos separaban.  Porque en cada una de sus visitas, en cada uno de sus mensajes, en cada comunicación, en cada una de sus palabras y reiteradas muestras de cariño siempre lo podía sentir aquí, conmigo, a mi lado y más presente que nunca.

Suspiré unas cuantas veces, evocándolo, cuando ya el campo de tulipanes comenzaba a tomar forma con sus variados y hermosos colores hasta que el sonido de mi teléfono me sacó de mi total abstracción.  Rápidamente dejé la brocha de lado, me limpié las manos y tomé mi teléfono sin advertir el número que registraba la pantalla, hasta que oí el sonido de una particular voz que logró hacerme temblar desde que pronunció un significativo y preponderante “hola, Magdalena.”

Quise decir algo, pero no lo conseguí.  ¿Por qué?  Si lo supiera no me lo estaría preguntando, ¿o sí?

—¿Estás ahí? —Formuló David Garret, estremeciéndome aun más que antes gracias a la gravedad de su cadencia que reconocí al instante.

—Sí, estoy... aquí.  Hola —caminé de un lado hacia otro por mi estudio sin saber qué hacer o qué decir.

—Hola.  ¿Estás bien?  Te noto sorprendida.

«Y nerviosa.  Gracias por recordármelo», añadí solo para mí.

—Sí, lo estoy.  Quiero decir, estoy bien y no sorprendida.  Bueno, un poco —asumí, enredándome olímpicamente con mis propias palabras.  ¡Qué fatalidad!  Decir que daba asco en ese minuto de mi vida era quedarme corta.

—¿Por qué? —Preguntó.  Creo que deseaba saberlo.

—Porque... es toda una sorpresa oír tu voz después de la última vez que nos vimos.  Yo... sinceramente creí que ante mi patético comportamiento tú...

—¿No quería escucharte nuevamente? —Me interrumpió—.  Por favor, el culpable de ello fui yo.  No debí abordarte de esa manera.

Una opresión sentí en mi pecho al oírlo y asimilarlo como tal.  Que acaso él... ¿se estaba retractando del maravillos beso que me había plantado?

—Aunque realmente debo ser sincero —acotó—, no me arrepiento de habértelo robado.

No sé por qué o debido a qué, pero tras ello percibí como mi alma regresaba a mi cuerpo sin notar siquiera en qué momento ésta había salido disparada.

—¿Ah... sí? —Me detuve junto a la ventana que daba directo hacia el balcón—.  ¿Y eso es... bueno o malo? —.  ¡Pero qué brillante, Magda! De todas las preguntas que pudiste haberle hecho tenías que formular la más tonta.  ¡Te felicito!

—Para mí fue más que bueno, Magdalena.  Yo diría que fue... excepcional.  Pero no sé que significó para ti.

¿Para mí?  Eeehhh... ¿Eso había sido una respuesta o una interrogante formulada detrás de una evidente pregunta capciosa?  Porque, sinceramente, odiaba las preguntas capciosas.  Y más, odiaba responderlas.

—¿Tiene que ser ahora?

Sentí su risa, la que consiguió acalorarme a tal punto de ansiar un agua de coco para beber como si estuviera en el mismísimo Caribe.

—No, pero me encantaría conocer tu respuesta dentro de un par de horas.  ¿Estás disponible para almorzar?

Me observé detenidamente.  Tenía las manos pintadas, las piernas también, los pies, el rostro salpicado de pintura y solo llevaba encima una camisa que con suerte me tapaba el trasero y él... ¿me estaba invitando a almorzar?  ¿A mí?  ¿Así?

—David, yo...

—¿Estás ocupada?  ¿Con tu pareja, quizás?

Con esa interrogante me arrancó una sonrisa y bueno, también me hizo sonrojar.

—Sí y no.

—¿Cómo es eso?

—Que sí estoy ocupada, pero no precisamente con mi pareja.  De hecho... —ya no la tenía o, tal vez, jamás la tuve ni la volvería a tener.  ¡Oh, qué patética era mi vida!  Sí, estoy usando mi bendito sarcasmo también para referirme a ello.

—Y... ¿puedo saber qué es lo que te mantiene tan ocupada?

—Quizás te parezca algo extraño o fuera de lo común, pero intento relajarme pintando.

