Ocho

 

 

 

 

No podía creerlo por más que lo observaba sin siquiera parpadear.  Pero... ¿Emanuelle?  ¿Aquí?  ¿Ahora?  ¿De esta manera?  ¡Por favor, que alguien me abofetee ya o me despierte de esta insólita pesadilla!  Pensé realmente abrumada además de sorprendida mientras retenía su desconcertada mirada que mantenía quieta y fija sobre la mía. 

«¡No sabes quién soy, no sabes quién soy, no sabes quién soy, maldita sea!». Repetí como un mantra y como una loca sin juicio ni razón hasta que una sonrisa que delineó en sus labios derribó todos mis jodidos pronósticos que no eran precisamente climáticos.

—¿Leonora?

¡Vaya suerte la mía!  ¿Debía saltar de absoluta felicidad por cómo me había llamado?

Guardé silencio sin siquiera mover un solo músculo de mi cuerpo.

—¿No se acuerda de mí?  Soy Emanuelle.

¿Acordarme?  ¡Por Dios!  ¿Esto iba en serio?   Ya sé, ya sé... “me sube la bilirrubina”... Nooooo señor, ahora y en la forma como me observaba a mí me estaba bajando a destajo todo lo que terminara en “INA”.

—Leonora, ¿se encuentra bien?

Abrí la boca para decir algo coherente que jamás salió de mis labios.

—¿Cómo me llamó?

—Por su nombre. 

Mi nombre... ¡Querrá decir mi artístico, audaz y hollywoodense nombre!

—Leonora —replicó ya por tercera vez, sepultándome en vida.

—Pues... qué mas da.  Sí, esa soy yo.

Emanuelle se levantó del piso mientras yo intentaba hacer lo mismo hasta que tambaleé frente a un leve y sorpresivo malestar que sentí en mi tobillo izquierdo.

—¡¡Ouch!! —Me quejé a viva voz alzando el pie de inmediato y pretendiendo sostenerme de cualquier cosa que tuviera cerca.  Mala idea.  Fue así como terminé depositando rápidamente mis manos en su derecha extremidad advirtiendo que él me observaba con cierta extrañeza.

—¿Le... duele?

—No, para nada.  Solo intento bailar la “Macarena” —me burlé.

—¿En un solo pie? —Siguió mi juego, riendo.

Rodé mis ojos hacia un costado evitando ante todo no demostrar que el tobillo me dolía bastante, pero mi linda carita no estuvo de acuerdo conmigo y me traicionó vilmente gesticulando lo que a todas luces yo deseaba ocultar.

—¿Qué le ocurre?  ¿Se ha hecho daño?  ¿Le duele mucho?

Cerré los ojos sin nada que decir por unos cuantos segundos mientras me aferraba con más y más fuerza a su antebrazo.

—No se preocupe, acabo de comprenderlo —le echó un vistazo a su bicicleta—.  Lo lamento, pero...  ¿Qué no se dio cuenta de mi presencia?

Suspiré profundamente antes de volver a abrirlos y animarme a contestar con cierto aire de paz y tranquilidad:

—No me lo tome a mal, pero... ¿Me cree o pretende hacerme ver y sentir como una idiota?  ¿O piensa que por siemple gusto lo embestí tan impulsivamente? ¡Ni que fuera Henry Cavill para lanzarme encima suyo!

Rió como si le hubiera contado el mejor de los chistes logrando con ello hacerme sonrojar y hervir de rabia.

—Lo siento, no me refería a eso exactamente, pero ya que usted lo ha sacado a la luz no me quiero imaginar que hubiera sucedido conmigo si yo hubiese sido Henry Cavill.

—Se lo aseguro, vivo usted no queda.

Asintió carcajeándose con mayor intensidad.

—¡Que mala suerte la mía! —Pretendió agacharse para... ¿observar mi pie?  ¡Demonios!

—¿Qué cree que está haciendo? —Inquirí totalmente preocupada por cada uno de sus desprevenidos movimientos.

—Es obvio, ¿o no?  Solo quiero saber si “por mi culpa” —subrayó—, usted se ha lastimado el pie.  ¿Puede apoyarlo para que yo...?

—¡No, no puedo! —Vociferé alarmada llamando la atención de unos cuantos transeúntes—.  Quiero decir, sí puedo.  Es solo que no me he hecho daño alguno.  Es más, ahora mismo retomo mi carrera.  Ya estoy bien —coloqué mi pie en el piso para retroceder un par de pasos y así darle fin a esta inusitada conversación que me tenía con los vellos de punta.

