Cinco

 

 

 

 

Cuando abrí mis ojos por la mañana todo me pareció tan difuso e irreal que por un momento pensé que aun estaba en los brazos de Morfeo, pero al evidenciar que esta no era mi cama y que tampoco me encontraba dentro de mi habitación, sonreí, recordándolo todo.  A eso debía agregarle que me hallaba completamente desnuda, pero envuelta en unas sábanas de color azul siendo observada en ese preciso minuto por... ¿un gato?

Me froté los ojos a la par que el felino de pelaje amarillo a rayas no apartaba sus tan intensos y penetrantes ojos verdes de mí como si con ellos estuviera diciéndome algo.

Abrí y cerré mi boca en un solo segundo mientras me cubría de aquella vista que comenzaba a ponerme nerviosa, cerciorándome de que alguien se oía de lo que parecía ser el interior de la sala o, tal vez, la cocina.

—¿Desde cuándo tienes un gato? —Alcé la voz oyendo y reconociendo de inmediato la cadencia de Teo al responder:

—Desde hace un par de días.  Veo que ya conociste a Midas.  De paso, buenos días, preciosa.

Midas... ¿No era aquel rey que todo lo que tocaba lo convertía en oro?

—Buenos días para ti también —contesté, buscando con la mirada algún indicio de mis prendas que no logré hallar cuando la vista del gato aun seguía posada sobre la mía.  ¿Qué el condenado no sabía parpadear?

—Se coló un día por mi ventana y ya no salió de aquí —prosiguió, detallándome el instante en que el animal irrumpió en su vida—.  No llevaba collar o alguna medalla con identificación, así que asumí que era callejero.

—Pero sinceramente hablando, Teo, jamás pensé que te gustaran los gatos —.  ¿Dónde mierda había dejado mi ropa por amor de Dios?  Un segundo, ¿“Mierda y Dios” en una misma frase? Señor de allá arriba, eso no lo oyó, ¿verdad?

—Experimento —agregó—, nunca es tarde para hacerlo.  ¿Desayuno en la cama para la señorita Magdalena Villablanca?

—No te preocupes, una vez que encuentre mi ropa pretendo levan... —pero me interrumpió de golpe al aparecer en el umbral de la puerta sorpresiva y apeteciblemente desnudo de la cadera hacia arriba cargando una bandeja en sus manos.

—¿Levantarte?  Yo creo que no.

Además del coqueto guiño que me otorgó y el cosquilleo que nuevamente sentí gracias a él en la parte baja de mi abdomen, no pude evitar estremecerme.

Depositó la bandeja sobre una de las mesitas de noche en la cual había de todo para degustar, desde fruta, pan blanco y tostadas, jugo de naraja, queso, Nutella y varias cosas más que me abrieron increíblemente el apetito, pero sexual. Porque él... ¿estaba dentro de mi menú favorito?  ¡Pues claro que sí!

—Buenos días —repitió en un murmullo, pero acercándose a mí para regalarme un beso que me supo a gloria en el instante en que sus labios se apoderaron de los míos y al cual me aferré como si mi vida y todo mi ser dependiera de ello.

—Buenos días, Teo Sotomayor.  No sabía que los desayunos en tu casa fueran tan deliciosos.

—Pues, ahora ya sabes como son —expresó entre beso y beso que me daba cuando su cuerpo se montaba sobre el mío, pero mas específicamente sobre la sábana que interrumpía el roce de nuestra tibia piel.  A todo esto, el famoso Midas ni un solo centímetro se movió de su sitio.

—Podría acostumbrarme a ellos, pero no sé si a él —repliqué en un susurro cuando mi boca fue liberada y la suya comenzó a dejar ardorosos besos regados por la curvatura de mi cuello.

—De eso se trata, mi amor. Pero relájate, obvia a Midas y tómalo solo como un espectador.

¿Qué?  ¡Por Dios Santo!  Él había dicho... ¿Mi amor?  La verdad, me importaba un reverendo rábano si el gato nos observaba haciendo el amor como animales, pero... ¿Mi amor?

