Seis

 

 

 

 

La aguja del velocímetro del Corvette que conducía ya marcaba los doscientos veinte kilómetros por hora cuando la tercera curva comenzó a abrirse frente a mí, larga, relativamente cerrada y ante todo rápida y poderosa, consiguiendo que mi mente me traicionara e instantáneamente hiciera estragos en mí, estremeciéndome, ante el pavor que sentí al revivirlo todo.

Sujeté el volante con fuerza como si quisiera arrancarlo de cuajo y con la misma fiereza pisé el pedal del acelerador que ya se encontraba a tope al igual que lo hizo mi respiración que, inevitablemente, se disparó hacia las nubes.

—Vamos, Magda... ¡Vamos, maldita sea!

Podía oír la potencia del motor, podía sentir la perfecta sincronización de mi cuerpo con la estabilidad del vehículo, podía imaginar la resistencia del chasis a las fuerzas y presión a la que estaba siendo sometido y, por sobre todo, podía percibirme a mí disputando esta ardua batalla, tranquila, apacible y totalmente enfocada en sortear este obstáculo de la vida sabiendo que, en definitiva, yo seguía siendo la misma audaz, soñadora, loca y suicida mujer de siempre, pero totalmente adorable que en tan solo diez segundos de su existencia estaba dejando una importante parte de su pasado atrás.

Quise cerrar los ojos al traspasarla, quise sumergirme en la quietud que ahora me brindaba la pista recta al hacerla polvo, quise descontrolarme al llegar, por primera vez en mi vida, a esa fascinante e increíble velocidad, pero estaba conciente que si lo hacía terminaría estrellándome en cosa de segundos contra el muro de hormigón haciéndome papilla sin oír jamás las desafortunadas palabras o, a estas alturas, palabrotas que Gaspar, convertido en una bestia, tenía que vociferarme a la cara y a todo pulmón.  Seguro ese hombre poseía unas ansias vivas de estrangularme.  Por lo tanto, me pregunté, ¿no sería buena idea irme de allí tan solo dedicándoles a ambos un afectuoso adiós a la distancia?

Reí como una idiota, pero feliz, dichosa y segura de mí misma y de mis cojones que, nuevamente, tenía conmigo para enfrentar lo inevitable cuando la figura de David Garret se hizo patente a la distancia.  Sí, el Mister se debía estar llevando la sorpresa de su vida.

—Pobre, pero guapísimo desgraciado —fueron mis mas sinceras y cariñosas palabras que le dediqué al tiempo que deshaceleraba para aparcar en la zona de los Pits donde ambos me esperaban con unas incomparables caras de absoluto entusiasmo.  ¡Qué par de ternuritas!

—¿Estás loca?  ¡Quién demonios crees que eres!  ¿Magda la “suicida en potencia”? —Ni siquiera detenía el coche y ya podía escuchar con claridad los acalorados y tan amenos gritos que Garpar me dedicaba—.  ¿Doscientos treinta kilómetros?  ¡Doscientos treinta kilómetros por hora, carajo!

—Para ser precisa... fueron doscientos cuarenta y cinco —le corregí sacando la cabeza por la ventanilla—.  A eso yo lo llamo volar.

—A eso yo lo llamo... ¡Condenada mujer del demonio sin cerebro!  ¿Qué pretendías?  Dime, por favor, y sé realmente convincente... ¡Qué mierda pretendías hacer con tu vida!

Y el invitado de lujo no podía expresar palabra alguna cuando sus ojos azules, totalmente fijos en los míos, ni siquiera lograban parpadear.  No sé por qué su gesto me hizo recordar por un segundo a Midas.

Me detuve, apagué el motor y bajé del coche aun sintiendo como me temblaban las piernas, las manos, pero no la voz.

—¿No me vas a contestar? —Gaspar alzó una vez más su adorable cadencia a la vez que me taladraba con la mirada y yo... suspiré y suspiré bajando la vista hacia el piso.  En realidad, con David aquí, frente a mí, no me apetecía hablar específicamente sobre ello.

—Sabes muy bien por qué lo hice y por qué lo volvería a hacer.

—¡No eres una corredora, maldita sea!  ¡Pudiste haberte estrellado!  ¡Doscientos cuarenta y cinco kilómetros, Magda!  ¡Por un demonio, doscientos cuarenta y cinco kilómetros y qué le digo a tu madre!