—Cojea, Leonora —notó sin dejar de admirarme.

—Sí, de nacimiento —.  Me volteé, pero tan solo algunos pasos alcancé a dar cuando lo tuve otra vez a mi lado, caminando ahora con su bicicleta al costado.

—Lo lamento.  Realmente no quise...

Me sobresalté al oír la gravedad de su voz, pero aun así mantuve mi calma.

—Ya sé que no quiso chocar conmigo.  Asunto arreglado y adiós.

Emanuelle entrecerró la vista a la vez que suspiraba y se detenía debido a mis enomes ganas de  entablar una amena conversación.

—¡Solo quise ser amable! —Alzó la voz a la distancia, explicándomelo.

—¡Sí, sí!  ¡Yo también! —Le respondí de la misma manera volteándome por última vez para observarlo y salir de allí como alma que se la lleva el viento.

Patéticamente corrí aguantándome el jodido dolor de mi tobillo hasta la entrada del muelle.  ¡Diablos!  ¡Sí que dolía el condenado!  Y como pude caminé hacia un parque aledaño donde me lancé de lleno sobre el césped para relajarme o al menos eso pretendí hacer en completa paz y tranquilidad, hasta que la bendita voz de Emanuelle me hizo saltar de la sola impresión que me causó el haberla escuchado... de nuevo.

—Todavía le duele, ¿verdad?

Moví mi cabeza hacia ambos lados con la idea de negárselo hasta la muerte.

—No sea terca y déjeme ver que tiene, por favor.  No me hace sentir bien verla caminar de esa forma.  Mal que mal, a mí no me sucedió nada con la caída, pero a usted, Leonora...

¡Cuándo dejaría de pronunciar ese maldito nombre que me corroía las entrañas!

—Se lo aseguro, no tengo nada.  ¿Cómo quiere que se lo explique?

Dejó caer su bicicleta sobre el césped al tiempo que se acuclillaba y tomaba mi pie con cierta confianza todo y frente a mi presencia.

—Así —articuló  con evidente seguridad ya dehaciéndose de mi zapatilla de deporte.

—Pero... qué... cree... —me senté rápidamente sin saber qué rayos hacer en ese incómodo  momento de mi vida.

—Soy Kinesiólogo —comunicó.

—¿Además de chofer? —Solté de golpe tras un estúpido arrebato de sinceridad que consiguió hacerlo sonreír de tan bella manera y a mí infartarme debido a su sonrisa tan... ejem... común y corriente.

—Además de chofer —confirmó, apartando de igual forma mi calceta—.  No estaba tan errado después de todo.

—¿Errado?  ¿Errado de qué? —Alcé el sonido de mi cadencia innecesariamente abriendo mis ojos también más de lo normal como si, de pronto, me hubieran comunicado que iba a perder la pierna.

¡Ay por Dios!  Sus hábiles manos tocaban y movían mi pie con mucha sutileza haciéndome divagar en un universo paralelo.  Por la misma razón no supe cuantas veces tragué saliva con dificultad debido a la situación en la que nos encontrábamos y que para mí no era para nada satisfactoria porque, claramente, otra mujer en mi lugar se las estaría pasando de maravillas gracias a las caricias que le brindaba un hombre tan atractivo como él, pero yo no y los dos sabíamos de sobra el por qué, o al menos yo lo tenía muy claro.

—Le hice una pregunta —le recordé—.  ¿No me va a responder?  Ya se adueñó de mi pie sin siquiera tener la delicadeza de...

—Estoy utilizando toda mi delicadeza —me interrumpió—.  ¿Qué no lo nota?  No pretendo hacerle daño alguno.  ¿Por quién me toma?

¿Por el guapísimo chofer que con esa ropa deportiva se veía increíblemente sexy?

Guardé silencio negándome a responder.  De acuerdo, a veces, o en la mayoría de los casos, mi boca floja me pasaba la cuenta cuando solo debía callar, como ahora.

—Puede... ¿dejarlo ya? —Pedí, pero esta vez el tono que utilicé para expresarlo se oyó mas a una ferviente súplica que a una simple interrogante.

—Solo es una torcedura menor. Lo siento mucho.  Creí que no pasaba inadvertido para nadie, pero veo que me equivoqué.

