Trece

 

 

 

 

Todavía en la cama y con la vista perdida en la ventana de mi habitación no dejaba de sorprenderme de lo maravillosa y genial que era mi vida.  (Sí, estoy usando todo mi bendito sarcasmo para referirme a ello).  Tantas situaciones acontecidas, tantos problemas, tantas metidas de pata y, por ende, tantas lágrimas derramadas, ¿para qué?  ¿Para seguir creyendo en lo que ya no valía la pena recordar?

Suspiré cerrando los ojos y oyendo a la par la voz de Silvina que venía hacia mí, diciendo: “Aquí está tu desayuno”, cuando mi estómago, sinceramente, no se encontraba en condiciones de recibir, menos de querer probar un solo bocado.

—Te vas a alimentar porque lo necesitas y porque sabes que soy un completo desastre en la cocina y esto... —sentenció, dejando la bandeja con fruta, jugo, café y tostadas sobre la cama—, es lo mejor que pude hacer por ti.

La observé sin nada que decir, porque ella bien sabía que con ese simple gesto le estaba dando las gracias, y no tan solo por el desayuno que me había preparado, sino por estar aquí, ahora y siempre conmigo.

Sin que lo advirtiera, terminó regalándome un beso en la frente al tiempo que volvía a manifestar:

—Come que aquí nadie se ha muerto.  Lo que pasó...

—Ya pasó —expresé por ella, temblando—, y de alguna forma me alegra que haya sucedido ahora y no después cuando...

—¿Hubieras estado totalmente enamorada de ese cabrón cínico, mentiroso y miserable?

¡Lotería!  Yo no lo pude haber dicho mejor.

—Me vas a disculpar, Magda, pero eso es lo que Teo es, todo un cabrón cínico mentiroso y miserable —replicó, dejándomelo más que en claro cuando yo lo sabía de sobra, pero no lo quería asumir como tal con tantos sentimientos contradictorios que todavía rondaban en mi cabeza y me pasaban la cuenta, como la situación acontecida con David Garret y mi karma, por ejemolo.

—Y tampoco se me van a diluír las ganas de cortarle las pelotas así como así.

—Deja sus pelotas en paz y para alguien más —le aconsejé—.  Era lo que tenía que suceder, ¿o no?  De alguna forma siempre supimos que tarde o temprano ella volvería.

Mi amiga evitó decir unas cuantas barbaridades que por ahora no venían al caso pronunciar.

—Rata desgraciada... —prosiguió realmente enfurecida, seguramente evocando a Laura.

—Esa es Piedad —le corregí al instante—, no te confundas de alimaña, por favor.

—¡Y lo peor de todo es que esas malditas cucarachas se multiplican por montón!  A propósito, ¿cómo fue que la encontraste ahí?

Moví la cabeza de solo recordarlo.

—Gracias a mi maravilloso destino.  ¿Te das cuenta la suerte que me gasto? 

—Tienes suerte, Magda, siempre la has tenido, pero ahora... digámoslo... no estás pasando una buena racha.

Me acomodé de mejor manera sobre la cama para emprezar a degustar el desayuno.  Lo necesitaba.  Quizás, comer me haría pensar en algo más que en Piedad, Teo, Laura, el infeliz de Martín De La Fuente, Loretta, la Corporación y el asombroso beso que me había plantado David Garret y el que todavía no conseguía olvidar tan fácilmente.  Ah, y mi super buena racha.

—¿Y? —Me interrogó—.  Hasta ahora solo sé lo que sucedió con “el innombrable” y la alimaña número dos.  ¿Me vas a contar o no como estuvo tu encuentro con el Mister ese?

Eeeeeeeeehhhhh...

—En otra oportunidad —le señalé—.  No me desconcentres.  Ahora estoy comiendo y disfrutando de todo lo que preparaste para mí.

—Magda, Magda, Magda —dijo, observándome de reojo a la par que se apoderaba de un trozo de fruta, la cual se echó rápidamente a la boca—, te conozco tan bien como mi trasero conoce a mi calzón favorito, así que ahora habla, ¿quieres?