—No es extraño.  Al contrario, me parece fenomenal.  Y dime, ¿qué es lo que pintas?

—Uno de los muros de mi estudio. 

—¿Y cómo está quedando ese muro de tu estudio?

Me volví hacia la pared para detallarle a cabalidad lo que los colores expresaban por sí solos.

—Considero que el campo de tulipanes en perspectiva con vivos colores que estoy creando empieza a tomar fondo y forma.

—¡Vaya!  ¿Eres artista? —Inquirió con soberana fascinación como si, de pronto, se encontrara realmente sorprendido e interesado—.  Definitivamente, quiero verlo.

Reí ante su acotación.  Era indudable, jamás nadie había sido capaz de robarme con tanta facilidad algo más que un par de sonrisas como lo hacía David Garret.  Bueno, de más está decir que él era por excelencia un ladrón innato.  Creo que ya saben a qué me refiero específicamente con ello.

—No soy un artista, David, pero me encanta pintar —le di a entender—.  Es una de mis pasiones ocultas y bueno, también actúa como relajante y descontracturante natural.

—Perfecto para mí.  Esta mañana ha sido nefasta —cambió levemente el tono de su voz.

—¿Nefasta?  Eso se oyó muy mal.  ¿Sucede algo?

Lo sentí suspirar hondamente.  Gesto con el cual certificó que no estaba bien del todo.

—Problemas, situaciones desagradables, decisiones que tomar.  Mi día ha estado marcado por ellas.

—¿Estás bien? —Formulé realmente preocupada. 

—De alguna forma... lo estaré.  Gracias por preguntarlo.

—¿Seguro? —Insistí.

—No hay mal que por bien no venga, Magdalena.

Eso se oyó todavía más desalentador.  ¡Demonios!  ¿Problemas con la “perra afgana”, quizás?

—Sí, eso dicen por ahí.  Conozco ese dicho.  Pero más vale actuar que expresarlo.  ¿No te parece?

Su mutismo me dio a entender que no había comprendido para nada mi acotación.  No lo culpo.  A veces hasta yo no comprendía a cabalidad todo lo que por mi boca salía disparado.

—Te propongo algo —expresé sorprendiéndolo y sorprendiéndome a mí misma.

—¿Qué tienes en mente?

—Un relajante natural y descontracturante.  ¿Te animas a pintar?

—¿Yo?

—No, David.  Se lo estoy pidiendo a tu vecino. ¡Claro que te lo estoy pidiendo a ti!

Rió.  ¡Lotería!

—No quiero arruinar tu mural.

—No lo harás, te lo aseguro.  ¿Te animas?  Es totalmente gratis y solo te costará venir hasta aquí y... traer la comida.

—¿Estás hablando en serio, Magdalena?

—¡Claro que sí!  ¿No querías almorzar?  Pues te lo advierto, con tu proposición ya me abriste el apetito.  ¿Vienes o no?

—Me encantaría —afirmó de golpe, pero ahora suavizando su cadencia.  Apostaría mi vida que en este momento también estaba sonriendo a sus anchas.

—¡Genial!  Te enviaré mi dirección en un mensaje de texto.

—De acuerdo.  ¿Deseas algo en especial?

¿Otra pregunta capciosa?  O esta vez podría tomarla como... ¿subliminal?

—Mmm... sí, tengo algo en mente.

—Soy todo oídos —me aseguró verdaderamente muy ansioso de conocer mi respuesta.

—Quiero que... al momento de entrar a mi departamento intentes dejar atrás todo lo que te agobia.  No es tan difícil, David.  Solo depende de ti llevarlo a cabo.  ¿Puedes hacerlo?

Otra vez un desconcertante mutismo obtuve de su parte.  ¡Oh, oh!  ¿Y ahora?  Quizás pedírselo así, de esa forma, había sido muy precipitado y yo...

—Claro que puedo.  De hecho, me encantará intentarlo.

Mi cara de boba lo decía todo.

—De acuerdo, Mister.  Entonces, no le queda más que venir hasta aquí.

—Así lo haré, pero antes quisiera saber algo al respecto.  O mejor dicho, ¿me otorgarías alguna recomendación para llevar a cabo mi relajación natural y descontracturante de la mejor manera?

—Dos —insinué al instante—.  La primera de ellas: sin alguno de tus trajes puedes hacerlo mucho mejor.

