Diez

 

 

 

 

Silencio.  Solo un sepulcral silencio invadía el interior del Maserati en el cual Emanuelle y yo viajábamos a toda prisa mientras mi mirada iba, literalmente, pegada a la ventanilla del coche sin advertir como él me observaba de reojo cada vez que podía hacerlo.

¡Rayos!  Por más que lo intenté de igual forma terminé suspirando profundamente, evitando ante todo entrar en un conflicto de emociones.  Sí, un cúmulo de ellas que en este instante me hacían ver y sentir como una verdadera estúpida, porque me había quemado con fuego una vez más pretendiendo mantener por mi cuenta el control de la situación cuando nada de eso había sido posible.

«¡Maldición!». Vociferé bajísimo cerrando también los ojos al tiempo que volvía a escuchar la voz de mi acompañante, diciéndo:

—¿Qué ocurre?  ¿Estás bien?  ¿Necesitas algo?

Muchas preguntas para ninguna respuesta.

Asentí dándole a entender con ese único movimiento que estaba, relativamente, en perfectas condiciones.  Aunque sabía que eso no era del todo cierto.

—Magdalena, te hice tres preguntas.  ¿Podrías responderme con tu voz alguna de ellas, por favor?

Tragué saliva con dificultad al oír mi nombre salir con fuerza desde sus labios, volteándome para abrir mis ojos otra vez y así especificarle:

—Nada me ocurre, estoy bien y no necesito nada, gracias.

Y dos segundos bastaron para que Emanuelle aparcara el Maserati a un costado del camino, añadiendo:

—¿Por qué será que no te creo?

Alcé mis hombros por inercia.

—¡Qué se yo, Emanuelle!

Ahora fue él quien suspiró profundamente pretendiendo, a la par, relajar su postura.

—Lamento lo que ocurrió.  En parte... fue culpa mía.

Clavé mis ojos en su semblante que tenía fijo en el volante cuando aún no apartaba sus manos de él.

—No fue tu culpa, sino mía.  Martín solo se tomó muy en serio todo lo que estúpidamente intenté hacer para provocarlo —asumí.  Porque en resumidas cuentas eso había sucedido—.  Yo... —dejé reposar mi cabeza en el respaldo del asiento—... creí que podía con esto.  ¿Y qué conseguí?  Solo darme cuenta una vez más de que no sirvo para nada.

La vista perpleja y algo brillante de Emanuelle se volteó para situarla sobre la mía.

—No digas eso, Magdalena.

—No te preocupes, no me afecta, ya lo asumí como tal.  La patética viuda negra, esta vez, fue tejida con su propia telaraña.  ¿Qué tal?

—Magdalena, por favor...

Entrecerré mis ojos, desafiándolo, porque no había olvidado que entre él y yo algo teníamos pendiente.

—¡Hey!  No me mires así —expresó ya apartando las manos del volante tras suspirar, pero ahora enérgicamente.

—¿Y cómo quieres que te mire después de cómo me llamaste?

—Con... ¿naturalidad?  Después de todo ese es tu nombre o... ¿estoy equivocado?

Quise abrir la boca, pero preferí no hacerlo por razones obvias, las mismas que un día Silvina me repitió hasta el cansancio: “nadie jamás debe saber y/o conocer tu nombre real, ¿me oíste?”.  Al parecer Emanuelle nunca la oyó.

—Estás equivocado porque mi nombre es Leonora —plenamente convencida lo admití, arrancándole con ello una prominente sonrisa con la cual logró estremecerme.  ¡Demonios!  Odiaba cuando Emanuelle conseguía fácilmente hacerme sentir vulnerable.

—No, no lo estoy.  Te llamas Magdalena y no Leonora.  Deja ya de mentir.

¿Mentir?  ¿Yo?  ¡Ja!  Mejor nos evitamos los detalles.

—Le-o-no-ra —repetí, queriendo convencerlo.

—Mag-da-le-na —insistió el muy cabezota sin dar su brazo a torcer—.  Me gusta muchísimo más que tu nombre artístico.  ¿A ti no?

“Hollywoodense” quise corregirlo, evocando a Silvina la Divina.

—De acuerdo.  ¿Qué sabes sobre mí? —Inquirí con cierta exigencia.

—No mucho, pero lo suficiente como para... —tosió un par de veces—... saber y constatar que no eres una de las chicas de Loretta Santoro.

—Pues no lo soy ni lo seré, muchas gracias por notarlo.

—Por nada, Magdalena.

