Cuatro

 

 

 

 

No podía creerlo por más que lo recordaba manteniendo fija la mirada en el cielo de mi habitación.  ¡Me había echado al bolsillo con todo y traje y su maldita cara de arrogancia al petulante empresario ese!

Reí como una descontrolada al evocarlo una vez más porque precisamente la cita con ese sujeto había resultado todo un éxito, tanto para Leonora como también para mí.

¡Wow!  Jamás creí que mis dotes actorales dieran para tanto.  ¡Sí que tenía talento!  Y lo puse a prueba comportándome como la más vil y despiadada mujer que irradiaba sensualidad  y sexualidad hasta por el más recóndito poro de su cuerpo.  ¿Cómo lo había hecho?  Ni yo lo sabía a ciencia cierta, pero poco me importaba porque ya todo estaba resuelto.  ¡Prueba superada!  Y ahora... ¿Qué podía decir sobre él?

Martín De La Fuente resultó ser todo un acierto.  ¿Por qué?  Porque era un empresario de vasta experiencia en el rubro comercial y automovilístico. De alrededor de cuarenta y bien conservados años era un hombre bastante guapo y encantador, además de sexy.  Poseía un cabello negro, una mandíbula perfecta, unos penetrantes ojos oscuros, un cuerpo realmente trabajado que se notaba en su espalda y en sus hombros anchos y una sonrisa falsa de comercial de dentífrico con la que creía que encandilaba a quien se le cruzara por delante.  ¡Lástima! Pero a mí no me hizo ni siquiera “click”, no como Emanuelle, claro está, que al tenerlo al primer segundo frente a mi rostro me hizo bailar como una condenada con Juan Luis Guerra y los Cuatro Cuarenta nada menos que la bendita “Bilirrubina”.  ¡¡Weeeeepaaaaaa!!

De acuerdo, para gustos hay colores.  A todo esto, el chofer al que Martín no le llegaba siquiera a la rodilla resultó ser también un guardaespaldas, por lo que comprobé fehacientemente al notar su presencia y sus ojos que en todo instante tuvo quietos sobre mí mientras bebía a unos cuantos pasos de donde yo me encontraba en la barra de aquel restaurante.  Extraño, pero totalmente cierto.

Okay.  Retomo el hilo conductor de este monólogo: Martín y no Emanuelle.  Aunque la verdad tengo que asumirlo, el chofer estaba para comérselo con todo y patatas fritas.

Un par de nuevas carcajadas volví a expresar al tiempo que frotaba mi rostro con mis manos y me mordía el labio inferior recordando las cientos de insinuaciones junto a las sonrisas lascivas y lujuriosas que Martín me otorgó al acercarse a mí, tal y como si me estuviera seduciendo en esa cena con los inversionistas y la furibunda de su esposa que, para la mayor de mis sorpresas, formaba parte del selecto grupo de los comensales que nos acompañaba a cenar.  ¡Santo Dios! ¡Su dichosa ex-mujer quería hacerme añicos con sus propias manos mientras me despelucaba viva y me trataba de lo peor!  Eso fue lo que comprobé al observar todas y cada unas de las tan cariñosas, amables, peligrosas y asesinas miradas que me dio gran parte de la velada. 

Pero para ser la primera vez que me encontraba del otro lado de la moneda todo había estado bien.  Al menos, Martín se veía tranquilo, fascinado y hasta gratamente asombrado y complacido con cada una de mis reacciones frente a sus descarados coqueteos y uno que otro acercamiento hacia la comisura de mi boca que jamás besó.  ¿Por qué?  Bueno, no se la iba a dar regalada a la primera, ¿o sí?  Ciertamente era una zorra, pero en teoría aún no me crecía la cola.  Aunque si se sobrepasaba sí que iba a conocer algo más que mis afiladas garras.

Suspiré aun teniendo la mirada fija en el cielo de mi habitación intentando asimilar, además, cómo Silvina me había metido en esto hasta que, de un momento a otro, mi móvil sonó.  Lo tomé enseguida, pero bastante nerviosa.  ¿De qué?  Ni siquiera yo lo sabía a ciencia cierta.

—¿Hola? —Respondí algo perturbada al no reconocer el número que efectuaba la llamada.

—Soy tu madre, no te espantes.  ¿Te desperté?

—No. La verdad hace mucho abrí mis ojos.  Hola mamá, ¿y tu teléfono?

