Dos

 

 

 

 

Todo el bendito fin de semana me pasé ignorando cada una de las llamadas que recibí de mi madre y por una obvia razón, seguramente ya estaba al tanto de todo lo que había sucedido conmigo.

Acompañé a Silvina aquellos dos días hasta que su médico optó por concederle el alta médica las primeras horas de la mañana del día siguiente, pidiéndole que descanzara y siguiera, rigurosamente, cada una de las indicaciones que le había detallado a cabalidad antes de hacer abandono de la clínica.

Viajábamos de vuelta a casa en mi coche cuando mi teléfono volvió a sonar.  Por la mirada asesina que Silvina me brindó me di cuenta que estaba harta de que el aparato sonara y sonara sin que contestara una sola dichosa llamada.  Por lo tanto, sin que pudiera detenerla hurgueteó en mi bolso, sacó mi móvil y me amenazó, sin una pizca de cordialidad, que si no contestaba ahora mismo por las buenas terminaría haciéndolo ella finalmente por las malas.  ¿Me quedaba otra opción?

—Hola, mamá.  No, estaba ocupada.  Precisamente... sí, todo el fin de semana.  ¿Hoy?  Claro que puedo.  Tengo tiempo de sobra y creo que ya estás enterada de ello.  No, no es sarcasmo.  Tu vida no es de mi incumbencia.  De acuerdo.  Te veré en tu despacho dentro de una hora.  ¿Almorzar?  No lo sé, déjame pensarlo.  Estaré bien, no te preocupes.  ¿Piedad? —Eso necesitaba yo cuando salía a la luz la figura de mi hermana—.  Por de pronto he perdido el apetito, gracias.  Nos vemos dentro de un momento que se pierde la señaaaaaaaaaaaaaaal... —colgué, refunfuñando ante la presencia de Silvina que no me quitaba los ojos de encima.

—Explícame, ¿qué mierda se fumó tu madre cuando le colocó ese nombre a la loca, arrogante y déspota de tu hermana?

Aquello me hizo sonreír porque era exactamente lo mismo que me había preguntado en varias ocasiones.

—¿Irás? —Prosiguió realmente interesada en saber mi opinión.

—Debo hacerlo.  Quiere hablar conmigo.

Una palmadita suya un tanto afectuosa recibí en mi espalda que más me sonó a “mi más sentido pésame” que a otra cosa que yo me hubiese imaginado que diría.

—Valor, Magda.  Siempre digna, ¿okay?

No respondí.  En vez de hablar, preferí solo inspirar profundamente.

—No dejes que te envenene con su lengua viperina, me refiero a Santa Piedad.

—¿Estás segura que quieres que te lleve a tu casa?  Sabes que me siento bastante culpable por lo que ocurrió y...

—Fui yo quien conducía, preciosa.  Fui yo quien bebió hasta cansarse, no lo olvides. No me siento orgullosa, solo deseo olvidar lo que sucedió como quiero que tú también lo hagas, ¿de acuerdo?

—Sabes que puedes quedarte conmigo.

Como su pierna escayolada se lo permitió se levantó del asiento para —en un rápido movimiento—, plantarme un beso en la mejilla y decir:

—Te quiero, pero no pretendas que abuse de ti.  Tengo mi hogar y en él estaré perfectamente.  Además, tengo una hermana que va a cuidarme, pero a diferencia de la tuya la mía no está loca.

Reí porque en eso no se equivocaba.

—Así que llévame directo a casa con total tranquilidad que Carla me espera.  Eso sí, te quiero de vuelta por la tarde.  Tú y yo tenemos que hablar.

Seguí conduciendo hasta que su voz y su particular forma de darme a conocer el tema en discusión que trataríamos hizo que detuviera el coche, abruptamente.

—Martín De La Fuente.

«¡Mierda!».  Por un momento creí que lo había olvidado.

La observé atentamente cuando ella lo hacía conmigo de la misma manera.

—Es un chiste, ¿verdad?