Un segundo, ¿me lo estaba echando en cara?

—Disculpe, pero... ¿Me podría devolver mi pie, por favor?  Sin él no puedo regresar a casa.

Y ahí estaba nuevamente esa sonrisa suya tan común y corriente que saltaba a la vista.  ¡Rayos y más rayos!

—Me aseguraré de que regrese a casa lo antes posible, pero esta vez sana y salva.  ¿Le parece?

Perdón, pero... ¿qué trataba de decir con eso de “sana y salva”?

—Creo que no comprendí o fui poseída por alguno de mis lapsus mentales de ocasión.  Por de pronto, ¿me va a devolver mi pie sí o no? —.  ¿Emanuelle se estaría burlando de mí o sentía plena atracción por aquella y específica parte de mi cuerpo?  ¿Fetiche, quizás?

—La llevo a casa.  Así no puede caminar.  ¿Nos ponemos de pie?

Eso claramente no se oyó como una sugerencia sino más bien como una específica orden a cumplir.  ¿Por mí?  ¡Ja!  Ni en sus mejores sueños.

Tomé mi calceta la cual me coloqué al igual que lo hice con mi zapatilla de deporte todo y frente a sus ojos que no apartó en ningún instante de los míos.

—¿Es realmente necesario?  Yo creo que no.  Y con ello una vez más le manifiesto que me siento muy bien y...

—Claro, se siente de maravillas, ¿no?  Deje de mentir, Leonora, por favor.  Acabo de constatarlo.  ¿No me oyó?  Soy Kinésiólogo.

¡Y a mí que me importa!  ¡Si le decía que me sentía bien era porque verdaderamente me sentía...!  De acuerdo, feliz no estaba, pero adolorida sí.

Me levanté rápidamente y al apoyar mi pie de nuevo contra el piso lo primero que dejé escapar fue un audible quejido de dolor consiguiendo así que él alzara una de sus cejas gratamente complacido.  ¡Maravilloso!  ¡Estupendo!  ¡Fenomenal!  El metiche chofer, Kinesiólogo y muro de contensión ambulante que había chocado conmigo unos minutos atrás se había salido con la suya.

—¿Se da cuenta?  No estaba tan errado después de todo.  Venga, la ayudaré.

¿Ayudarme?  ¡Vaya a ayudar a su abuela!

—Puedo sola —articulé increíblemente cabreada—.  Ya se lo dije y por su bien no espere que se lo vuelva a repetir.  Me voy a casa, pero esta vez asegúrese, por favor, de no volver a cruzarse en mi camino.

—¿Por qué no? —Quiso saber a la par que dejaba caer sus extremidades en sus caderas—.  ¿Me va a volver a embestir tal y como lo hizo hace un rato en el muelle?

Sonreí con ganas de querer estrangularlo con mis propias manos.

—Solo apártese y déjeme en paz, ¿quiere?  Se lo aseguro, de una torcedura no moriré.  Buenas tardes y con permiso.

—Leonora...

Our voi, bon voyage, adieu, sahionara, adiós.  ¡Cómo quiere que se lo explique por amor de Dios!  ¿No comprende el español?

—Sí, además del italiano, el alemán y el portugués.  Y solo un poco el japonés que, de hecho, es bastante complicado de...

Mi cara de cabreada al máximo se lo dijo todo.

—¿Se lo pregunté?

—No específicamente, pero... creo que no hace falta que se lo explique, ¿verdad?

—Creo que no hace falta que me quede aquí un solo minuto más escuchando cosas que no pedí oír, ¿verdad?

—Entonces, deje que...

—Me vaya sola —le di a entender antes que volviera a abrir su bendita boca—.  S.O.L.A.

Suspiró apartando su mirada de la mía.  Luego de ello, se agachó para tomar su bicicleta sin nada más que acotar.  ¡Al fin ese hombre se había dado cuenta que había perdido la batalla!  Pero... ¿Por qué, de pronto, su mirada y su rotundo silencio me hizo sentir tan miserable?

—No quiero ser descortés, así que... buenas tardes.

—¿Descortés, usted?  Para nada.  Como decirlo... desborda una incomparable felicidad por cada poro de su cuerpo que realmente se percibe a kilómetros de distancia.

Sí, definitivamente después de estrangularlo iba a destrozarlo, pero en pedacitos.

—¡Ja, ja!  ¿Debo reír ante su acotación?