¡Pero qué metáfora!  ¡Bravísimo!  No pude evitar reírme de su comentario.

—¿Y eso?

—Lo oí por ahí.  Es poético.

—Increíblemente poético, Silvina.  Te lo aseguro —.  Seguí comiendo, pero notando como me contemplaba con muchísima atención y entrecerraba la mirada.  ¡Mierda!  Lo único que deseaba era que hablara ya.

—¿Desde cuándo te interesa en demasía la forma en que suelo comer?  Porque supongo que lo hago de manera natural o...

—Deja de decir tantas pavadas y, por favor, habla sin evasivas.

—¿Sobre?

—David Garret —articuló con una fuerza inusitada en el tono de su voz—.  El guapo hombre por el cual sientes absoluto dolor y es devorable.

Aaaaaahhh... David Garret... ¡Maldición!

—¿Qué ocurrió con él y tu cita?  ¡Y deja de darle tantas vueltas a este asunto, por Dios!

—¿Qué vueltas?  Por si no lo has notado estoy sentada en mi cama desayunando y no precisamente dando...

—¡Basta! —Me interrumpió eufórica. Sí, había logrado en un tiempo récord sacarla de quicio—.  ¡Eres desesperante, mujer!

—Y tú hablas demasiado.

Un repentino alarido obtuve de su parte dándome a conocer con él que no estaba del todo contenta.

—Okay, okay, ya entendí.

—¡Por Alá, Krishna y Jesucristo Superstar!  ¡Ya era hora!

—¡Hey!  ¡Esa frase es mía!  Búscate las tuyas, como las de tu trasero y tu calzón, por ejemplo.

Nos observamos al tiempo que comenzábamos a reírnos como dos bobas y locas sin remedio.  Porque exactamente eso éramos, unas benditas y jodidas chifladas sin remedio.

Un abrazo contenedor me otorgó enseguida en el cual iba inserto todo el cariño sincero que ella sentía por mí.  Y el que respondí de la misma manera porque, sencillamente, a esa mujer la quería de aquí hasta la luna, aunque me hubiera metido en un problemón al cual, por ahora, no sabía como darle solución.

—Los cabrones vienen y van en nuestras vidas.  Lo sabes, ¿verdad?

Asentí evocando a mi cabrón particular, “el innombrable” cuando inesperadamente la puerta de mi departamento sonó tras un par de golpes que habían depositado en ella.  Oh, oh... ¿Y ahora?

Me tensé.  Juro que hasta la más mínima parte de mi cuerpo se contrajo en cuestión de segundos al oír la puerta al tiempo que Silvina me observaba con cara de pocos amigos y yo la observaba a ella con cara de interrogación porque... ¿Sería acaso mi evocación personal en carne y hueso que finalmente se hacía presente después de todo lo que había acontecido anoche?

—La... puerta —balbuceé un tanto atemorizada.

—Ya la oí —aseguró poniéndose de pie.

—¿Dónde crees que vas? —Formulé estúpidamente al ver a Hulk en su versión femenina entrar en acción—.  Silvina... ¡Silvina!

—Quédate ahí y, por favor, no te muevas.

¿Moverme?  ¡Ja!  ¡Pues claro que iba a moverme!  Y más ante lo que sabía que iba a llevar a cabo cuando tuviera a Teo por delante.  Sí, creo que ya saben que me refiero específicamente a que iba a cortarle las pelotas.  ¡Maldición!

