Dieciocho

 

 

 

 

No cesábamos de observarnos con un inacabable silencio reinando a nuestro alrededor.  Sí, un mutismo que nos mantenía nerviosos, pero a la vez desesperados y a la expectativa por oír prontamente uno la voz del otro y viceversa, cuando nuestros pasos nos alejaban más y más de la propiedad sin que nada ni nadie pudiera detenernos.

Suspiré y el también lo hizo como si necesitara aire para seguir respirando o, tal vez, para mantenerse en pie y decirme de una buena vez y para siempre que solo se encontraba aquí para darle fin a todo lo que con un beso robado había comenzado.

—Yo...

Me detuve al escuchar la gravedad de su voz colándose por mis oídos, volteando mi rostro del todo hacia el suyo.

—Tú... —murmuré en un hilo de voz sin saber qué más decir o hacer, cuando su vista azul acero se apoderó totalmente de la mía, penetrándola, quemándola e invadiéndola como si tuviera esa extraña capacidad de ver, con ella, algo más que mi alma.

—Lo siento...

—También yo.

—¿Estás segura? —Una media sonrisa dibujó en su semblante.  ¡Qué va!  Una media sonrisa apabullante que me hizo preguntarme: ¿por qué demonios sonreía así?

—No.  ¿Tú y yo estamos situados en la misma frecuencia?

David relamió sus labios un par de veces a la par que clavaba su vista unos pocos segundos en el verde césped del jardín de la casa.

—Me encantaría que eso sucediera, Magdalena.

Abrí la boca y la cerré pensando únicamente en ese “me encantaría.”

—¿Pero?

David volvió a levantar la vista para invadir con ella la totalidad de la mía.

—¿Pero? —Formuló con extrañeza al no comprender a lo que me refería con esa particular palabrita.

—Sí, obviaste el “pero.”  “Me encantaría que eso sucediera, Magdalena, pero...”

Sonrió encantado, consiguiendo con ello erizarme hasta el más mínimo vello de mi piel.

—No he pronunciado tal palabra.

—¿No?  ¿Estás seguro que no iba inserta al final de tu frase?

Solo movió su cabeza manteniendo su bella sonrisa inserta en sus carnosos labios.

—Perdona, pero no estoy entendiendo nada.  ¿Podrías ser más explícito, por favor?

—¿Segura?

—Es lo que te estoy pidiendo, porque la verdad yo... —no pude seguir hablando al sentir como su figura avanzaba decidida hacia la mía minimizando el espacio que nos separaba, más y más, hasta que sus manos consiguieron ascender lentamente por mis extremidades, por mis hombros, por la curvatura de mi cuello hasta detenerse, finalmente en cada una de mis mejillas, cuando sus ojos fijos en los míos me explicaban a cabalidad lo que entre nosotros iba a suceder en cualquier instante.

—Perdóname —articuló, quitándome la respiración—.  Perdóname por marcharme de tu lado como un cobarde.

Cerré los ojos al evocar a Laura y a Teo en ese crucial instante de mi vida.  ¡Genial!

—No tengo nada que perdonarte.  Tú solo hiciste lo que creíste correcto.

—No —contestó pegando su frente a la mía—.  Estás equivocada.  Debí quedarme, debí escucharte, debí comprenderte, debí abrazarte y, por sobretodas las cosas, debí besarte hasta conseguir que perdieras el aliento junto conmigo.

Tras un par de rápidos parpadeos terminé alojando mi inquieta mirada sobre la suya creyendo que ante cada cosa que decía mi boca ya no conseguiría balbucear ninguna frase más.

—Eso debí haber hecho y no imaginas cuánto me arrepiento por no haberlo llevado a cabo.

—No sabes de lo...

—¿Que hablo? —Me interrumpió, desafiándome con sus labios a los cuales yo deseaba volver a besar con locura—.  Sé perfectamente lo que hablo y lo que quiero, Magdalena, y eso eres tú.

¡Ay madre santa!  ¿Qué reverenda estupidez estaba diciendo?

Tragué saliva con evidente ansiedad y necesidad y dificultad y...

—Céntrate, David.  Por favor, céntrate.