Me paralicé.  Juro que todo mi cuerpo entró en conmoción al asimilar esas dos palabras que por ahora no venían al caso ser pronunciadas.

—¿Qué sucede? —Alzó la mirada, pero sin apartarse de mí.

—Dijiste...

Sonrió de medio lado y ya saben lo que ocasionaba en mí esa sensual sonrisa suya, ¿verdad?

—Sé lo que dije y por qué lo dije —corroboró al tiempo que su ávida boca se lanzaba nuevamente al ataque de la mía para beber más y más de ella.

—Lo sabes.  ¿Realmente lo sabes? —Lo detuvo mi estupidez o a estas alturas mi maravilloso síndrome de la idiotez que afloraba en instantes tan candentes como este.

—Sí, lo sé —reafirmó, encargándose de la dichosa sábana que lo estropeaba todo, pero que apartó hacia un costado dejándome totalmente expuesta frente a él.  ¿Tenía escapatoria?  ¡Y quién quería huír de su lado! ¿Yo?  ¡Ni que estuviera loca!

Nos besamos y besamos con desesperación, con estusiasmo y frenesí mientras mis inquietas manos le apartaban por completo el pantalón deportivo que llevaba puesto y que terminó arrancándose unos segundos después.  Y luego de ello, las palabras para nosotros dos parecieron sobrar, porque dimos rienda suelta a nuestros más bajos instintos y a nuestros más pasionales deseos, en los cuales dejamos ir algo más que furiosos jadeos de excitación junto a absolutos gemidos de placer que se confundieron con miradas lujuriosas que a cada minuto anhelaban y exigían más, cuando nuestros cuerpos se complementaban en uno solo sobre la enorme cama en la cual rodamos de un lado hacia otro demostrándonos —al igual que lo habíamos hecho en la madrugada—, todos nuestros dotes artísticos, desde la bendita contorsión hasta el sorprendente y potente equilibrio.

Ardor.  Esa única palabra era la que nos definía al dejarnos arrastrar por un cúmulo de emociones y sensaciones indescriptibles y de las cuales terminamos siendo presos al interior de su, por ahora, enardecido cuarto.  Porque nada mas nos importaba mientras nos entregábamos al rotundo goce y disfrute de poseernos, de someternos, de unirnos el uno al otro en marcados y constantes movimientos con los cuales nos apetecíamos cada vez más mientras creía y añoraba, verdaderamente, que todo de mí ya le pertenecía por completo.

—Córrete conmigo, preciosa —me pedía Teo en cada incesante acometida que realizaba en mí, haciéndome sentir que vivía en el mismísimo paraíso, pero entre sus brazos—.  Córrete conmigo, por favor —.  ¿Correrme?  A estas alturas de nuestra poderosa confrontación yo en cualquier instante iba a estallar a lo grande y más, ante lo que este hombre lograba provocar en mí gracias al ritmo tan delicioso y adictivo del cual no quería desprenderme.  Porque eso tenía Teo; cuando hacía algo se esmeraba por hacerlo bien.  Y cuando me refiero a “bien” la palabra “enorme” lo definía por completo, según mi propio y particular diccionario.

Y finalmente, tras certeras, profundas e incontables estocadas el volcán entró en erupción.  La verdad, suena ridículo que lo catalogue así, pero según mis propias conclusiones no existía mejor forma de definir lo que entre nosotros ocurrió cuando ambos alcanzamos nuestros respectivos orgasmos.  ¡Válgame Dios!  Las ondas expansivas de ese movimiento telúrico de grado diez fueron asombrosas, sacudiéndonos y extremeciéndonos como si una poderosa corriente electrica nos hubiera invadido hasta la más mínima fibra de nuestro ser.  ¿Y qué podía decir de su lava interna?  Pues, que me colmó por completo al tiempo que yo balbuceaba su nombre junto a un par de... ¡Rayos, truenos y centellas! Que me hicieron ver algo más que el infinito universo.  Y eso que... recién estábamos comenzando.