—Pasó a mejor vida después de la discusión que mantuve anoche con Federico, cariño —detalló, intrigándome más de la cuenta.

—¿Estás bien? 

—Yo sí, pero mi aparato hecho añicos contra la pared.  Dime una cosa, ¿tienes tiempo para desayunar con tu madre?  Tú y yo tenemos una charla pendiente, ¿lo recuerdas?

Suspiré nuevamente porque ya sabía a qué se refería con ello.

—¿Es necesario?

—Magdalena Villablanca, no te estoy pidiendo una cita.

“Cita”.  Al oír esa palabra no pude evitar estremecerme.

—Así que te doy cuarenta y cinco minutos para que estés en mi despacho.  No puedo moverme de este sitio hasta el mediodía y me urge hablar contigo.  ¿De acuerdo?  O... ¿estás con alguien en la cama?

Cerré mis ojos.

—Estaré ahí, cuenta con ello.

—¿Y eso?

—¿Eso qué?

—¿Estás o no estás con alquien en la cama?

—¡Madre, por favor! —Vociferé un tanto escandalizada—.  Qué esté o no con alguien en mi cama no es de tu incumbencia.  Y, por favor, ya no lo preguntes más.

—¿Por qué?  ¿Sequía? —Insistió, atragantándome con su fascinante interrogante.

—¡Ja!  No soy Federico, así que el sarcasmo te lo puedes guardar donde mejor te quepa, ¿quieres?

—Tienes razón, hija.  No es de mi incumbencia que estés en sequía.  Por lo demás...

—¡Por lo demás qué!

—Te quiero... y aquí sentada en mi despacho dentro de cuarenta y cinco minutos.  ¿Entendido?

—¡Sí, señora! —Me levanté de mi cama como si fuera un resorte al tiempo que la oía decir “yo también te adoro, hija mía.  Yo también”.

Cuarenta y tres minutos después ya me encontraba de pie, jadeante, en el umbral de la sala de reuniones donde mi madre me esperaba preparando todo su arsenal con el que, seguramente, se enfrentaría a sus clientes del día de hoy.

—Buenos días y respira profundamente, Magda, que los ojos se te salen de tus órbitas —sonrió mientras me regalaba un beso a la distancia y observaba por un segundo su reloj de pulsera—.  Cuarenta y tres minutos, todo un récord.  Te felicito, corazón.

Quise decir algo, pero mi bendita respiración se había ido a las nubes.

—Toma asiento y bebe algo de café.  Quién te conociera pensaría que volaste hasta aquí, cariño.

Así era Amanda Ross, alias “mi madre”, sarcasmo e ironía en sus estados más puros.

Caminé hacia la enorme mesa ovalada no sin antes regalarle un beso en su mejilla.

—¿Qué ocurrió con Federico?

—Nada que no se pueda solucionar.

—¿Con una demanda de divorcio? —Pregunté, captando toda su atención—.  Me gusta que me miren a los ojos cuando hablo, mamá —acoté, sentándome en una de las sillas—.  Eso lo aprendí de ti.  ¿Qué tal?

Me admiró a través de sus gafas de lectura y pronunció:

—Y lo hiciste bastante rápido.

—¿Café, Doña?

Y ahora rió a la par que apartaba todas las carpetas y documentos que tenía regados sobre la mesa de reuniones.

Nuestra amena conversación prosiguió.  Me encontraba bastante a gusto solo con ella charlando fluidamente sin tener la chillona voz de Piedad interrumpiéndolo todo.  ¡Si existía tanta paz y tranquilidad cuando ella no estaba cerca! Bueno, en realidad cuando ni siquiera asomaba su operada nariz tipo Michael Jackson —Q.E.P.D—, por aquí todo parecía ir mejor y hasta el sol resplandecía de una asombrosa manera, debo reconocerlo.

—¿Estás bien? —Volvió a atacar al igual que la última vez que habíamos hablado en su despacho.

—Lo estoy y lo estaré.  Despreocúpate.

—No puedo, soy tu madre.  Por eso y otras cosas más hablé directamente con Benjamín.

Me aparté la taza de los labios al tiempo que la escuchaba.

—No voy a regresar a esa empresa, mamá.  Olvídalo.

—Sobre tu finiquito, Magda —agregó—.  Dentro de la semana recibirás tu dinero y algo más.