¡Cómo rayos conseguía hacerme temblar con su voz, una y otra vez, al pronunciar mi nombre!

—¿Por qué tiemblas?  ¿Tienes frío?  ¿Enciendo la calefacción?

—No, solo estoy algo abrumada por lo que ocurrió hace un momento.  Yo... no te he dado las gracias por lo que hiciste por mí.

—No me las des, era mi trabajo.

¿Perdón?  ¿De qué me perdí?  Ahora sí abrí la boca rápidamente, porque ante su inesperada respuesta no pude quedarme callada.

—¿Tu trabajo?  ¡De qué me estás hablando si el imbécil ese me contrató para follarme como a un animal! —Le di a conocer con todas sus letras, consiguiendo que de inmediata manera Emanuelle volviera a tensar su postura—.  ¿Qué no lo sabías?  ¿Qué no estabas al tanto?  Trabajas para Loretta después de todo, ¿o no?

—Sí, lo hago, pero eso no indica que...

—¡Indicar qué! ¡Si para él y ella esta noche sería una maldita prostituta!

—Pero no lo eres, por eso me entrometí.  ¿Te queda claro?  ¿O me lo quieres refregar en el rostro como si no fuera capaz de comprenderlo?  Vi temor en tus ojos, Magdalena.  Sentí como deseabas salir corriendo de allí, por eso ideé lo de la botella de Whisky.

¿Qué había dicho?  Boquiabierta me dejó ante tamaña confesión.

—Estaba seguro que la famosa cena entre él y tú no se llevaría a cabo sino más que en la suite del hotel donde no querrías ir, porque no estabas al tanto de eso.  ¿O sí?

—Estabas... ¿seguro?

—No.  Estaba absolutamente convencido —noté como otra vez tensaba sus manos en el volante como si quisiera arrancarlo de cuajo—.  Lo lamento.

«¡Mierda!».  Esa única palabra se lo dijo todo al igual que la forma tan especial con la cual yo deseaba enterrarme, pero viva.

—Después de todo soy un hombre, Magdalena.

—No me digas, Emanuelle.

—Créelo, es cierto —se burló, volviendo a encender el Maserati.

—¿Qué más sabes sobre mí?

—Mmm... Que no estás aquí por simple gusto —aceleró el vehículo un par de veces antes de partir.

Crucé mis brazos por sobre mi pecho, pero esta vez fulminándolo con la mirada.

—¡Vaya!  Chofer y guardaespaldas... ¿Hay más?

—Y Kinesiólogo también —se jactó antes de otorgarme un coqueto guiño.

Moví mi cabeza hacia ambos lados mientras el coche comenzaba a moverse.

—Estoy hablando en serio.  ¿Hay más? —Volví a manifestar.

—Siempre habrá más —contestó, pero ya con la vista fija en el camino.

—Y... ¿Me lo vas a contar?

—Tal vez.

—¿Tal vez?

—Está bien.  Lo haré solo si dejas de pensar en lo que ocurrió con el imbécil y de paso —sonrió burlonamente—, me invitas a tomar un café en tu departamento donde ahora mismo te llevaré.  ¿Qué opinas?

—¿Qué opino?  ¿Sinceramente quieres que dé mi opinión si ya tienes todo planeado?  Por favor... ¿Tengo más opciones?

Aceleró todavía más, perdiéndose en la oscuridad de la noche, no sin antes decir:

—Por el momento... lamento decir que no.

No sé por qué, pero... eso temí que dijera.  ¡Rayos!

 

Ya en casa, terminaba de quitarme la ropa en mi habitación mientras Emanuelle me esperaba en la sala.  Lo había dejado en ella para ponerme algo más cómoda con lo cual empezar la dichosa conversación de la que yo no estaba al tanto.

Cuando salí de mi cuarto vistiendo una camiseta y calzas deportivas lo encontré junto a la ventana plenamente concentrado en... ¿admirar la noche?  ¿Contar las estrellas desde mi piso?  Tosí una vez para que notara mi presencia.

—¿Qué sucede James Bond?  ¿A quién vigilas tan concentradamente?

Se volteó de inmediato hacia mí, pero sonriendo.

—¿James Bond? —Preguntó, creo que gratamente complacido por como lo había llamado.

—Eso fue lo que dije.  Te vi muy “entretenido” admirando lo que sea que estabas observando por mi ventana.  ¿Café?

—Por favor —dejó lo que hacía para colocar sus extremidades sobre sus caderas y desde su sitio seguir cada uno de mis movimientos con su vista—.  Solo estaba...

