Capítulo IX
Monsieur Durand lo organiza todo. Aplaudida presentación de Chiquita. Ilustres invitados. Cuatro empresarios y ningún contrato. Un apuesto reportero pelirrojo. Visita al edificio de Pulitzer. El brebaje mágico de Lilli Lehmann. La propuesta de Patrick Crinigan. Creciente atracción. El contrato de Proctor.
Aunque Monsieur Durand, el gerente francés de The Hoffman House, tenía por costumbre encomendar a sus subalternos la organización de las réceptions que se daban en los salones del hotel, la simpatía que le inspiró Chiquita lo hizo atender personalmente, y con el mayor esmero, la velada en que la joven trataría de conquistar a Nueva York. Recorrió los distintos salones con los hermanos Cenda y, después de sopesar las ventajas y desventajas de cada uno, se decidieron por el Morisco. También los ayudó a elegir los arreglos florales y los vinos, los canapés y las sucreries con que se agasajaría a los asistentes, y hasta agregó algunos nombres de médicos y escultores de prestigio a la lista de invitados, porque nadie mejor que ellos para dar una opinión autorizada sobre la perfección del cuerpo de Chiquita. Por último, para que la señorita pudiera ensayar con comodidad, ordenó que trasladaran a su apartamento el piano Steinway que la Bernhardt había tenido a su disposición.
A juicio de Durand, alguien debía pronunciar unas palabras de bienvenida para dar inicio a la soirée. Pero, s’il vous plaît, nada de largos discursos que sólo conseguían aburrir al público e indisponerlo. Cuatro frases cortas y bien escogidas serían suficiente.
—¿Y quién mejor que usted para decirlas? —sugirió Chiquita.
El jueves 23 de julio de 1896, un rato antes de las seis de la tarde, el gerente bajó al salón para comprobar que todo estuviese como era debido. «Parfait», se dijo: lámparas y espejos relucientes; butacas, sofás y sillas de brocado verde dispuestos en forma de semicírculo sobre las alfombras de Axminster; al fondo, el pequeño escenario, cubierto con terciopelo rojo y aforado con helechos y palmeras; una cesta de orquídeas junto al piano de cola; rosas blancas en los jarrones; aquí y allá, cesticas de plata calada llenas de bombones; y en la cocina, los camareros vestidos de calicó blanco listos para aparecer, tras los aplausos finales, portando bandejas repletas de delicias.
Desafiando el calor, esa tarde se reunió en The Hoffman House una constelación de celebridades. No cabía duda: las esquelas de Sarah habían despertado la curiosidad de los empresarios. Allí estaba Antonio Pastor, el más viejo de todos, un sesentón hijo de italianos a quien apodaban «el padre del vaudeville» por haber empezado en el negocio, cantando y bailando en el American Museum de Barnum, cuando aún conservaba los dientes de leche. Aunque sus competidores alquilaban o construían teatros cada vez más grandes, el descubridor de Lillian Russell y otras figuras de las variedades seguía fiel a sus tres anticuados auditorios, en especial al de Union Square, que llevaba su nombre. Había acudido con la esperanza de que la tal Chiquita fuera una bailarina española al estilo de Carmencita o la Bella Otero. De ser así, la contrataría en un santiamén.
Oscar Hammerstein, el propietario de la Harlem Opera House y también del Olympia, el nuevo coliseo de seis mil localidades donde unos meses atrás Yvette Guilbert había interpretado sus chansons picarescas, atravesó el salón con arrogancia y, sin mirar a nadie, ocupó un asiento al lado de la soprano alemana Lilli Lehmann-Kalisch. La felicitó por su insuperable Tristán e Isolda de la noche anterior en la Metropolitan Opera House y le aseguró que sí, por supuesto, claro que volvería al coliseo de Broadway y 39th Street a la semana siguiente para aplaudirla en La walkiria. Quienes conocían a Hammerstein sabían que su verdadera pasión era el bel canto. Precisamente por eso cuidaba con tanto esmero la calidad de su vaudeville: los ingresos que le reportaban esos espectáculos ligeros le permitían subvencionar sus funciones de ópera a precios populares.