—Estoy más centrado que nunca, señorita Mustang.  ¿Qué no lo ve?  ¿Qué no lo percibe?  ¿Que no advierte que solo ansío perder la cabeza con usted?

—No digas eso, por favor.

—¿Por qué no?  ¿A qué le temes?  ¿A que pueda regalarte la luna si me la pidieras?

¡Santo Dios!  ¡Por qué tienes que torturarme así!  ¡Qué fue lo que te hice!

Su peligrosa boca empezó a atormentar a la mía de la única manera que sabía hacerlo, acercándose y alejándose de ella para tentarla, para incentivarla, para enloquecerla y así obtener un beso que, cuando se hiciera efectivo, para los dos no tendría final.

—Dime que me perdonas.

—No —balbuceé, alimentándome con su embriagador aliento.

—Dímelo, por favor, antes de que...

—Antes de qué, David...

El roce intencional de sus labios con los míos me hizo perder la razón al grado de desearlo por completo.

—¡Antes de qué! —Manifesté desesperada.

—Antes de que te vuelva a besar y a besar una y otra vez sin detenerme

Esto no estaba bien.  ¡No señor!  ¡Esto si seguía así no pintaría para nada bien!

—Discúlpame, pero por tu bien y necesariamente por el mío tú no vas a hacer tal cosa.  Te lo prohibo.

Rió cuando ya su lengua se aprestaba a delinear el contorno de mi labio inferior.  ¡Maldita sea!

—¿Sabías que para un ladrón como yo todo está permitido?

¡Ja!  Ladrón innato querrás decir.

—No, David, no todo.

—Sí, señorita Mustang, todo.  Y cuando me refiero a todo es “todo” en el claro y único significado de esa palabra.

Repentinamente temblé al percibir el tibio contacto de la punta de su lengua deslizarse por cada comisura de mi boca, de un extremo a otro, quedamente, dulcemente, tiernamente y amenazadoramente también.

—¿Me volverás a besar y pretenderás con ello olvidar todo lo que te conté?

—No.  Te volveré a besar porque vi algo en ti que me gusta, algo que me encanta y algo que logra hacerme perder la razón. 

—¿Qué?  ¿Algo?

—Sí.  Vi algo más que ternura, algo más que espontaneidad y algo más que belleza que me cautivó y que ya no sé como explicar.  Esa belleza que va más allá de la belleza física que no puedes simplemente ver porque es única, Magdalena; tan única que con solo contemplarla sabes que no existe otra que se le parezca.

—David, por favor, ya no más.

—Sí, hay más, lo siento.  Porque contigo siempre habra más y querré más de lo que poseo.  ¿Y sabes el por qué?

Moví mi cabeza hacia ambos lados como una autómata pretendiendo ocultar todo el pavor que me producían sus tan claras palabras.

—Porque también vi en ti tristeza, vi en ti desazón y vi en ti  descilución al ver que partía de tu lado como un imbécil cuando solo deseaba quedarme.

—Pero no puedes quedarte, no así.

—¿Estás segura? —Volvió a formular, pero sonriendo como un pequeño niño que se apresta a cometer una más de sus travesuras.

—Sí, porque querer, desear y por sobre todo “amar” es un tanto peligroso y complicado, David.

—No te preocupes por mí —se detuvo fulminándome con su abrasadora mirada—, sé de eso —respondió, asaltando finalmente mi boca en un descomunal beso que nos acalló, encendió y quemó la piel en tan solo un segundo.  

Me aferré a su boca, a su cuerpo e inevitablemente a ese momento entregándome a cada una de sus caricias, a cada arremetida de su furiosa lengua, a cada roce intencional y a cada significativo movimiento con el cual me daba a entender que me deseaba desesperadamente como yo también lo ansiaba a él de la misma manera.

—No pedí sentir esto por ti... —susurró entre beso y beso que me daba, deslizando por mis hombros sus cálidas manos directamente hacia mi espalda para estrecharme más y más contra él, cuando las mías hacían lo suyo, alzándolas, hasta dejarlas caer en su sedoso cabello—... te fuiste metiendo por sobre y debajo de mi piel y ahora no sé qué hacer sin tenerte.