Entre incesantes jadeos nos admiramos sin nada que decir porque nuestras vistas lo decían todo.  Estábamos exhaustos, pero juntos, tal y como lo había soñado en tantas y tantas oportunidades.  Por lo tanto, para cerciorarme que todo esto no se trataba de una de mis más maquiavélicas y torturadoras pesadillas, acaricié su rostro delicadamente, dejándome envolver enseguida por el inconfundible sonido de su respiración que acompasaba de significativa manera a la mía.

—Dime que no voy a despertar —murmuré, sintiendo todavía su poderosa erección en mí que no desprendía del todo.

—Solo si yo dejo que lo hagas, preciosa.

¡Wow!  Definitivamente iba a morir de amor, pero feliz, bien follada y extasiada. ¿Qué más podía pedir?  Ahhh, ¿otra contienda igual a ésta cuando me recuperara?  Eso estaba clarísimo como el agua.

Lo besé.  Nuevamente uní mis labios a los suyos cuando Teo desfallecía sobre mi pecho cubriéndome en mi totalidad, poseyendo mi boca que adoraba devorar e incitándome a más, a muchísimo más, hasta que mi móvil, perdido en no sé qué lugar de su cuarto, empezó a emitir su sonido característico sacándome de mi maravillosa ensoñación.  ¡Quién rayos podía ser justo ahora!  ¿Qué no se daba cuenta él o la causante de esa llamada que yo, en este instante, estaba totalmente ocupada?  Obviamente lo sabría, si fuera vidente.

El nombre de Silvina fue lo primero que vino a mí junto a su no grata advertencia del día anterior, quedándose atascada al interior de mi mente.  ¡Genial!  ¿Debía contestar?  Una clara vocecita me decía “Sí” mientras otra mínima, pero igual de audible me decía “No, olvídate de ella”.  ¿Podía hacerlo?  Realmente, ¿podía olvidarme de la cita, el pago, Loretta y Dios sabe qué cosas más?

Me aparté de Teo a regañadientes levantándome de la cama para buscar de donde provenía aquel sonido hasta que di con él y, por supuesto, con mi bolso del cual saqué mi móvil sin advertir el número que estaba inserto en la pantalla.

—¿Hola? —Contesté con mi dulce cadencia.  (Nota al pie: estoy usando toda mi ironía, se los aseguro).

—¿Señorita Magdalena Villablanca?

No sé por qué al oír ese singular y grave timbre de voz algo en mí hizo un extraño y perturbador “click” en todo mi cuerpo.

—Sí, digo... ¿Con quién tengo el placer de hablar?

—David Garret —expresó al segundo haciéndome desfallecer y más, al evocar a la figura de mi madre.  ¿David Garret?  ¿Al teléfono?  ¿Aquí y ahora?  ¡Qué diablos había hecho la muy...!

Me atraganté sin poder articular palabra alguna, cuando los segundos trancurrían a mi alrededor y nada coherente parecía salir de mis labios.

—Lo siento, número equivocado.  Adiós —y así como contesté colgué rápidamente, espantándome, como si hubiera visto a un fantasma, pero a uno increíblemente sexy y guapo, por lo demás.

—¿Todo bien, Magda? —Inquirió Teo, acomodándose sobre la cama a la vez que se peinaba, también, su cabello con una de sus manos.

—¡Aja! —Breve y tajante.  Mis mejores dotes a la hora de ocultar la verdad.

—¿Segura?  ¿Quién era?

¿Tenía que preguntarlo?

—No lo sé —mantuve mi digna compostura al tiempo que volvía a meter mi aparato dentro de mi bolso.  Aclaro un punto en discusión: técnicamente a David Garret yo no lo conocía, solo había cruzado más que un par de palabras con él.  Por lo tanto, a Teo no le estaba mintiendo—.  Seguro es alguien que no sabe marcar un maldito número de teléfono —agregué, utilizando mis mejores dotes actorales—.  A propósito, nunca me comentaste por qué le pusiste “Midas” al gato que ahora no veo por ningún lugar.  ¿Dónde se habrá metido? —.  ¡Qué brillante, Magdalena!  ¡Te aplaudo de pie, mujer!