Me levanté de la cama a toda prisa siguiendo cada uno de sus pasos y cuando ya la había perdido por completo de vista algo bastante peculiar me detuvo y llamó poderosamente mi atención porque... la puerta de mi hogar ya estaba abierta y mi amiga, para mi evidente y grandísimo asombro, no estaba chillando, menos vociferando palabrotas sin sentido ni razón.  ¡No, señor!  Ella estaba... ¿Calmada?  ¿En silencio?  ¿Poseída por una energía alienígena superior?  O defninitivamente controlando sus ansias de preguntarme, “¿y este modelito quién es Magda?”.  Porque Emanuelle había tocado a la puerta.  Porque Emanuelle se encontraba ahí.  Porque Emanuelle, cargando un par de bolsas de papel y vestido con ropa deportiva, sonreía seductora y abiertamente hacia “la chica del pijama de oso panda”, que era nada más y nada menos que yo.  ¡Gracias por esto bendita y jodida suerte!

—Buenos días —nos saludó desde la entrada—.  ¿Puedo pasar?

No había que ser muy inteligente para notar como el subconciente de mi amiga gritaba “Sí” a todo pulmón mientras bailaba con maracas en cada una de sus manos la bendita Conga.

—Claro que sí —le señalé pretendiendo mantenerme serena ante su presencia y sus ojazos castaños que no cesaban de admirarme desde arriba hacia abajo.  Lo sé, lo sé.  En esos extensos minutos de mi vida me sentí la mujer mas sexy y follable del planeta.  ¡Fantástico!

Situé una de mis manos en mi frente totalmente avergonzada por esta incómoda e inesperada situación hasta que oí su voz nuevamente, diciéndome:

—Antes de correr quise venir a verte para saber qué tal estabas. Sinceramente, espero que tengas hambre y que aun no hayas desayunado.

Iba a abrir la boca para responder, pero los estúpidos gestos que Silvina realizó con sus brazos me hicieron callar de sopetón.  Menos mal que Emanuelle no podía ver a la loca del demonio que, desde su sitio, me pedía y exigía que le dijera que no.

—No, no lo he hecho —comenté verdaderamente extrañada—.  Gracias, pero no tenías que hacerlo.

—Solo quise ser amable, Magdalena.

Y vaya que lo estaba siendo, pero, ¿por qué razón?  Y otra vez los ridículos gestos de Silvina me conmocionaron.  Y ahora, ¿qué mierda pretendía hacer moviendo sus brazos así?  ¿Bailar “La Macarena”?

—Disculpa, Emanuelle.  No te he presentado.  A tu espalda está Silvina, mi mejor amiga.

Se volteó enseguida para saludarla y estrechar de una forma muy cordial una de sus manos con una de las suyas al tiempo que ella suspiraba como si necesitara un respirador aritificial. ¡Bendita loca!

—El auténtico placer es mío —le dijo Silvina tras sonreírle de oreja a oreja—.  Todo mío, Emanuelle.

—Lo mismo digo —enfatizó él tras un coqueto guiño que le otorgó—.  Bueno, creo que en el fondo no estuve tan equivocado.

Ambas nos admiramos con cara de ¿Whaaaaaaat?

—He comprado dos cafés, dos croissants rellenos de dulce de leche y dos con chocolate, más tres donas con glaceado de yogurt.

¡Wow!  ¿Algo más?

—Espero que les agraden y no les importen las calorías.

¿Agradarnos?  ¡Qué calorías, por Dios!  Lo siento, eso lo digo de manera personal.  Lástima que no pueda decir lo mismo por Silvina.

—No conozco tus gustos —prosiguió, desconcertándome—.  Pero si me equivoqué, lo siento.  Solo quería endulzar un poco tu vida.

Mi amiga, literalmente, se derritió frente a lo que oía y yo solo lo contemplé como si todavía no entendiera a cabalidad lo que aquí estaba sucediendo.

—Le encantan los croissants, Emanuelle, y las donas, ¿cierto Magda?

Eso claramente no había sido una pregunta de Silvina sino una completa afirmación.  Y cuando me disponía a abrir la boca para asegurarlo la puerta de mi departamento otra vez sonó, pero tras un par de gritos que escuchamos todos desde fuera y que, en cosa de segundos, sacudieron mi alma y mi pequeño corazón.

—Magda, necesitamos hablar.  ¡Magda!