—Yo sí lo sé, David.  Puedes... comenzar por olvidarme.

En un patente acto de provocación que solo consiguió excitarme aún más, se apoderó de mi trasero para así alzar mis pies rápidamente del piso mientras mis piernas automáticamente respondían a su inesperado movimiento aferrándose a sus caderas.

—¿Te parece que podría olvidarme de ti cuando solo quiero estar contigo?

Jadeé al instante porque eso, ciertamente, no había sido una más de sus preguntas capciosas.

Siguió asaltando mi boca con frenesí, con entusiasmo, con pasión y ansias de querer despojarme de mi ropa y a la vez de todos mis temores que parecían desaparecer cuando él me besaba así, tan fervientemente.

—No es una buena idea estar conmigo.

—Eso déjamelo a mí —acotó, cuando su cálido aliento empezaba a hacer sus primeros estragos en mi entrepierna y en él... bueno, el bulto que sentí a la altura de mi cavidad pues, ya me lo decía todo.

—Hablo en serio —gemí en su boca al conseguir separarme unos pocos centímetros de ella—.  Soy demasiado melodramática para ti.

—¿Me creerías si te digo que necesito un poco de melodrama en mi vida?

Puse los ojos en blanco tras situar mi cabeza a un costado de su cuello, cerciorándome de la posición en la que me encontraba y nada menos que a unos cuantos pasos de la casa y del Australopithecus Histéricus de Gaspar.  Por lo tanto, haciendo acopio de toda mi racionalidad, que en ese momento se me había disparado hacia las nubes, volví a fijar mi mirada sobre la suya, añadiendo:

—Un segundo.  ¿Cómo fue que llegué a aquí?

David sonrió relamiendo, a la par, sus carnosos y sexys labios.

—Mmm... solo puedo afirmar en mi defensa que estoy bastante a gusto.  ¿Tú no?

—Se suponía que íbamos a charlar —con una de mis manos recorrí delicadamente el contorno de su mejilla.

—Ese era el plan que barajé desde un principio.

Seguí acariciando su fuerte mentón percibiendo que le encantaba que lo tocara de esa forma.

—Pues, plan o no me vas a bajar ahora mismo, por favor.  ¿No te das cuenta que estamos brindando un espectáculo?

Alzó sus hombros como dándome a entender con ello que no le importaba en lo más mínimo lo que vieran o expresaran los demás.

—Te lo repito, yo me encuentro bastante a gusto contigo, así —sus labios buscaron los míos, los cuales le entregué rindiéndome al placer de volver a disfrutarlos, enredando mi lengua con la suya en un pecaminoso baile que conseguía hacerme perder la cabeza al sentirla hurgar dentro de mí como si deseara recorrerme por completo.  De solo pensar en ella y en qué otras cosas podría hacer esa afanosa condenada gemí como si la deseara, como si la anhelara, como si la ansiara con desespero ahora más que nunca, pero en otras partes de mi cuerpo.

—Y yo te lo repito... hablo en serio, David —a regañadientes, y tras batallar con mi bestia excitada interior, liberé su boca de la opresión de la mía—.  Esto... —me detuvo mordiendo sensualmente uno de mis labios con sus dientes.

—Es lo que quiero —confirmó como si no tuviera más dudas al respecto—.  Y lo quiero tanto que no me voy a rendir hagas lo que hagas, digas lo que digas.  ¿Me estás oyendo?

Suspiré como si lo necesitara.  ¡Qué va!  ¡Vaya que lo necesitaba después de este tan intenso y caliente momento!

—Devuelve mis pies al piso, por favor —conseguí que eso hicera unos segundos despues—.  Gracias.  ¿Cómo es eso de que no te vas a rendir?  ¿Qué no me escuchaste?

Un nuevo beso que me robó logró acallarme de inmediato.

—Claro que te oí, pero ahora necesito que me oigas tú a mí.

Algo atontada, por todo lo que conseguía hacer conmigo con tanta facilidad, lo observé mientras lograba recomponerme.

—Estoy aquí pretendiendo lograr que no me apartes de tu vida.

—Pero...