—No hace falta que me des explicaciones.  No te las estoy pidiendo.  Así que no te pongas nervioso.

Entrecerró sus ojos al tiempo que sonreía más relajado.

—No estoy nervioso.

—Claro... ¿azúcar o stevia?

—Azúcar, por favor.

Seguí preparándolo tras oír como avanzaba hacia mí hasta quedar del otro lado de la mesa de mármol que separaba la cocina de la sala.

—Lo siento —dejé su taza de café sobre la mesa—.  A veces... o mejor dicho la mayoría del tiempo, hablo de más cuando más bien debería preocuparne de cerrar muy bien mi bocota.

—No te preocupes.  No has hablado de más.  Gracias por el café.

Asentí al mismo tiempo que dirigía mi andar hacia el refrigerador para sacar desde dentro una botella de agua, la cual intenté abrir sin éxito hasta que él terminó haciéndolo por mí, arrebatándomela de las manos.

—Sigues nerviosa —aseveró sin darme tiempo a que rebatiera sus palabras.

—Solo un poco abrumada, pero ya pasará —bebí un poco de agua frente a la intensidad de sus ojos castaños—.  No ha sido una buena noche para mí.

—¿Estarás bien después que me vaya?

—Sí.  Recuerdo que me pediste que me olvidara del imbécil y eso trato de hacer.

—Muy bien.  Eres una chica muy obediente.  Te felicito.

Sonreí sin alzar la vista mientras volvía a colocarle la tapa a la botella.

Guardamos silencio un momento hasta que oí a lo lejos mi teléfono, sonando.  Fui por él percibiendo ante todo que Emanuelle seguía rigurosamente con sus ojos cada uno de mis pasos.  ¿Qué no podía mirar hacia otro lado o, tal vez, hacia la ventana de mi habitación?

—¿Hola? —Contesté la llamada sin reconocer el número que se mostraba en la pantalla.

—Soy yo, preciosa.  Te llamo desde la clínica.

—¡Teo! —Percibí como un nudo se me alojaba en la boca de mi estómago, porque ahora más que nunca lo necesitaba tanto, tanto a mi lado.

—¿Qué sucede?  ¿Estás bien?

No sé por qué, pero instintivamente alcé la mirada para conectarla con la de mi invitado.

—Sí... lo estoy, pero... te hecho de menos —balbuceé.

—También yo, por eso te llamé.  Necesitaba escuchar tu voz.

Intenté dibujar en mis labios una sonrisa que no conseguí delinear del todo.

—Esta noche está siendo muy dura, Magda.

—¿Mucho trabajo? —Me centré en la charla y no en la mirada expectante de Emanuelle que tenía muy quieta sobre la mía.

—Sí —obtuve de vuelta esa única palabra cuando ansiaba, por sobre todas las cosas, que él añadiera algo más con lo cual hacerme desvariar o, sinceramente, lograr que yo pensara en otra cosa—.  Mañana...

—Podríamos desayunar, ¿te parece? —Pedí, casi suplicándolo.

—Me encantaría, pero no sé si podré zafar tan pronto de aquí.  Hay problemas de personal.  Quizás... tenga que tomar un turno extra.

¿Turno extra?  ¡No, por favor!

—Bueno, aunque no me agrade mucho la idea del turno extra tal vez tengas tiempo para almorzar o por la tarde salir... —como si me hubieran insertado algo profundo en el pecho recordé la pseudo cita con David Garret.

—¿Salir?  ¿Cancelaste la cita con el tipo ese?

¡Rayos!

—No —exhalé aire tras situar una de mis manos en mi frente—.  Solo la había olvidado por completo.

—Entonces ve, disfrútalo.  Te llamaré mañana por la tarde o cuando ya estés disponible en casa o a la hora que sea.

¿Cómo?  Teo se oía extraño, irónico y yo me oía casi suplicante.  ¿Alguien me podía decir qué demonios estaba sucediendo aquí?

—¿Estás bien, Teo?  Digo... ¿Necesitas...?

—Trabajar —me interrumpió, dejándome con la palabra en la boca.

—Pero te noto muy molesto y...

—No estoy molesto, Magda, solo... ¡Maldita sea!

—Teo —insistí, porque sabía de sobra que algo no andaba bien con él, su poderoso tono de voz me lo estaba confirmando—.  Teo, por favor...

—Debo irme.  Hablamos luego o mañana.  Adiós.

No alcancé ni a pronunciar un “hasta luego” cuando el sonido del teléfono me dio a entender que él había cancelado la llamada.