Movió su cabeza de lado a lado en señal de negativa.

—Vestido, zapatos de tacón, maquillaje, lencería fina entre otras “cosillas” que debo explicarte detenidamente.

—¿Cosillas que debes explicarme detenidamente? —¿Por qué cuando Silvina pronunciaba la palabra “cosillas” mi subconciente se preparaba para oír lo peor?—.  ¿Qué cosillas son esas?

—Ya lo sabrás, gatita.  No seas curiosa.  Por de pronto, relájate y encomiéndate a Dios porque luego de hablar con tu madre y después conmigo sí que lo vas a necesitar.

—¿Eso crees?

—No, cariño, estoy absolutamente convencida de ello.

 

El bufete de abogados para el cual trabajaba mi madre se situaba en el décimo octavo piso de una de las dos torres de titanio que se erguían majestuosas en el ala este de la ciudad y en la cual me encontraba ahora mismo, esperándola. 

Dentro de su oficina todo poseía su correspondiente lugar.  Por lo tanto, si algo movía sabía de sobra que ella lo notaria haciéndomelo saber más tarde.  Fue por eso que, a sabiendas de lo que me diría, quité el retrato de Piedad que se hallaba junto al mío y lo guardé en una de las gavetas de su escritorio mientras le dedicaba una mueca de desagrado junto a la palabra que más la caracterizaba, “arpía”, justo cuando la puerta se abría y ella hacía su entrada triunfal.

—El perro hablando de pulgas —balbuceé, dándole a la gaveta con mi cadera para finalmente cerrarla.

—¿Qué tal, desempleada? —Fue lo primero que me dedicó tan cariñosamente—.  ¡Hasta cuándo piensas vestirte como una indigente andrajosa!

Alcé mis hombros negándome a entrar en su patético juego.  Me daba igual ser una indigente andrajosa vestida con mi camiseta favorita de los “Arctics Monkeys”, unos jeans desgarbados y mis Converse de colección.  A eso yo lo llamaba estilo.  Bueno, en realidad, no tenía otro.

—Hasta que dejes de transformarte en una Barbie sin cerebro.  De paso, ¿dónde dejaste a Ken y a tus neuronas?

—¡Qué graciosita!  Preocúpate mejor por ti, desempleadita.  ¿Qué harás ahora?  ¿Cómo te las arreglarás?  ¿Te dedicarás a pintar tus cuadros de porquería para ganarte la vida o vienes a sacarle dinero a mamá?

—Mi nombre es Magdalena por si lo has olvidado.  Además, es mi problema ser una desempleada, no debería ser el tuyo y lo que yo pinte o deje de pintar no es una porquería.  ¿Te quedó claro, hermanita?

—“Media” hermanita —especificó—.  Gracias a Dios yo sí tengo un padre a mi lado. 

—Al que le succionas hasta el último centavo, “blondi”.

Entrecerró su vista en el mismo instante que se dignaba a responderme cuando mi madre entraba repentinamente al despacho.

—¡Eres una descarada!  ¡No es mi culpa que te hayan botado a la calle por estúpida!

—¡Piedad! —Mi madre llamó poderosamente su atención endureciendo su voz de mando—  ¿Otra vez se están peleando?  ¡Niñas, por favor!

—¡La culpa es de ella por tener una lengua tan afilada y nada de clase, mamá!

—Gracias a Dios —agregué, delineando a la par la más bella de mis sonrisas mientras me sentaba en la silla junto al escritorio de mi madre.

—¡Las dos, he dicho que basta!  —Esta vez su cadencia se endureció aún más demostrándonos toda su autoridad, la misma con la que se enfrentaba a cada uno de sus colegas en los casos en los que trabajaba con tanto ahínco.  Por algo sus más cercanos y los no tanto la apodaban “La Doña”—.  ¡Cuándo llegará el día que las vea y oiga tratarse con afecto!