Se me cortó la respiración y las ganas de seguir parpadeando ante la preponderante voz de Teo.

—Magdalena, por favor... ¡deja que te dé una explicación!

¿Explicación?  ¡Qué mierda de explicación iba a darme después de todo lo que con mis propios ojos había visto anoche!

—Magda —continuaba llamándome mientras tocaba la puerta y hablaba en voz alta—.  ¡Magda por favor!

Mis ojos se quedaron quietos en Silvina y luego en la figura inexpresiva de Emanuelle al tiempo que percibía como mi sangre espesa y caliente corría rauda por mis venas.

—¡Magda, escúchame!  ¡No es lo que crees, por favor!

Perdón, pero... ¿Qué había dicho?  Sonreí como si me huieran contado el mejor de los chistes.  ¿Qué no era lo que yo creía?  ¡Por favor!  Mala táctica, innombrable, mala táctica. 

—¡Puedo explicarlo todo!

Y claro que me lo iba a explicar y nada menos que ahora mismo. 

Avancé hacia la puerta hecha una condenada mientras a mi espalda oía la voz de Silvina pronunciando mi nombre a viva voz.  ¿Para intentar detenerme?  ¡Ja!  Algo que por razones obvias no iba a suceder cuando ya tenía la mano en el pomo de la puerta, la que abrí finalmente encontrándome cara a cara con el famoso “innombrable” cínico, mentiroso, miserable y ahora podía agregarle claramente el adjetivo que le pegaba al cien por ciento: “manipulador”.

—¿Qué quieres?  —Fue lo primero que manifesté al tener su vista sobre la mía—.  ¿Y qué crees que estás haciendo aquí gritando como un enfermo de la cabeza?

—Verte —tragó a la par saliva con evidente dejo de dificultad—.  Necesitaba... verte.

Suspiré como si lo necesitara, pero sin quitarle los ojos de encima.

—¿Para qué?  Ya no es necesario.

—Lo es —me corrigió al instante—.  Claro que lo es.  Lo de anoche...

Alcé una de mis manos dándole a entender con ello que no necesitaba de sus miserables explicaciones.

—Guárdalas para alguien más, no para mí.  Ya no las necesito.  De hecho, nunca las necesité.  No me corresponden, así de simple.

Teo, Teo, Teo... y no, no todo estaba resultando tan simple de sobrellevar.

—Sí, sí las necesitas.  Y yo quiero dártelas.  Con Laura...

Al escuchar su nombre temblé, pero no de pena sino de dolor.  Un intenso y agudo dolor que me corroía por completo las entrañas y que avanzaba directamente hacia mi corazón.

—Con ella puedes hacer lo que se te dé la gana, ¿me oíste?  Porque anoche supe y comprobé cual era y sería mi lugar.

—Magdalena, por favor, lo que viste no era...

—¿Real?  Acaso, ¿me lo inventé yo y nada menos que en 3D?  Ahórrate tu palabrería barata, ¿quieres?  Ahórrate todo lo que desees decir o demostrar.  No es necesario.  ¿Qué no me oíste?  Ya no es necesario, Teo.

—Magda, preciosa...

—¡Magda las pelotas! —Chillé descontrolada—.  ¡Deja de comportarte como un tarado y ya no actúes más!  ¡Si sabes de sobra que a quién quieres en tu vida es a ella!  ¡A ella y no a mí!

—¡Eso no es así!  ¡Óyeme, por favor! —Vociferó también algo descontrolado apoderándose de mis manos.

—¡No quiero!  ¿Y sabes el por qué?  Porque con lo que vi ya fue suficiente —reclamé en mi defensa escuchando a mi espalda como, al parecer, Silvina intentaba mantener a Emanuelle a raya diciéndole: “Quédate quieto.  Esto es su problema y no el tuyo.  Así que mantente bien quietecito y en tu sitio, por favor.”

—¡Sí, sí lo quieres!  ¡Solo dame una oportunidad para demostrártelo!