¿Eso claramente significaba que deseaba verlo desnudo?  No respondan, muchas gracias.  Creo que ya comprendí.

—Concuerdo contigo —cayó en mi juego de palabras—.  Te aseguro que sin uno de mis trajes puedo hacerlo y moverme muchísimo mejor.  ¿Y la segunda de ellas cuál sería?

—Es simple.  Deje de hablar tanto y actúe, Mister.  El tiempo vuela, ¿lo sabía?  Y de paso, mi estómago ya gruñe de hambre —finalicé, percibiendo también en él una cuota de evidente emoción. 

Después de un confortante baño caliente me vestí un tanto más decente para la ocasión, pero dejando todo el lujo y la sofisticación de lado.  Ah, y también el estilo.  Solo me calcé unos jeans desgarbados, una de mis camisetas favoritas, mis Converse de colección, maquillé mi rostro levemente, peiné mi cabelo y listo.  Ya estaba en condiciones de recibir a David Garret para continuar pasando páginas tras páginas del libro de mi vida.  Fantástico, ¿no?

Cerca del mediodía y mientras me hallaba ordenando el estudio de mi maravilloso minuto de inspiración divina, la puerta de mi hogar sonó tras un par de golpecitos que habían caído en ella.  ¿Teo?  Me pregunté tontamente.  No.  No era su forma habitual de tocar.  ¿Silvina?  No. La Divina había regresado a su trabajo “común y corriente”, el que tenía que ver expresamente con publicidad.  ¿Mi madre?  Seguro estaba sumida en uno que otro de sus casos en el bufete de abogados.  ¿Piedad?  Obviemos esa pregunta, por favor.  ¿Entonces?

Caminé hacia la puerta un tanto nerviosa de tener a ese hombre nuevamente frente a mí reviviendo, ante todo, el espectacular beso que me había dado la noche anterior y que todavía conseguía hacer estragos en todo mi cuerpo.

—De acuerdo —me dije en completo silencio y ya situando mi mano en el pomo de la puerta—.  Es solo un hombre normal, Magda, relájate.  ¿Qué podría pasar?  Y esa pregunta me la respondí con creces cuando nuestras miradas, finalmente, se conectaron en una sola, consiguiendo que toda mi anatomía se sobresaltara tal y como si hubiera recibido una prominente descarga eléctrica.  ¿Gracias a qué?   Obviamente a la bellisíma y derretidora sonrisa que me regaló.  ¡Ay de mí!

Después de saludarnos como dos personas civilizadas y ayudarle a dejar sobre la mesa de la cocina todo lo que había traído consigo, eso incluía la comida, el postre y su figura monumental, me dediqué a observarlo en detalle y él a admirarme con algo de nerviosismo, tal y como si estuviera chiflada, además.

—¿Qué? —Situó sus manos en su caderas—.  ¿Hay algún problema conmigo?

—Lo hay.  Así no puedes pintar.  Por lo tanto, quítatelo todo.

Al instante, enarcó una de sus cejas tras sonreír con lascivia.

—¿Así sin más?

—¿Tienes algún problema con ello?

—No.  Siempre y cuando tú también te lo quites todo.  Lo justo es lo justo, Magdalena.

Moví mi cabeza de lado a lado, sonriendo de la misma manera.

—Despreocúpate.  No vas a pintar desnudo —.  Lo sé, lo sé.  Eso de mí no se oyó para nada convincente.

—¿Ah no?  ¡Qué mal!  Ya me estaba haciendo a la idea.

—Me refiero —volví a reír como una boba—, a tu camisa, David.  Se nota carísima y no vamos a arruinarla, pero puedes... conservar tu pantalón.

—¡Qué mala suerte la mía! —Bromeó, empezando a desabotonársela, tal y como si fuera el más obediente niño pequeño.

—Dame unos segundos.  Ya regreso —lo dejé un momento a solas y también replicando en absoluto silencio: “y la mía, David.  Y la mía.”

Volví a la sala trayendo conmigo una de las camisetas de mi padre encontrándome con... ¡Santo Dios!  Un bendito torso del demonio trabajado, esculpido y seguramente duro como una roca en el cual podría contar con suma facilidad sus oblicuos, tal y como si éstos fueran tablillas de chocolate.  ¡Ay por Alá, Krishna, Buda y Jesucristo Superstar!  ¿Se puede vivir así?  Porque claramente yo... ya no podía hacerlo.