—¿Algo más? —Entrecerré la vista dejando la taza sobre el platillo—.  ¿Qué fue lo que hizo esta vez, Doña?

—Nada.  El puto cabrón me debía un favor que me cobré con creces.  Asunto arreglado.

—Si tú lo dices —.  Cuando mi madre expresaba “asunto arreglado” sabía que no debía seguir preguntando sobre ello.  Mal que mal, sus buenas razones tendría después de los polvazos que con él se había pegado.

Amanda Ross siguió hablando con total fluidez sobre mi bendito futuro mientras mi curiosidad se hacía evidente.  Asintiendo frente a cada cosa que no paraba de manifestar, como si estuviera poseída por algún tipo de trance interno, tomé una de sus carpetas, la que más cerca tenía de mí, la cual abrí llevándome la sorpresa de mi vida al reconocer en una fotografía al hombre con el cual unos días atrás había estado.

“Pobre desgraciado”, afirmé empatizando con su futuro dolor, porque si mi madre estaba preparando con su mejor artillería un advenimiento contra él... ¡Válgame Dios!  No quería estar metida en sus zapatos.  ¿Por qué?  Bastante sencillo de explicar: “La Doña” lo haría polvo.

—Demanda de Divorcio —especificó, logrando con esas tres palabras que elevara mi mirada hacia la suya—.  Treinta y cinco años, Director Corporativo de una de las mejores empresas de publicidad del país, sumamente atractivo, interesante, ojos felinos increíblemente azules, grave voz para tener sueños orgásmicos, cuerpo de Dios Griego y mi cliente, David Garret.

¿Había dicho su cliente?  ¡Ja!  El “Mister” de un momento a otro había recuperado toda su inteligencia.  ¡Bendito sea!

—Así que tu cliente...

—Su mujercita con esta demanda pretende dejarlo en ropa interior —detalló, ejemplificándola—, aunque la verdad, para ser sincera, no se vería nada de mal en ella.

Reí porque ambas ya estabamos más que conectadas visualizándolo en nuestras pervertidas mentes luciendo un ajustado boxer de color azul o blanco... a estas alturas daba lo mismo el color cuando lo único que nos interesaba era su cuerpo.  Sí, ¡su condenado cuerpo!

—Tiene suerte.

—Se lo hice saber, Magda.  En poder de otro abogado y lo que pide su “ex” hubiera quedado, técnicamente, en cueros.

Nos carcajeámos al unísono cuando nuestras miradas nos lo decían todo.

—Eres increíble, Amanda Ross.

—Y toda una profesional.

Volví a dirigir mi mirada hacia la fotografía al tiempo que mi madre proseguía.

—Contrató un detective privado.  Necesitamos pruebas de sus “supuestos” affaires.

—Por qué no me sorprende.  ¿Por órdenes tuyas?

—Sugerencias, hija.  Si la platinada pretende salirse con la suya déjame decir que está muy equivocada y el gigoló que tiene por abogado y al que se devora con todo y ropa, también.

Abrí mis ojos de par en par mientras cerraba rápidamente la carpeta.

—¡Teniendo un marido así! —No lo podía creer.  La perra afgana estaba comiendo carne molida de tercera teniendo frente a sus ojos a un delicioso filete de primer corte.

—Bascuñán —me soltó mi madre leyéndome el pensamiento—.  Sinceramente, esa mujer no tiene neuronas.

—Y estómago —añadí, evocando a Rodrigo Bascuñán, un mujeriego certificado de primera—.  ¿Está enterado de eso?

—¿Mi cliente?  No, pero ya lo hará.  Solo es cuestión de tiempo que la bomba explote.  Bueno, mi querida Magdalena... —volvió a observar su reloj de pulsera—, el tiempo es oro para mí.

—No hace falta que lo digas.  Ya entendí —me levanté de la silla en la cual me encontraba sentada, fui hacia ella, la besé en la sien, la abracé con sumo cariño, obsevé sus ojos negros antes de sonreír y decirle —: te quiero, bruja.  Nos vemos pronto.

Se aferró a mí con las mismas ansias y afecto que lo había hecho la vez anterior, pero antes de dejarme ir pidió expresamente que me cuidara de una particular forma, diciéndome:

—No quiero ser abuela tan pronto, cariño.