Le habría preguntado si a estas alturas de su existencia ya tenía apagones cerebrales o, definitivamente, no se le hacía extraño repetir y repetir una misma frase tantas veces, pero decidí ser más precavida, cortés y cambiar la táctica.  ¿Por qué?  Porque no quería que la bestia furiosa de las cavernas que tenía frente a mí terminara estallando como una bomba de tiempo.  ¡No señor!

—¡Hey, Australopithecus Histéricus!  ¿Podrías calmarte?

Su reacción desencajada no se hizo esperar.

—¿Cómo fue que me llamaste?

Al menos había dejado de chillar como una auténtico neurótico descontrolado.

—Australopithecus Histéricus.  Sabes, Gaspar...  sinceramente, me estas dando la razón a todo lo que mi asombrosa mente ya cavila con respecto a ti sobre lo que no diré por razones obvias, pero... ¡¡¡Síííííí, convéncete!!! ¡Fueron doscientos cuarenta y cinco kilómetros por hora!  ¿No te parece increíble, irreal, fuera de este condenado mundo?  ¡Suuuupeeerr!

—¡Yo te voy a hacer “suuupeeerr” cuando logre poner mis manos sobre ti! —Manifestó enardecido, lanzándose hacia mí como si fuera un torero y toda la plaza le hubiera gritado y vitoreado con ansias un ¡Olééééééééééééééééé!

En un segundo, David Garret se interpuso en su camino cuando su “pedazo de espalda” me separaba de mi querido Gaspar que me lanzaba rayos ultrasónicos por sus enfurecidos ojos oscuros mientras sus manos intentaban alcanzarme.

—¡Eres una loca del demonio!

—¿Nos podríamos calmar, por favor? —Pedía e insistía Garret pretendiendo sostener al abominable hombre, pero de las cavernas.

—Pues gracias, pero te faltó suicida en potencia.  Eso me gusta, me viene como anillo al dedo y...

—¡¡Magdalena!! —Gritaron ambos al unísono, sorprendiéndome.

—Mejor me callo la boca, pero... tú sabes muy bien que cuando estoy nerviosa o paso por situaciones de stres hablo y hablo sin parar al igual que lo hace una cotorra chillona que por más que lo intenta no logra... —mi voz se silenció por arte de magia al tener la penetrante y sexy vista de David quieta sobre la mía.  ¡Wow!  ¡Pero qué belleza!

—Cotorrita, por favor... —intervino, silenciándome. 

Un segundo.  Mi mente aún no podía asimilar, menos creer como me había llamado.  ¿“Cotorrita”?

—Vamos a dejar que el Australopithecus se calme.  Amigo, te lo aseguro, no es nada personal —prosiguió, desviando la mirada hacia él y notando enseguida como Gaspar lo observaba como si deseara darle un puñetazo.

Tuve que taparme la boca para no soltar una carcajada ante cómo lo había llamado con su inconfundible tono de voz.

—Discúlpame.  Solo olvidé tu nombre.  Te llamas...

¡Dios!  ¡Si Garret no se callaba yo iba a reventar!

—Gaspar —articuló con su fiera, potente y tajante voz de mando—.  Gaspar Villablanca.

—Definitivamente, ese nombre te queda mejor —levantó las manos desde sus hombros muy lentamente—.  Ahora, más calmados, ¿podemos charlar como tres personas sensatas?

—Dos personas sensatas —replicó Gaspar, detallándolo—, Magdalena mas conocida como la “loca suicida en potencia” y yo.

—Pues, que el Mister aquí presente no está pintado —acoté, pretendiendo no reírme cuando otra vez sentí en mí sus penetrantes miradas furiosas que aparte de contemplarme ansiaban asesinarme—.  De acuerdo, “bad boys”, ¿hacemos el amor y no la guerra?

David, al instante, enarcó una de sus cejas gracias a mi comentario. 

—Es literal, Mister.  Total y absolutamente LI-TE-RAL —le di a entender—.  No voy por ahí haciendo el amor con cualquiera.  ¡Por quién me toma!  Sexo casual tal vez sí porque la carne es débil, pero en este caso es solo una afirmación que creo...

—¡Magdalena Villablanca, tú no crees nada!  Y de paso, ¿podrías cerrar tu bendita boca, por amor de Dios?

¡Uy!  Gaspar hervía y tensaba su cuerpo de absoluta rabia.

—Solo si me das algo de comer porque, en realidad, muero de hambre —sonreí como una boba sin remedio—.  Creo que es la ansiedad, la adrenalina junto a... ¡los doscientos cuarenta y cinco kilómetros por hora con los cuales hice polvo la tercera curva! —Vociferé como un vendaval desbocado en un inesperado final que los dejó a ambos con la boca mas que abierta—.  Y ahora, ¿qué me dicen?  Para que cierre mi linda boquita... ¿nos tomamos un café?

