Tres

 

 

 

 

La observé.  Me observó.  ¡Mierda!  Nos contemplamos como si fuéramos dos perfectas desconocidas sin nada que decir o hacer hasta que Silvina ya no pudo guardar silencio y vociferó exaltada de una buena vez lo siguiente:

—¡Si vas a decir algo hazlo ya, que tu mutismo me está matando!

Aunque lo deseaba no podía.  ¿Por qué?  Sencillamente, porque la única palabra que venía con fuerza a mi mente era “Puta”.

—¡Magdalena, por favor!  ¿Querías que te mintiera?

—Lo has estado haciendo por... ¿Cuánto tiempo? —Me levanté apresuradamente del sofá para tomar mis cosas.  ¿Iba a marcharme sin oírla?  Al parecer, eso pretendía hacer. 

—Y qué querías que hiciera si sabía cómo ibas a reaccionar.  ¡Mírate!  ¡Solo falta que me trates como a una ramera y asunto arreglado!

—Entonces dime que no lo eres.  ¿Puedes hacerlo?

—¡Pues no lo soy! —Chilló.

Tomé el pomo de su puerta, deteniéndome, ante lo que había oído.

—“Te convertirás en una zorra, Magda” —cité sus propias palabras antes salir de su departamento—.  ¿Lo dijiste o no?

—Lo dije —afirmó, pero tras un prominente suspiro—, pero esas dos palabras no poseen el mismo significado.  ¿Quieres que te dé un diccionario para que lo compruebes por ti misma?

Me volteé para encararla, pero cuando la tuve enfrente y admiré su rostro y, en especial, el brillo de sus ojos preferí obviar aquellas palabras y reemplazarlas por otras.

—No puedo creerlo.  Me pides que me convierta en una “zorra”.  ¿Quién crees que soy?

—Mi amiga y yo la tuya.  La única que puede ayudarte por ahora.  Necesitas el dinero.  La liquidación de tu finiquito no te durará toda la vida, ¿lo sabes, verdad?

Me atraganté con lo que me decía de tan suelta manera y estallé gritándole al rostro lo que no deseaba expresar, pero que de igual forma salió de mi boca disparado como una mismísima bala de cañón dispuesta a dar en el blanco.

—¡Eres una imbécil!

Abrí la puerta ante sus acalorados gritos y sus lentos movimientos, porque Silvina se veía demasiado ridícula pretendiendo caminar con la extremidad escayolada al igual que si fuera un pirata cargando su pierna de palo.

—¡Tú también lo eres, moralista del demonio!  ¡No puedes hacerme esto!  ¡Ni siquiera sabes de qué se trata y...!

—¡No me interesa llegar a saberlo!  ¡No pretendas convertirme en alguien que no soy!  ¿Zorra?  Tu abue...

—¡Un segundo! ¡No te metas con mi abuela! —Me interrumpió, eufórica—.  ¡Qué de paso tiene la mente más abierta que la tuya!

—¡Vete a la mierda, Silvina Montt! —.  Cerré la puerta de un solo golpe oyendo como ella, desde dentro, gritaba sin contemplación. 

—¡Cobarde!  ¡Eso es lo que eres y serás el resto de tu vida!  ¡Solo te dejas llevar por lo que crees saber!  ¡Abre los ojos, Magda!  ¡Por una vez en tu vida, mírate, y abre los ojos, maldita sea!

Bajé las escaleras raudamente hacia el primer piso autoconvenciéndome que nada de lo que me había dicho era real, cuando sabía muy bien que Silvina no mentía.

Salí del edificio echando chispas por mis ojos, pero antes de darle al cierre centralizado de mi coche grité con una fuerza increíble que detuvo, al instante, a una pareja de ancianas que por la acera caminaban.

—¡¡¿Qué?!! —Las admiré enfurecida—-  ¿Nunca han tenido un día de mierda?  ¡Pues yo sí y este es precisamente el mío!

Me observaron como si estuviera chiflada.  No las culpo, lo estaba, y me di cuenta de eso al comprender las palabras de Silvina.

Me volteé hacia el edificio, bajé mis propias revoluciones, me calmé y tomé aire repetidas veces antes de frotarme el rostro con mis manos decidiendo, coherentemente, que lo mejor era regresar y encarar la situación por problemática que ésta fuera.  ¿Por qué?  Porque por un lado me sentía bastante culpable por el accidente que había padecido y por el otro... ¡Santo Dios!  No me lo quería llegar a imaginar.

—Por tu bien espero que seas convincente, Silvina Montt.  Te lo advierto.  Por tu propio y condenado bien espero que seas realmente convincente, maldita sea.

 

No paraba de dar vueltas por la sala de su departamento con ella observándome de reojo sentada en uno de los sofás.  No hablaba, sabía que aún me encontraba lo bastante ofuscada y contrariada para emitir palabra alguna.  Por lo tanto, me otorgó el tiempo necesario para descargar mi ira en completo silencio antes de decir:

—¿Podemos retomar la charla como dos mujeres sensatas?  Siéntate, por favor.

Lo hice.  Sensata o no me había cansado de dar vueltas como una loca de atar.  Y yo no era precisamente una loca de atar o...  ¿me estaba convirtiendo en una de ellas?

Al momento de reclinar mi espalda contra el sofá Silvina volvió a apoderarse de mis manos con ternura.

—Por favor... —prosiguió—... no soy una puta como te lo estás imaginando.

—No imagino nada.  Solo quiero y espero que hables con la verdad.

—Gracias —dijo, sorprendiéndome—, por regresar.  Por un momento pensé que te habías largado para no volver jamás.