—Pero nada, Magdalena.  Los peros no existen en mi vida, aunque en la tuya sí exista el melodrama con el cual sé que puedo convivir y, por ende, lidiar.

Crucé mis brazos a la altura de mi pecho evocando la decisión que había tomado hace varios minutos atrás y que ahora me parecía lo bastante estúpida y absurda. ¿Olvidarme de los jodidos y necesarios hombres?  ¡Ja!  Eso sería como... ¿dejar de respirar, por ejemplo?

Me alejé unos cuantos pasos de él mientras me movía como un can encarcelado dentro de mi propia prisión de hierro.

—¿Qué ocurre? 

—Estoy pensando —contesté, dándole la espalda.

Sentí sus pasos avanzar hacia mí al mismo tiempo que oía la voz del Gringo y lo veía salir apresuradamente del taller con destino hacia donde se encontraban las grúas, estremeciéndome gracias a la interrogante que David formuló, abiertamente.

—¿Todo está bien?

Por inercia moví mi cabeza, negándoselo.  Luego de ello, no escuché su voz, pero si me volteé hacia él para contemplar una vez más su incomparable mirada un tanto expectante.

—Lo siento, pero no todo está bien conmigo.

David clavó la vista en el piso antes de volver a decir:

—¿Qué ocurre?  ¿Ya no hay espacio suficiente para mí dentro de tu impenetrable corazón de titanio?

¡Ouch!  ¡Directo al blanco!

Suspiré reteniendo su pregunta en mi mente por varios segundos antes de animarme a responder, pero muy honestamente:

—Por ahora, no sé lo que quiero.  Por ahora me siento demasiado avergonzada por todo lo que te relaté.  Y por ahora... solo quiero y necesito solucionar lo que tengo pendiente.

—Deja que te ayude a hacerlo.

—No.  No es tu problema.

—Magdalena, por favor.

Retrocedí unos par de pasos más hasta conseguir que un enorme espacio lograra distanciarnos.

—No.  Lo siento.  No puedo permitir que lo hagas.

—¿Por que no? 

—¡Porque no es tan simple, David!  ¡Y porque en mi maldita cabeza solo hay un enorme caos!

—¿Debido a Teo?

Asentí, asombrándome de mi cuota de sinceridad y de no querer arreglar esta situación a mi antojo con otra de mis jodidas mentiras piadosas.

—No puedes olvidar de la noche a la mañana a quien quisiste con todo tu corazón, menos pretender enredar tus sentimientos con alguien que, indudablemente, merece algo mejor en su vida.

—No quiero a alguien mejor en mi vida.  Yo te quiero a ti para que mejores mi vida.  Así que no lo sientas tanto y solo ven a aquí —alzó una de sus manos hacia mí para intentar con ella alcanzarme—, por favor —replicó sin querer dar su brazo a torcer.

—Iré cuando consiga acabar con todo esto.  Por ahora, no me pidas más de lo que puedo dar.  Lo siento —percibí un nudo alojarse a la altura de la boca de mi estómago—.  De verdad, lo siento muchísimo —me volteé para comenzar a caminar de vuelta a la casa.

—¡Sabes que no me rendiré! —Oí a mi espalda—.  ¡Sabes de sobra que siempre estaré aquí, esperándote!

«Lo sé», pronuncié en completo silencio, porque sabía que esa era una verdad que para él y para mí no admitía discusión alguna.

—¡Entonces, empieza a caminar, Mister! —Exclamé a la distancia, sobresaltándolo con mi extraña acotación—.  ¿O qué?  ¿Crees que te dejaré partir de aquí sin haber probado un solo bocado? —Y sonreí, cuando él lo hacía conmigo de la misma manera.

 

Terminaba de ordenar el grandísimo desorden que Gaspar tenía regado en su oficina comparándolo ineludiblemente con el que tenía yo, pero al interior de mi cabeza.  ¿Qué este hombre no sabía lo que significaba la palabra “ordenar”?  Creo que no, por lo que tenía acumulado en todos lados.

