Nueve

 

 

 

 

El tiempo pareció detenerse ante su presencia, ante su cristalina mirada y ante su incomparable rostro al cual Teo no dejó de observar tal y como siempre lo había hecho, embobado, pero consciente de todo el dolor que ella había dejado inserto a su paso y, por sobretodo, bajo su piel que aún le calaba los huesos.  Por su parte, Laura no sabía qué hacer o qué decir para comenzar, después de varios meses de ausencia, una común y corriente charla con el hombre al cual había abandonado, dejándole tan solo una breve carta en la cual le decía adiós.

Jugueteando nerviosamente con sus manos avanzó, sin apartar su verdosa mirada de la suya, hasta que se detuvo, a tan solo unos cuantos pasos de donde se situaba él, para finalmente expresar un “hola” que tímidamente articularon sus labios al cual Teo correspondió de tibia manera, pero como si su vida dependiera de ello.  Y así, mientras los minutos transcurrían a su alrededor, él siguió observándola y ella continuó observándolo a él cuando el tiempo todavía no retomaba su ritmo habitual en aquel pulcro y vacío pasillo de esa clínica.

***

Avancé tomada del brazo de Emanuelle hacia el hall del hotel y luego hacia el restaurante donde todo se llevaría a cabo.  Estaba bastante consciente que esta noche sería para recordar, pero también de las palabras que me había profesado al explicarme con todas sus letras que estaría allí, a tan solo unos cuantos pasos de mi cuerpo.

No sé cuantas veces suspiré ante ese tranquilizador recuerdo que, de alguna forma, me mantenía en pie cuando a la distancia y, precisamente, en una de las mesas divisé por fin a Martín De La Fuente, esperándome. 

¡Maldición!  Por más que intenté controlar mis ansias no pude con ellas y terminé estremeciéndome ante un leve vistazo de mi acompañante que, sin nada que decir, se detuvo, otorgándome un guiño a la par que se separaba de mí para que esta fiesta al fin comenzara.  Por lo tanto, después de una profunda inhalación seguida de una potente exhalación que realicé me encomendé a mi gurú personal, pero evitando ante todo la ridícula performance que había utilizado Silvina aquella primera vez al interior de mi departamento.

—De acuerdo, Katy Perry, yo te invoco.  ¿Estás ahí?  Más te vale, ¿me oíste? —Sonreí sin saber por qué rayos lo hacía—.  Y ahora procura hacer lo tuyo, preciosa, porque te lo aseguro, es hora de que comience la función.

Caminé a paso firme hacia la mesa en donde se hallaba Martín De La Fuente contoneando mis caderas para hacerme notar, pero con cierta sutileza y refinada exquisitez, la misma que había utilizado esa noche en la cual él y yo nos habíamos conocido.  Y así, airbags arriba, me detuve frente a él irguiéndome con suma prestancia para que mi presencia la pudiera notar desde el segundo cero de nuestro nuevo encuentro.

—Buenas noches —lo saludé, sorprendiéndolo, al tiempo que elevaba su rostro hacia el mío y luego lo hacía de la misma manera hacia mi provocadora delantera de la cual no despegó un solo instante sus oscuros y atrevidos ojos.  Perfecto.  Paso uno: la viuda negra comenzaba a tejer su envolvente telaraña.

—Buenas noches —me respondió poniéndose prontamente de pie para tomar mi mano, estrecharla y besarla, tal y como lo había hecho en nuestra primera cita—.  Es realmente un placer volverla a ver, Leonora.

Asentí sin nada que decir, pero coqueteándole con algo de descaro al que él, obviamente, estaba mas que acosturmbrado recibir.  Sí lo sé, estaba jugando con fuego.

—Lo mismo digo —manifesté a regañadientes—, pero para mí es toda una sorpresa volverlo a ver... —observé por unos cuantos segundos todo a mi alrededor cerciorándome de donde se encontraba Emanuelle, hasta que di con él en la barra desde la cual me observaba atentamente, a la vez que me dedicaba un gesto con una copa que sostenía en una de sus manos—... en este sitio.

Martín sonrió de lasciva manera tras analizarme de pies a cabeza sin una sola pizca de consideración, cuando sus ojos hablaban por si solos, porque eso de “desnudarme con la mirada”, en su caso particular, se quedaba corto.  En realidad, este hombre me estaba devorando con ella.