Sostuve la camiseta en mis manos, la retorcí unas cuantas veces, pretendí mantener mis pies sobre el piso, tragué saliva con dificultad y volví a pensar en el Caribe y en el agua de coco.  ¿Y ahora?  ¿Debía hablar, balbucear o articular cualquier idiotez sin sentido?  Sí, debía y de paso, también tenía que dejar de babear.

—Es... —totalmente increíble lo que tengo frente a mis ojos.  ¿Se pueden lamer?  Digo, ¿tocar?  ¡Qué estoy diciendo!—... para ti —alcé una de mis manos para entregársela.

—¿Quieres que me la ponga?

—No —expresé como una autómata—.  O sea, sí.

David terminó mordiéndose su labio inferior tras caminar hacia mí con su inigualable desplante y cuerpo y sonrisa y ojos y...

—¿Segura?

Asentí.  ¿Por qué?  Porque sabía y estaba realmente convencida que si abría la boca de más, alguna estupidez terminaría saliendo por ella.

—¿Qué ocurre?  ¿Está todo bien?

Perfectamente, David.  Perfectamente. 

—Sí, está... —¡Santo Cielo!—... todo sumamente... bien —concluí de golpe al tenerlo tan solo a unos escasos centímetros de mi cuerpo hablándome así, tan... quedamente.

Mis ojos se hallaban petrificados en su cuerpo.  Mi boca ya no podía balbucear.  Mi anatomía pretendía mantenerse muy quietecita y mis manos... ¡Demonios!  Tuve que entrelazarlas detrás de mi espalda para mantenerlas a raya, porque las condenadas solo querían tocar y tocar.

—Magdalena...

—¿Sí?

Sonrió demoleradoramente antes de volver a expresar:

—Te noto extraña.  ¿Segura que estás bien?

¿Extraña yo?  Querrás decir, fuera de órbita.

—Sí, es solo que... verte... así... tu torso... está... ¿es real? —.  Me habría dado una bofetada a mí misma en ese exacto momento.  ¿Qué no podía reaccionar y hablar como lo hacía la gente normal?

El brillo en los ojos de David me encandiló al igual que si con ellos hubiéramos hecho cambios de luces en plena carretera.

—Dame tu mano —dijo, quitándome por completo la respiración.

—¿Perdón?

—Dame tu mano —volvió a manifestar sin apartar su intensa y penetrante mirada azul acero de la mía.

Y ahí estaba yo cercenándome los sesos sin saber qué rayos hacer y sin efectuar el más mínimo movimiento.  ¡Qué bruta!  Cuando todo lo que daba vueltas en mi mente era “tablillas de chocolate, tablillas de chocolate.  ¿Las quieres probar?”.  ¿Les comenté alguna vez que mi adicción al cacao estaba sobreestimada?

Lentamente terminé sucumbiendo a su petición observándolo solo a él mientras él me observaba solo a mí, cuando una de sus tibias extremidades buscó la mía para tomarla y acercarla definitivamente a su pecho.

¡Wow!  Tuve que cerrar los ojos frente a ese contacto que me encendió la piel en milésimas de segundos.  Pero los abrí para situarlos nuevamente sobre su mirada fija y expectante que aún mantenía posicionada sobre mí esperando que, tal vez, yo realizara el primer movimiento.

—¿Qué opinas?  ¿Te parece del todo real? —Inquirió, gravemente, incinerándome la piel con ello.

—Un segundo —respondí en mi afán de seguir experimentando cuando ya mi mano, por su propia cuenta, se deslizaba hacia abajo en busca de más.

Impresionante era la palabra que lo definía por completo mientras lo acariciaba reteniendo mi inquieta vista sobre la suya cuando la de él, sin siquiera parpadear, lograba taladrearme hasta hacerme añicos el alma.

Seguí descendiendo hasta situarla sobre sus maravillosas y por qué no, apetitosas tablillas, pero ahora preocupándome del inevitable ardor que se alojaba en mi entrepierna y que claramente poseía un solo nombre: “deseo”.