Me aboqué a mi tarea mientras él, junto a la ventana, charlaba animadamente a través de su móvil con uno de sus clientes, diciéndole:

—Sí, no te preocupes, “los papeles” —subrayó, admirándome de reojo—, aún siguen aquí y pretendo que aquí se queden.  Claro que sí, cuenta con ello.  ¿Cuándo te veré?  Eso suena excelente.  Realmente excelente —sonrió, pero esta vez regalándome un guiño con uno de sus ojos castaños—.  Voy a cuidar del “prototipo” hasta que llegues.  Confía en mí, ¿cuándo te he defraudado?  Sabes de sobra que es un placer, aunque la verdad, aún le faltan algunos tornillos por apretar y su motor todavía tiene uno que otro circuito suelto.

¿Y así Gaspar pretendía vender una de sus creaciones?  ¡Válgame Dios! 

Lo oí reír como si me hubiera escuchado y como si “su cliente” se lo estuviera tomando todo de maravillas.  Al parecer, estaba tan chiflado como él para adquirir un vehículo en semejantes condiciones.

—Sí, sí, estará todo bien hasta tu llegada.  Eso intentaré.  ¿Qué cuento con todo tu apoyo?  ¡Eso suena genial!  La verdad, no esperaba menos de ti...

Él y su labia... con ella ya tenía al futuro comprador chiflado metido en el bolsillo.

Intenté no poner más atención en su dichosa conversación con el “cliente ese” dedicándome a lo realmente importante, cuando el sonido del motor de la grúa en la que había salido disparado El Gringo nuevamente llegó al taller, consiguiendo con ello que Gaspar sacara la mitad de su cuerpo por la ventana para cerciorarse qué era lo que cargaba en ella.

—¿Podrías hacerte cargo, Magda? —Interrumpió su charla por el móvil para formulármelo, advirtiendo como levantaba mi rostro hacia él bastante desconcertada.

—¿De qué quieres que me haga cargo?

—Del cliente que viene con Fitz.  Por favor, estoy ocupado y esto también es importante.

—¡Pero no sé como debo lidiar con uno de tus clientes!  ¿Qué quieres que le diga?

—Lo harás genial, sabes mucho sobre vehículos.  Ah, es un Maserati y, por favor, usa toda tu dulzura, ¿quieres? —Consiguió con ese particular detalle sobresaltarme de inusual manera—.  Ve, por favor, y asegúrate de entretenerlo mientras termino de hablar con el cliente que aún tengo al teléfono.

Después de bufar como un animal, dejé todo sobre el escritorio y salí de su oficina arrastrando mi pies y a la vez tratando de pensar en lo que manejaba sobre los benditos Maseratis y... ¿Emanuelle?  ¿Por qué diablos tenía que evocarlo en este instante? 

“Porque él conduce uno de esos, ¿por ejemplo?” Escuché una maquiavélica voz susurrándomelo al oído.

—Claro.  Gracias por el detalle —manifesté en voz alta ya aprestándome a abrir la puerta que separaba la casa del taller cuando... ¡Rayos, truenos, relámpagos y centellas!  ¿Qué hacía él aquí hablando con El Gringo junto a su Maserati chocado?

—Pero... ¿y esto? —Inquirí sin podérmelo creer al abrir mis ojos como platos al tiempo que Emanuelle se volteaba hacia mí, al parecer, sin un solo rasguño en su semblante.

—Es un Maserati horriblemente chocado en el costado, Magdalena —me informó Fitz como si yo estuviera ciega para no notarlo, cuando la verdad todo lo que podía ver eran los ojos de Emanuelle depositados en los míos corroborándome que todo estaba en perfectas condiciones.

—¡Qué desperdicio! —Me situé a un lado del coche para admirarlo de mejor manera constatando que ambos no dejaban de observarme algo perplejos por mi “considerada” exclamación.

—Fue lo mismo que pensé yo, pero por respeto a nuestro cliente decidí no expresarlo en voz alta.  Te presento a...

Volteé la mirada hacia él tras dibujar en mi semblante una prominente sonrisa.

—Gracias, Gringo, pero ahórrate las presentaciones.  Al dueño de esta joya lo conozco.  ¿Qué se supone que ocurrió, Emanuelle?  ¿Quisiste constatar cuán dura era la carrocería del coche que usualmente sueles conducir?