—Debería hacerlo más a menudo, Leonora.  La sonrisa es una de las ventanas del alma.  ¿Lo sabía?

Situé una de mis manos en mi frente pretendiendo calmarme, cosa que, por lo demás, no logré hacer.

—¿Está segura que no desea cambiar de parecer?

¿Hablaba por él o por mi grandísima idea de cortarlo en pedacitos?

—No.  Gracias.  Debo irme.

Se aprestaba a habla, pero lo acallé en un dos por tres.

—Y no insista, ¿quiere?  Por favor...

—Disculpe.  Solo pretendía... está bien, no importa.

¡Diablos!  Tenía que salir de ahí y tenía que hacerlo ahora mismo antes de seguir metiendo la pata y tratándolo de lo peor.  Pero... ¿Por qué lo hacía si jamás me había hecho algo para que yo reaccionara como la mujer más insensible y odiosa del planeta?  En realidad, si lo meditaba bien... ¿Para quién trabajaba este sujeto?  ¡Eureka!  Zorreta Santoro.  Un punto menos a su favor.  Leonora... es hora de largarte al demonio.

—Debo...

No dijo nada, tan solo se limitó a bajar la vista como si no quisiera prestarme atención, menos admirarme.  No lo culpo.  Por lo tanto, después de esa tan cordial muestra de afecto que me dedicó desaparecí de su vista comiéndome en completo silencio todo el dolor que me producía mi tobillo así como también la evidente verguenza que sentí al haberme comportado como una infame e insufrible vil desgraciada.

Unos minutos después, Emanuelle caminó hacia su todoterreno de color negro que se encontraba aparcado en los estacionamientos cercanos al muelle.  Parecía disgustado y eso lo reflejaba muy bien su semblante y el tono de voz que utilizó para realizar un breve llamado telefónico, diciendo:

—Soy yo.  Esto no me gusta para nada y lo sabes bien, pero... —suspiró hondamente—... ya está hecho.  ¿Qué más debo hacer?

 

Dos días después y mi pie ya se encontraba mucho mejor para enfrentar lo inevitable, pero la verdad, no podía decir lo mismo sobre mí al tiempo que me observaba al espejo de mi cuarto para cerciorarme de que todo estuviera en orden.

Por hoy me había autodesginado ser la famosa “viuda negra” por el vestido que lucía y que me quedaba fenomenal, contrastando en mayor medida el color negro del atuendo con la nívea piel de mi cuerpo.  ¡Vaya!  Cada vez que tenía que pasar por este ritual Silvina sí que se esmeraba para hacerme ver y sentir lo que jamás sería, una increíble y bella mujer de pies a cabeza que debía “cazar” a su presa para darle término de una vez por todas a esta pesadilla que parecía no tener final.

Suspiré hondamente evocando a Loretta y a la infinidad de planes que me había lanzado al rostro hace un par de noches atrás cuando mi teléfono comenzó a sonar tras un mensaje que a él había llegado.

Tomé el aparato entre mis manos para leer lo que allí decía constatando, un par de segundos después por la ventana de mi habitación, que el Maserati ya estaba aparcado en la acera.

Salí de mi departamento un tanto nerviosa por una simple razón: Emanuelle.  Sabía que lo vería nuevamente después del inesperado y estúpido encuentro que habíamos tenido en el muelle.  ¿Y qué le diría ahora?  Quizás, ¿plantearle una sincera y convincente disculpa para comenzar?  Digo, para que no tuviera un recuerdo tan desagradable de esta infame e insufrible vil desgraciada.

Me detuve antes de salir del edificio admirándolo a la distancia.  ¡Vaya!  Realmente esta noche ese hombre lucía devastador con el traje oscuro que llevaba puesto junto a esa barba que le daba un toque varonil que haría de cualquier mujer una completa desquiciada.  ¿Por qué?  Sinceramente, porque debía asumirlo como tal. Emanuelle, por donde se le mirara, era completamente guapísimo.

Enfundada en mis altísimos zapatos de tacón bajé lentamente cada una de las tres escaleras que separaban el edificio de la acera para proseguir hacia el coche en el cual él me esperaba, junto a la puerta que abrió en el mismo segundo que advirtió mi presencia, sin palabras, sin sonidos, sin un solo “buenas noches” que emitió, haciéndome comprender de buenas a primeras que con él algo estaba sucediendo.

—Hola —pronuncié débilmente tras observarlo a los ojos que esta noche me parecían bastante distantes.