—Bueno, quise asegurarme de que este encuentro signifique para nosotros dos la velada de nuestras vidas y qué mejor que en este sitio dotado de lujo y sofisticación, la misma que usted posee y desborda con tanta naturalidad, Leonora.

¡Por favor!  Se notaba que este hombre no conocía mi carácter de mierda que salía a la luz en desagradables momentos muy parecidoa a este.

—¡Vaya!  Muchísimas gracias por el halago.  Es usted muy... adulador —.  ¿Tenía permitido vomitar?  Porque me invadían unas enormes ansias de hacerlo y nada menos que en el carísimo traje de color gris que esta noche él llevaba puesto.

Un mesero se acercó a nosotros trayendo consigo una botella de champagne inserta en una cubetera la cual sacó y descorchó, sirviendo nuestras copas ante las palabras que nuevamente Martín expresó, asombrándome.

—Por usted y su hermosura.  Por mí y mi buena fortuna...

¡Patético!

—Y por esta inolvidable noche en la cual todo se nos estará permitido.

¿Todo permitido? Brindé con él fingiendo y reprimiendo unas poderosas ganas de echarme a reír en su rostro frente a la tanda de palabrotas con las cuales pretendía hacerme caer a su pies, además de impresionarme.

—Todo —bebí tan solo un pequeño sorbo del fino y burbujeante licor agridulce separando, dos segundos después, la copa de mis labios para dejarla sobre la mesa y decir—: ¿A qué se refiere explícitamente usted con “todo”?

Sonrió realizando el mismo movimiento para luego dejar caer sus manos sobre las mías y acotar, con cierto dejo de suficiencia, una soberbia frase que solo consiguió hacerme hervir la piel, pero ante las ansias que sentí de querer abofetearlo.

—A lo que me corresponde, Leonora.  A lo que asumo sabe que sucederá con nosotros dos.

¿Asumir? ¿Sucederá?  Yo solo sabía y asumía de sobra que en cuanto lo tuviera lo bastante cerca, poniéndome las manos encima, le regalaría un patadón en su entrepierna haciéndole añicos sus cojones si pretendía pasarse de listo conmigo porque... ¿Con quién mierda creía que estaba tratando?  ¿Con una soberana prostituta?

Sonreí evitando así que notara mi desagrado cuando advertí que se levantaba de la mesa tendiéndome, a la par, una de sus manos al parecer para... ¿Ir directo al postre?

—¿Bailamos? —Inquirió, descolocándome.

Suspiré también levantándome de la mesa e invocando nuevamente a la jodida Katy Perry cuando el salón era invadido por una suave melodía que una banda tocaba armoniosamente en piano y violines.  Quise concentrarme en ella, deseé que solo esa suave cadencia me envolviera por completo, pero perdí la respiración al caminar tomada de su mano con él guiándome en dirección hacia el centro de la pista.  ¡Rayos, rayos y más rayos!  Con el vestido que llevaba encima y que dejaba gran parte de mi espalda al descubierto percibí enseguida la calidez de su mano que se situó en ella al tiempo que la otra quedaba aprisionada con la mía.

—Quise hacer esto desde la primera vez que la vi —me soltó de buenas a primeras cuando ya habíamos comenzado a movernos—.  Realmente es un enorme y grato placer tenerla aquí, frente a mí y más de esta manera.

¡Oh sí!  ¡Qué fantástica manera!

—Gra... cias —articulé entrecortadamente debido a una suave caricia que me otorgó uno de sus dedos que ya delineaban la línea de mi clavícula desde abajo hacia arriba.

—¿Qué le ocurre?  La siento abrumada.  ¿Se encuentra bien?

Asentí, mintiéndole. 

—¿Está segura? —Atrajo toda mi atención con su voz que en nada se asemejaba a la de Emanuelle cuando me había interrogado de la misma forma, pero momentos antes.  No, señor.  Al contrario, ésta me parecía algo hosca y para nada cordial como si bajo su sonido escondiera algo.

—Sí, todo está... perfectamente —evité el contacto con su inquisidora mirada cuando la mía se disponía más bien a buscar al hombre al que, por extraño que lo parezca, necesitaba tener cerca. 

Seguimos bailando al ritmo de la sensual melodía de instrumentos de cuerda cuando advertí que la figura de Emanuelle desapareció como por arte de magia.  «¿Y dónde se metió exactamente?».  Me pregunté, notando como Martín detenía el suave vaivén de su compás.