Enarqué una de mis cejas en clara señal de que estaba dándole demasiadas vueltas innecesarias a todo este asunto que poseía un solo nombre, “Zorra”.

—De acuerdo, Magda, si expandes tu mente es bastante simple de asimilar.

¿Simple?  ¿Había dicho “simple”?  Se me desencajó la mandíbula al oírla hablar con tanta naturalidad.

—Podrías ser más específica, por favor, que no estoy entendiendo nada.

—Ellos pagan por un servicio de calidad —comenzó.

—¿Ellos?  ¿Qué tipo de servicio de calidad es ese? —Escandalizada por su primera acotación elevé el tono de mi voz sin quererlo.

—Sí, ellos.  Y te pediría como favor especial que bajaras tus desciveles que me encuentro a tu lado y todavía puedo oírte perfectamente.  No estoy sorda.

Suspiré rodando los ojos, comprendiendo así que esto tenía para largo.

—Sin más interrupciones, continúo.  Existen varios tipos de servicios con tarifas diferentes y preferenciales en los cuales desarrollamos todo nuestro potencial y dotes histriónicos, ¿sabes?  Ellos juran que nos utilizan para brindar un buen espectáculo cuando, más bien, somos nosotras quienes los utilizamos a ellos para darnos a conocer en nuestra ascendente carrera.

¿Ascendente carrera? ¿Tipos de servicios?  ¿Potencial y dotes histriónicos?  «¡Madre mía!».

—Detente —exigí, soltando una de sus manos—.  Me dijiste que tendría que convertirme en una zorra y todavía no me has explicado a cabalidad que significa eso.  ¡Cómo mierda pretendes que diga “sí” a ello si todavía no logro entender nada!

—¿Eso significa que lo harás? —Sonrió realmente complacida viéndome mover la cabeza de lado a lado.  ¡En qué momento de insensatez había decidido regresar a su departamento!  ¡Demonios!—.  ¡Lo harás! —Repitió ahora convencida—.  ¡Sí, lo harás! —Chilló esta vez, pero abalanzándose contra mí radiante de felicidad—.  ¡Lo sabía! —Y yo, porque si no hubiese sido porque tenía la pierna escayolada debido al accidente la habría enviado de paseo a la mismísima África sin boleto de retorno.

—No cantes victoria que aún me debes muchas explicaciones y...

—Nos quedan dos días, Magda.  Que prefieres, ¿teoría o práctica? —Sentenció, guiñándome a la par uno de sus ojos claros.

“Práctica” expresé sin dudarlo porque la teoría se la podía meter por donde mejor le cupiera.

—Entonces manos a la obra, preciosa, que lo primero es lo primero —se levantó del sofá, tambaleándose, pero sin perderme de vista.

—Silvina, todavía no me has dicho lo que quiero saber con respecto a...

—Silencio.  Aquí la que manda soy yo.  Poseo cuarenta y ocho horas para convertirte en toda una zorra —me admiró detenidamente tras morderse una de sus uñas—.  Pero antes de comenzar necesitamos un nombre que te caracterice.

—¿Nombre? Perdón, pero... ¿ya olvidaste el mío?

—El “Santa Magdalena” no me sirve para nada, menos para que formes parte de la Corporación.

—¡Qué mierda es la Corporación!

—Te lo explicaré más tarde.  Por ahora debo ocuparme de cosas más importantes que esa.  Un nombre... un jodido nombre.

¿Más importante que saber en qué lío me estaba metiendo?

—¿Cuál es el modelo de tu vehículo?

—Un Ford... ¿Por qué lo preguntas?

—Solo limítate a contestar.  ¡Cuál es el maldito modelo de tu coche, Magda!

—Un Ford Shelby Mustang...

—Shelby... Shelby... No.  Necesitamos algo más artístico, más audaz.  Como decirlo... ¡más Hollywoodense!

¡Oh no!  Silvina se estaba pasando de la raya.  ¿Hollywoodense?

—Déjame pensar —cerró sus ojos por un largo instante mientras se masajeaba su sien con la yema de sus dedos—.  Lo tengo —expresó de pronto, abriéndolos—.  Esa película... la de los autos...

—Existen muchas películas sobre autos.

—De los tuyos, Magda, de esos en particular.  ¿Cómo me dijiste que se llamaba esa que te encanta?

—“60 segundos” —.  Si me salía ahora con el “Angelina” me iba a conocer y no de grata manera.

—Ya, pero en esa película el vehículo poseía un nombre especial, ¿cierto?

Bufé.  Ya sabía yo a qué se refería con ello.

—Eleanor —recordé.

—Eso era.  Mmm, veamos... Eleanor, Eleanor... me suena más a... —sonrió despiadadamente— ¡Sí! —Articuló al fin chillando como una loca desatada, logrando con ese horrible sonido erizarme la piel—.  ¡Lo tengo!

—¿Lo tienes?  Dime que no voy a oír una barbaridad de las tuyas porque...

—Leonora.

Y otra vez se me desencajó la mandíbula al oírla.

—¡Olvídalo!  ¡No pienso llamarme de esa manera!

—¡Oh, sí!  Te llamarás Leonora “la cazadora” y punto.  ¡Soy una genio!

Definitivamente era una genio a la que iba a estrangular.

—Ni lo sueñes.  Ahora explícame, ¿sexo con el tipo ese?  Dime que no pagó por ese servicio privilegiado, por favor.

Se mordió el labio inferior mientras me admiraba y pretendía, a la par, contener la risa.

—Bueno, eso no está especificado, pero...

Se me cortó la respiración en esos escasos segundos que se mantuvo en un inusitado silencio.