—No te preocupes, no lo serás.  Sequía —le corroboré antes de marcharme, definitivamente, al abrir y cerrar luego la puerta.

Caminé hacia el ascensor todavía sin entender qué poseían ciertas mujeres dentro de sus cabezas, porque ya había más que comprobado que la Pitufina peliteñida no tenía cerebro o simplemente se le había hecho agua, hasta que todo se hizo más claro frente a mí.  A la distancia, y como si se tratara de una bendita aparición, David Garret se mostró ante mis ojos luciendo un traje azul que le sentaba realmente de maravillas.  ¡Condenado hombre del demonio!  ¿Podía existir alguien más guapo que él?  “Sí, Emanuelle”, añadí en completo silencio pretendiendo no ahogarme con mi propia saliva.

Se quitó sus gafas de sol y me hipnotizó nuevamente con el increíble color azul acero de sus ojos.  ¡Rayos!  Esa sí que era una mirada matadora.  ¿Y qué podía decir de su sonrisa?  Que era totalmente genuina, hermosa, fascinante, derretidora y...

—Señorita Mustang, buenos días.  Es un placer encontrarla aquí otra vez.

Sí, sí... ¿Qué había dicho?  Perdón, me encontraba obnubilada por su mirada y elegancia, también otra vez.

—¿Destino o casualidad?

Quise decirle “mi madre”, pero me arrepentí.  Nada de mi conversación con ella venía al caso en este momento.

—Tal vez... un poco de lo primero mezclado con lo segundo, Mister.

Sonrió más prominentemente.  ¡Ay señor!  ¡Cómo la vida podía ser tan cruel conmigo poniéndome por delante y no por detrás un espécimen como éste!

—Una muy buena combinación, ¿no le parece?

Quise responderle de inmediato, pero me quedé absorta visualizando en mi mente lo que podía hacer un espécimen como él por detrás.  ¡Ufff!  ¡Madre mía, qué caloooorrrr!

Enarcó una de sus oscuras cejas mientras entrecerraba su vista admirándome perplejo. 

—¿Le sucede algo?

—Sí, tengo un calor de aquellos que me sube y me ba... —pronuncié indebidamente.  ¡Cállate la boca, Magda!—.  Quiero decir... la calefacción.  Eso.  Sube y baja —.  ¡Mierda!—. Siempre está tan alta en este sitio...

—¡David! —Pronunció mi madre, de pronto, sacándome del problemón—.  Magdalena, hija, ¿aún por aquí?

—Sí, es que yo... bueno... la calefacción... de acuerdo, ya me iba. 

Mi madre me contempló como si no entendiera nada.  No la culpo, pues yo tampoco entendía cada una de mis estúpidas reacciones.

—Dame un segundo, David.  ¿Estás bien, hija?

—Sí, pero lo reafirmo.  La calefacción, mamá... revísala.  Está altífsima.  ¡Ufff!  Nos vemos... por delante.  Con permiso —.  Un solo segundo me demoré en subir al acensor ante la atenta mirada de mi madre y de David, quienes se negaban a apartar sus ojos de los míos y más, creo, de mi cara totalmente enrojecida de absoluta verguenza.

—¡Pero si la calefacción no está encendida, Magda!

—Discúlpame, ¿es tu hija, Amanda? —Intervino David, sorprendiéndola.

Rápidamente se volteó hacia él cruzando sus extremidades por sobre su pecho.

—Sí, pero discúlpame tú a mí. ¿Qué quieres saber con respecto a Magdalena?

David sonrió tras situar uno de sus dedos sobre uno de sus labios, el cual acarició, lentamente.

—Déjame decirte que es encantadora.

—Lo sé y, además, está soltera.  ¿Nos vamos a trabajar?

—Solo si antes... me permites obtener su número telefónico.

Amanda rió con absoluto descaro.

—Soy tu abogada, no tu operadora telefónica, David.  ¿Conoces eso que se llama “Guía de teléfonos” y que tiene muchísimas hojas?

—Claro que sí, pero si me das el apellido de su padre seguro se me hará más fácil encon...

—¡Ni siquiera lo pronuncies! —Le advirtió algo enfurecida, consiguiendo así espantarlo de la impresión.

—Perdona.  ¿Dije algo malo?

Ella suspiró, recomponiéndose.

—No, pero por poco te corto la lengua.  Da gracias a Dios que sigues siendo mi cliente.  ¿Quiéres su número?