Me lo pensé detenidamente.  Juro que lo medité dedicándole un segundo de mi vida a ese gran e importante dilema, pero sin encontrarle una sola respuesta.  En realidad, no existía nada que me uniera a Piedad y estaba segura que a ella le sucedía lo mismo conmigo.  Siempre me vio como su rival y más, cuando mi madre decidió casarse con su padre y formamos una familia de papel en la cual yo nunca tuve cabida.

—Cuando Magdalena me trate con educación, algo que le hace muchísima falta.

Volví a reír.  ¿Qué más podía hacer?  Claro, despotricar contra ella echándole encima toda mi artillería, pero... ¿para qué?  ¿Conseguiría algo?  No.  Solo hacerle pasar un mal rato a mi madre que se había tomado un tiempo de descanso para vernos y hablarnos.

—Bueno, creo que no hace falta que te diga adiós —.  Caminé hacia la puerta ante la atenta mirada oscura de “La Doña”, lo único que compartíamos ella y yo porque su cabello y color ya no eran los mismos, su forma de apreciar la vida tampoco era la misma con la que solía enseñarme como debía enfrentarme a ella y a las bofetadas del destino. 

—Magadalena, espera, por favor.  No te vayas tan pronto —me pidió, acercándose hasta situarse a unos pasos de mi espalda—.  ¿Estás bien?  ¿Necesitas algo?

Me volteé para clavar mis ojos sobre los suyos por algo más que un breve instante cuando Piedad me regalaba una pérfida sonrisa desde donde se encontraba sentada arreglándose su rubio y largo cabello.  ¿Cómo podíamos ser hermanas y tan diferentes?  Me preguntaba cada vez que la tenía enfrente sin reconocer a la linda niña que un día quise y...  Sonreí por tercera vez, pero más bien con desagrado.  Ya era hora de largarme de allí.

—No.  Gracias, mamá —fugazmente le di un beso en su mejilla al tiempo que la envolvía en un abrazo, al que ella correspondió sin dudarlo.  Por la forma como me estrechaba contra su cuerpo, comprendí lo mucho que se preocupaba por esta indigente andrajosa que tendría que lidiar de ahora en adelante con un incierto futuro, el cual no estaba preparada para enfrentar.

—Sabes que te quiero mucho —me dijo al oído logrando con ello erizarme hasta el último y más fino vello de mi piel—.  Por lo tanto, lo que sea... —un carraspeo de garganta que emitió mi querida “Plastic Girl” nos sacó de nuestros segundos de ensoñación de madre e hija.

—¿Nos vamos a almorzar a “Piamonté”?  ¡Estoy que muero de hambre!

Moví mi cabeza de lado a lado anticipándome a lo que saldría de sus labios.

—Tengo cosas por hacer, mamá.

—Magdalena, hija... —una delicada caricia suya recibí en una de mis mejillas cuando la idiota de Piedad volvía a desanudar su maldita lengua, diciendo:

—¿Cómo buscar un trabajo decente con el que ganarte la vida, por ejemplo?

Un segundo me bastó para dar un paso en su dirección, se lo había buscado, pero mi madre me detuvo insertando sus bellos e hipnóticos ojos sobre los míos a la vez que articulaba, para la mayor de mis sorpresas, lo que jamás esperé que diría.

—Cierra la boca, Piedad.  Respeta a tu hermana.  Y si te refieres a un trabajo de verdad, tú también deberías hacer lo mismo.

¿Era real lo que había oído?  ¡Por favor, que alguien me abofetee ya!

—También soy tu madre, Magdalena, y tú todavía eres mi niña, no lo olvides nunca —me contagió con su bella sonrisa hasta que decidí decirle adiós.  Por hoy ya había oído suficiente.

Rápidamente salí de su oficina oyendo los histéricos y acalorados gritos de Piedad que se escuchaban desde el pasillo.  Cuatro años de edad nos separaban, pero parecía que ella se había quedado estancada en sus dulces dieciséis, aunque la verdad de dulce no tenía nada.  Ni siquiera un limón del más agrio sabor llegaba a comparársele.