—Tranquila.  Lo que suceda después de la cena será solo problema tuyo, “Leonora”. 

«¿Cómo que sería solo problema mío?».

—Me refiero a que... si te quiere “comer” con sus manitos y tú a él eso ya no entra dentro de la tarifa. Ambos lo pueden pactar. Tú decides.

Entrecerré la vista intentando asimilar lo que decía.

—¿Pactar?

—Eso dije, Magda.  Pactar, llegar a un acuerdo, ¿me sigues?  Nuestro trabajo se basa específicamente en servir como “Damas de compañía” de quienes solicitan y pagan por “nuestros servicios”.  Somos y seremos ante todo “Damas de prestigio y calidad”.  Y bueno, lo demás queda a tan solo nuestro criterio.  Como decimos en la Corporación, “libertad de acción, querida”.

«¿Libertad de acción?».  Me levanté del sofá sin saber qué decir hasta que la oí como proseguía muy segura de sí misma.

—No te preocupes, lo harás bien.  Tengo fe en ti y en tus dotes actorales.

—Sí, sumamente bien —repetí con ironía viendo como se acercaba a su mesa de trabajo de la cual tomó una carpeta de color negro.

—Aquí está todo lo que necesitas saber con respecto a esa cita —me la lanzó a las manos antes de que pudiera reaccionar—.  Revísala por ti misma, por favor.

Esto tenía pinta de... ¿Un expediente?

—Tu expediente —especificó, leyendo mi mente—.  Aquí nada queda al azar, preciosa.  Prestigio y calidad por sobretodo, recuérdalo. 

Cerré la carpeta cuando ella aún no me quitaba los ojos de encima empapándose de cada reacción mía por mínima que ésta fuera.

—¿Algo más que deba saber?

Movió su cabeza hacia ambos lados al tiempo que se acercaba, cojeando, antes de dedicarme la más hermosa de sus sonrisas despiadadas y decir:

—Por de pronto... Bienvenida a la “Corporación Z”, Magda, una comunidad un tanto particular que te abrirá... algo más que sus puertas.  ¡Felicidades!

 

Esa noche y frente a mi atril no paraba de pensar en lo que había sucedido esta tarde y más, teniendo el famoso expediente sobre mi mesa que se situaba a un costado del juego de brochas, las pinturas y mi paleta de colores.

Vestida tan solo con bragas y una camisa, que con suerte me llegaba a los muslos, intenté pintar para despejar mi mente de ciertas “cosillas” que todavía rodaban con fuerza al interior de mi cabeza, aunque la verdad ya le había echado un ojo a todo lo concerniente con Martín De La Fuente y la famosa cita que esperaba por mí.

—De acuerdo —suspiré hondamente cerrando a la par mis ojos negros—.  ¿Qué tan difícil podía ser?  Si pude actuar estos tres años junto a Benjamín sabía que podía echarme al bolsillo esto.  Además... —los abrí, clavándolos en el lienzo en blanco—... Silvina tiene razón.  Necesito el maldito dinero, por lo menos, para ahorrarlo mientras encuentro otro trabajo decente.

Al cabo de media hora me relajé y dejé que mis manos hicieran lo suyo, tal y como me gustaba hacerlo perdiéndome entre los vivos colores que utilizaba para crear lo que solo en mi mente veía y me hacía sentir viva y de una increíble manera.  Sonreí evocando las palabras de mi padre con respecto al amor por este arte, el cual ambos compartíamos y se había encargado de potenciar en mí desde que era pequeña. 

Aún lo recordaba como si fuera ayer... nos pasábamos horas y horas pintando grandes lienzos en su estudio mientras el tiempo avanzaba a nuestro alrededor sin que nos diéramos cuenta de ello.  ¿Por qué?  Porque ambos lo disfrutábamos y más, porque estábamos juntos, como ahora que yo también lo hacía, pero sin él.

Me detuve evocándolo y volteando la vista hacia la pantalla de mi ordenador que aún no había recibido un solo mensaje suyo.  “Seguro está bien”, comenté en un débil susurro.  “Mi padre siempre está bien”, me repetí muy convencida de ello al tiempo que un enorme suspiro se me arrancaba del pecho y la puerta de mi departamento comenzaba a sonar.

Descalza caminé hacia la entrada para abrirla. Por la forma en que tocaban supe de inmediato de quién se podía tratar y lo confirmé cuando encontré a Teo del otro lado sonriendo y a la vez cargando una gran bolsa de papel en sus manos.  Nos observamos en silencio porque en ciertos instantes de nuestras vidas las palabras, para nosotros, parecían sobrar.  Tal y como nos sucedía esta noche que, al admirarnos sin siquiera parpadear, estábamos convencidos que era uno de esos precisos momentos.

Sin nada que decir entró, no sin antes mostrarme el contenido de la bolsa y dedicarme, además, un coqueto guiño desde uno de sus ojos castaños.

—¿Hacemos las paces? —Me sorprendió dejándome más muda de lo que ya lo estaba debido a su repentina aparición.

—¿No estabas de turno en la clínica? —Recordé antes de dar inicio a la charla.

—Estaba, tú lo has dicho.  Venga, que no he cenado y muero de hambre.  ¿Puedo apoderarme de tu cocina como lo hago comúnmente? —Dejó todo lo que cargaba sobre la mesa de la cocina americana que decoraba una parte de la sala de mi departamento mientras tanto yo me encojía de hombros sin nada que responder cuando mis piernas, por si solas, regresaban al cuarto donde había montado mi estudio con él siguiéndome de cerca.