Teo entrecerró la mirada algo confundido por mi rotundo cambio de tema cuando mi aparato volvía a sonar, pero esta vez tras un mensaje de texto que a él había llegado.  Lo obvié con mucha naturalidad, tenía que hacerlo cuando la verdad me comían las ansias de leer lo que allí decía.  ¿Sería de él?  ¿De David Garret?  ¡Por qué mierda ese hombre me llamaba por teléfono!  ¿Qué no tenía otra cosa mejor que hacer?  Muchas preguntas y yo aquí sin otorgarme una sola respuesta.  Pero de una cosa sí estaba totalmente segura: a Amanda Ross la iba a matar, después claro, de despellejarla viva.

 

Tuve que esperar más de medio día para leer el dichoso mensaje, pero esta vez sola, en casa y luego de hablar con “La Doña” que se había lavado prácticamente las manos saliendo, como siempre, airosa de cada conversación.

“Dijiste sequía, Magda” repetía y repetía burlándose de mí sin saber que el revolcón junto a Teo de la madrugada, de esta mañana y bueno, el de antes de almorzar e irse a su trabajo, ya habían terminado significativamente con ella.

Sentada sobre mi cama y con el móvil en mis manos abrí la bandeja de entrada para leer, no sin antes darle las respectivas gracias a mi querida Karma por este bendito regalo, el mensaje que David Garret me había enviado.  Seguro me las estaba cobrando por haberlo llamado, entre otras cosas, “Pobre e infeliz desgraciado”.

 

“Me agrada su sentido del humor, señorita Mustang, y déjeme decirle que junto con él se avivan mis ansias de querer verla otra vez, pero ciertamente no en el despacho de su madre.

Si le interesa y tiene algo de tiempo para mí solo devuelva el llamado a este número.  Estaré gratamente encantado de hablar con usted, pero esta vez me aseguraré que no sea tan solo de autos.

Quizás, podríamos comenzar con... ¿un café?

Mis saludos cordiales y que tenga un buen día.

David Garret.

 

Tuve que releerlo como mínimo siete veces para entrar en razón, una que me parecía haber perdido el día que toda esta pesadilla llamada “Zorra por accidente” comenzó.  ¿Y ahora?  Me pregunté todavía con el aparato en mis manos.  ¿Qué rayos iba a hacer ahora?  Y no tan solo lo decía por él, sino también por la famosa Loretta a quien debía ver o ella me encontraría a mí en cualquier momento.

Confundida.  Estaba total y absolutamente confundida imaginándome la más cruda tragedia en el peor de los casos.  Sí, lo sé, era un poco exagerada al cavilar ciertas cosas cuando, quizás, conocer a esa mujer y decirle con total sinceridad todo lo que pensaba acerca de su dichosa Corporación podía ser la única vía para salir definitivamente de todo esto.  Ahora mi pregunta era... ¿Tenía los cojones para hacerlo?

Cerré los ojos y maldije en silencio.  No, la verdad, no los tenía, pero ya sabía donde los podría encontrar.  Mal que mal, hacía mucho tiempo que no pisaba ese sitio y ya venía siendo hora de que lo hiciera. 

Y así, después de inhalar aire profundamente, me armé de valor, me levanté de la cama y realicé lo que nunca pensé que haría mientras esperaba, impaciente, que el sonido de aquella particular voz que ya había oído se hiciera patente una vez más a través de mi teléfono.

—Hola.  ¿Hablo con David Garret?  Sí, disculpe, pero mi sentido del humor es realmente fenomenal cuando quiere serlo.  Solo llamaba para decirle que hoy tengo algo de tiempo para un café, pero... ¿que tal si lo bebemos en la pista de largo alcance que se sitúa en las afueras de la ciudad?  Le aseguro, Mister, que en ella no hablaremos solo de coches.  Por lo tanto, procure dejar en casa el suyo.  ¿Conoce los taxis?  Sí, son esos de color amarillo.  ¿A las cinco de la tarde está bien para usted?  Perfecto, porque para mí sería espectacular.  De acuerdo.  Lo veo allá.  Mis saludos cordiales y tenga por sobre todo un buen resto del día.