Entré al ascensor que abría sus puertas en ese instante y cuando  mi mano se deslizó por el tablero de comandos, una singular pareja que chillaba a viva voz por el pasillo como si estuvieran completamente a solas en un piso que a esa hora se encontraba colmado de personas que iban y venían, decidió hacerme compañía de tan amena manera.  La mujer no cesaba de gritar como una loca endemoniada mientras él intentaba por todos los medios posibles acallarla sin alzar en ningún momento la voz.

—No te atrevas a hacerme esto.  ¡Está decidido!  ¡Quiero el divorcio y lo quiero ya!

El pobre sujeto no sabía qué rayos hacer para controlar a la platinada que, con suerte, le llegaba al hombro y que aún montada sobre unos infartantes zapatos dorados de tacón quedaba reducida a la mitad de su estatura.

—¡He dicho que quiero el divorcio, maldita sea!  ¡Ya no te amo!  ¿Que no lo puedes entender?  ¡No necesito nada de ti!  ¡Olvídame!

¡Vaya con la mujercita de armas tomar!  Le lanzó esa frase para el bronce sin que le faltara el aliento.  Pobre sujeto, pero... si no necesitaba nada del guapo marido que la observaba como perrito degollado, ¿por qué se lo refregaba en el rostro con tanta desconsideración?

—¡Quiero ser libre para rehacer mi vida!  ¡Necesito estar lejos de ti y olvidarme de esto!  Vas a firmar ese documento lo quieras o no porque así lo he decidido, cediéndome todo lo que me corresponde, ¿de acuerdo? 

Aaaaahhh claro... no necesitaba al atractivo moreno, pero sí le enfatizaba con creces que le cediera todo lo que a ella le correspondía.  ¿Algo así como una indemnización por los años de servicio, por ejemplo?  ¡Vaya con la perra afgana esa!

Nota al pie: realice el siguiente ejercicio y gogglee “raza de perros afgana”.  ¿Ya lo hizo?  Bueno, ¡así de igualita era la histérica chillona!  Lo siento tanto por esos pobres animales.  En fin...

Realmente no sé si pensé en voz alta aquella última acotación porque el sujeto me observó apenas terminé de articularla, logrando que la sangre fluyera a mi cabeza en cosa de segundos y ésta ardiera como si fuera en cualquier momento a reventar.  ¡Por favor, dime que no la oíste!

—Lo lamento —se disculpó en clara alusión a todo el espectáculo que su “encantadora” esposa estaba montando en el elevador y a la que le sacaba como mínimo dos cabezas de altura.

Moví las manos en señal de que no me incomodaba en lo mas mínimo cuando realmente lo único que deseaba era bajarme en cualquier piso para dejarlos a solas, porque con la telecebolla de mi vida ya tenía más que suficiente.

—¡¡¿Lamentas qué?!! —Gritó la Pitufina neurótica consiguiendo que saltara de la impresión cuando el elevador se detenía en el décimo piso y ella seguía proclamando a viva voz lo siguiente—: ¡Ya me oíste!  ¡Vas a firmar porque eres un hombre inteligente y sabes que lo nuestro se acabó!

Yo sí la había oído perfectamente, pero él... ¿Un hombre inteligente?  Mmm... estaba dudando de que lo fuera.  ¿Cómo un hombre inteligente y guapísimo como él podía haberse enfrascado en una relación con una gnomo que chillaba más que un barraco?  Quiero aclarar con anticipación que no tengo nada en contra de los pobrecitos gnomos, menos de los barracos.

—¡Espera! —Le pidió el esposo que se encontraba demasiado nervioso, preocupado y notoriamente afectado por todo lo que ella le vomitaba al rostro—.  ¿Por qué me haces esto? 

¡Ja!  Lo afirmé con anterioridad sin ser vidente.  Él no era un hombre inteligente o... claro, cabía la posibilidad de que aún estuviera malditamente enamorado hasta el dedo meñique de sus dos pies de la hormiguita cantora.