Una vez dentro volví a tomar mi paleta de colores y un fino pincel con el cual comencé a delinear pequeños trazos notando como se detenía frente a mi mesa de trabajo, apoyaba su cuerpo monumental sobre ella, sonreía sin quitarme los ojos de encima, cruzaba sus fornidos brazos por sobre su pecho y ¡Diablos!  A un costado suyo se encontraba la carpeta con el bendito expediente que no debía ver jamás.

—¿Estás molesta conmigo? —Preguntó, de pronto, cuando mis ojos solo iban y venían desde la carpeta hacia él y viceversa—.  Magdalena... Magda.

—No, para nada. Es solo que... ansío hacer algo con mi vida ahora que tengo más tiempo del necesario.  Eso es todo —.  Algo tenía que ocurrírseme para apartarlo prontamente de ese sitio—.  ¿Cenamos? —Volví hacia la mesa para dejar todo en ella sin que notara lo nerviosa que me encontraba, pero tratándose de Teo no corrí con tanta suerte.

—¿Qué ocurre? —Me detuvo posando una de sus manos en mi cintura, para que todo lo que pudiera ver fuera su increíble mirada inquieta.  ¡Oh Dios!  Estaba problemas.

—Bueno... —tenía que decir algo coherente e inteligente para salir lo bastante airosa de esta situación y evitar así confesarle que me convertiría en una maravillosa zorra por accidente—... hoy estuve con mi madre y con Piedad —tomé aire repetidas veces percibiendo como su mano libre empezaba a ascender en dirección hacia mi mejilla para, definitivamente, apoderarse de ella otorgándome la más suave y dulce de sus caricias.

—¿Estás bien?  ¿Quieres hablar sobre ello?

Asentí, rodando también los ojos hacia la maldita carpeta.  ¡Sí!  Había conseguido toda su atención. 

—No me mientas y sé honesto.  ¿Crees que soy un tiro al aire?  Digo... ¿me consideras una mujer que no sabe lo que  quiere?

Sonrió de medio lado a la vez que deslizaba su dedo pulgar por el contorno de mi mentón, delicadamente.

—No.  Solo estás loca, pero me gusta que lo seas.  Es más, me encanta que seas diferente.

—Sabes de sobra que no soy lo que precisamente buscan o necesitan.

—Y eso te hace especial, Magda. 

¿Especial? Yo solo añoraba ser lo bastante especial para que él, algún día, se diera por enterado que existía alguien que lo amaba con algo más que locura.

—Con respecto a lo demás, sabes perfectamente lo que quieres.

Solté una bocanada de aire.

—Pinto porquerías —añadí.

—Pintas increíblemente. Asúmelo.  Todo lo que haces es fenomenal.  Solo aparta esa inseguridad de ti que te hace bajar los brazos cada vez que pretendes dar un paso hacia adelante y no sé por qué razón terminas dándolo hacia atrás.

Y otra bocanada de aire solté frente a su presencia.

—¿Qué?  ¿Hay más? —Me interrogó.

—Gracias, pero sí... debo buscar un nuevo empleo.  El dinero no me sobra y...

—Cuentas conmigo para lo que sea —me interrumpió dejando caer sus tibios labios en mi frente a la par que su mano, que se situaba en mi mejilla, descendió hacia la parte posterior de mi cabeza.  ¡Ay Dios! —, y creo que te debo una disculpa.  No quise hablarte de esa manera en la clínica.  Perdóname.

Repito... ¡Ay Dios!  Sus ojos estaban fijos en los míos traspasándome como si en cualquier momento él fuera a... ¡Ja!  ¿Besarme?  Sabía que eso ni en mis mejores y húmedos sueños ocurriría.

—De acuerdo. 

—Solo... ¿de acuerdo y ya? —Entrecerró la vista, desconcertado—.  ¿No me vas a preguntar por qué me comporté de esa manera?

—¿Por qué te comportaste de esa manera, Teo Sotomayor?

Un maldito e innecesario silencio nos envolvió.  Un mutismo que me hizo centrar la vista en su deseable boca que moría por devorar cuando, lentamente, movía una de mis manos hacia la carpeta para alejarla lo suficientemente de su incomparable anatomía.

—Debido a la alcoholemia de Silvina.  Por un instante creí que tú estabas...

Tres, dos, uno... Me separé de él veloz como un rayo.  Tomé la carpeta entre mis manos y salí de mi estudio para finalmente guardarla muy lejos de su alcance en uno de mis dos baúles de Alerce que se encontraban dentro de mi habitación.  Y así, respiré con tranquilidad al cerrarlo cuando la voz de Teo me sobresaltó al encontrarse de pie dentrás de donde yo me situaba.

—No quiero ser entrometido, pero... ¿y eso?

—¿Eso?  Ah, opciones.  Nada importante.

—Si no fuera nada importante, ¿por qué huiste así?

—No huí —.  Me levanté y volví a dirigir mis pasos hacia mi estudio para ordenarlo todo.

—¿Qué está ocurriendo, Magdalena?  ¡Podrías detener tu andar, por favor!

—Vale —pero seguí inmersa en cerrar los medianos botes de pinturas que se encontraban abiertos hasta que Teo —sin que lo advirtiera—, metió dos de sus dedos en uno de ellos y pintó mi rostro sin una sola pizca de consideración—.  ¡Pero qué mier...!

—Te pedí que te detuvieras —sonrió con descaro—, no me hiciste caso.

Enseguida limpié la pintura verde que tenía sobre mis ojos y nariz.

—¡Woow!  ¡Que maduro de tu parte!