—Me alegra saber que es así porque... —su aliento abrazador se alojó en la curvatura de mi cuello, sacudiéndome, mientras se preparaba a proseguir—: quiero que me acompañe.

Me detuve al oírlo como si, de pronto, hubiera pisado mierda de perro.  ¡Sensacional!

—¿Perdón? —Fue lo único que conseguí articular demasiado sobresaltada cuando su lujuriosa vista se alojaba otra vez sobre la mía junto a su sonrisa que me hacía desvariar, pero de pavor, porque de un leve tirón logró sacudir toda mi anatomía al acercarla inesperadamente hacia la suya como si de una u otra manera fuera a... ¡Santo Cielo!  ¿Besarme?

—Quiero sacarte lo más pronto de aquí —especificó, cortándome el habla y las ganas de seguir respirando.

—Y... ¿Para qué sería? —Pregunta equivocada y absurda por lo demás, porque no era precisamente para invitarme a comer palomitas y ver la televisión.

—Para... —siguió sonriéndome con lascividad intentando cautivarme—... conocerte mejor.

¡Ajá!  Lobo feroz a la vista.

—Eso me sonó a “Caperucita roja” —le solté de golpe, colocando mis manos sobre sus hombros para mantenerlo lo bastante alejado de mi boca que el condenado patán ansiaba violentar—.  Estoy disfrutando tanto de este baile y la música que no me apetece...

—Sé que lo vas a disfrutar tanto como yo, Caperucita —me interrumpió, tajantemente—, para eso pagué por ti, no lo olvides.

Su frasecita para el oro despertó no precisamente a la apacible bella durmiente que habitaba en mí, sino mas bien a “Moonrra, La inmortal”, en mi caso femenino.

—Comprendo —sonreí burlonamente separándome de su poderoso agarre, pero con cierta delicadeza para así no llamar la atención de las demás personas que a esa hora cenaban en el restaurante—.  Pero... ¿Eso te otorga pleno derecho de tratarme como a una puta?

En cuestión de segundos tuve a Martín carcajeándose a viva voz frente a mi rostro mientras se llevaba una de sus manos hacia su mentón, el cual acarició impulsivamente en dos o tres oportunidades.

—Trabajas para Loretta, ¿no?  ¿Cómo quieres que te trate?

¡Oh, no!  ¡Aquí iba a arder, pero no precisamente Roma ni Troya, señoras y señores!

Su entrecerrada y acechante mirada, que me carbonizó la piel, solo consiguió hacerme retroceder algo más que un par de pasos cuando se aprestaba decididadamente a seguir los míos, añadiendo:

—Porque una mojigata no eres para lucir así.

Y yo también lo sabía de sobra, porque había jugado con fuego y, en este momento, me estaba carbonizando viva.

—Así que... ¿Por qué no dejas el drama para alguien más y me llevas de tu mano directamente a la acción y al paraíso?

¡Por qué no te vas tú, pero directamente al jodido demonio, hijo de puta!

Seguí retrocediendo sin saber que detrás de mí había una mesa con la cual choqué, deteniéndome, tiempo necesario que le regalé al imbécil para que se acercara lo suficiente y me tomara por la cintura, reteniéndome y negándose a dejarme ir.

—He dicho que dejes el drama de lado.  ¿No me oíste, maldita sea?

Esto no estaba bien, esto no pintaba para nada bien porque su rostro ceñudo me lo estaba más que confirmando.

—Pagué mucho dinero por ti como para jugar a las escondidas.  Así que, sin más rodeos, haz tu trabajo, zorra, pero procura hacerlo muy bien esta vez.

Esa palabra, esa maldita e insignificante palabra de tan solo cinco letras me hizo sentir como la mierda y como jamás siquiera me lo imaginé más, estando en los brazos de ese hombre al cual ya odiaba con toda mi alma.

—No soy ni seré jamás una zorra —le devolví refregándoselo en toda su infeliz cara y añadiéndole la misma pregunta que segundos antes me había hecho con tanta dulzura y cordialidad—.  ¿No me oíste, maldita sea?

—Ese es el carácter que quiero que tengas, pero conmigo en la cama cuando te folle como a toda una fiera, Leonora.

Otro fuerte apretón de su poderosa extremidad sentí en mi cintura cuando me aprestaba a responder una barbaridad que jamás salió de mis labios porque, maravillosamente, un camarero nos interrumpió, acallándome.