 

Una hora después y ya muchísimo más calmada viajaba junto a David en mi Mustang y para su buena suerte lo hacía con la boca muy cerrada.

—Está muy callada.  ¿Se encuentra bien?

Asentí sin nada que acotar, por el momento.

—¿Segura? —Insisitió una vez más.  No sé, pero creo que por alguna inexplicable razón ese hombre añoraba volver a oír mi inolvidable cadencia.

—Es extraño —comenté, algo taciturna, observando el paisaje a través de la ventanilla.

—¿Qué le parece tan extraño, señorita Mustang?  ¿Qué Gaspar no la haya asesinado con sus propias manos en el circuíto o después en su garage?

—Los formalismos me chocan, Mister.  Solo llámeme Magdalena o si lo prefiere “loca suicida en potencia”, por favor.

Sonrió a la par que volvía a expresar:

—Muy bien, Magdalena.  Lo de “loca suicida en potencia” se lo dejaré a él.  ¿Le parece bien?

—Mas que bien. 

—Entonces, permíteme reformular, ¿qué te parece tan extraño, Magdalena? 

Aparté la vista del paisaje suburbano que nos acompañaba para depositarla en la suya, pero más específicamente en su figura monumental y así decirle:

—Me parece muy extraño que estés sentado al volante de mi Mustang tan tranquilo y apacible y no sea yo quien precisamente lo conduzca en este momento.  Disculpa, pero... ¿de qué me perdí?

Volvió a sonreír y cuando lo hacía... ¡Ay por Dios!  Mejor omito los detalles, pero sí, tiene que ver con la parte baja de mi cadera.

—No te perdiste de nada.  Solo tomaste una buena decisión antes de salir del autódromo y después cuando nos retiramos del garaje de tu primo.

—La verdad, no sé en qué estaba pensando...

—Creo que en mi total protección y seguridad, así que te lo agradezco.

Rodé los ojos al oírlo.

—¿Me tienes miedo?  Puedo deducirlo o comprenderlo: no eres un hombre de riesgos.

—Miedo no, solo pretendo vivir hasta los ochenta años, Magdalena, y después de como te vi conducir hoy...

—Okay. Acabo de comprender tus entrelíneas.  No confías en las mujeres.  ¿Es eso?

Oh, oh... ¿Por qué su bella sonrisa se borró en un solo instante de su atractivo rostro?  Piensa, Magda, piensa... ¡Dios!  Mujeres era igual a... ¡La perra afgana!  ¡Ouch!  Primera metida de pata y hasta el fondo.  ¡Felicidades, tonta Villablanca!

—Disculpa.  Creo que no me entendiste.  Me refiero a mujeres al volante, David.  Conductoras de coches, vehículos, autos, de esos de cuatro ruedas que transitan por las calles y... —.  ¿Qué imbecilidades estaba diciendo?

—No te preocupes.  Entendí perfectamente lo que quisiste decir, pero aun así tengo que admitir que Gaspar una vez más tenía mucha razón...

—¿Con respecto a mí? —Concluí su frase, pero mas bien en forma de interrogante cuando lo veía asentir mordiéndose a la par su labio inferior.

Esperando su respuesta crucé mis brazos por sobre mi pecho.

—Si fuera usted tendría mucho cuidado, Mister, o será la primera y la última vez que termine conduciendo un auto de colección, porque nadie se monta sobre mi Mustang y vive para contarlo.  ¿Se entiende?

—Viviré para contarlo porque me debes mi café —sentenció, acallándome.

¡Rayos!  Iba a preguntarle de vuelta... ¿Y el que acabamos de tomar?  Pero el muy vidente leyó mi mente de inmediato, agregando con su fabulosa voz:

—Ese lo pagó Gaspar y fue en su garaje, así que nuestra cuenta todavía no está saldada.

¿Nuestra cuenta?  ¿Desde cuando él y yo teníamos una cuenta?  Ah, me olvidaba, era un hombre realmente brillante, pero solo para ciertas cosas porque para otras dejaba mucho que desear.

—No voy a entrar en detalles sobre eso.  Ahora, ¿puedo hacerte una pregunta?

—La acabas de hacer.  ¿Era esa?

¿No se los dije?  Realmente brillante, pero boca floja.

—¿Te dedicas a la crianza de animales exóticos?