Otro que mordió el anzuelo de la Bernhardt, pese a su rechazo a dejarse ver en ese tipo de recepciones, fue Charles Frohman. En la temporada que se avecinaba, más de setecientos artistas trabajarían para él, pero eso no sería un obstáculo para que, si se le antojaba, contratara también a esa Chiquita que iban a ver dentro de unos minutos. «Pero ¿quién rayos es ella?», les susurró a John Wanamaker, el magnate de las tiendas por departamentos de Filadelfia, que acababa de abrir su primer negocio en Manhattan, y a su esposa. ¿Una trágica o una comedianta? En Europa nadie se la había mencionado, pero si la exigente Sarah la recomendaba con tanto entusiasmo, debía ser algo especial.
—Muy pronto terminará la intriga —dijo la señora Wanamaker, mirando de reojo el relojito oculto entre los encajes del puño de su vestido, y agregó con picardía—: Quizás sea una nueva Maude Adams y protagonice su próximo drama…
En ese momento, Frohman divisó al escritor James Matthew Barrie y a su esposa en el otro extremo del salón y, excusándose con los Wanamaker, fue a saludarlos. ¡Diablos!, ¿cómo se las habría ingeniado ese escocés esmirriado y cabezón para casarse con una mujer tan bonita?
El cuarto empresario en entrar al salón fue Frederick Freeman Proctor (conocido por todos como F. F. Proctor). Si sus colegas habían evitado saludarse, el dueño del recién inaugurado Palacio del Placer se dirigió a cada uno de ellos y les deseó el mayor éxito en la temporada otoñal. «La competencia es una cosa y los buenos modales, otra», era su lema. También él estaba deseoso de saber quién era la artista que los convocaba y trató, en vano, de que el gerente del hotel le adelantara algo. Al fin y al cabo, Pastor, Hammerstein y Frohman no estaban tan urgidos de nuevos artistas como él, que tenía abiertos sus teatros desde el mediodía hasta la medianoche. Para llenar aquellas doce horas de vaudeville, interrumpidas sólo por brevísimos intermedios, necesitaba un ejército de cantantes, bailarines, acróbatas, ilusionistas y animales amaestrados. «Después del desayuno, vete a Proctor. Después de Proctor, vete a dormir», ese era su slogan.
Aquellos cuatro caballeros, tan diferentes entre sí, tenían, sin embargo, algunas cosas en común. Todos venían de abajo y, gracias a su tenacidad y a su buen olfato para invertir el dinero, habían conquistado el triunfo. Para ellos el teatro, más que un negocio, era una adicción, una suerte de opio sin el que sus vidas carecían de sentido, y a pesar de sus publicitadas rivalidades y desavenencias, lo cierto era que estaban unidos por antiguos lazos. ¿Acaso Proctor no actuó en el vaudeville de Pastor cuando era un joven equilibrista y salía a escena vistiendo una ceñida malla color carne? Y cuando Frohman creó su primera compañía, ¿no fue Proctor quien le alquiló el 23rd Street Theatre para que pudiera estrenar The County Fair y Shenandoah, sus primeros triunfos? En cuanto a Hammerstein y Pastor, era un secreto a voces que durante un tiempo habían compartido los favores de una viudita dublinense, pagándole a medias el alquiler de un apartamento en The Osborne y turnándose para visitarla. ¿Qué mejor prueba de que, si se lo proponían, judíos, italianos e irlandeses podían olvidar sus rencillas y vivir en paz?