—Buenas noches, señorita Leonora —contestó, pero hoscamente, como si le molestara mi presencia.

Por un momento y como una estúpida creí que me preguntaría por mi pie, pero luego deseché esa fugaz idea advirtiendo que tan solo deseaba, a toda costa, que me montara lo antes posible en el coche.  De acuerdo.  Y fue así como suspiré.  ¿Qué más podía hacer al respecto?

Al cabo de unos minutos y ya en marcha hacia el restaurante íbamos sumergidos cada uno en un sepulcral silencio.  Por su lado, Emanuelle, solo se dedicaba a conducir y por el mío a no demostrar mi enorme nerviosismo e incomodidad ante lo que acontecería tras mi última noche como Leonora.  Porque lo había decidido y nada menos que así:  hoy, le pesara a quien le pesara, definitivamente todo llegaría a su fin.

Alrededor de diez minutos después, aparcó el vehículo fuera de un lujoso hotel de cinco estrellas en donde, para mí sorpresa, estaba arreglada la cena de hoy.  ¡Santo Cielo!  Rápidamente tragué saliva al comprender lo que Martín y Loretta se traían entre manos cuando las palabras “All inclusive” bombardearon mi mente aclarándome en tan solo un segundo todo el panorama.

Como si mi garganta, de pronto, se hubiera obstruído tosí para recuperar mi tono de voz percibiendo, de la misma manera, como la fría mirada de Emanuelle se fijaba en la mía, pero a través del espejo retrovisor.

—¿Puedo bajar ya?  Me siento un poco ahogada —afirmé completamente convencida de ello.  ¿Y qué obtuve a cambio de esa interrogante y acotación?  Un rápido movimiento que lo hizo bajar del Maserati entregándole de inmediato las llaves del coche a un aparcardor.  

Ajustándose la chaqueta y la corbata rodeó el vehículo hasta llegar a mi puerta la cual abrió dedicándose, además, a pronunciar mi nombre mientras me tendía su mano para ayudarme a descender, cosa que hice sin dedicarle una sola mirada, cuando la de él ya la podía percibir en cada parte de mi cuerpo.  ¿Qué le ocurría?  ¿Por qué rayos me admiraba así?

—Voy a entrar —sin levantar la vista en ningún momento me decidí a dar mis primeros pasos hacia el interior del lujoso edificio cuando su grave cadencia me paralizó expresando lo que jamás de él esperé que oiría.

—¿Está segura?

Aterrada por lo que había manifestado, temblé.  ¿Qué tanto se me notaba que solo ansiaba marcharme a casa?

—Sí —respondí en un susurro oyendo a la par una profunda exhalación suya—.  Quiero acabar con todo esto lo antes posible.

—¿Por qué?  ¿A qué le tiene miedo, Leonora?

Cerré los ojos maldiciendo en silencio.  ¿Quería que fuera sincera?  ¿Deseaba saber la verdad?

—A nada —me preparé a dar un par de pasos más hasta que, para mi sorpresa, no alcancé a dar ninguno gracias a él y a su despampanante figura que obstaculizaron mi camino.

—¿Está segura?  —Volvió a articular, pero esta vez de una forma un tanto desafiante que solo consiguió hacerme temblar.

Quise abrir la boca para responder, pero no conseguí hacerlo.  Por lo tanto, la volví a cerrar todavía negándome a mirarlo a los ojos.

—Algo me dice que esta noche no quiere estar aquí.

¿Qué intentaba hacer?  ¿Leer mi mente?

—Su cuerpo y cada uno de sus movimientos la delatan.

¡Pero qué novedad!  ¡Muchísimas gracias por recordármelo!

—De acuerdo, Emanuelle.  ¿Le parezco una mujer predecible?

—De cierta manera, sí. 

—¿De cierta manera?  ¿Qué significa eso?  ¿Debo tomármelo como un halago o una apreciación?

Sonrió de medio lado tras meterse las manos en los bolsillos de su pantalón, añadiendo:

—Tal vez sí o tal vez no. 

—¡Vaya!  Esa ambiguedad suya me aclara por completo cada una de mis ideas.  Muchas gracias.

—¿Con respecto a mí?  Más bien creo que mi ambiguedad le ha servido para aclarar su tono de voz y despertar otra vez a su particular carácter.  Por un segundo pensé que los había dejado dormidos al interior de su departamento.  Y de paso, por nada.