Fitz se rascó la cabeza al no entender qué ocurría y Emanuelle, por su parte, solo se limitó a cruzar sus extremidades por sobre su pecho antes de asentir y sonreír.

—¿Y? —Lo insté a que respondiera—.  ¿O se te cruzó un muro de contensión?

—Es bastante cruel, ¿no? —Aseguró El Gringo.

—Y demasiado sincera y sarcástica —admitió Emanuelle interviniendo en la conversación—.  ¡Qué tal, Magdalena!  ¿Cómo estás?  Yo muy bien, gracias.  Y sí, también me encuentro de maravillas después de mi accidente.

Me arrancó con ello una enorme sonrisa que no pude dejar de dibujar en mi semblante, pero también una patente preocupación mientras notaba como Dallas iba y venía con su mirada desde la mía y hacia la de Emanuelle.  Pobrecito, aún intentaba comprender lo que ya era más que claro a los ojos de cualquiera.

—Yo me hago cargo de él —dije, sin especificar si se trataba del cliente o del coche en sí.

—¿Sabes de mecánica?  ¿Tú?

—Sé mucho más de lo que cualquier mujer quisiera saber sobre vehículos.  Pero no hablo de él, sino de este otro “él” —señalé con mi dedo pulgar al hombre de cabello castaño, barba de algo más de tres días, pero recortada en el semblante, mirada atrevida, desafiante e inquisidora y figura monumental digna de una obra de arte.

—Si tú lo dices.  ¿Dónde está Gaspar? 

—Terminando de hablar con un cliente chiflado —me acerqué para analizar la prominente hendidura del coche que tenía inserta en su costado izquierdo.

—Gracias por el dato.  Pero un consejo, si sigues tratando con tanta cordialidad a cada uno de nuestros clientes, el taller y todo el prestigio que nos hemos ganado no se dispararán precisamente hacia las nubes.

No respondí, solo dejé que fluyera de mí una sorisita despiadada al tiempo que lo oía agregar “voy por el jefe.  Con permiso.”

Delineé cada uno de los raspones de la carrocería comprobando, fehacientemente, que sí había sido un muro de contensión el causante de su accidente.  ¿En qué rayos estaría pensando para no verlo?

—Definitivamente se te cruzó un muro de contensión por el costado. ¿Debido a qué si puedo saberlo?

—Eres buena —se acercó a mí dando un par de pasos—.  ¿Cómo fue que lo supiste?

Rocé uno de mis dedos por la superficie dañada, mostrándole enseguida los restos de concreto que todavía quedaban en ella

—Me retracto.  Eres fenomenal.

—Fenomenal o no quiero mi respuesta.  ¿Qué sucedió?  ¿Cómo fue que chocaste?  ¿Estás bien?  ¿Te sucedió algo? —Sin quererlo o con quererlo terminé depositando una de mis extremidades sobre una de las suyas.

—¿Quieres una respuesta cuando has formulado cuatro preguntas?

—Ya me conoces.  Hablo demasiado en muy poco tiempo y me gusta profundizar.  Ahora responde sin tanto rodeo.  ¿Cómo fue que un diestro conductor como tú terminó chocando contra un muro de contensión?  Y por favor, asegúrate de responder todas las preguntas anteriores también.

Asintió nuevamente tras suspirar como si lo necesitara para seguir existiendo mientras notaba mi mano en su brazo, la cual retiré, prontamente, como si hubiera cometido el peor de los errores al tocarlo.

—Lo siento, no debí...

—Necesitaba una excusa para encontrarte.

Se me congeló la piel y el corazón en cosa de segundos al asimilar lo que había oído de sus labios.

—Una buena excusa para llegar hasta aquí y poder hablar contigo de muchas cosas que están sucediendo y que van a suceder.

Contemplé el Maserati, luego lo contemplé a él y también lo hice con todo lo que nos rodeaba intentando comprender qué diablos significaban sus palabras.

—¿Una excusa? —Tomé mucho aire antes de proseguir—.  ¿Una buena excusa, Emanuelle?  ¿Qué te ocurre, por Dios?  ¡¿Estás soberanamente loco o, de pronto, se te achicharraron las neuronas?!