—Si no te molesta...

—Pues sí, me molesta porque todavía no estás divorciado.

—De acuerdo.  Discúlpame por mi atrevimiento.  Entonces...

—Deja que se me quite la molestia y luego te lo daré —lo interrumpió, relajando su compostura.

—Y eso sería...

—Si tienes suerte, David... dentro de un millón de años, ¿te parece?  Ni más ni menos.  Y ahora vamos, guapo, que tu ex mujercita no demora en llegar.

 

Fue un día relativamente tranquilo y estaba segura que esta noche iba a ser igual.  Por lo tanto, me dispuse a preparar algo de cenar para ver por trigésima novena vez mi película favorita, “300”.  Cuerpos increíbles, sensuales, de infarto combinados con sensualidad y testosterona para elegir por catálogo ¡Mmm...!, nada mejor que eso.

Ya con todo preparado y colocado sobre la mesa junto al sofá me disponía a darle “Play” a la película cuando mi teléfono empezó a sonar.  ¡Rayos!  Y mi bendita tranquilidad, ¿dónde había quedado?

Después de un largo suspiro que salió lentamente desde la profundidad de mi garganta, tomé el aparato en el cual rápidamente comprobé de quien se trataba.

—Sinceramente, no me puedes dejar vivir en paz, Silvina Montt.  ¿Qué quie...? —Pero no pude proseguir al oír la nerviosa voz de Carla, su hermana, desde el otro lado, diciéndome:

—Lo siento, Magdalena, pero no soy Silvina.  Te llamaba para comentarte que surgió una inesperada urgencia.

¿Urgencia?  Ella había dicho, ¿urgencia?

—¿Qué tipo de urgencia? —Repliqué, poniéndome de pie mientras un temblor ya recorría gran parte de mi cuerpo—.  ¿Qué sucede, Carla?  ¿Se trata de Silvina?

—Me temo que sí.  Ella... se ha quitado la bota y el yeso, Magda.

—¡Cómo se ha quitado el yeso, por Dios!

—¿Con... las manos? —Manifestó mas bien como si su respuesta fuera una interrogante—.  Lo lamento, no pude hacer nada, ya sabes como es y como funciona su cabeza loca.

—Me vas a perdonar, Carla, pero tu hermana no está loca, ¡sino completamente desquiciada!  ¡Cómo que se quitó el yeso!  ¿Por qué?

—Averígualo por ti misma.  Me encuentro en urgencias esperando noticias del doctor de turno.  Ella me pidió que te avisara.  Tuve que dejar a mi pequeño en casa de una vecina y ...

—No te preocupes, te entiendo perfectamente.  Voy para allá enseguida para que puedas ir por tu hijo.

—Magdalena, lo siento muchísimo.  Quizás, tenías planes y bueno... no quise arruinar tu noche.

—Mi noche... ya sé a quien se la voy a cobrar y como dice mi madre “con creces”.  Dale, Carla, nos vemos en un par de minutos.  Gracias por avisarme.  Adiós.

“Loca del demonio” vociferé en un eufórico chillido mientras buscaba con rapidez las llaves de mi coche, mi bolso y admiraba la cena que esta noche no iba a degustar, al igual que los cuerpos increíbles, sensuales y de infarto. ¡Maldición!

 

—No me mires así.  No fuiste tú quien perdió todo su espectacular glamour con esta pierna de palo.  Estilo pirata, ¿yo?  ¡Olvídalo!

Moví mi cabeza de lado a lado mientras la enfermera de turno detenía la silla de ruedas en la cual mi amiga venía sentada.

—Se lo dije al condenado doctor en esa fría sala, Magda, ¡ya estoy bien, no lo necesito!

—¿Y qué te respondió él?

—¿Además de que era una inconsiente?  Que cerrara la boca y que aguantara estoicamente los dolores porque yo me los había buscado.

—¿Y eso ocurrió antes o después de la inyección que te acaba de poner la enfermera? —Me admiró con ganas de querer abofetearme—.  Estás loca, Montt.  Definitivamente, tienes que ver un psiquiatra.

—Definitivamente, llévame a casa, ¿quieres?  Comienzo a odiar los hospitales.  Solo porque me duele como un demonio la pierna tomaré esos malditos medicamentos, pero yeso nuevamente, no, ¿estamos? —La palabra “furiosa” se quedaba corta para expresar como ella se encontraba en ese sitio.