—Señor De La Fuente, disculpe, pero un comensal acaba de enviarle una botella de wishky como regalo.

Los observé a ambos, pero ya con una posibilidad más que clara y patente en mi cabeza.

—Lo espera en uno de los salones contiguos al restaurante para dársela personalmente —añadió el camarero sin apartarse de nuestro lado y sin quitarnos los ojos de encima, tal y como Martín me estaba admirando.

—Ve por tu obsequio, querido —lo incité con remarcado sarcasmo tras removerme de la posesividad de uno de sus brazos, pero sin éxito alguno mientras él, por su parte, me dedicó una de sus fastidiosas miradas al tiempo que respondía con mucha seguridad:

—Claro que iré, pero tú vienes conmigo.

No podía creerlo, ¿qué nada esta noche resultaría bien?  ¡Demonioa!  Un segundo... ¿Dónde se suponía que se había metido Emanuelle para sacarme de todo este lío?

Avancé de mala manera con él agarrado a mi mano y pisándome los talones mientras el camarero nos guiaba directamente hacia uno de los salones contiguos donde el infeliz recibiría el obsequio de quien sabe qué personaje.  Poco me importaba saberlo, en realidad, cuando ya analizaba en detalle cual sería mi posible ruta de escape.

Martín sonrió sin apartar su mano de la mía observando, con inusitado asombro, la mesa colocada al centro del pequeño salón en donde se encontraba la bendita botella junto a un solo vaso con un par de hielos en su interior cerciorándose, también, que nadie más se encontraba en ese sitio.

—¡Vaya, vaya! —Comentó, admirándome fascinado—.  Por lo que noto, la suerte está de mi lado esta noche.  ¿Un aperitivo antes de comenzar?

—Solo hay un vaso —le respondí para nada afectuosamente—.  No pretenderás que beba del mismo que vas a beber tú.

—No pretendía que bebieras de él, Leonora, sino de mi boca —detalló, logrando así que mi pequeño corazón latiera desbocado.

Rodé la vista hacia un costado cuando él, de un solo tirón, me zarandeó por un hombro con más fuerza para que mi vista otra vez volviera a depositarse sobre la suya.

—¡Me estás haciendo daño! —Expresé en un grito ahogado que me heló la piel cuando Martín obvió la botella y se acercó decidido y con suma exigencia hacia mí para terminar lo que ya había comenzado en la pista de baile.  ¿Y ahora?  ¡Piensa, Leonora, piensa, por amor de Dios!—.  Eeehhh... ¿No quieres saber quién te la envió?

—Creo que tengo mejores cosas que hacer contigo que preocuparme por el imbécil que me la envió como regalo. 

Tragué saliva, nerviosamente.  ¡Qué va!  ¡Descontroladamente!

—Pero es tu obsequio y...

—Silencio, Leonora.  Ya no estás en condiciones de hablar.

—¿Por que tú me lo estás exigiendo? 

—Por eso y por todo el dinero que pagué por ti.

—Pues, ¡por mí te lo puedes meter por donde mejor te quepa! —Vociferé desafiante cuando él, como un animal encolerizado, arremetió contra mí logrando hacerme retroceder hasta darme con fuerza con una de las paredes de aquella sala en la cual volví a ahogar, pero esta vez un doloroso jadeo.

—Veo que tú y yo pensamos exactamente lo mismo, nena, porque estaba meditando seriamente por qué orificio primero te lo iba a meter.  ¿Tienes alguna sugerencia?

Mi respiración se aceleró muchísimo más cuando todo  lo que logré ver fue su maldita boca que venía hacia mí dispuesta a dar una dura y ardua batalla contra la mía.

—Sí, tengo una —le lancé de lleno al rostro ya preparándome para lo peor—.  ¡Vete a la mierda Martín De La Fuente!

Una risa sarcástica recibí de su parte al tiempo que su imponente cuerpo me apegaba, sin nada de consideración, aun más contra el muro y su mano libre ya comenzaba a hacer de las suyas por sobre mi vestido, subiendo y bajando por la finísima tela.

—Con todo gusto, pero eso sucederá después que te folle de unas cuantas maneras, porque tú de aquí no sales hasta que te coja y me canse de escucharte gritar a lo grande.  ¿Me oyes?

Cerré mis ojos al oír la guturalidad de su preponderante voz de mando.