Reunir bajo el mismo techo a un cuarteto de semejante envergadura era casi un milagro, le comentó Monsieur Durand a Rumaldo. En cuanto al resto de la concurrencia, no podía ser más variada ni mejor. Allí se encontraban, entre otras personalidades, el juez Dyckman, de la Corte Suprema de Nueva York, y su señora; Anton Seidl, director de la Filarmónica; Sarah McKim y su sobrina Louise Whittlesey, esposa y viuda, respectivamente, de un general de la guerra contra México y de un magnate de la industria textil; Sir Henry Blake, gobernador de Jamaica; el barón y la baronesa Fava, embajadores de Italia en Washington, y hasta el almirante Evashnitsoff, uno de los pilares de la marina rusa. Eso, sin contar a los reporteros de los principales diarios.
«¿Será capaz Chiquita de seducirlos?», se dijo Rumaldo. La incógnita no tardó en despejarse, pues a las seis Durand avanzó hacia la tarima y, con un par de palmadas, reclamó la atención de todos. Su introducción, como estaba previsto, fue muy breve. Se limitó a felicitarlos por ser los primeros que tendrían el privilegio de admirar a una «renombrada» artista, de talento fuera de lo común, recién llegada de Cuba, su isla natal.
—Tengo la certeza de que cuando la vean, se harán la misma pregunta que me hice yo: «¿Estoy despierto o se trata de un sueño?» —dijo y, para concluir, agregó alzando teatralmente la voz—: Damas y caballeros, los dejo con la gran Chiquita.
Se oyeron cuchicheos y Segismundo, que de forma discreta se había sentado al piano, empezó a tocar los acordes de una alegre danza de Cervantes. Una puerta del salón se abrió y por ella, barriendo el piso con la cola de su vestido, apareció Espiridiona Cenda.
Entre fascinados y estupefactos, los invitados contemplaron cómo la damita avanzaba, resuelta y con donaire, hacia el improvisado escenario. Para su primera aparición, Chiquita había elegido un exquisito traje de baile de seda de Dresden color rosa asalmonado, con bandas de terciopelo negro, y guantes blanco perla. Llevaba en el pecho un prendedor de turquesas y plata, en forma de corsage, y una tiara de brillantes colocada alrededor del moño. Al ver la perfección de su figura, la ligereza de sus movimientos y la gracia con que llevaba su atuendo, a nadie le cupo la menor duda de que se trataba de una verdadera muñeca viviente.
Si, como reveló Chiquita más tarde, las piernas le temblaban de miedo, nadie se percató de ello. Parecía segura de sí misma e incluso un tris altiva. ¿Fue, quizás, el entusiasta Monsieur Durand quien comenzó a aplaudir en ese instante? Lo cierto es que buena parte de la audiencia lo imitó y mientras la liliputiense subía los peldaños de la tarima, antes de empezar a cantar y a bailar, disfrutó de la primera ovación de su vida.
Cuando los aplausos cesaron, Chiquita miró a Mundo indicándole que estaba lista. Esa mañana se había encaprichado en iniciar la presentación cantando La frutera mulata y no La paloma, como tenían previsto. «Es una corazonada», le explicó a Segismundo. Al oírla entonar la primera estrofa, el pianista tuvo que admitir lo acertado de su decisión.
Cuando yo llego al mercado
y mi puesto pongo allí,
más que a las frutas que vendo
la gente me mira a mí.
Con aquella melodía, que mezclaba alegremente ritmos españoles y criollos, Chiquita terminó de conquistar a la audiencia. Los que aún estaban reticentes a reconocer su encanto, quedaron cautivados por su afinada voz y su picardía.
Vendo guanábana y coco,
mamey, guayaba y anón,
y vendo la fruta bomba
tan sabrosa como yo.
Muy pocos entendían lo que cantaba. Pero, en realidad, no era necesario. Su expresividad era tal, que todos sonreían con complicidad, como si comprendieran la tonada. Después de La frutera mulata, Chiquita interpretó otras dos composiciones y, estimulada por la calidez del público, su vocecita se hizo más potente, y los movimientos de sus brazos, sus hombros y sus caderas más cimbreantes y armoniosos.