Delineé cada contorno disfrutando de ellas y percibiendo, a la par, como mis pezones se endurecían y se erguían sin oponer resistencia.  Y a eso debía añadirle el irrefrenable ardor que crecía en mí al grado de sentirme lo bastante húmeda.  ¿Estaba en problemas?  No, para nada.  Solo me hallaba presa de unas poderosas sensaciones que no lograba reprimir.  Algo con lo cual podía lidiar.  ¡Vil mentirosa!

Tras un ardiente jugueteo de lujuriosas miradas, una de las manos de David se posicionó finalmente en mi cintura para atraerme más hacia él, con poderío, y yo me dejé llevar porque lo quería.  ¡Qué va!  Lo ansiaba y lo necesitaba de una extraña manera que aún no lograba descifrar del todo.  Por lo tanto, en un roce intencional de mi boca contra la suya, expresé sutilmente y sin que me temblara la voz:

—Granito puro, Mister.  Lo felicito.

Su aliento abrazador me tenía al borde de un colapso preorgásmico que sabía que en cualquier instante se iba a desatar.

—Gracias.  Es parte de mi rutina diaria de ejercicios —comentó orgulloso, otorgándome un guiño.

—Pues, me parece una rutina muy... efectiva, tanto como la que ahora vamos a realizar.  ¿Pintamos?

Su nariz rozó de delicada manera la mía al tiempo que se aprestaba a responder:

—Donde tú quieras.

Bueno, para ser sincera mi subconciente ya manejaba unas cuantas opciones.

Dejó que me separara a regañadientes de su cuerpo para luego seguirme en dirección hacia mi estudio, el cual admiró un momento en silencio quedándose embelesado con lo que había en su interior.  Sin nada que decir preparé el atril, las pinturas y me quité el calzado.  Luego, disfruté de cada una de sus reacciones al contemplar cada uno de mis cuadros y dibujos que yacían, algunos colgados en otra pared, otros apilados a un costado de mi mesa de trabajo, así como también unos solo dibujados, pero sin terminar.

—¿Comenzamos?  Pero antes te sugiero que te quites tus zapatos y te... coloques la camiseta.

Así lo hizo, sin nada que rebatir, pero observándome una vez más con cara de, “¿estás segura?” 

Descalzo caminó hacia mí fijando la vista esta vez en el atril en blanco, la que entrecerró mientras cruzaba sus fornidos brazos por sobre su pecho.

Esbozando en mis labios una media sonrisa tomé uno de mis pinceles y la paleta de colores antes de proseguir, diciéndole:

—De acuerdo, Mister.  Haga lo que desee y solo déjese llevar.

Sonrió exquisitamente volteando su radiante mirada hacia mi rostro.

—No puedes pedirme eso —acotó.

—¿Por qué no?  Dijiste que lo intentarías.  ¿Ya no quieres hacerlo?

—Quiero hacerlo.  No imaginas cuánto deseo hacerlo, pero...

—Pero...

—No con el atril, sino contigo, Magdalena.

Contuve el aliento tras ver como se volteaba por completo hacia mí y al mismo tiempo alzaba una de sus manos hasta alojarla en la curvatura de mi cuello.

—Lo lamento.

—Sé sincero —lo encaré sobresaltada, pero totalmente a gusto percibiendo como su otra mano se apoderaba quedamente de mi cintura para atraerme hacia él—, tú realmente no lo lamentas.

—¿No lo lamento? —Formuló coquetamente, estrechándome más contra su fornido cuerpo.

—No —respondí ya sin aliento.

—Entonces no me queda más por decir que... doblemente lo lamento, Magdalena Villablanca, pero un solo beso tuyo no me basta para calmar las vivas ansias de este hombre sincero —concluyó, asaltando de una buena vez mi boca que, al contacto, se fundió inevitablemente con la suya en un increíble beso demoledor.

Sin dejar de besarme, David me arrebató lo que sostenía entre mis manos consiguiendo así que depositara mis extremidades por sobre sus hombros para que mis dedos finalmente se enredaran gustosos en su cabello.  Y eso fue lo que hice, dejándome llevar y disfrutando de él y del maravilloso momento que nos envolvía en el cual, ambos, nos olvidamos precisamente de lo que habíamos venido a hacer aquí.