—¿Perdón? —Mientras seguía conduciendo me admiraba de reojo sin entender a qué me estaba yo refiriendo—.  ¿Crianza de qué?

—Animales exóticos —aseguré, evitando por todos los medios posibles e imposibles no estallar en carcajadas al recordar a su particular ex-mujercita—.  Mmm... podría ser... ¿perros de razas singulares?

—Bueno, la verdad es que amo a los perros, pero...

—Me acabas de responder, muchas gracias.

Y sin que lo advirtiera, terminó aparcando frente a una enorme casa con todo y un esplédido jardín.  ¡Vaya!  La propiedad era realmente hermosa y espaciosa por lo demás, pero... ¿Qué rayos hacíamos frente a ella?

—Se lo dije a tu madre y ahora te lo digo a ti, eres encantadora.

Abrí y cerré la boca en tan solo un segundo sin nada que agregar.  ¿Por qué?  Porque él con ese detallazo me la había cerrado, pero de un solo bofetazo.

—Nos... ¿detuvimos? —Proseguí obviando aquello.

—Así es.  Esta es mi casa.  Gracias por traerme.

Volteé la vista hacia el inmueble de dos plantas que lucía espectacular y que debía ser aún más espectacular por dentro si así se veía desde afuera.

—¡Wow!  Todo un hombre de familia —balbuceé , admirándola embobada.

—Y tan solo para mí.  Lamentablemente, nunca tuve hijos con mi ex-esposa.

Mi cara lo decía todo.  ¿Había metido la pata por segunda vez con eso de “todo un hombre de familia”?

—Debería decir “lo siento”, pero por alguna extraña razón tengo esas dos palabras atascadas justo aquí —le mostré mi garganta.

David rió prominentemente, encandilándome enseguida con su incomparable, auténtica y genuina sonrisa.

—Pues, se agradece de todos modos el intento.

—Por nada.  Y ahora, devuélveme mi coche —exigí—me haces sentir como si no tuviera nada puesto sobre mi cuerpo.

—Que comentario más interesante —acotó, volteándose por completo hacia mí para admirarme de mejor manera —.  Un punto más para Gaspar.

—¡Ja!  Seguro y vuelves a su taller.  Te vi bastante entusiasmado con sus modelitos.

—Si te refieres a los prototipos de coches que construye sí, pero para ser sincero a quien me encantaría volver a ver es a ti.

Boba, boba, boba... ¿Qué causaba este hombre en mí?

—¿No me estás viendo ahora?

—Quizás, en otro lugar.  ¿Qué opinas?

Alcé mis hombros como si no me importara en lo más mínimo cuando el cosquilleo que sentía gracias a él y a cada una de sus palabras podía hacerme bailar hasta la mísmisima “Macarena”, pero bajo mis propios términos:

 

“¡Dale a tu cuerpo alegría, Magdalena, eeeeeeeeehhh, Magdalena, ayyyy!”

 

—Si me bajo del coche y luego me detengo en la acera... ¿eso sería para ti “otro lugar”?

—Probemos —y rápidamente detuvo el motor, sacó las llaves y se bajó de mi vehículo sin entregármelas—.  ¿No vienes conmigo? —Inquirió al ver que no movía un solo músculo de mi cuerpo para seguir los suyos.

—Pero... ¿Qué pretendes?

—Por de pronto, que me digas que sí.

—¿Se puede saber a qué? —Alcé la voz sacando, además, la cabeza por la ventanilla.

—Ven aquí y lo sabrás —ya de pie en la acera, y al igual que si fuera un niño travieso, jugueteaba con las llaves de mi coche lanzándoselas desde una mano hacia la otra y viceversa.

—¿Y si no quiero saberlo?  ¿Estaré en aprietos?

—Lo estarás, porque no sé como te irás de vuelta a casa o... tal vez sí.  ¿Conoces la palabra “caminando”?

—¡Eso es chantaje! —Vociferé bastante cabreada ya bajando rápidamente de mi Mustang—.  Primero, consigues que te dé las llaves de mi auto, luego lo conduces y después  no me las quieres devolver.  ¿Por qué?

—Por la sencilla razón que quiero que vengas conmigo.

Entrecerré la vista, estremeciéndome.

—¿Contigo?  Mmm... no lo sé, mi agenda está lo bastante copada y la verdad soy una mujer...

—Exhibición de coches clásicos, este sábado, dieciocho horas, ameno lugar, deliciosa comida...

—Fácil... digo... una mujer... ¿Qué fué lo que dijiste?