—¿Monique?  ¡Monique! —La llamaba y ella pues, ni caso le hacía contoneando las caderas y ese trasero que de seguro se había operado para otro que no fuera a quien yo tenía enfrente y que se veía tan desgraciado el pobrecito.  ¿Y ahora?

El elevador habló por mí cuando las puertas volvían a cerrarse con nosotros dos dentro.

En todo ese largo momento me dio la espalda.  Qué digo, ¡pedazo de espalda que poseía!  Hasta que su grave voz expresó en un murmullo un nuevo “lo siento.  Por favor, dicúlpeme” que me dejó sin habla por la cadencia tan sensual con la que me abofeteó sin siquiera tocarme. 

—Me siento realmente avergonzado frente a lo que sucedió.  De verdad, señorita, no tenía por qué ser parte de todo esto —agregó a la vez que se volteaba y me inyectaba el singular e hipnótico color de sus ojos que eran tan azules como el mismísimo acero.

—No se preocupe.  Solo imagine que no estuve aquí.

Sonrió de medio lado antes de volver a manifestar:

—Si lo hiciera creería fehacientemente que estoy volviéndome loco hablando en un elevador con una mujer que me asegura que no se encuentra aquí conmigo.

—Acéptelo, soy una aparición.  Pero no se preocupe, su secreto está a salvo conmigo .

Bajó la mirada hasta el piso mientras reclinaba su cuerpo contra la pared metálica del ascensor.  Luego de unos largos segundos la alzó tras suspirar y cerrar los ojos.  ¿En qué estaría pensando?  Realmente no me interesaba saberlo porque con observarlo ya me encontraba en la gloria.

Tragué saliva con dificultad.  Ver a ese tipo ya era dolorosamente necesario cuando decidí voltear mis ojos —para no ser tan obvia—, hacia el tablero de comandos que marcaba el piso seis en el cual se detuvo.

—Jamás creí que llegaríamos a este nivel —prosiguió, abriendo de par en par su mirada, pero fijándola en ninguna parte en especial mientras deslizaba sus manos dentro de los bolsillos de su pantalón oscuro de tela que vestía.

—Bueno, solo estamos en el piso seis —le corroboré—, y por lo que sé vamos a seguir bajando así que vaya haciéndose a la idea que descenderá unos cuantos niveles más conmigo.

Ahora sí que sus ojos se quedaron quietos en los míos apenas terminé de hablar.  ¡Santo Dios!  ¡El tipo estaba enojado porque no se refería precisamente a mí!  ¡Rayos y centellas!  Podía advertirlo, podía predecirlo... seguro mi acotación desacertada lo había molestado de sobremanera.  ¡Cuándo iba a aprender a cerrar mi grandísima bocota!

—No me refería a... creo que da igual, señorita.  La verdad, puedo tolerarlo. 

—Seguro que puede. Descender junto a una desconocida no se compara al magnánimo espectáculo que acaba de montar su... —.  ¡Cállate la boca, Magdalena Villablanca, por favor!  ¿Quieres apenarlo más de lo que ya se encuentra?

Y para la mayor de mis sorpresas rió logrando que todo en mí conmocionara de una increíble forma cuando ya me imaginaba que me diría unas cuentas cosas verdaderamente exaltado debido a mi atrevimiento.

—Tiene usted razón.  Si pude con lo que acontenció con mi esposa...

«Ex esposa», le corregí enseguida y en estricto silencio al hombre inteligente que... ¡Wooooowww!  Poseía una increíble sonrisa que derretía a cualquiera; me incluyo y se los advierto, voy primera en la fila.

—Puede con esto, señor.

—¿Señor? —Enarcó una de sus oscuras cejas por la forma en que lo había llamado.

—Sí, eso acabo de decir o prefiere que lo llame “Mister”, “Sir” o “caballero”?

Cruzó sus brazos por sobre su pecho a la vez que volvía a hablar.

—¿Me está tratando de viejo, señorita?

Reí como una boba.  Bueno, siempre consideré que me reía de esa estúpida forma, como una linda bobita.