Su boca me sabía a gloria, a desenfreno, a descontrol, a todo lo que yo ansiaba de un hombre y que, al parecer, con él lo tenía con creces mientras su lengua ya batallaba duramente con la mía en un baile de seducción, entrelazándose, estrechándose, reconociéndose, como si ambas estuvieran hechas la una para la otra.

¿Podía ser esto posible?  Era lo único que lograba preguntarme al percibir como sus fuertes manos me acariciaban la espalda apretándome siempre con suma delicadeza, pero también con ardor.  Un ardor que me traspasaba la ropa quemándome con cada beso, con cada roce, con cada acometida de su ávida lengua y con cada sensación de frenesí que nos recorría la piel de extremo a extremo.

Pero finalmente mi cordura le ganó la batalla a mi desenfreno y al colapso preorgásmico que ya se había desatado en mí, al recordar por sobretodas las cosas a Teo y a lo que había acontecido con nosotros esta mañana.

—Lo siento —me excusé muy nerviosa interrumpiendo el beso—.  Lo siento yo... no debí reaccionar así —me alejé, pero ya con David siguiéndome de cerca.

—Magdalena, Magdalena, ya está.  Tranquila —esta vez solo se limitó a abrazarme para evitar que huyera de su lado—.  Todo está bien, te lo aseguro.  No hiciste nada malo.

Pero yo no estaba tan convencida de ello.

—Creo que estamos de acuerdo en que el culpable otra vez he sido yo.

Alcé la vista hacia la suya para perderme un momento en su nítida mirada.

—Un segundo.  No pretendas llevarte todo el crédito, ¿quieres?  Que no has besado precisamente a un maniquí.

Al segundo, obtuve de su parte un beso en mi coronilla seguido de un par de carcajadas que emitió a viva voz.

—Sé que no eres precisamente un maniquí, y sé también que tampoco eres lesbiana.  ¿Algo más que agregar?

Terminé enterrando mi rostro en su pecho realmente avergonzada por haber correspondido a su segundo beso de tan magnífica manera.

—Sí.  Yo también lo siento, David.

—Magdalena, tú no has hecho...

—Tal vez no o tal vez sí.  A estas alturas ya tengo ciertas dudas.

—¿A qué te refieres?

—A que no he sido del todo honesta contigo.

¡Válgame Dios!  ¿Estaba siendo poseída por un temible ataque de sinceridad tras recibir ese beso?

—¿Y quieres serlo ahora?

—Por las dudas sí —suspiré como si lo necesitara para seguir existiendo—, y también por si vuelves a besarme así tan... sugerentemente... otra vez.

David sonrió, creo que por segunda o tercera vez gratamente complacido.

—Está bien.  Dime lo que creas que es necesario que yo sepa y, ante todo, confía en mí.

Eso fue un increíble bálsamo para mis oídos.

—Gracias, porque se trata de ciertas cosas sobre mí y... sobre Teo —me separé, alzando mi vista hacia la suya—.  Teo Sotomayor.

—¿Y quién es Teo Sotomayor?

¿Era yo o solo le importaba conocer a cabalidad la existencia de quién ahora consideraba mi ex amigo follador con beneficios?

—El hombre del cual creí estar completamente enamorada.

Sus ojos se fijaron en los míos como si quisiera traspasarme con ellos.

—Y ya que no vamos a pintar, podríamos charlar, ¿no crees?

—Es lo mismo que iba a preguntarte yo a ti.  ¿Quieres contarme qué fue que lo que ocurrió con él?

—Sí —suspiré abiertamente—.  Porque por alguna extraña razón que todavía no logro dilucidar del todo a ti... no deseo mentirte.

Antes de volver a hablar se preocupó de entrelazar una de sus manos con una de las mías, añadiendo:

—Entonces, no lo hagas y habla con la verdad.  ¿Qué te parece si comienzas por el principio?

¡Vaya!  Al que tanto temor le tenía...

Pero a pesar de ello y de las eventuales consecuencias que se pudieran suscitar gracias a “mi verdad” me armé de valor y decidí llevarlo a cabo, relatándole cómo había comenzado esta historia y nada menos que... desde el principio.

***

A esa misma hora y en su departamento más, específicamente en su balcón, Teo bebía una taza de café al tiempo que recordaba y observaba con detenimiento el sobre que Magdalena esta mañana le había entregado.