Replicó de la misma manera todo lo que había dicho con anterioridad, pero esta vez alzando una de mis manos, delicadamente, en la cual terminó depositando las llaves de mi auto.

—Me gustaría mucho que pudieras acompañarme.  Tal vez, como toda una coleccionista, corredora y suicida en potencia...

—Loca suicida en potencia —corregí, recibiéndolas y cerrando automáticamente la palma de mis manos.

—¿Podría agregarle algo más?

Lo observé como si no hubiera entendido una sola palabra de lo que había dicho.

—Encantadora, bella y audaz loca suicida en potencia, con mucho respeto.

Y otro bofetazo este hombre me había dado sin siquiera tocarme.  ¿Los estaba acumulando?

—Ya tienes mi número, Magdalena.  Si quieres lo piensas y...

Tragué saliva retrocediendo un par de pasos hasta chocar con la puerta entreabierta que yo no había cerrado.

—No lo sé...

—No te sientas obligada.  Si no te animas a acompañarme solo házmelo saber.  Comprenderé. 

¿Comprendería?  Él realmente... ¿comprendería que una gran parte de mí deseaba decirle “sí” nada menos que ahora mismo?  ¡Sabía que para ciertas cosas yo era una mujer bastante fácil!  ¡Rayos!

Cerré la puerta del copiloto y rodeé mi vehículo ante su atenta mirada que en todo momento no despegó de la mía.

—Al menos dime que lo pensarás —insistió, metiéndose las manos en los bolsillos de su pantalón de tela.

—Claro. Yo... lo pensaré.  Dijiste sábado, ¿verdad?

—Así es.

Y para eso faltaban precisamente cuatro días.  De acuerdo.  Ordenemos este caos.  Eso quería decir que el día de la famosa cita con Martín De La Fuenta sería un viernes por la noche y no un sábado, así que en resumidas cuentas...

—Gracias por considerarme, Mister.

—Quien más que tú, corredora.

Sonreí tras mover mi cabeza de lado a lado cuando mi boca me traicionó pensando en voz alta lo que no pude callar, por razones obvias.

—Solo si un día de estos te animas a correr conmigo.  Yo conduzco. 

—Eso sí es un chantaje —exclamó al instante.

—Los tratos son tratos.  Yo voy a la exhibición, tú corres conmigo.

—Y luego me llevas por mi café —agregó—, no te olvides de ello.

¿Olvidarme?  ¡Dios Santo!  Si seguía sonriéndome así tendría que comenzar a darle cabida en mis húmedos y acalorados sueños.

—De acuerdo, también te daré tu café —.  Y así subí al coche al tiempo que él caminaba hacia la ventanilla del copiloto, añadiendo:

—Conduce con precaución, por favor.

—Sabes que conduzco mejor que nadie, David.

—Aun así, ten cuidado.

Parpadeé.  Juro que parpadeé no sé cuantas veces intentando asimilar si esas cuatro palabras él las había pronunciado verdaderamente.

—Lo... tendré —encendí el motor justo cuando a mi mente vino una ensoñación pasajera—.  Así que amas los perros...

—¿Tú no?

—Claro que sí, pero dime... ¿Qué te parece la raza de perros afganos?  ¿Tendrías una hembra, por ejemplo?

—¿Una perra afgana? —Replicó sin saber que lo hacía en honor a su peliteñida—.  No lo creo.  No tengo nada en contra de ellos, pero considero que no son para mí.  Esa raza es algo peculiar, ¿no te parece?

—¿Peculiar?  Ufff... No imaginas cuanto.  Creo que es una raza totalmente PE-CU-LIAR —pretendí detener un feroz ataque de risa que ya me estaba invadiendo—.  Y tienes toda la razón, no es para ti ni nunca lo será.  Asunto arreglado.

—¿Cómo estás tan segura de ello?

—Porque tengo un don.  ¿No te lo había dicho?

Curvó sus labios de una forma tan sugerente, además de provocadora que consiguió, en un solo segundo, erizarme por completo todo el vello de mi piel.

—Además de encantadora posees un don.  ¿Te animas a compartirlo conmigo? 

—Solo si logras guardarme el secreto.

—Tu secreto está a salvo.  Ahora dime, ¿cuál es ese don?

—Puedo ver tu futuro —susurré muy sensualmente.  Es que este hombre y sus gestos faciales que me dedicaba tan provocativamente sacaban la zorra que habitaba en mí.