 

Desarrollé mi pasión por los autos con el paso de los años al asistir, desde pequeña y de la mano de mi padre, a cuanta carrera de coches se nos cruzara por delante.  Además del amor que compartíamos por el arte, este hobby fue creciendo y apoderándose de nosotros dos al igual que si fuera un virus mortal en potencia, al vivir en carne propia y como dos auténticos “Fans” lo que se sentía pertenecer a una connotada familia en la cual había un corredor de peso más conocido como Tony “La Cobra” que por Antonio Villablanca, el hermano mayor de mi padre que me enseñó todo lo que ahora sé sobre los maravillosos y asombrosos autos.

Sí, debo reconocerlo.  No es común que una mujer se interese por estos temas cuando debe dedicarse, mas bien, a jugar a las muñecas y a cambiarle vestiditos a estas mismas, pero bueno, ¿quién dijo que yo era una mujer normal? 

Lo mío era la velocidad, la adrenalina pura y, por sobre todo, los vehículos que observaba embobada como si fueran mis muñecos, pero de colección.  Y a eso debía añadirle que era sumamente feliz viendo a “La Cobra” volar por las pistas ganando competición tras competición imaginándome a la par que yo, algún día, sería tan valiente, buena y audaz como él para seguir sus pasos, obviamente colmando de satisfacciones a toda nuestra familia.  Pero dicen que nada es tan bueno para ser cierto o en nuestro caso... eterno.

Mientras conducía mi Mustang hacia el autódromo pensaba en ello y en todo lo que mis padres tuvieron que pasar cuando solo me aprestaba a cumplir dieciocho años. No.  No había forma de olvidar ese innegable recuerdo porque aún lo recordaba como si hubiera sucedido ayer...

Iba con Tony de copiloto en uno de sus coches sin saber que sería mío por mi cumpleaños.  ¡Rayos!  Si él estaba entusiasmado yo lo estaba todavía más y verdaderamente impaciente admirando como el velocímetro ascendía y ascendía hasta llegar a las nubes.  “¿Lo quieres probar?”, me dijo, sorprendiéndome, tras detenerse a un costado de la pista de alta velocidad en la cual siempre hacía las respectivas pruebas.  No tuve que pensármelo dos veces cuando mi sonrisa de oreja a oreja se lo confirmó. 

En un parpadeo cambiamos de posición, quedándome al volante de ese monumental espécimen de cuatro ruedas.  “¿Estás preparada, peque?”, inquirió, oyendo tan solo el rugir del acelerador que dio comienzo a nuestro inesperado viaje sin retorno.

Me sentía plena, encantada y completamente dichosa conduciendo, como lo hacía él, en cada una de las carreras en las cuales salía victorioso.  Sí, era toda un as al volante, pero con tan solo dieciocho años que iba a sorprender a su distinguida familia comunicándoles una decisión que, en forma particular, había tomado hacía ya bastantes años, hasta que la tragedia... sucedió. 

Todo lo que recuerdo de esa tarde, antes de colisionar contra un muro de contensión, fue la voz de mi tío advirtiéndome de las precauciones que debía tener en cuenta al llegar a cada curva, como deshacelerar antes de tomarla y luego acelerar para recuperar la potencia perdida.  Así lo hice, conduciendo como un rayo por el circuito, pero sin advertir que mis ansias me harían cometer el más estúpido de los errores al perder el control del vehículo en una curva rápida, consiguiendo así que todas mis espectativas, sueños e ideales, junto a mi prometedor futuro en las pistas, se disolvieran como por arte de magia.

Una fugaz lágrima rodó por mis mejillas, la cual rápidamente limpié, evocándolo a él por sobre todas las cosas cuando, a la distancia, divisé el sitio que había hecho de mí la mujer que ahora era.

Hice ingreso al autódromo vislumbrando detenidamente a quien me esperaba junto a un Corvette de color negro refaccionado que conocía y recordaba perfectamente.  Y un par de minutos después, aparqué en la zona de estacionamientos percibiendo como cada evocación venía a mi mente, cada vez con más fuerza, sin que pudiera detenerla.  Creo que lo mismo le sucedió a Gaspar al verme de nuevo en esa pista en la cual, en teoría, había asesinado los futuros planes y sueños de su padre.