Suspiré como si el aire me faltara mientras apretaba el aparato en una de mis manos oyendo, a la par, la voz de Emanuelle, otra vez, diciéndome:

—¿Está todo bien?

—Lo estará —contesté dubitativamente, cuando ni yo lo sabía a ciencia cierta.

Al cabo de unos minutos él ya se había bebido la taza de café y yo media botella de agua y ninguno de los dos había manifestado ni media palabra. ¡Fantástico!

—De pronto, te quedaste muy callado —pretendí, por todos los medios posibles e imposibles, retomar la conversación.

—Tú también —alzó la mirada para centrarla en los movimientos que realizaba al juguetear nerviosamente con mis manos—, después de ese llamado que te perturbó.

Negué su acotación moviendo mi cabeza, un par de veces, de lado a lado.

—No me perturbó, solo la sentí extraña.

—¿Extraña?  Más bien noto que te dejó K.O.  ¿O no esperabas que la otra persona te respondiera de esa forma?

Deposité mis ojos en los suyos dejando de juguetear con mis manos sin saber qué decir, hasta que después de unos extensos segundos lo supe.

—Me debes algo.  ¿Ya lo olvidaste?

Emanuelle entendió de inmediato que no quería hablar sobre esa llamada en particular, pero sí sobre la información que él me debía y que no me había dejado en claro.

—No, no lo olvidé, pero se me está haciendo tarde —me comunicó tras mirar su fastuoso reloj de pulsera.  Un segundo... ¿Por qué poseía un reloj tan carísimo?  No es que me importara, pero él era solo un chofer, además de guardaespaldas y sí, también un kinesiólogo.

—Bonito reloj.

—Gracias.  Me lo regaló mi abuelo.

—Se ve.... lujoso.

—Tal vez lo sea o tal vez no —se acomodó la manga de la chaqueta para apartarlo por completo de mi vista—.  Gracias por el café, pero debo volver a dejar el coche en su sitio.

—¿A la Corporación?

—Así es.

—¿Y lo que me ibas a contar?

—Lo dejaremos para otra oportunidad —afirmó convencido, levantándose del taburete en el cual se encontraba sentado—.  Nos veremos otra vez, te lo aseguro —caminó directamente hacia la puerta sin nada más que decir.

—¡Un segundo, James Bond! —Lo detuve, consiguiéndolo—.  ¿Otra oportunidad?  ¿A qué te refieres con eso?

—A otra oportunidad —se volteó quedamente—.  Después de lo que ha sucedido esta noche y mi violenta reacción frente al imbécil... ¿qué crees que ocurrirá?  Loretta seguro vendrá a buscarte.

¡Santo Dios!  Eso no me lo esperaba.  Tragué saliva un par de veces percibiendo como mis ojos se aguaban en lágrimas, pero... ¿de temor u otro perturbador sentimiento?

—Lo siento mucho, Magdalena.  Haré todo lo que esté a mi alcance por...

Lo detuve alzando una de mis manos, haciéndole comprender con ese significativo movimiento que no necesitaba de su intervención divina; además de pedirle que guardara silencio.  Y así lo hizo, callando.

—Para ella... los negocios son lo primero —recordé, sintiendo como mi estómago se contraía en nudos—. Y yo soy una de ellos, ¿verdad?

All oírme empuñó sus manos con fuerza.

—Dime una cosa.  ¿La verás esta noche? —Sacando fuerzas de no sé donde, al tiempo que su vista volvía a posicionarse sobre la mía, se lo pregunté encarecidamente.

—Tal vez.

—Sí o no, Emanuelle.  Deja de dudar tanto.

—Sí —pronunció hoscamente, como si no deseara afirmarlo.

—Pues, para tu buena suerte y la mía vas a darle un mensaje por mí —.  Con entereza y decisión avancé hacia él articulando lentamente las siguientes palabras al mismo tiempo que me aprestaba a abrir la puerta de mi departamento—.  Esta vez no tendrá que venir hasta aquí porque yo iré hacia ella.  ¿Me oíste bien?

—Perfectamente.

—Pues ve y díselo, por favor, y procura no omitir una sola palabra.  Buenas noches.

Tragó saliva un par de veces antes de animarse a abandonar, definitivamente, mi hogar.

—¿Estarás bien? —Se situó fuera de mi piso.

—Te lo aseguro, estaré de maravillas —finalicé, cerrando de un solo golpe la puerta cuando mis lágrimas empezaban a aflorar por las comisuras de mis ojos sin poder retenerlas más y mi laptop, siempre encendida, me daba a entender que un mensaje había caído en ella.