—No soy una fruta, Magda —y esta vez se empapó todavía más de otro color, pero asegurándose de refregarme toda la palma de su mano izquierda en mi condenada cara.

—¡¡Teo!! —Chillé fuera de mis cabales tomando a la par un cubo mediano de pintura que tenía lo bastante cerca para lanzárselo directamente a la camiseta blanca que llevaba puesta—.  ¡Eres un idiota!  ¿Qué pretendes?

—Tú no lo haces nada de mal y de paso, me debes una nueva —y para la mayor de mis grandísimas y acaloradas sorpresas terminó quitándosela, dejando al descubierto su incomparable torso tonificado que poseía gracias a la completa gama de ejercicios que continuamente realizaba.

Como pude me quité la pintura advirtiendo que todo el piso estaba manchado de ella, cuando nos seguíamos lanzando los otros cubos que estaban a medio llenar como si fuéramos dos niños traviesos.

—Y tú me debes unos botes nuevos.  ¿Quién te crees que eres para venir y...? —Sin que lo adivinara se abalanzó para detenerme cuando, gracias a la pintura que habíamos regado por el piso, resbalé cayendo de espaldas con él sobre mi cuerpo—.  ¡Mierda, Teo! —Grité eufórica y adolorida al aterrizar con toda mi cola contra el piso con él riéndose a carcajadas—.  ¡Creo que perdí la poca retaguardia que me quedaba y todo gracias a ti, idiota!  ¡Ouch!

No paraba de reír y ya me estaba hartando de sus burlas hasta que decidí —con mi mano por completo teñida de azul—, refregarla por todo su rostro manchándolo con ese color que en él lucía de maravillas.

—Pero qué...

—¡Ja!  Estamos a mano.  Ahora sí pareces un verdadero Pitufo.

—Estás en serios problemas —me amenazó tratando de abrir los ojos.

—¡Qué miedo me das, gruñón!  ¡Qué miedo me das! 

El estudio estaba hecho un asco, yo estaba hecha un asco, pero él se veía totalmente de infarto desnudo de la cadera hacia arriba montado sobre mí.  ¿Qué no pensaba levantarse?  Por mí podía quedarse el tiempo que fuera necesario y más en esa sugerente posición, con su pecho sobre el mío, una de sus piernas en medio de las mías, separándolas, cuando la otra la tenía fleccionada a un costado de mi cintura y sus brazos aprisionaban mis hombros y extremidades como negándose a dejarme ir.

¡Demonios!  Si todo fuera diferente... si él pudiera apreciarme de manera diferente seguro ya estaríamos enfrascados en una contienda a muerte en el piso, arrancándonos la boca a besos despiadados y a salvajes mordiscos que nos arrastrarían hacia una locura desenfrenada con la que nos terminaríamos destrozando la poca ropa que nos cubría la piel.  Sí, esa piel que podía sentir como me quemaba y rozaba en cada significativo movimiento que hacía con sus piernas mientras su vista penetraba, poderosamente, mis oscuros ojos que brillaban más de lo habitual, los mismos que seguramente poseía una cachorra hambrienta.

Lo deseaba... ¡Por Dios lo anhelaba con locura!  Y más al tenerlo encima de mi cuerpo que lo exigía nada más que a gritos cuando nuestros alientos abrasadores a cada segundo se volvían más y más pesados, como si a cada uno nos costara respirar.

Tragué saliva con dificultad y él hizo lo mismo al tiempo que sus amenazantes labios descendían y descendían hacia donde tanto los ansiaba tener, en mi boca y bueno, también en unas cuantas partes más de mi cuerpo que necesitaban sus caricias, su textura, su exigencia y, por sobretodo, su peligrosidad.

Mordí mi labio inferior dejando que un jadeo se me escapara cuando sus ojos me quemaban viva y mi entrepierna ya estaba lo bastante húmeda suplicando por él hasta que... mi jodido teléfono sonó un par de veces saltando, luego, la llamada a la contestadora.  ¡Maldición!  ¡Qué oportuna! Silvina, con su inigualable voz, inundó el lugar consiguiendo, además, que ante su cadencia y particular frase que expresó perdiera la poca concentración que me quedaba y por ende, también, la respiración

—Leonora, cariño, ¿estás ahí? —La oí reír—.  Tengo noticias.  Ya sabes...  mueve tu cola zo...

No sé como lo hice, pero me levanté del piso en un microsegundo a detener ese mensaje de voz que Teo, por obvias razones, no debía oír, hasta que logré hacerlo tomando y tiñendo el  teléfono de pintura.

—¡¡¿Qué?!! —Grité como una poseída cuando él ya venía hacia mí cargando su camiseta en una de sus manos—.  Sí, sí, luego... ahora estoy algo ocupada.  ¿Nerviosa?  ¡Qué va!  Pintaba, eso... ¡Qué no, Silvina, por favor!  De acuerdo, te llamaré mas tarde.  ¡Qué no estoy nerviosa! Y por tu propio bien, no vuelvas a decir algo semejante, ¿me oíste?  Sí, sí, un beso.  Adiós.

Suspiré como si me hubiese quedado sin aire para respirar cuando él me hacía notar su presencia con su bella mirada que fijaba en la mía.  ¡Rayos!  Algo quería decirme, podía advinarlo.  De hecho, lo supe en el mismo instante en que expresó:

—Lo lamento.  No sé que me ocurrió y...

—Ve a ducharte —pedí aún recalentada con su inesperado acercamiento—.  Por mi parte haré lo mismo y no te preocupes, yo me encargo del estudio.  Fue... un lapsus mental.  A cualquiera le sucede.