Otra vez abrí la boca y luego la cerré midiéndome ante lo que iba a decir sin advertir que todo mi nerviosismo, gracias a este momento y por supuesto a él, había desaparecido.

—¿Ya los extrañaba? ¿Se le hacía difícil vivir sin ellos? —¿Ansiaba sarcasmo?  Pues eso iba a obtener. 

—No se imagina cuánto.

Moví la cabeza hacia ambos lados también rodando los ojos hasta que la siguiente pregunta que realizó me desconcertó.

—¿Ya se encuentra mejor?

Fijé la vista ante todo en la suya sin comprender a cabalidad el trasfondo de lo que decía.

—No se preocupe, Leonora.  Estaré en todo momento muy cerca de usted.  Se lo aseguro.

Tragué saliva con dificultad tratando de asimilar cada palabra que había pronunciado hasta que su tono de voz nuevamente me paralizó, cuando especificó con todas sus letras lo siguiente:

—Ahí dentro no estará sola.  Si se quiere marchar, en el minuto que sea solo hágamelo saber, ya sea con una mirada, con un gesto, o tan solo con una palabra. ¿De acuerdo?

Asentí, creyendo que esto no era del todo real hasta que la situación cobró sentido al notar como Emanuelle caminaba hacia mí para brindarme su brazo para que lo tomara.

—Solo espero un conciso “sí” de su parte, nada más que eso.  ¿Le parece bien?

«¿Esto era real o irreal?».  Me pregunté, cuando automáticamente percibí que mi extremidad me traicionaba sin que yo pudiera detenerla, deslizándose hacia la suya junto a un  débil “sí” que pronunció mi boca pretendiendo, además, no curvar mis labios hacia arriba para evitar sonreír.

 

A esa misma hora, pero en otro lugar, Teo hacía su ronda tal y como la desarollaba cada noche en estricto rigor, cerciorándose de que cada uno de los pacientes que estaban a su cargo se encontraran en perfectas condiciones.

La noche transcurría tranquila en los pasillos de la clínica y eso lo podía certificar por el silencio que deambulaba en ella.  Por lo tanto, y tras ver la hora que marcaba su reloj, decidió caminar hacia maternidad para constatar al último de ellos que había llegado a este mundo hace tan solo un par de horas.

Admiró desde el umbral de la puerta de su habitación a la pequeña Rafaela como dormía, junto a su madre, acunada entre sus brazos, una mujer que a Teo, a simple vista, se le hizo totalmente familiar porque él, sinceramente... ¿la conocía?

Una pequeña, pero punzante molestia se lo dio a entender y se lo confirmó minutos después cuando decididamente se acercó a los pies de la cama, pero más específicamente a la mesa que se situaba junto a ella, desde donde obtuvo la carpeta con los antecedentes que allí se registraban sobre la paciente.

“Consuelo Onetto San Martín”, leyó fijando aun más la vista sobre aquellos datos que consiguieron traer a su mente, en cuestión de segundos, unos inevitables y fugaces recuerdos que a pesar del tiempo, el destino y la distancia, todavía no conseguía borrar de su cabeza y menos de su corazón.  Porque todos y cada uno de ellos tenían que ver directamente con una sola persona que un día, y por cuenta propia, había decidido marcharse de su vida para no volver jamás a quedarse en ella. 

Tragó saliva levantando la mirada y fijándola en el semblante de la hermana de mayor de Laura a la cual terminó de reconocer al mismo tiempo que cerraba la carpeta dejando petrificada su vista en los rasgos que se asemejaban, pero en menor medida, a los de la mujer que él todavía...

Se obligó a guardar silencio.  Se obligó a no pensar en nada más, cuando decididamente salió de la habitación maldiciendo en silencio por todo lo que aún le costaba entender y procesar hasta que, tras cerrar la puerta y caminar un par de pasos por el pulcro pasillo hacia el hall de informaciones, el destino le hizo comprender de tajante manera cuán redondo era este mundo, encontrándose de lleno con la figura de quién, en ese minuto, no pudo apartar sus preciosos ojos verdes de los suyos.  Porque Laura estaba allí, porque Laura era quien nuevamente lo admiraba a la distancia, porque... “Laura, Laura, Laura...”, era en quien Teo solo podía pensar sin saber qué mas hacer o qué decir cuando todo para él volvía a cobrar un extraño y perturbador sentido.