—Ya veo...

Tercero, segundo, primer piso y ¡listo!  Sana y salva. 

No me moví un solo centímetro desde donde me encontraba y él, por supuesto, se quedó en igual condición, admirándome, hasta que ambos expresamos a coro “planta baja” y volví a marcar en el tablero el -1.

Salimos del ascensor con rumbo a los estacionamientos cada uno por su lado hasta que divisé a mi Mustang de color plateado que sobresalía de entre los coches que se situaban en esa zona del aparcamiento.  ¿Por qué?  Simple.  Porque era un coche clásico refaccionado totalmente espectacular para cualquiera que conociera sobre autos.

Le di al contacto del cierre centralizado a la distancia cuando la voz del sujeto del ascensor me sobresaltó.  Estaba sorprendido.  ¡Qué va!  Estaba excitado contemplando a mi modelito de cuatro ruedas.

—Es una verdadera joya lo que tengo frente a mis ojos.  ¿Es suyo?

—Absolutamente —.  Reprimí una fugaz sonrisa de satisfacción que delinearon mis labios cuando lo vi como no despegaba sus ojos azulados de mi coche al cual admiraba con profunda devoción, tal y como si fuera un pequeño niño baboso.  De acuerdo, eso era predecible que ocurriera porque, para ser sincera, yo también había pasado por lo mismo. Sabía perfectamente qué ocasionaba el Mustang de 1967 en quienes sabían algo más que montar y conducir un vehículo de esta naturaleza.

—El modelo de 1967 es considerado por muchos como el mejor diseño de esa época y, tal vez, de todas —prosiguió, incrédulo de que una mujer tan corriente como yo tuviera en sus manos una bestia como ésta.

—Claro que sí, es el más famoso y adorado del mundo.  Es por ello que el Mustang del 2005 y del 2006 tuvieron tanta aceptación en el mercado, porque se basaron expresamente en el diseño que tiene frente a usted.  Obviamente los hicieron más agresivos, añadiéndoles elementos más importantes en comparación a este —.  ¿Por qué me observaba como si estuviera realmente sorprendido e interesado por lo que oía salir de los labios de una mujer que no era a la vez cualquier mujer que sabía sobre coches?—.  ¿Qué sucede? —Me atreví a formular arrancándole otra de sus derretidoras sonrisas.

—Continúe —me pidió, pero eso me sonó más bien a una clara exigencia.  Este sujeto me estaba poniendo a prueba.  ¿Qué quería conseguir?—.  La escucho.

—Clásico motorizado Ford Shelby Mustang GT 500 de 1967 que más fánaticos tiene en todo el mundo.  ¿Por qué?  ¡Porque es una bestialidad! —Afirmé realmente poseída por lo que ocasionaba en mí este modelito.

—¿Sí?  ¿Por qué lo afirma con tanta seguridad?

—Porque fue el más agresivo de estos coches y el que marcó una estética ultra-masculina de toda una historia —seguía sonriendo verdaderamente complacido, pero yo lo estaba todavía más.  ¿Está preparado para la guerra, Mister?  Porque eso le daré—.  ¿Sabía usted, señor, que enamoró a Nicolas Cage y fue la sensación en la película “60 segundos”?  Muchos la han visto solo por este coche y Angelina Jolie.

—Soy uno de ellos —aseveró bastante entusiasmado.

—¿Por el auto o por Jolie?

—Ambos.

¿Una pizca de inteligencia?  Sí, este hombre definitivamente la tenía.

—Y dígame, señorita, ¿qué fue lo que la llevó a adquirir este modelo en especial?  Por lo que sé no existen muchos en el mundo.

—¿Sabe diferenciar un auto clásico de un simple vehículo, señor?

—Podría asegurarle que algo así no se ve todos los días, porque es considerado una auténtica pieza para un coleccionista.