Mientras Mundo tocaba, a manera de intermezzo, una sosegada partitura, la cantante se retiró para hacer un cambio de vestuario. Durante su ausencia, sólo una persona abandonó el salón: Charles Frohman. Lo suyo, explicó a los Wanamaker antes de escurrirse hacia la salida, era el teatro serio, no el vaudeville. Que Hammerstein, Pastor y Proctor se disputaran a la enana de Cuba.
Chiquita reapareció y, como en los viejos tiempos (aunque, como es obvio, sin desvestirse), se dejó envolver por la música y bailó grácilmente las contradanzas de Cervantes y de Saumell, levantando con una mano su falda roja lo suficiente para mostrar, con coquetería, los volantes de seda y encaje. Para la segunda parte se había puesto un conjunto de calle a la moda, con una blusa tornasol, entre azul y verde, y en la cabeza, como al descuido, una boina escocesa con una pluma de faisán.
Para concluir la presentación, cantó, por fin, La paloma. Y mientras entonaba la melancólica habanera, sus ojos se humedecieron y la voz estuvo a punto de quebrársele.
Si a tu ventana llega
una paloma,
trátala con cariño
que es mi persona…
En ese momento le vinieron a la mente las caras de los muertos y de los vivos que había dejado en su tierra, los olores y los sabores de aquella casona de Matanzas que jamás volvería a ser suya, y tuvo que sobreponerse para no echar a perder la estupenda impresión que había causado.
Los invitados la vitorearon de pie, y Rumaldo, sin perder tiempo, ordenó a Mundo que cerrara la tapa del piano para encaramar encima a la artista. Allí, con las mejillas arreboladas, rodeada de damas y caballeros que querían contemplarla de cerca y le pedían autógrafos, la liliputiense respondió las preguntas de los reporteros. Sí, era cubana y había escapado milagrosamente de la persecución de los soldados españoles, quienes habían quemado su casa y asesinado a varios de sus parientes. Los de la prensa tomaban nota, entusiasmados con aquellas patrañas, mientras ella seguía narrando cómo había logrado refugiarse en las montañas, en compañía de su hermano, su primo y su doncella, y, luego de un sinfín de peripecias, esconderse en la bodega del barco que los condujo hasta el país de la democracia y la libertad. Estaba en Nueva York para empezar una nueva vida y reanudar una exitosa carrera truncada por la guerra.
Pasado el arrebato, cuando los periodistas se aburrieron de interrogarla y los invitados empezaron a hacer los honores al vino y los canapés, Chiquita comenzó a pasear por el salón, escoltada por Monsieur Durand y por Rumaldo, y a conversar con algunos invitados. Los médicos y los escultores no escatimaron elogios para su anatomía y dictaminaron que, entre todas las personas pequeñas que habían conocido, ella era la mejor formada[10]. Como ya su cometido estaba cumplido, Segismundo se reunió con Rústica en el cuartico que habían usado como vestiaire y desde allí se pusieron a observarlo todo ocultos detrás de una cortina.
Lilli Lehmann se quedó pasmada cuando la diminuta artista le habló en alemán. Ya se encargaría ella de decirle a Paul, su marido («el insigne tenor Paul Kalisch», se apresuró a aclarar Durand), lo que se había perdido por no acompañarla a la recepción. Chiquita tenía que ir a la Ópera a verla en Die Walküre. ¿Le gustaba Wagner? Y antes de que su interlocutora pudiera responder, empezó a contarle que veinte años atrás el genial compositor la había elegido, entre centenares de sopranos, para que interpretara su tetralogía Der Ring des Nibelungen en el teatro que el loquito Luis II de Baviera acababa de construirle en Bayreuth. Sí, ella había emocionado a Liszt y a Tchaikovski, y hasta al ruso Tolstói, durante aquellas maratónicas jornadas. Porque para cantar las óperas de Wagner, aseguró, era necesario tener buenos pulmones. Las funciones empezaban a las cuatro de la tarde y terminaban pasada la medianoche. Otras sopranos se quejaban de que el papel de Brünnhilde era demasiado exigente, pero ella, modestia aparte, podía cantar tres Walküre seguidas sin que se le cansara la voz.