Nos admiramos sin nada que decirnos por unos extensos segundos hasta que una media sonrisa esbozó mientras caminaba hacia mí para, finalmente, otorgarme un abrazo al cual me aferré en completo silencio, pero oyendo el volumen de su voz que en cierta medida se asemejaba a la de Antonio “La Cobra” Villablanca.

—Estás loca.  Lo sabes, ¿verdad?

Asentí aferrándome aun más a su cuerpo, percibiendo la presión de sus extremidades y su cariño sincero.

—No es necesario, Magda.

—Lo es —le seguré.

Guardó silencio obligándome a separarme de él para admirarme a los ojos.

—Si vine fue para recordarte que no fue tu culpa lo que sucedió.  El destino lo quiso así. Él tomó esa decisión y...

—Tu madre aun me odia y jamás me va a perdonar.  Terminemos con esto de una buena vez, ¿quieres?  Solo dame las llaves.

—Te las daré cuando me expliques que está sucediendo contigo y con esta estúpida situación.

Suspiré, rodando la vista hacia un costado.

—Nada, solo quiero hacerlo y ya.

—Magda...

—¡Solo quiero hacer esto y ya! —Repliqué con fuerza cuando nuestras oscuras miradas nuevamente se conectaban en una sola.

—No te creo y si mi padre estuviera hoy aquí, tampoco te creería.  Sabes lo que te diría, ¿verdad?

Sonreí sin lograr disimular ese gesto.

—Entonces...

—Tengo problemas, Gaspar, y para solucionarlos necesito recuperar mis cojones.

Alzó su vista hacia el cielo, creo que, maldiciendo en silencio. 

—Sabes de sobra que tu madre me matará o demandará cuando lo sepa.

—Amanda nunca lo sabrá.  Por mí no va a enterarse y por ti... creo que tampoco.

Y otro profundo suspiro emitió, pero esta vez con la vista fija en el suelo.  Gaspar no se decidía y jamás lo iba a hacer si seguía dudando de esa manera.

—No voy a matarme esta vez, puedes estar tranquilo.  Esta madrugada tuve sexo y esta mañana también y quiero seguir teniéndolo, te lo aseguro.

Rió.  Automáticamente un par de carcajadas dejó escapar, tranquilizándome.

—¿Con el mismo afortunado?

—Dame las llaves y te respondo.

—Magda sabes que yo...

Me acerqué a él plantándole, inesperadamente, un beso en su mejilla izquierda.

—Quiero mis cojones de vuelta, Gaspar.  Los necesito.

—Y yo te quiero a ti de vuelta porque también te necesito.

Acaricié su atractivo semblante que se hallaba semioculto entre una frondosa barba que cubría su trigueña piel que en gran cantidad estaba adornada por hermosos tatuajes, desde sus manos, hasta una parte de su cuello, espalda y brazos.

—Me tendrás de vuelta.

—Ponte todo el equipo que hay dentro del Corvette, en especial el micrófono y los auriculares.

Enarqué una de mis cejas al oírlo.

—¿Pretendes guiarme como lo haces reiterativamente en las competiciones y pruebas?

De inmediato su vista oscura fulminó la mía.

—A eso me dedico después de todo, “peque”.

Me tembló la barbilla al oír ese significativo apodo con el cual su padre solía llamarme.

—¿Quieres sí o no las llaves del Corvette? —Prosiguió sin una pizca de condescendencia—.  Pues, ponte los malditos auriculares y el micrófono.  Sin ellos no hay trato.

Estaba pidiendo demasiado, pero no podía decir que no.  Mal que mal, una vez montada en el coche me aseguraría de quitármelos.  ¿Por qué?  Porque esta batalla era solo mía.

Levanté mis manos en clara alusión a que me diera las llaves cuando él, a regañadientes, lo hacía entregándome a la par todo tipo de instrucciones rayando en su inestable locura.

Subí al vehículo muerta de miedo y temblando como si fuera una hoja de papel, oyendo la voz de Gaspar que no cesaba de expresar todo tipo de oraciones que para mí me sabían más a chino mandarín que a un fluído español.