—¡Vaya!  Eres toda una cajita de sorpresas.  Y... ¿qué dice mi futuro, “Madam”?

Relamí mis labios antes de responder cerrando por un momento mis ojos.

—Dice... —los abrí tras sonreír coquetamente y de la misma manera que él ya lo hacía conmigo—... nos vemos este sábado, Mister, y nada menos que en la exhibición.

 

Terminaba de estacionar mi Mustang cuando mi teléfono sonó, pero no era una llamada lo que había recibido, sino un mensaje de texto que había caído en él.  Sin demora tomé mi móvil y abrí la bandeja de entrada encontrándome con algo que más o menos decía así:

 

“Tenemos que hablar.  Por favor, no me evites, te aseguro que solo quiero tu bienestar.

Pérdoname por meterte en todo este lío, Magda.  Sabes de sobra que te quiero y que me importas muchísimo.  Lo solucionaré todo, ¿de acuerdo?  Solo dame algo de tiempo y te prometo que tu vida volverá a ser la misma de antes. 

No vemos en tu departamento dentro de un instante, es importante.

Te quiero.

Silvina.”

 

¿La misma de antes?  No tan solo por su causa mi vida había cambiado sino por mis propias decisiones, sueños y anhelos los que, de alguna forma, comenzaban a tener algo de sentido.

 

“No tengo nada que perdonarte y yo también te quiero muchísimo.

Iré a la famosa cita con el petulante ese, pero será la última vez. Grábatelo bien dentro de tu cabeza loca.  Te veo en casa.

Besos.

Magda.”

 

—Nada más que la última vez —agregué al tiempo que me disponía a subir rápidamente las escaleras.

Un par de minutos después, y ya al interior de la cocina, me aprestaba a preparar algo de comer cuando la puerta, tras un par de golpes, sonó.  Sin duda, debía ser Silvina.  Por lo tanto, sin observar por la mirilla abrí, encontrándome de frente con la sorpresa de mi vida y que se hallaba metida no precisamente en una caja de regalo con una cinta decorativa a su alrededor, sino mas bien en un vestido negro ajustadísimo que delineaba todas las exhuberantes —pero muy bien puestas en su lugar—, curvas de esa mujer de cabello negro como el azabache, piel trigueña, ojos castaños, senos prominentes, pequeña cintura y piernas larguísimas que terminaban en unos zapatos negros de tacón de al menos diez centímetros de altura, quien me observaba como si quisiera asesinarme, pero en vida.  ¡Dios Santo!  ¡Esa mujer era increíble, además de bellísima!  Y por un momento me hizo sentir como si yo no valiera un puto peso.  ¡Qué va!  En realidad, a su lado yo ni siquiera valía un puto, pero centavo.

—Buenas noches —fue lo primero que expresó en un remarcado acento italiano.

—Buenas... noches —respondí ya imaginándome lo peor.

—Al fin nos conocemos —añadió, sonriendo de medio lado tras escanearme con absoluto descaro.

—¿Al fin?  No.  Creo que usted está...

—¿Equivocada?  Te aseguro que no, Magdalena, o debería llamarte, ¿Leonora?  Dime, ¿con qué nombre te sientes mejor o mas a gusto, querida?

«¿Debía responderle?». 

—De acuerdo.  ¿No dirás nada?  Pues, entonces lo diré yo.  Mi nombre es Loretta, Loretta Santoro.  Es un gratificante y enorme placer encontrarte, conocerte y lo más agradable de todo... saber que trabajas para mí.

—Yo no trabajo para usted.

—¿Estás segura?  Yo creo que sí.  ¿No te lo dijo o advirtió Silvina antes o después de la cita que tuviste con Martín De La Fuente?

Volteé mi rostro hacia un costado, recordándolo.

—Por tu reacción noto que comienzas a recordar y eso es muy bueno para ti porque los negocios siempre serán negocios, querida, nunca lo olvides.  Con Loretta Santoro aquí o a donde quiera que tú vayas o pretendas esconderte, los negocios siempre serán “mis negocios”, Magdalena Villablanca. 

Tragué saliva sin apartar mis ojos de los suyos cuando verdaderamente lo único que pedía y ansiaba era que esa mujer se largara lo mas pronto de mi vista.

—Y ahora... —continuó—... ¿podemos conversar tú y yo?  Créeme, tengo mucho que contarte.

¿Podía decirle que no?  Hubiera dado todo de mí por responderle de esa manera cuando advertía, fehacientemente, que mi maldita vida que no valía un puto centavo, esa mujer... ya la tenía entre sus manos.