Con gran esfuerzo y aduciendo que otros invitados querían felicitarla, Durand logró separar a Chiquita de la absorbente Frau Lehmann y la condujo al sofá donde se hallaban Barrie y su esposa, en compañía del doctor Billings, el director de la Biblioteca Pública de Nueva York.
—Siempre tuve la certeza de que las hadas existían —exclamó el escocés, poniéndose de pie—, pero sólo esta tarde me fue permitido contemplar una —y besó una de sus manecitas.
Chiquita agradeció el cumplido y le comentó que tenía gran interés en leer sus libros. Barrie sonrió —o eso le pareció a la cubana, pues apenas lograba verle la boca por culpa de su enorme mostacho— y le prometió que al día siguiente le haría llegar un ejemplar autografiado de A Window in Thrums, su más reciente publicación.
—¿Por qué dejar para mañana lo que puede hacerse hoy? —intervino la señora Barrie, abriendo su bolso y sacando una copia del libro. Su marido la llamó «mi ángel de la guarda» y, tomando la estilográfica que el doctor Billings le tendía, escribió una florida dedicatoria en la portadilla[11].
A Evashnitsoff, el almirante ruso, Chiquita le contó que, cuando ella era niña, sus padres habían conocido a Alejo Romanov en Matanzas, y le preguntó si Su Alteza Imperial gozaba de buena salud. Sí, gracias a Dios, el gran duque Alejo estaba bien. Y otra pregunta, Monsieur l’Amiral: Dragulescu, el anciano secretario del gran duque, ¿aún vivía? Al escuchar el nombre del enano, la expresión del marino cambió y, bajando la voz, le respondió secamente que no sabía quién era ese señor.
Una joven les salió al encuentro y, agachándose con ligereza ante Chiquita, la felicitó. Ella también era cantante, bailarina y actriz, dijo, y le gustaría muchísimo ser su amiga y llevarla a comprar en las mejores tiendas de la ciudad. Chiquita aceptó el ofrecimiento y, apurada por Monsieur Durand, se despidió de ella con una reverencia.
Rumaldo quiso saber quién era esa preciosa muchacha a la que todos contemplaban de reojo, y Durand le explicó que su nombre era Hope Booth. La damita acababa de protagonizar un polémico incidente, pues días atrás la policía la había arrestado por atentar contra la decencia pública. Al parecer, Miss Booth estaba enseñando más de lo debido en un espectáculo que cada noche congregaba a numerosos espectadores masculinos en el Casino Roof Garden. Tras asistir a una función, un inspector de la policía dio la orden de que retiraran del programa los tableaux vivants donde la muchacha aparecía representando a una ninfa de las aguas, a Artemisa cazadora y a Lady Godiva, y como el manager y la actriz se rehusaron, los detuvieron y los llevaron a juicio. El lío se solucionó con una amonestación y una multa simbólica, por lo que muchos sospechaban que todo había sido un truco para impulsar la carrera de Miss Hope. Falso o cierto, después del escándalo le llovían las propuestas de trabajo.
Esa tarde Chiquita saludó a decenas de celebridades, desde jueces, senadores y banqueros, hasta señoras y señoritas de la alta sociedad. Pero, aunque se esforzó por mostrarse encantadora con todos, su mente estaba en otra cosa. ¿Ninguno de los tres empresarios presentes pensaba dirigirle la palabra? Por fin, cuando los invitados comenzaban a marcharse, Pastor se acercó a felicitarla. Y luego, por turnos, lo hicieron Hammerstein y Proctor.