En un ágil y brusco movimiento aparté mis manos de las suyas y retrocedí, pero para mi maldita suerte con él siguiéndome de cerca.

—¡Qué no!  Y estoy hablando muy en serio —me voltée dándole la espalda sin advertir que, para que no lo dejara con la palabra en la boca, terminaría tomando con fuerza una de mis extremidades con una de las suyas.

—¡Y yo también! —Alzó la voz muy enfadado consiguiendo que todo de mí temblara con su vozarrón cuando Silvina soltaba a Emanuelle, expresándole con ansias: “ahora sí es todo tuyo.  Ve por él, muchachote.”

—¡Suéltame, Teo!

—¡No hasta que me escuches!

—¡Suél...! —Fue lo único que alcancé a articular al tener, tras un parpadeo, a Emanuelle en medio de nosotros dos como si fuera un monumental muro de piedra, logrando con ello que Teo me soltara y centrara toda su atención en su furiosa presencia.

—Magdalena dijo que la soltaras.  ¿No la oíste o eres idiota?

—¿Y a ti quién diablos te llamó, imbécil?

—Ella —le sonrió despectivamente—.  ¿Qué no escuchaste el dulce sonido de su voz?

Teo frunció todavía más su ceño al oírlo mientras empuñaba sus manos con fuerza.

—Así que por tu propio bien te aconsejo que la dejes en paz por las buenas.

—¿Por mi propio bien? —Lo desafió—.  ¿Y qué harás al respecto si no lo hago?

—Simple.  Tendrás que hacerlo por las malas.

¡Santo Dios!  ¿Pero qué veían mis ojos?  Nada más que a dos fieros titanes que se encontraban a pocos segundos de empezar una cruenta batalla.  Sí, eso lo podía asegurar y eso claramente no estaba en discusión, porque ambos se observaban como si desearan arrancarse los ojos de cuajo imponiendo sus cuerpos de infarto, uno enfrente del otro, como si fueran dos machos alfas a punto de embestirse en una poderosa y violenta colisión.  Y yo... ¿dónde me hallaba para detenerlos?  Desapareciendo de sus vistas para correr hacia mi cuarto y sacar algo desde el interior de uno de mis baúles de Alerce con el cual ponerle fin a todo esto.  Y eso fue lo que hice, regresando tras mis pasos con la carta de Laura soteniéndola en una de mis manos.

—Esto es tuyo —alcé la voz—.  Lo guardé hace algo de tiempo —llamé la atención de Teo quien, absorto, no comprendía lo que había querido decir con eso—.  Me lo dio Laura para ti antes de marcharse —.  Me situé frente a él tras devolverle la mirada a Emanuelle quien, a regañadientes, retrocedió brindándome así algo de espacio para poder continuar.

—¿Qué es eso, Magda?

—Pregúntaselo —y sin ningún tipo de consideración se la estampé sobre el pecho, agregando—: o léela por ti mismo.  Seguro te ayudará a entender mejor las cosas.

Su rostro desencajado me lo decía todo, al igual que su vista que brillaba con suma nitidez.

—Te creí más inteligente, Teo, te creí... absolutamente todo, pero me equivoqué.  Y lo hice rotundamente contigo y conmigo misma.  ¿Hermoso, no?  ¡Fantástico!  Porque quien cae como un imbécil en las redes de una alimaña seguro lo hará por segunda vez.  Y, de paso, quien huye despavorida como una miserable cobarde dejándole una carta como despedida a quien más ama, también puede hacerlo por segunda vez.

Retiré mi mano de su pecho cuando él colocaba la suya en el sobre para sostenerlo y a la vez apretarlo con fuerza.

—Debí dartela, lo sé, pero en ese momento no pude.  ¿Por qué?  Porque no quise verte sufrir.  Pero ya es tiempo de acabar con las mentiras, por mi parte claro está.

—Magdalena, ¡qué mierda es esto! —Replicó todavía más furioso que antes.