Se encogió de hombros sin afirmar o negar lo que había exclamado con tanto énfasis.

—¡No puedo creerlo!  ¿No podías venir hasta aquí como suele hacerlo la gente normal y preguntar por mí, por ejemplo?

Rió de maravillosa manera como si no le importara lo más mínimo cada uno de mis regaños y furiosas acotaciones.

—Y te estás riendo.  ¡Qué descaro!  ¿No te importa que me preocupe por ti?

Ante aquella interrogante su maravillosa sonrisa se le desdibujó del rostro.

—No es necesario que te preocupes por mí.

—Pues,  ya es tarde para eso porque lo hago y porque no me parece una manera racional de venir hasta aquí y... —me detuve abruptamente—.  Un segundo.  Solo Silvina sabe que estoy aquí.  ¿Cómo rayos me encontraste?

—Gracias a ella —me confió sin negármelo—.  Como te lo comenté con anterioridad, necesito hablar contigo de muchas cosas que están sucediendo y otras que van a suceder.

Entrecerré la mirada al instante.

—Se trata de todo el lío en el que estoy envuelta, ¿verdad?

—Sí, y otras más.

—¿Qué otras más?

—Otras que... —pero no pudo seguir hablando al oír la voz de Gaspar irrumpiendo en ese sitio e interrumpiendo nuestra conversación que me había dejado más que intrigada. 

—¡Vaya, vaya!  ¿Qué tenemos aquí? 

Un loco de mierda que tenía muchas cosas que contar y para lo cual había decidido nada menos que chocar el coche de lujo que solía conducir para la zorra mayor y así llegar hasta este taller con una buena excusa bajo el brazo.  Fantástico, ¿no?  ¡Maravilloso!

 

Después de que Gaspar analizara en detalle el vehículo junto a Fitz y ambos le dieran el presupuesto final de cuanto costaría el arreglo, Emanuelle y yo salimos del taller con rumbo hacia los estacionamientos.  El muy cabezota aún no hablaba sobre esas “otras cosas” y ya me estaba poniendo nerviosa con sus recurrentes negativas, además de crear en mí un terrible mal humor.

—¿Y?  ¿Vas a hablar sí o no?

—Sí, pero no aquí.

—De acuerdo.  ¿Dónde quieres hacerlo?

Fugazmente, sus ojos aniquilaron a los míos al oír mi subliminal interrogante.

—Lejos de aquí si te parece bien.  Y en un lugar no tan público, por favor.

Eso me hizo sonreír, pero acaté su orden indicándole mi coche que se encontraba estacionado a un costado del inmueble.

—De acuerdo, señor pudoroso.  Iremos en mi auto.

Creo que el modelito lo dejó sin habla.  Para qué voy a entrar en detalles si saben qué me refiero específicamente a mi Mustang Shelby de 1967 que causaba furor en todas partes y más, frente a los hombres.

—Sí, es absolutamente mío —me aventuré—, pero otro día te contaré la historia sobre cómo llegó a mis manos.  Por ahora, solo quiero escucharte a ti.  ¿Tienes alguna objeción al respecto antes de montarte en él?

—Ninguna —volvió a situar su aniquiladora mirada sobre la mía, aquella que a todas luces me revelaba que algo no andaba bien con él.

—Me parece perfecto, pero antes quiero saber...

—¿Qué quieres saber, Magdalena?

—Toda la verdad, incluida la de tu accidente sin que dejes nada en el tintero.  ¿Puedes darme eso y dejar tus constantes evasivas de lado, por favor?

Dos, cuatro, seis, diez segundos y Emanuelle no decía nada.

—Por favor —repliqué, dándole al cierre centralizado del coche—.  No puede ser tan malo, ¿o sí?

—Depende de qué punto de vista lo veas.

—¿Hay varios puntos de vista, Emanuelle?

—Los hay, Magdalena.  Los hay.

—Pues, por ahora solo me conforma conocer el tuyo.

—De acuerdo.  Entonces, eso haré.  ¿Estás lista para escuchar una historia?

—Sí, completamente lista y dispuesta.

—Pues bien, porque esta historia comienza así...