—De acuerdo, con tal que cierres la boca como lo dijo el doctor...

—Espera —me detuvo, poniendo su pie no lastimado sobre el piso—.  Tengo tu paga.

—¿Mi qué?

—Tu paga, Magda, tu dinero, tu cheque... nada menos que lo que obtuviste por la cena con el empresario ese. ¿Te acuerdas de él? —Cómo olvidarlo—.  Dame mi bolso, por favor —.  Así lo hice, viendo como buscaba lo que encontró unos segundos después—.  Aquí tienes —un sobre de color rosa me entregó al tiempo que me otorgaba un guiño.

—¡Vaya!  ¿No usan otro otro color o también es parte de los protocolos de la Corporación utilizar éste?

—Ábrelo y olvídate del maldito color.  Quiero ver tu cara de espectación y como tus lindos ojitos se salen de sus cuencas debido al asombro.

Enarqué una de mis cejas sin hacer el menor movimiento.

—¡Ahora! —Vociferó llamando la atención de unas cuantas personas que a esa hora y en ese lugar se encontraban—.  Lo siento, mi amiga tiene serios problemas de sordera por eso debo elevar el sonido de mi voz.  ¿Cierto, Magda?

Abrí el sobre ante su atenta mirada del cual, segundos después, saqué un cheque contemplando lo que en él decía.

—¡Santo Cielo!  ¿Todos estos ceros son reales? —Ahora fui yo quien gritó totalmente asombrada frente a lo que veía y no podía creer.

—Absolutamente.  Te lo dije —sonrió encantada regalándome otro de sus traviesos guiños—.  Y ni siquiera tuviste que acostarte con él.  ¿No es maravilloso?

¿Maravilloso?  Siquiera... ¿existía una palabra que definiera en gran medida cómo me sentía en este preciso momento ?

—Pero podría ser más maravilloso de lo que ya lo es, ¿me sigues?

Aparté mi vista del cheque y la cifra con los seis ceros que venían insertos en ella.

—No, no te sigo.

—Pues, ya lo harás.  Aquí voy... —aún intentaba recuperarme de la grandísima impresión que me había llevado con el dichoso dinero cuando Silvina, tras tomar un poco de aire, detonó la bomba haciendo “KBOOMM”—... tendrás una segunda cita, Magda, o debería decir, Leonora.  Martín De La Fuente desea volver a verte y ya pagó por ti. 

—¿Qué?  ¿Pagó por mí?  ¡Estás loca!  ¡No soy maldito producto!  ¡Olvídalo! ¡No voy a aceptar! —Metí el cheque otra vez dentro del sobre rosa el cual tendí frente a su rostro de inmediato—.  Una sola vez, ¿lo recuerdas?  ¡Una sola vez!

—Lo sé, preciosa, ¿te puedes calmar?

—No, no me voy a calmar por razones obvias.  Y de paso, toma este dinero, no lo necesito.

—Yo tampoco porque no es mío.  ¿Lo vas a donar?  Hazlo, pero a la fundación “tu casa”.  Es tu dinero, lo quieras o no, así que acéptalo, regálalo, inviértelo, o qué se yo, pero no me lo devuelvas porque te lo repito “no es mío”.  ¿Quién asisitió a esa cena?  Tú.  ¿Quién se echó al bolsillo al tarado ese?  Tú.  ¿Quién hizo tan bien su trabajo que dejó descolocado y baboso al empresario más arrogante y petulante que en la vida he conocido?  Nadie más que tú, amiga mía, así que ahora “airbags” arriba, confianza y seguridad en ti y vamos por él, ¡cázalo!

—¿Estás sorda?  Dije que no.

—Puedes pensarlo. Tienes al menos tres días para darme una respuesta que valga la pena.

—Mi vida vale la pena y esto... —le mostré el sobre que aún tenía en mis manos—... no.  Lo siento, pero ya te di una respuesta y no esperes otra

—Magda, solo será una cita.  ¡Qué podría salir mal!  El tipo no quiere a nadie más que a ti.  ¡Qué fue lo que le hiciste!

Era lo que yo también anhelaba saber y nada más que ahora mismo.

—Solo unas horas, Leonora. Piénsalo.  ¡Solo unas condenadas horas a su lado y tendrás en tus manos otro cheque igual a este!