«¡No, señor!  ¡No a cualquiera le sucede!».

Bajó la vista hacia su camiseta manchada de pintura guardando un estricto  silencio que me conmovió.  Teo estaba avergonzado.

—Si quieres puedes llevarte la comida.  No tengo hambre —un par de pasos me separaron aún más de él cuando me detenía ya por tercera vez, posicionando uno de sus fuertes brazos en uno de los míos.

—Magdalena...

—Ya lo olvidé.  Buenas noches.  Al salir cierra la puerta, por favor.

Sus ojos me lo decían al igual que su mirada y cada uno de sus rasgos faciales.  Lo acontecido se le había ido de las manos.  ¡Perfecto!  Porque a mí me pasaba algo parecido, pero con la única diferencia que las mías ansiaban acariciar hasta el más recóndito lugar de toda su imponente anatomía.

Algo ininteligible balbuceó que no logré comprender cuando lo ví caminar bastante molesto hacia la puerta, desde donde me observó por última vez antes de salir abandonándome, definitivamente, a mi suerte.

 

Al día siguiente, seguí cada una de las rigurosas indicaciones que Silvina me dio tras despertarme tan amablemente a las seis con treinta minutos de la mañana.  “Ocúpate de todo y no escatimes en gastos que yo me hago cargo”, demandó sin que objetara uno solo de sus requerimientos.  ¿La muy zorra tenía dinero de sobra para malgastar? —.  Sí, sí, ahora la podía llamar de esa manera sin sentirme del todo culpable—.  Eso corroboré cuando me detuve frente al Spa de lujo al cual me envió y en el que me transformaron, un par de exhaustivas horas después, de pies a cabeza cerrándome la boca de un solo bofetazo.  Estaba dicho, en ese sitio no tenía derecho ni siquiera a balbucear.  ¿Por qué?  Porque mi querida amiga, al parecer, era una de las más prestigiosas y asiduas clientas.

Una nueva Magdalena fue hacia su departamento a la cual Silvina aplaudió realmente conmovida y fascinada cuando me observó.  Al parecer, toda mi bendita transformación la había dejado con la boca abierta y a mí... cansada, hastiada y hasta adolorida, pero sin ningún vello sobre mi piel que ahora parecía que estaba hecha de porcelana. 

Después de cargar mi coche con todo lo que tenía dispuesto en uno de sus sofás, conduje de regreso a casa con ella a mi lado. Aún había mucho por hacer antes de llevar a cabo la misión “Zorra por accidente” de la cual Silvina se tenía que ocupar mientras yo... ya me estaba arrepintiendo.

Aparqué fuera de mi edificio.  Me encargué de sacar todo desde el coche para subirlo de una sola vez mientras ella esperaba pacientemente que regresara a buscarla dentro de unos minutos.  ¡Dios!  ¡Si parecía una verdadera mula de carga sudando la gota gorda subiendo escalón tras escalón!  Pero pude con ello.  Dignamente logré llegar a mi piso con todo a cuestas encontrándome de frente con quien, en ese instante, no deseaba ver.

—¿De compras?

Intenté sonreír, pero no conseguí hacerlo, todo y gracias a nuestro inusitado pseudo acercamiento de la noche anterior. 

—No.  Son cosas de Silvina.

—¿Se muda?  ¿Aquí? —Teo enarcó una de sus cejas al no comprender cada una de mis palabras.

—Pretendo... guardarlas. Ya no caben en su departamento —volví a suspirar bastante agotada mientras se acercaba para quitarme de encima las enormes fundas con los vestidos  y el par de maletas de un estupendo color rosa chillón que pesaban más que mi condenada abuela.  Y, de pronto, sucedió.  No pudo apartar sus ojos de los míos al tiempo que una media sonrisa esbozó en sus labios, los cuales relamió, provocándome.

—¿Qué te hiciste?  Luces... diferente.

Abrí la boca para decir lo que no podía decir.  ¿Qué irónico, no?

—Tu mirada resplandece y pareces otra mujer.

«¿Otra mujer?  ¿Qué tenía vista de rayos X o qué?». 

—Estás exagerando.  No es nada, solo... me ocupé de mí misma —bajo ciertas reglas y obligaciones, por lo demás.

—Me gusta.  De hecho... me gusta muchísimo.

Y ahí iba la tonta que habitaba en mí sonriéndole como una bobita.

—Pues, gracias.

—No tienes que dármelas.  Al contrario... —comenzó a acercarse y a acercarse más de lo debido—... soy yo quien debe agradecerte por... formar parte de mi vida.

Estaba oyendo bien o había dicho, ¿formar parte de su vida?

—Anoche...

No comencemos, por favor, que luego terminamos mal, muy mal.

—No fue un lapsus mental el que tuve.

—Ah, ¿no?

Movió su cabeza de lado a lado mientras me acechaba y acechaba y yo retrocedía y retrocedía.  Un segundo, ¿por qué mierda retrocedía?

—No, Magdalena.  De alguna forma yo quería...

Él quería... ¡Oh sí!  Él quería.  ¿Qué rayos quería?

—¿Quedarte a cenar? —Inquirí estúpidamente cuando la pared me detenía y mi espalda se golpeaba con ella.

—He ir por el postre —agregó, volteando todo mi maravilloso mundo de cabeza.  ¡Qué va!  ¿Yo tenía un mundo maravilloso?

Tragué saliva repetidas veces y notoriamente afectada por todo lo que ocasionaba Teo en mí desde un cosquilleo —no precisamente en mi estómago sino en mi bendito clítoris que con desesperación parecía necesitarlo—, hasta una quemazón que me recorría la piel encendiéndome de pies a cabeza como si pretendiera incinerarme viva.