—¿Me oyes? —Gritó como una bestia enfurecida consiguiendo con ese ensordecedor sonido hacerme temblar, cuando su boca se dejaba caer en mi cuello para otorgarme los primeros lamentones que evadí, volteando enseguida mi rostro hacia un costado—.  ¿Me oyes, puta? —Insistió una vez más arrancándome de la garganta un frenético “No” que hizo eco al interior de la sala—.  ¿Qué fue lo que dijiste?

—No —me removí para alejarlo a toda costa de mi cuerpo—.  ¿Qué no me oíste?  ¿Qué no comprendes lo que significa un “No”?

Martín observó hacia ambos lados como si algo estuviera buscando.

—A mí nadie me dice que no y tú no vas a ser la primera en hacerlo.

—¡Me importa una mierda si soy la primera o no!  ¡Y ahora, apártate de mí, infeliz, porque conmigo te equivocaste! —Volví a gritar para que se diera por enterado que no hablaba por hablar, pero poco le importó cada palabra que le proferí desafiante, lanzándose de lleno a poseer mi boca sin que lo adivinara.

Gemí luchando infructuosamente con sus poderosas extremidades que apresaron las mías de violenta manera mientras su lengua se apoderaba de mi cavidad que solo deseó vomitar al sentirla escarbando y hurgando cada parte de ella, cuando en un rápido movimiento liberó una de sus manos, la que fue a parar hacia la tela de mi vestido para alzarlo hasta llegar prontamente a mi entrepierna.  ¡Dios mío!  ¿Qué más podía hacer para evitar que el maldito hiciera lo que se le antojara conmigo?  ¿Qué así debía pagar y con creces la falta que ni siquiera sabía que había cometido?

—¡No, por favor!  ¡Suéltame! —Repetí un par de veces más con absoluta desesperación hasta que el dueño de una profunda voz, que pareció haber salido de la nada, inundó la habitación en cuestión de segundos apartándome de encima, con sus poderosas manos, al colérico animal que ansiaba propasarse conmigo regalándole, además, un tremendo golpe de puño que recayó en su boca que lo envió con toda su calentura directamente hacia el piso.

—¿Qué no la oyó?  ¡Ella dijo no!

No podía creerlo, asimilarlo, menos entenderlo, pero... ¿Emanuelle estaba ahí?  ¡Desde cuándo!

—¡Y no solo una vez! —Se interpuso entre Martín y yo que aún yacía de espaldas en el suelo—.  ¿Qué no la oyó?

Detrás de su imponente figura no sabía si debía reír o llorar entre tantos sentimientos encontrados que me invadían y que me hacían sentir completamente culpable y sucia desde mi cabeza hasta la punta de mis pies, porque si él no hubiera aparecido en este exacto momento quizás... esta historia habría acabado seguramente de otra forma.

Temblé frenéticamente ahogando cada uno de mis jadeos y sollozos que ante todo no deseaba emitir para que él los oyera, pero no tuve tanta suerte al tener en dos segundos su penetrante y profunda vista muy quieta sobre la mía que expedía una intratable ira que no conseguí descifrar.

—¿Quién te crees que eres para aparecerte así? —Chilló Martín recomponiéndose y colocándose lentamente de pie cuando Emanuelle sonreía tras volver a dedicarme uno de sus guiños para con el... ¿tranquilizarme?

—Lo mismo iba a preguntarle, “señor”.  ¿Quién se cree que es usted para aprovecharse así de la señorita?

—¡No sabes con quién estás tratando, maldito cabrón! —Se lo gritó a los cuatro vientos, situando una de sus manos sobre su boca para cerciorarse si le había roto el labio que ya comenzaba a sangrar gracias al golpe que le había propinado.

Emanuelle cruzó sus brazos por sobre su pecho restándole importancia a todo lo que Martín le decía sin responderle, sin seguir su juego, menos queriendo moverse un milímetro para apartarse de mí.

—¡Esto te va a costar muy caro, imbécil!

—¿De cuánto estamos hablando?

Logró detener mi corazón al manifestarle esas decididas palabras junto a un fugaz movimiento que realizó quitándose la chaqueta de su oscuro traje que vestía, entregándomela, para luego desaflojarse la corbata y arremangarse las mangas de su camisa antes de volver a hablar, añadiendo:

—Se lo advierto, y espero que tenga cambio, porque solo trabajo con efectivo.