—Mi nombe es Magdalena por si lo has olvidado y ya me oíste, ese dinero no me interesa para nada.  Por lo tanto, digas lo que digas, hagas lo que hagas yo no voy a...

—Sí, si aceptarás porque Loretta quiere verte y conocerte —me interrumpió, decididamente—, y para eso no puedes decir que no.

—No me hagas reír, por favor.  Eso lo oí... ¿como una amenaza?

—No. Es solo una advertencia que te hago porque te quiero y me preocupo por ti.  Escúchame.  Por lo que más quieras solo oýeme porque lo que diré es sumamente fácil de entender.  A Loretta... la conoces por tu propia voluntad o ella te encuentra a ti por la suya.  ¿Qué prefieres, Magda?

Guardé silencio un largo instante mientras me llevaba una mano a la frente cavilando ya en unas cuantas posibilidades.

—Negocios son negocios, preciosa.  Lo siento mucho.

—¿Lo sientes?  ¿Realmente lo sientes?  Por favor, ¡cierra la boca, Silvina! —Exigí al instante, furiosa—.  Pero antes explícame a cabalidad lo que quiero saber. ¿Quién rayos es esa tal Loretta?

Enseguida sus ojos azules me taladraron la mirada a la par que se aprestaba a responder:

—¿Sin rodeos?

—Y con todas sus malditas letras.  ¿Quién rayos es esa tal Loretta? —Repliqué, elevando el volumen de mi voz.

—Nada más y nada menos que la zorra mayor.

 

Ya entrada la madrugada subí, uno a uno, los escalones de mi edificio como si mis pies pesaran una tonelada . “¿Y ahora?”, me pregunté sin obtener una sola maldita respuesta cuando vislumbraba finalmente la puerta de mi hogar. “¡Qué rayos haré ahora!”.

Caminé hacia ella sin la más mínima intención de entrar en mi propia burbuja.  Por lo tanto, me volteé dejando que mi espalda lentamente resbalara hasta sentarme por completo en el piso, recordando a cabalidad la tan amena charla que con Silvina había mantenido en el pasillo del hospital.

 

“Es solo una advertencia que te hago porque te quiero y me preocupo por ti.  Escúchame.  Por lo que más quieras, solo óyeme porque lo que diré es sumamente fácil de entender.  A Loretta... la conoces por tu propia voluntad o ella te encuentra a ti por la suya.  ¿Qué prefieres, Magda?”

—Desaparecer, desaparecer y desaparecer —cerré los ojos tras golpearme la cabeza con la puerta.

—¿Dolió? —Preguntó Teo observándome desde el umbral de su departamento sin que notara su presencia.

—Un poco —volteé mi vista hacia él quien, sin perder su tiempo, vino hacia mí para sentarse a mi lado.

—¿Estás bien?  Toqué muchas veces a tu puerta sin obtener ningún resultado hasta que advertí que tu Mustang no estaba aparcado en el estacionamiento.  ¿Necesitas algo? Y... ¿por qué quieres desaparecer?

—Porque a veces es necesario.

—¿Cómo ahora?

Asentí.

—No quiero que desaparezcas, Magda.  Es más, me niego a que lo hagas.

Al oírlo una media sonrisa de satisfacción delinearon mis labios.

—¿Por qué?

—Porque te extrañaría demasiado y aunque suene redundante y algo cliché señalarlo, extrañarte no es bueno para mí.

Quise responderle, quise decirle tantas cosas, pero en ese significativo instante en todo lo que pude pensar fue en la dichosa cena con Martín De La Fuente.  ¡Qué burra!

—No quise llamarte porque creí que estabas ocupada o acompañada —prosiguió, perdiendo su vista en la mía al tiempo que una de sus manos también lo hacía, pero en el contorno de mi mandíbula, la cual acarició delicadamente hasta alojarla en mi mentón, agregando—: estaba preocupado por ti.  ¿Puedo saber dónde estabas a estas altas horas de la madrugada?

—Con Silvina —suspiré—.  La muy desquiciada se arrancó la bota y el yeso a tirones.  ¿Lo puedes creer?