«La carta», se repetía... «La carta de Laura», una y otra vez sin siquiera llegar a abrirla.  ¿Por qué?  Eso era muy sencillo de responder.  Porque tenía miedo de conocer la realidad de su partida y lo que ella desencadenaría tras su repentino regreso.

 

“Esto es tuyo.  Lo guardé hace algo de tiempo.  Me lo dio Laura para ti antes de marcharse.

¿Qué es eso, Magda?

Pregúntaselo o léela por ti mismo.  Seguro te ayudará a entender mejor las cosas.”

 

Entender... ¿Qué tenía que entender?

 

“Te creí más inteligente, Teo, te creí... absolutamente todo, pero me equivoqué.  Y lo hice rotundamente contigo y conmigo misma.  ¿Hermoso, no?  ¡Fantástico!  Porque quien cae como un imbécil en las redes de una alimaña seguro lo hará por segunda vez.  Y, de paso, quien huye despavorida como una miserable cobarde dejándole una carta como despedida a quien más ama, también puede hacerlo por segunda vez.”

 

Se apartó la taza de los labios para dejarla a un costado de donde se encontraba el sobre que en su frontis tenía escrito su nombre con una clara y cursiva letra que, de buenas a primeras, reconoció tras emitir un profundo suspiro.

 

“Debí dartela, lo sé, pero en ese momento no pude.  ¿Por qué?  Porque no quise verte sufrir.  Pero ya es tiempo de acabar con las mentiras, por mi parte claro está.”

 

—¿Qué mentiras son esas, Magdalena? —Replicó en un murmullo la misma pregunta que le había hecho esta mañana, pero ahora evidentemente más calmado.

 

“Su despedida, Teo, su último adiós.  La cobardía de Laura y sus palabras frente a quien más amaba.  Pedóname por guardarla todo este tiempo, pero... quería evitar que padecieras un profundo dolor.”

 

—¿Más profundo que el que siento al no tenerte conmigo?  ¡Vaya!  Tenías razón... las cosas a medias jamás funcionan y todo por la maldita cobardía de un imbécil como yo.

 

“Te pertenece, Teo, y siempre te perteneció.  Por lo tanto, abre los ojos, pero ahora procura hacerlo por completo.”

 

—Y eso es lo que pretendo hacer y nada menos que en este preciso momento.  Porque de alguna forma... te lo debo, preciosa.

Y así, tras beber el último sorbo de su café, tomó el sobre de la mesa, el cual abrió rápidamente para sacar desde su interior la carta que ella le había dejado.  Y con mucha atención e intranquilidad leyó palabra por palabra, línea por línea mientras percibía, a la par, como un enorme y angustiante nudo comenzaba a alojársele en la garganta, impidiéndole respirar.

 

“Querido Teo:

Lo siento, pero no puedo seguir así.  Esto es más fuerte que todo lo que siento por ti, por eso he decidido partir sin verte, sin tocarte, sin besarte y sin mirarte a los ojos por última vez.

Por favor, antes que me odies con toda tu alma, perdóname por ser una cobarde y no tener la entereza suficiente para decir adiós.  Perdóname por no encararte y por no explicarte que no te amo de la misma forma que tú lo haces conmigo.

Lo siento.  Te quiero, pero me di cuenta muy tarde que no eras para mí y que, por ende, no deseaba tener cabida en ninguno de tus planes.  ¿Por qué?  Sencillamente, porque tu lugar jamás estará con alguien como yo.

Espero que comprendas mi abrupta decisión y entiendas que jamás quise hacerte daño y que, si alguna vez el destino nos otorga la dicha de volver a encontrarnos, me permita verte feliz, sonriente y de la mano de quién realmente sueña y vibra junto contigo.

Te mereces lo mejor, cariño.  Siempre te merecerás lo mejor porque fuiste un buen hombre y el que más me ha querido.  Por eso, me llevo donde quiera que vaya todos nuestros recuerdos, los que indudablemente son y serán los mejores y más bellos de mi vida.

Así que... continúa con tu vida.  Prosigue y avanza sin mí buscando la felicidad que tanto anhelas y perdóname por no amarte, perdóname por no corresponderte y, por sobretodo, perdóname por haberte dado la espalda negándome a luchar por ti.

 

Te quiere.

Laura.”