—Pero yo... no tenía...

—Sí, si tenías —prosiguió, quitándome hasta el habla que nada inteligente parecía exclamar en ese increíble minuto de mi vida en que lo tenía casi encima de mí, otra vez.

—¿Me estás jodiendo? —No sé porqué precisamente eso salió de mis labios—.  Quiero decir...

—No, no estoy jodiéndote, pero me encantaría hacer ahora mismo lo que no conseguí llevar a cabo anoche cuando me acobardé.

«¡Ay por Dios!  ¡Ay por Dios!  ¡Ay por Diiiioooos!».

—Te... ¿acobardaste? —No podía dejar de contemplarlo y él tampoco quería apartar sus ojos de los míos mientras percibía como una de sus manos se posicionaba en mi cadera donde, finalmente, se alojó.  ¿Para detenerme en el caso hipotético que yo pretendiera huir si él llegaba a besarme?  Perdón.  Estaba loca como él había manifestado con anterioridad, ¡pero tarada no era!

—Sí, me acobardé, pero una vez es suficiente, Magdalena, dos y... espero que logres perdonarme por lo que ahora haré.

Quise respirar y situar mis pies sobre el piso, pero no conseguí hacerlo porque un solo parpadeo me bastó para tener su boca sobre la mía de una forma tan salvaje, exigente y pasional que creí que moriría en ese increible segundo de mi vida.  Punto uno: porque perdí el aliento.  Punto 2: porque fui presa de una enorme conmoción cerebral-orgásmica que me dejó K.O.  Y punto tres:  ya no me interesaba tener signos vitales.  Al fin y al cabo, si moría lo haría feliz porque me encontraba en sus brazos siendo devorada por sus labios que me recorrían como si lo único que quisieran fuera beber de mí.

¡Rayos, truenos y centellas!  Estaba extasiada  ¡Qué va!  Para que disfrazarlo, ¡estaba caliente por él!

Con desespero, con incipiente necesidad, como si su existencia dependiera de esa ardiente cercanía me besó y besó y yo me dejé llevar fascinada por lo que aún no comprendía porque, la verdad, me parecía bastante extraño que Teo, de la noche a la mañana, estuviera haciendo lo que en tres años jamás hizo o se le pasó por la cabeza hacer.  Pero no, ¡no señor!  No había tiempo para cuestionamientos cuando mis brazos se aferraban a él y los suyos se aferraban a mí aprisionándome contra la pared como si temiera que en cualquier instante yo pudiese salir huyendo. 

Jadeos, gemidos, deseo, placer... Sí, estaba fuera de mí, pero nada más que a gusto y él... bueno, por la forma en que su boca hacía lo que quería con la mía, podía corroborar fehacientemente que... también.

—¿Cenamos esta noche?  Donde tú quieras... —balbuceó sin parar de besarme, cuando ya me preparaba a responder con un eufórico “Sí” que me detuvo aterrizándome de bruces contra el piso porque jamás salió de mis labios—.  Magdalena...

—No puede. Ya tiene una cita —comentó, para mi grandísimo asombro, Silvina quien subía las escaleras, escalón por escalón, con mucho cuidado de no tambalear, caer y rodar hacia abajo los dos pisos que no sé cómo había conseguido subir con la pierna escayolada—.  Ya veo por qué te olvidaste de mí, preciosa.

Me separé de Teo como si hubiera visto al mismísimo demonio en persona.  En realidad, de la forma en que mi querida amiga me admiraba sí era el mismísimo demonio en persona.

—¿Cita? —Quiso saber volviendo a posicionar su vista sobre la mía como si no le importara lo más mínimo la presencia de Silvina.

—Sí, una cita —afirmó ella en su defensa tras dejar atrás el último escalón—.  Estoy hecha polvo, Magda.  Dame tus llaves y, por favor, ya sabes lo que tienes que hacer.

Se las dí alejándome de él, que me dejó ir sin entender qué ocurría.

—¿Cita? —Volvió a articular negándose a entender lo que mi amiga había expresado unos minutos atrás—.  ¿Realmente tienes una cita?

—Sí, la tengo —.  ¿Qué era tan imposible de creer que una mujer como yo pudiera tener una cita?

Colocó sus manos en su cintura y suspiró.  ¿Estaba molesto?  Eso me dio a entender cuando me taladró la vista con sus ojos castaños.

—¿Y se puede saber con quién tendrás esa cita?

—No.

—¡Magdalena Villablanca, puedes traer tu condenado trasero hasta aquí! —Vociferó Silvina desde el interior de mi departamento.

—Ya la oíste —con todo a cuestas caminé un par de pasos los que, indudablemente, no quería dar.  ¿Por qué?  Porque quería quedarme a su lado.  ¿Era tan difícil de entender?—.  Debo irme, Teo.  Lo siento.  Nos vemos luego.

—Claro... nos vemos luego cuando acabe tu “cita” —respondió con un remarcado sarcasmo que me heló la piel—.  Que te la pases fenomenal, “preciosa”.

Volteé la mirada para encontrarme con la suya, pero todo lo que vi fue un muro de concreto depositado a su alrededor que, en cuestión de segundos, lo pudrió todo. 

Entré al departamento y lo primero que oí fue una tos que Silvina emitió con suma descortesía mientras me admiraba desde donde se encontraba sentada, junto a su portátil.

—No preguntes que no voy a responder.

Alzó sus manos en evidente “son de paz” al tiempo que se levantaba para llegar hasta mí caminando ridículamente con la pierna escayolada.