Corrí desesperada hacia la computadora secándome las lágrimas que nublaban mi visión, porque sabía a cabalidad quien estaba allí, a mi lado, pero a miles de kilómetros de distancia esperando impaciente la respuesta que, unos minutos después, tecleé con sumo fervor y entusiasmo, como lo hacía cada vez que recordaba su presencia.

 

“Sí, estoy bien, pero no imaginas cuánto te necesito en este momento.  Te amo, papá”.

 

Emanuelle bajó las escaleras raudamente y caminó de la misma forma hacia el Maserati que había estacionado frente al inmueble, tras maldecir a viva voz por lo que iba a hacer en ese preciso instante.

Desde uno de los bolsillos del pantalón del traje que vestía tomó su móvil y marcó el número de la persona que, seguramente, esperaba ansiosa el llamado que él realizaría y que efectuó, cerrando los ojos, suspirando y oyendo una voz femenina que contestó al segundo, formulando:

—¿Está hecho?

—Tal y como lo llevaste a cabo en tu mente.

—Lo sé, Martín me llamó furioso.  Al parecer, le diste bastante duro.  ¿Era necesario?

—Se comportó como todo un cabrón.  ¿Qué querías que hiciera?

—¿Por qué estás tan enojado?  ¿Hay algo más que debas decirme?

—¿Para qué?  Tú lo sabes todo.

—Emanuelle...

—Los negocios son los negocios, ¿o no, Loretta?

—¿Qué te ocurre?  ¿Por qué me hablas así?

Se mordió la lengua tras pensar muchísimo mejor lo que iba a decirle.

—El imbécil se lo buscó.  Solo hice lo que creí necesario.

—Y eso está muy bien, no te lo estoy recriminando, solo... me inquieta escuchar tu beligerante tono de voz.  ¿Debido a qué suena así?

—Debido a que no me agrada ser partícipe de esto.

—A mí tampoco, pero no puedo dejarlo todo así como así.  Hay mucho dinero de por medio y no voy a arriesgar mi negocio y todo lo que he construido por tantos años por una simple muchachita que no vale nada.

—En eso te equivocas, ella no es una simple muchachita como crees.

—¿Ah no?

—No.  Porque ya lo comprobé.

—¿Dónde estás Emanuelle? —Loretta alzó la voz, furiosa.

—Precisamente... saliendo de su edificio.

—¿Qué hacías ahí?  ¡No te pedí que...!

—Lo sé —ironizó, interrumpiéndola—.  No era parte del plan, ¿cierto?

—¡Claro que no! —Su rabia era más que evidente—.  ¡Tenías que...!

—Vigilarla... y eso fue lo que hice.  Así que deja ya tu histeria de lado, por favor.  Tú único hijo sabe perfectamente lo que hace y como comportarse, madre.

—Emanuelle.  ¡Este negocio algún día será para ti!

—¿De qué me hablas?  Este negocio es solo tuyo, admítelo.  Yo por el momento solo te sirvo como un peón.

—¿A qué te refieres?

—A lo que... —rió soberbiamente—... ya no importa. 

—¡Cómo que no importa! —Vociferó furiosa y al mismo tiempo angustiada—.  ¡Eres lo único que tengo!

—Te rectifico, lo único que te queda por tus propias decisiones.  Y antes que lo olvide, no es necesario que vengas por ella otra vez.  ¿Está claro?

—¿Qué me quieres decir?  ¡No te entiendo!

—Ya lo hará, señora Santoro.  Ya entenderá cuando ella vaya prontamente a visitarla a la Corporación.  Así que, por de pronto, le sugiero muy amablemente que la deje en paz un buen tiempo.

—Emanuelle, tú no puedes...

—Sí, sí puedo, mamá.  Al igual que lo harás tú, pero esta vez con una sonrisa estampada en tu lindo semblante.

—¿Qué pretendes, hijo?  ¿Qué planeas?  ¡Dímelo!  ¡Te lo exijo!

Él volvió a reír, pero ya subiendo al coche.

—Ya lo verás, mamá.  Te lo aseguro... ya lo verás.

Y así, tras colgar la llamada, Emanuelle Santoro sonrió por última vez acelerando su lujoso Maserati que comenzó a moverse alcanzando una rápida velocidad en cosa de segundos, y con el cual se perdió definitivamente en la oscuridad de la noche que acompañaba, por ahora, su solitario y misterioso transitar.