Todos le aseguraron que estaban muy complacidos con sus bailes y sus canciones, y que de buena gana la habrían contratado para sus vaudevilles. El problema era que ya tenían compromisos con otros artistas de su tipo. Después de largas negociaciones, Pastor había logrado que I Piccolini, la exitosa troupe italiana de liliputienses que encabezaba el Signor Pompeo, viajara por fin a Nueva York. Tenían firmado un contrato por veinte semanas, con la opción de prorrogarlo si las dos partes estaban de acuerdo.
En cuanto a Hammerstein, prefería ir a lo seguro. Para el otoño volvería a traer, por sexto año consecutivo, a Die Liliputaner, la famosa compañía alemana de vaudeville. Sí, I Piccolini de Tony Pastor eran una novedad, pero aún estaba por ver la acogida que le dispensarían los neoyorquinos. En cambio, el éxito de Die Liliputaner era cosa segura, sobre todo por el minúsculo Franz Ebert, que tenía miles de admiradores. Y en última instancia, la rivalidad entre el alemán Ebert y el italiano Pompeo podía resultar beneficiosa para la taquilla.
Por su parte, Proctor guardaba un as en la manga. En la nueva temporada sus enanos no vendrían de Europa, como los del judío y el italiano, sino del Ártico. Con la ayuda de Robert Edwin Peary y su esposa Josephine, los intrépidos exploradores de Groenlandia, había logrado que una familia de liliputienses de la región ártica se sumara, por tiempo indefinido, a las atracciones de su Palacio del Placer. La actuación de los esquimales, a punto de arribar en el barco de Peary, incluiría cantos y danzas con toscos ropajes de piel de oso y máscaras rituales, focas y leones marinos amaestrados, un trineo tirado por perros y hasta un iglú de verdad.
Sin embargo, los tres managers insinuaron la posibilidad de contratar a la cubana para los espectáculos que ofrecían en sus teatros de menor categoría o en las compañías itinerantes. Allá y aquí hacían falta siempre artistas a los que se daba trabajo por dos o tres semanas. Rumaldo, envarándose, descartó esa variante. Chiquita era una artista de primera y quien deseara contratarla debería respetar su rango.
—Me temo que estuviste demasiado altanero —le reprochó su hermana cuando el salón se quedó vacío y caminaban en dirección al ascensor—. A fin de cuentas, un teatro de segunda es preferible a ninguno.
Pero Durand apoyó a Rumaldo. Mademoiselle Chiquita tenía que ser paciente y aguardar una propuesta digna de ella. Cuando su nombre apareciera en los periódicos y quienes la habían visto empezaran a hablar maravillas de su arte, otros empresarios la buscarían.
Al día siguiente, los principales diarios publicaron reseñas sobre Chiquita. The New York Times le prodigó todo tipo de elogios y afirmó que, al concluir su actuación, contaba ya con «un séquito de admiradores». La nota del New York Journal era igualmente favorable: empezaba diciendo que «la prima donna cubana» tenía el mismo número de pulgadas de estatura que de años: veintiséis, y concluía asegurando que era una artista consumada. Rumaldo y Rústica, por una vez de acuerdo, le reprocharon a Chiquita haber revelado su edad. Segismundo, para llevarles la contraria, le restó relevancia a ese detalle. A su juicio, lo importante era el entusiasmo con que los reporteros hablaban de las canciones y los bailes de su prima. El artículo de The New York World era el más breve, pero también estaba lleno de piropos[12].
Esa tarde, un reportero llamado Patrick Crinigan pidió ser recibido por Chiquita. Cuando lo autorizaron a subir, explicó que estaba allí cumpliendo órdenes de Joseph Pulitzer, el dueño del World. La esposa del juez Dyckman había llamado a Pulitzer para reprocharle que su publicación, que tanto se vanagloriaba de mantener a los lectores informados de todo lo interesante que acontecía en la nación, hubiese dedicado un comentario tan corto a la llegada de una artista tan grande.