—Es un placer, soy una de ellos.  Gran motor V8 de 355 caballos de potencia —enarcó una de sus cejas en la cual me fijé que llevaba una cicatriz que no pasó desapercibida para mis ojos negros—. Posee una caja de cambios manual de cuatro velocidades.  Tracción trasera.  Alcanza una velocidad máxima de 208 kilómetros por hora y una aceleración de 0 a 100 en 6’5 segundos —.  Ante su atenta mirada subí a mi auto cerrando la puerta y encendiéndolo para que supiera y comprobara de qué estaba yo hablando—.  Una suspensión delantera de brazos y muelles en espiral, trasero de multibrazos y muelles semielípticos —.  No había que ser muy inteligente para notarlo, estaba fascinado.  ¿Quería más?—.  Frenos delanteros de disco, traseros de tambor.  Su peso exacto es de 1550 kilogramos.  Su relación peso/potencia bordea los 4.37 kg/hp y para finalizar, su tanque de combustible alcanza una capacidad de 60 litros.  ¿Qué le parece mi joyita?

—Bugatti —exclamó para mi evidente sorpresa.

—¿Perdón? —¿Y dónde se suponía que había dejado su pizca de inteligencia?—.  ¿Ha conducido usted uno de ellos?  Lo siento, pero para mí o los entendidos en esta materia no existe la comparación.  Los Bugatti son solo automóviles de gran lujo y competición, aunque debo admitir que me encanta como rugen.  Buenos días, señor, ha sido un enorme placer hablar con usted.  ¡Que tenga un buen resto del día! —.  Aceleré un par de veces, descolocándolo, y cuando se aprestaba a decir algo más salí de allí dejandolo con la palabra en la boca.

«¡The winner is... ME!».

Ya en el departamento de Silvina esperaba que se dignara a hablar prontamente sobre las “cosillas” a las cuales no se había querido referir con anterioridad.

—¿Y? Aparte del vestido, el maquillaje, los zapatos de tacón que tendré que usar como una bendita tortura, ¿qué más debo saber con respecto a la cita con el tipo ese?

—Martín De La Fuente y lencería fina, Magda.

—Por favor, no pongas todo eso en una misma frase.  ¿Quién se supone que es?

Un segundo, dos, quince, treinta...

—Un cliente —me soltó, logrando que con esas dos palabras prestara más atención a lo que decía.

—De acuerdo.  De la agencia publicitaria en la cual trabajas. 

—No, de la Corporación.

—¿Desde cuándo trabajas para una Corporación? —Ingenuamente la miré a los ojos sonriendo como la boba del año.

—Desde... hace algo de tiempo.

Asentí.  Si estaba bien para ella...

—Y... ¿te pagan bien?

—Excelentemente. 

—Genial.

—No es tan genial —exclamó de inmediato, corrigiéndome.

—¿Por qué no?

Y ahí iban de nuevo los diez, veinte, treinta segundos en los cuales guardaba completo mutismo poniéndome más nerviosa de lo que ya me hallaba por tener que asistir a una cita con un hombre al que no había visto en toda mi vida.

—Deberás tomar mi lugar —me recordó—.  No puedes decir que no.

—Está bien.  ¡Qué tan malo puede ser!  Dime, ¿cómo debo comportarme ante ese cliente de la famosa Corporación aparte de disfrazarme de esa manera?

—Prométeme que no saldrás huyendo cuando te lo diga.

—Silvina, no juegues.  Me estás asustando.

Tomó mis manos con las suyas volviendo a repetir la misma frase, pero esta vez asegurándose de que sus ojos penetraran los míos, tal y como si se aprestara a decir algo que se trataba de vida o muerte.

—¡Prométemelo por favor!  Sea lo que sea que te diga te quedarás, me escucharás, no me juzgarás y lo más importante, no saldrás huyendo por esa puerta tratándome de lo peor como si fueras una moralista.

—Silvina Montt, habla o juro que yo...

—Te convertirás en una zorra, Magda.

—¿Qué?  ¿Cómo... dices?

—Tal cual me oíste.  Serás una zorra de pies a cabeza, pero por accidente.  Y nada menos que gracias al mío.