—Sí —sonrió de medio lado a la vez que se mordía uno de sus dedos asesinándome en vida, porque cuando Teo realizaba ese sencillo, pero a la vez tan atractivo y sugerente gesto... ¡Por Dios que me paralizaba el corazón!—.  Pero no va a morir de ello, te lo aseguro.  Por lo tanto, no va a necesitarte esta noche o mañana en la mañana.  Incluso, la siguiente noche o la subsiguiente también... así que arriba.  Ya es bastante tarde y por lo que noto, seguro no has comido nada.  ¿Me equivoco?

Moví mi cabeza en señal de negativa advirtiendo como se ponía de pie para luego ayudarme a hacerlo, jalándome hacia su cuerpo y abrazándome después.

—Sí, ya es... muy tarde —porque en referencia a lo de “comer” Teo, en mis húmedos y acalorados sueños, era mi menú de día, de tarde y también de noche.

—Lo es, pero... ¿no quieres cenar algo antes de ir a la cama?

Yo quería.  ¡Ay sí, claro que quería! 

—¿Qué hay en el menú? —Ataqué, poniendo a prueba mis conocimientos de “super zorra”, obviamente sin apartar mis ojos de los suyos y ya percibiendo la presión que ejercían sus manos en mi espalda y cintura.

—¿En el tuyo o en el mío? —Contraatacó, sorprendiéndome.

Ahora fui yo quien sonrió de medio lado, evidenciando como el espacio que había entre los dos a cada segundo comenzaba a minimizarse.

—¿Qué tienes en mente, Teo Sotomayor?

—Mmm... llevarte a comer a casa o... comerte en mi casa.  ¿Qué prefieres tú?

Me carcajeé al instante percibiendo como su aliento abrazador junto a sus cálidos labios comenzaban a hacer estragos en la curvatura de mi cuello.

—Por de pronto... quiero que me beses como si el mundo fuera a acabar con nosotros dos esta misma noche, ¿te parece un buen comienzo para nuestro menú?

—El mejor de todos, preciosa.  Sin duda alguna, el mejor de todos —y así con sus manos ascendiendo hasta mi cuello, del cual se apoderó, me besó y besó con urgencia, con violencia, con extrema desesperación y como si su vida dependiera de ello.  Y bueno, yo respondí y respondí porque infinitamente lo  deseaba y necesitaba sobre mí, debajo de mí, acariciándome, quitándome la ropa, llevándome al delirio mismo para luego estremecerme junto a él mientras me hacía suya de todas las formas y maneras posibles.  Y para qué negarlo, con las imposibles tambien.  ¡Viva la experimentación en el ring de cuatro perillas!

—Quédate conmigo —susurró, volviéndome loca con cada beso que me daba—, porque soy yo quien necesita de ti y no imaginas cuanto.

¿Iba a negarme a esa más que clara posibilidad que se hacía patente después de tres años de mi patética existencia, al soñar noche tras noche con él haciéndome el amor de una salvaje manera?  No tuve que responderme porque mis labios hicieron lo suyo al devorar su boca, mordisco a mordisco, que Teo correspondió de la misma forma alzándome, además, sorpresivamente, con sus fornidos brazos mientras enrollaba mis piernas en sus caderas.  Todo un ajuste perfecto.  ¡Quién lo hubiera dicho!

—Quédate —volvió a manifestar volteándose hacia la pared en la cual me acorraló, decididamente—, quédate junto a mí.

Jadeante, pero todavía consciente de cada uno de mis signos vitales, respondí:

—Sin preguntas, Teo, sin respuestas... Si puedes darme eso...

Un nuevo beso acallaron mis labios cuando su lengua se entrelazó a la mía con suma desesperación, poseyendo cada recoveco de mi boca que anheló, desde el primer segundo de mi vida junto a él, ser sometida de esa tan prodigiosa y excitante manera.

—Puedo darte lo que me pides —agregó, apartándome de la pared para llevarme en andas rápidamente hacia el umbral de su puerta—, sin preguntas, sin respuestas... créeme, puedo darte eso y mucho más.

—Entonces —gemí al tiempo que jalaba con desespero su camiseta para arrancársela—, me quedo esta noche contigo.

—¿Solo esta noche Magdalena?

—Shshshsh... —lo interrumpí fijando mi mirada en sus ojos castaños—... no hagas preguntas, no esperes respuestas.  Solo vive, disfruta y lo más importante de todo, soy y seré Magdalena.  A pesar de lo que pueda ocurrir siempre seré... tu Magdalena.  No te olvides de ello, por favor —porque particularmente hablando... no podía asegurar lo mismo sobre mí.