—Quizás, ahora no lo harás, pero luego créeme que sí.

—¿Perdón?

Rió cuando sus manos se apoderaban de mis hombros.

—Concéntrate.  Ya no eres Magda, sino Leonora.  Aquí comienza todo.  Así que prepárate que el primer paso es la invocación.

«¿Invoca qué?».

—No me mires así y confía.  Ahora, Leonora “la cazadora” inspira y espira, por favor.

Lo hice, pero reprimiendo unas enormes ganas de echarme a reír en frente de su rostro.

—¿Cuántos porros te fumaste?

—Dos.  Los necesitaba.  Ahora, procura concentrarte que vamos a invocar a nuestro gurú.

Me soltó haciendo no se qué cosa con sus brazos, alzándolos hacia el cielo de la sala como si realmente estuviera poseída, además de chiflada.

—¿Estás segura que solo fueron dos?

—Sí, dos.  Concéntrate, ¿quieres?  ¿Es tan difícil cerrar la boca y copiar mis movimientos?

—Pues, sí y estúpido.  A propósito, ¿quién es nuestro gurú?  ¿Dios?

—No —sonrió a la par que me otorgaba un guiño—.  Katy Perry.  ¿La conoces?  ¡Música maestro! —Y sin darme tiempo a responder, porque prácticamente me dejó boquiabierta con su acotación, la habitación se inundó con la melodía de “Hot’n Cold” deduciendo que... ya no saldría viva de ésta.

 

No podía negarlo. El vestido rojo que Silvina había elegido para esta ocasión me quedaba increíble junto a los zapatos rojos de animal print que completaban el atuendo y que me hacían lucir como una verdadera zorra de pies a cabeza.  ¡Qué va!  Me hacían sentir totalmente diferente admirándome frente al espejo sin creer que fuera yo la mujer que poseía esos atributos, como mis enormes senos que se asemejaban a dos verdaderos “airbags” preguntándome, ¿dónde rayos los había tenido todo este tiempo?

Suspiré cuando mi móvil vibraba.  Ya era hora.  Ese significativo sonido me lo estaba más que confirmando. Por lo tanto, salí de casa procurando recordar todo lo que Silvina, momentos antes, me había repetido hasta el cansancio, obviamente el mío.

 

“Nadie debe saber jamás tu nombre real y cuando me refiero a “nadie” es nadie.  ¿De acuerdo?

Te llamas Leonora, LE-O-NO-RA.  Así que sonríe, gesticula, coquetea, sedúcelo, admíralo con descaro, sigue su juego, diviértete y hazte la zorra como bien te lo enseñé.  No dudes. Ni por un segundo vaciles de tus capacidades.  Eres Leonora “la cazadora” y punto.  Irás por él y harás lo tuyo.. y si te lo quieres comer después... ya sabes,  Libertad de acción, bombóm, que de esto no se muere nadie.”

 

Bajé las escaleras repitiendo en mi mente cada una de sus palabras absolutamente convencida de ellas, pero nerviosa en un estado gigantezco hasta que, al llegar al primer piso lo divisé.  Un increíble Maserati de color negro se detuvo frente al edificio.  ¿Glamour combinado con lujo?  Y nada menos que en toda la extensión de aquellas dos palabras.

—¡Mierda! —El chofer ya había aparcado.  No tenía tiempo siquiera de huir.

Crucé el portal respirando con dificultad, pero más lo hice cuando mis ojos, mi cuerpo y todo en su conjunto se paralizaron por culpa del hombre que, vestido totalmente de negro, bajó del coché y me acalló.  ¿Por qué?  Porque simplemente era espectacular.  ¿Podía existir alguien tan guapo y sensual como quién, en ese minuto, se arreglaba la chaqueta de cuero que vestía?  Sí, podía, y era nada menos que el chofer que ni siquiera se asemejaba al sujeto del cual Silvina me habló.

No sé por qué, pero estúpidamente una vocecilla en mi cabeza comenzó a cantar “Me sube la bilirrubina, ¡ay, me sube la bilirrubina...!”.  Sí, realmente me estaba subiendo a raudales la bilirrubina, la adrenalina y todo lo que terminara en “ina”.  Y segundos después se me fue a las nubes cuando finalmente alzó su vista depositándola en quien tenía enfrente, o sea, en mí.

—¿Leonora? —Logró hacerme temblar con su acento y su particular tono grave de voz que... ¡Dios Santo!... jamás en toda mi vida pensé que oiría.

—Sí —evité por todos los medios posibles no desfallecer a sus pies—.  Soy... Leonora.

—Buenas noches —saludó muy cortésmente, pero manteniendo toda su prestancia y elegancia que salía expedida por cada uno de los poros de su cuerpo—.  Seré su chofer esta noche.  Es un placer.  Mi nombre es Emanuelle.  ¿Viene conmigo?

¿Ir con él?  Sonreí como una... para que voy a entrar en detalles si mi cara lo decía todo.  ¿Tenía que pensármelo dos veces?  Claro que no, porque definitivamente con ese hombre yo iría a donde fuera.

—Vaya, vaya... Esto se pone interesante —articulé muy bajito al tiempo que caminaba hacia él como toda una experta en el arte de la seducción, tal y como Silvina me había pedido que lo hiciera—.  Debo admitirlo, esto cada vez se pone más y más interesante.  Por lo tanto —sonreí con absoluto descaro antes de montarme en el coche y decir—: Katy Perry, ven a mí y procura hacer lo tuyo que esta noche tú y yo nos vamos a divertir.  Que comience la función, Leonora “la cazadora”.  ¡Música, maestro!