—¿Estamos de acuerdo?

—De principio a fin —afirmé sin haber comprendido una sola palabra.

—¿Algo que quieras añadir?

—Sí.  Un sujeto llegará en cualquier minuto al circuito.  Asegúrate de no espantarlo por tu bien.  El tipo es guapo.  Su nombre es David Garret, pero más conocido por mí como “Mister”.  Viene a tomar café así que... entreténlo mientras se te ocurre de donde puedes obtenerlo.

Cerró la puerta del Corvette al tiempo que apoyaba sus extremidades en la ventanilla, diciendo:

—¿Fue el que te folló esta madrugada y en la mañana también?

Reí a carcajadas.

—¿Sinceramente?  Ya me lo quisiera yo, pero no, no es el afortunado poseedor de este insaciable cuerpecito.  ¿Nos vemos en algo más de media hora? —Hice contacto cuando mi anatomía se estremecía al oír el furioso rugir del Corvette deportivo de color negro que volvía en gloria y majestad a volar, literalmente, como una “Cobra”.  Y después de ello lo dejé atrás, acelerando y perdiéndome, finalmente, a la distancia.

 

Gaspar Villablanca —el mayor de los hijos de Tony y el vivo retrato de su padre—, era el único que siguió sus pasos, pero desde fuera de las pistas.  A sus treinta seis años de edad su trabajo consistía en preparar e instruir a corredores novatos en el arte de la conducción, así como también los vehículos que participarían en las futuras competiciones.  Y ahora estaba aquí, apoyándome al igual que lo había hecho aquella vez cuando toda su familia me dio la espalda.  No los culpo, de hecho, jamás les guardé rencor porque, tal vez en su lugar, hubiera hecho exactamente lo mismo.

Ambos nos criamos como hermanos hasta que mi madre tomó la decisión de separarse de papá cuando yo tenía tan solo cuatro años y le contó al mundo que estaba embarazadísima de Federico Crovetto, un empresario textil amigo suyo y el futuro padre de Piedad, mi inesperada y futura hermanita.

Sonreí al evocar gran cantidad de gratos recuerdos que tenían directa relación con Gaspar y también con Tony, cuando oí otra vez su voz, pero a través de los auriculares, diciéndome:

—1, 2, 3, probando... ¿Me escuchas, desquiciada?

—Fuerte y claro, abominable hombre de las nieves.  De paso, esa barba tuya tan frondosa siempre me gustó.

—¿Estás coqueteando conmigo?

—Abiertamente —posicioné a la par mi vista sobre el velocímetro que ya marcaba los cien kilómetros por hora.

—De acuerdo.  Te ganaste una cena en casa.  Ahora dime y quiero la verdad, ¿cómo te sientes?

—Bien, pero no dejo de temblar.  ¿Eso es normal?

El prominente suspiro que exhaló me dio a entender la evidente preocupación que, por cada poro de su cuerpo, se hacía patente.

—Solo relájate o vuelve enseguida hasta aquí.  ¿Qué prefieres?

Esta vez estaba segurísima que la palabra “desaparecer” no formaba parte de la respuesta que iba a darle.

—Volar —aceleré todavía más por la recta en dirección hacia la primera curva.

—Okay, pero asegúrate de oírme muy bien antes de volver a responderme. El volante es tuyo y el coche es una expansión de tu mente y de tu cuerpo.  Por lo tanto, ¿estás convencida que puedes lidiar con esto?

—Claro que sí, Gaspar.

—Lo sabía.  ¿Cuál es tu velocidad?

—Ciento veinticinco y ascendiendo —.  Concentrada y dispuesta a tomarla como Tony me había enseñado hace mucho tiempo atrás sorteé la primera curva sin ningún incidente, pero sudando como una maldita condenada.  Punto a mi favor, pero no para mi cuerpo—.  Vamos, Magda —insistí, oyendo a la perfección cada palabra de Gaspar cuando la segunda curva se abría ante mis ojos.

“Más velocidad”, pronuncié en completo silencio sin descender de los ciento cincuenta kilómetros por hora, los cuales rebasé apenas la hice polvo.