Martín repitió los mismos movimientos de Emanuelle, pero lanzando su chaqueta hacia el piso en el mismo instante que arremetía contra él para devolverle con ferocidad el puñetazo que éste le había regalado.  ¡Santo Dios!  ¡En qué se estaba convirtiendo todo esto!

No podía moverme.  En realidad, mis músculos no reaccionaban ante la violencia inusitada de los golpes que ambos se propinaban en sus monumentales cuerpos de infarto haciéndome estremecer ante lo que veía.  Porque golpes iban y venían, pero la ligereza de Emanuelle, junto a una técnica que jamás había visto desarrollar en toda mi vida, consiguió que Martín De La Fuente fuera un niño de pecho en comparación a él y su arte de lo que sea que estuviera ejecutando, tras llevarlo hacia el piso boca abajo mientras por sobre su espalda le tenía atravesada una de sus extremidades haciéndolo gritar del increíble dolor que le provocaba ese tipo de, para nada, convencional movimiento.

—Cuando una señorita dice “No” es “No”.  ¿Comprende?

Mi boca se negó a pronunciar palabra alguna ante la forma desmedida en que Emanuelle se enfrentó a él sometiéndolo de tan extraña manera.

—¡Te vas a arrepetir, puta! —Gruñó Martín con una fiereza única y desmedida consiguiendo que, gracias a esa frase y al tono en particular que utilizó para amenzarme, mi cuerpo liberara otro estremecimiento y reaccionara de una buena vez para espabilar “right now”, deslizándose por la pared en dirección hacia la puerta que se encontraba a tan solo unos cuantos pasos de la lucha de esos dos fieros titanes.

Bajo la mirada expectante de Emanuelle huí sin voltear la vista hacia atrás, todavía cargando su chaqueta en una de mis manos y oyendo mi nombre salir de sus labios como un débil sonido que se intentaba colar por mis oídos.  Y corrí sin siquiera tener claro hacia donde iría notando como la gran mayoría de las personas con las cuales chocaba o, sencillamente, rozaba en mi frenética carrera me observaban como si fuera una loca que se había escapado de alguna institución mental.  No los culpo, porque yo también me sentía así después de haber vivido una experiencia para nada favorable en los brazos de un hombre que había pagado solo para violentarme sexualmente.

Un par de lágrimas rodaron por mis mejillas las cuales limpié, ya saliendo del hotel, en el preciso momento en que una extremidad, que se posicionaba sobre la mía, detenía mi andar.  Luché con ella urgentemente sin observar a quien ansiaba retenerme cuando la otra se alojaba sobre mi mejilla obligándome a que mi vista recayera sobre la suya de rápida manera.

—¡Magdalena!  ¡Magdalena, mírame! —Dijo aquella voz que logré reconocer—.  ¡Soy yo, Emanuelle!

¿Qué?  Pero... ¿Magdalena?  Él había dicho... ¿Magdalena?

Alcé la mirada hacia la suya con mis ojos enjuagados en lágrimas que comenzaron a caer y a caer sin que yo pudiera detenerlas.

—Soy yo —repitió, reteniéndome—. Soy yo —replicó, autoconvenciéndome de que, tal vez, todo estaría bien mientras mis ojos se quedaran fijos en los suyos y él fuera todo lo que yo pudiese ver, pero... ¿Por cuánto tiempo?

—No —articulé en un débil, pero audible sollozo—, soy... Leonora.

—Magdalena —manifestó, desconcertándome más de la cuenta—.  Me gusta muchísimo más.  ¿Cómo se encuentra tu pie?  ¿Aún duele?

Moví mi cabeza hacia ambos lados en evidente negativa.

—Pues, me alegro —añadió, regalándome una de sus enternecedoras sonrisas.

—¿Por qué? —Quise saber, evidentemente pasmada por todo lo que aquí estaba sucediendo.

—Porque vamos a correr —una de sus manos se entrelazó a una de las mías sin que yo opusiera resistencia—.  ¿Estás preparada?

—Sí —respondí sin saber el por qué—, pero esto te va a costar tu trabajo.

—O me hará encontrar algo mejor.  ¿Nos marchamos a la cuenta de tres? —Me sostuvo con fuerza como hace mucho tiempo un hombre no lo hacía cuando comenzábamos a movernos, y mi vista se volvía por inercia hacia atrás para dejarse caer en la desafiante y soberbia mirada con la cual me observaba Martín De La Fuente al aparecer en la entrada del hotel, corroborándome con ella que de él y de ésta no iba a zafar tan fácilmente.