—Su despedida, Teo, su último adiós.  La cobardía de Laura y sus palabras frente a quien más amaba.

Nos observamos en silencio, jadeantes y eufóricos, fulminándonos con la mirada cuando ya no había nada más por hacer o por decir.

—Perdóname por guardarla todo este tiempo, pero... quería evitar que padecieras un profundo dolor.

—¿Y por qué me la das ahora?

—Porque te pertenece y siempre te perteneció.  Además, porque te quiero y también deseo que abras los ojos por completo.  Las cosas a medias jamás funcionan, ¿sabes? Un claro ejemplo de ello fuimos nosotros dos.  Ahora, por favor... sal de mi casa.

—Magdalena...

—Sal de mi casa.

—Ya la oíste —interfirió Emanuelle endureciendo su voz y su semblante—.  No esperes que te lo repita otra vez.

Teo guardó silencio por un largo instante observándome con sus ojos enjuagados en lágrimas.  Sí, unos bellos ojos castaños que yo bien conocía, que adoraba con mi corazón y en los cuales me había reflejado tantas veces mientras me hacía el amor llevándome con ellos al éxtasis y al delirio mismo y a los cuales hoy, y en este preciso instante, tenía que decirles adiós.

Lo vi salir de mi departamento a paso lento, sosteniendo la carta en una de sus manos visiblemente afectado y notoriamente descolocado ante lo que acontecía, ante lo que ya no tenía vuelta atrás; maldiciendo en silencio, cerrando y abriendo sus ojos con extrañeza, con incredulidad y respirando pesadamente como si le costara hacerlo, para luego detenerse en el pasillo, voltearse defnitivamente hacia mí, elevar la vista y observarme por un par de segundos tras suspirar y alejarse de mi vida, consiguiendo con ello que todos mis sueños y esperanzas que había creado con él y para él se deshicieran como por arte de magia o quedaran definitivamente atascados en el baúl del olvido.

Un abrazo de Silvina recibí seguido de un “¿estás bien?”, que no contesté.  ¿Por qué?  Por la sencilla razón que ya había hablado suficiente.

La mirada de Emanuelle aún seguía sobre la mía, intensa y penetrante, esperando quizás que mi boca formulara lo que no iba a pronunciar, hasta que me oyó suspirar comprendiendo que, de alguna forma conmigo, todo iba a estar mejor.  Solo era cosa de tiempo.

—¿Chocolate, dulce de leche o glaceado de yogurt? —Formuló, sacándome de mi aturdimiento al tiempo que sonreía y volvía a manifestar—: ¿o te importan las calorías?

Una media sonrisa me robó después de todo este mal rato acontecido con Teo.

—¿Calorías?  ¡Qué va!  A mí dame los croissants de chocolate.

—Buena chica —acotó, asintiendo.

—Pero con una condición —proseguí, llamando la atención de Silvina y, por supuesto, la de él con mi comentario.

—¿Qué condición?

—Que me invites a correr un día de estos contigo.  Es eso o no hay trato.

Automáticamente alzó una de sus manos hacia mí para que la tomara y al instante eso hice yo con la mía, aferrándome a ella.

—Te haré sudar, Magdalena.

—Lo sé, Emanuelle, pero estoy dispuesta a correr ese riesgo.  Ahora dime, ¿hay o no hay trato?

Tras un suave y delicado movimiento acarició, con uno de sus dedos y para mi sorpresa, la palma de mi mano, añadiendo:

—Trato hecho, jamás deshecho.  ¿Te parece bien así?

—Me parece perfecto.

De acuerdo, tenía que avanzar.  Sí.  De alguna forma yo tenía que avanzar sin lágrimas y ya sin Teo.  Y sabía que, para bien o para mal, éste solo sería mi primer movimiento.  Por lo tanto, solo me bastó mirar a Silvina, tomar aire y en absoluto mutismo pronunciar: “Katy Perry, yo te invoco, ¿estás ahí?  Creo que te necesito.”