Me sequé la frente perlada por el sudor y también mis manos, una a una, cuando ya todo de mí sabía a ciencia cierta que lo peor estaba por venir.

—¡Eso es!  ¡Vamos! ¡Tú puedes, Magda!  Marca...

—Ciento setenta.

Mi respiración se intranquilizó al igual que lo hizo todo mi ser, porque por un segundo creí perder la total concentración al igual que lo había hecho en el accidente.

—No volverá a suceder... —pronuncié bajito, sin darme cuenta que Gaspar me oía con algo más que atención y entusiasmo.

—Yo también sé de sobra que no volverá a suceder.

Ciento ochenta, ciento noventa, doscientos kilómetros por hora y ya quedaba menos ruta para enfrentar de una buena vez lo innegable, hasta que una grave voz se añadió a nuestra conversación, inquietándome.

—Disculpe, pero... ¿es su corredor? 

—Sí, es mi corredor y lo estoy instruyendo.  ¿Quién desea saberlo?

—David Garret, mucho gusto.

—Gaspar Villablanca, mecánico, controlador y “coach”.

—Déjeme felicitarlo, su corredor es realmente excelente.

—Gracias.  ¿Oíste eso, peque? 

—Muy claro.  Ahora, acércale un auricular al guapo sujeto, por favor, quiero sorprenderlo.

Gaspar así lo hizo ante la extrañeza de quien tenía a su lado, pero que de igual forma tomó el aparato oyendo lo que, sin duda, lo sobresaltó y terminó descolocándolo.

—¿Lo tiene?

—Es todo tuyo.

—Gracias, barbudo.  ¡Qué tal, Mister!  ¿Se acuerda de mí?

—¡Magdalena! —Un solo segundo le bastó a David alzar la voz sin creer lo que escuchaba mientras percibía como se le erizaba la piel por completo al reconocerme.

—Veo que mi madre lo puso al tanto de todo, pero no de esto.  Gracias por venir.

La cara de asombro que poseía ese hombre en ese minuto de su vida era para fotografiarla y enmarcarla, porque creo que jamás pensó o siquiera se le pasó por la mente que “la señorita Mustang sabelotodo sobre coches” también pudiera conducir y nada menos que así.

—De acuerdo, tórtolos, vamos a la acción.  Tercera curva, Magda.  ¿Velocidad? —Continuó Gaspar quitándole el auricular de las manos.

—Doscientos diez y pretendo llegar a doscientos treinta.

—No.  La tomarás a doscientos kilómetros y luego ascenderás a...

—¿No me escuchaste?  Doscientos treinta, es eso o nada.

—¡Magda!  ¡He dicho que descenderás a doscientos kilómetros y la tomarás...!

—Concéntrate en lo que te pedí y piensa de donde vas a sacar el bendito café, Gaspar Villablanca.  Cambio y fuera.

—¡Magda!  ¡Magda!

—No... hay... co... ne... xión —sonreí apartándome finalmente el dichoso aparato y añadiendo—: lo siento.  Serán doscientos treinta kilómetros al igual que lo fueron la última vez.

—¡Condenada mujer del demonio! —Vociferó Gaspar al perder la comunicación conmigo, arrancándose el aparato con violencia de sus oídos.

—¡Qué pretende hacer! —Agregó David realmente intranquilo y aún más descolocado que la vez anterior.

—¡Por de pronto, recuperar sus malditos cojones! —.  Ese hombre estaba intratable y ya echando algo más que chispas por sus ojos.

—¿Sus malditos qué?  Pero... ¿No puedes hacer algo más?  ¿No puedes detenerla?

Sonrió con suma ironía cuando ya una de sus manos acariciaba su frondosa barba oscura, acotando con  total certeza y sinceridad:

—Créeme.  A esa chica ni el mismísimo Demonio la podría detener.  De paso, ¿sabes orar? —Y después de haber pronunciado esas tan ciertas y claras palabras nada más que un breve silencio se instauró entre ambos quienes, bastante perplejos y preocupados, se negaron a apartar sus vistas de lo que conmigo iba a acontecer.