—Él quiere enmendar el error sacando una buena entrevista —explicó Crinigan— y me ha encomendado la tarea de hacerla.
El joven, apuesto, pelirrojo y más alto que Rumaldo, dirigió a Chiquita una mirada entre suplicante y burlona. ¿Accedía a responder sus preguntas? De su decisión, le advirtió, dependería que un irlandés fuera despedido de su medianamente bien remunerado empleo en el World o que lo conservara para poder seguir pagando al final de cada mes el alquiler de su apartamento.
Chiquita celebró el chiste con una risa pícara y tintineante, y acto seguido, haciendo un esfuerzo para recuperar la compostura, dijo que le concedería la interview para no tener remordimientos de conciencia. Rústica, que se había puesto a pasarle un trapo húmedo al piano para poder oír la charla, apretó los labios y resopló. ¿Eran ideas suyas o Chiquita estaba coqueteando? Miró de reojo a Segismundo y adivinó que el pianista opinaba lo mismo.
—Entrevísteme ahora si gusta —exclamó la señorita Cenda, sonriente.
—¿Ahora? —replicó el reportero, mirando a su alrededor con escaso entusiasmo—. En realidad había pensado hacer algo diferente.
Rumaldo abrió la boca por primera vez para pedirle a Crinigan, con la doble autoridad que le daba ser el manager y el hermano de la artista, que les expusiera su idea. El periodista se apresuró a complacerlo: se le había ocurrido que, para llamar la atención de los lectores y lograr que la popularidad de Chiquita subiera como la espuma de una jarra de cerveza, lo mejor sería hacerle la entrevista en el edificio de veintiséis pisos de Pulitzer, donde estaban las oficinas del periódico. Ya tenía hasta el título: «La mujer más pequeña del mundo en el edificio más grande del mundo»[13].
A la mañana siguiente los hermanos Cenda se dirigieron a la sede del World. Mientras Chiquita contestaba las preguntas de Crinigan, fascinándolo con el ingenio y la rapidez de sus réplicas, el dibujante Walt McDougall le hizo un retrato al carboncillo. Esa tarde volvió a narrar la historia del fusilamiento de la mayoría de sus familiares y de su fuga de Cuba, pero añadió varios detalles: en esta nueva versión, los soldados la obligaban a contemplar el crimen y luego intentaban, poniéndole un revólver en la sien, que gritara: «¡Viva España!», a lo cual ella se negaba rotundamente, arriesgando su vida. Rumaldo la contemplaba, admirado del aplomo con que enlazaba una mentira con otra, y asentía para reafirmar que todo, todo, era cierto.
Decenas de empleados del diario desfilaron por la puerta de la habitación, asomando las narices para contemplar a hurtadillas a la singular señorita, y cuando ya los visitantes estaban a punto de irse, una secretaria les anunció que Mister Pulitzer quería saludar a Chiquita. Crinigan se encargó de conducirlos hasta el domo del edificio, donde estaba el despacho semicircular, con paredes revestidas de cuero repujado y frescos de inspiración veneciana en el cielorraso, del Gran Jefe.
Pulitzer interrumpió su conversación con un empleado, miró a Chiquita desde sus más de seis pies de estatura con cara de «¡Rayos, nunca pensé que pudiera ser tan pequeña!» y le dio la bienvenida a su imperio. La visitante lo felicitó por su monumental edificio y no perdió la compostura cuando el magnate la invitó a admirar las espléndidas vistas de Brooklyn, Long Island y Governor’s Island que se apreciaban a través de los ventanales, y Rumaldo tuvo que alzarla en sus brazos para que pudiera verlas.
Sin apartar los ojos de ella, Pulitzer se interesó por saber en qué teatro se presentaría. «Eso aún no está decidido», alardeó Rumaldo. «Hemos recibido varias ofertas y estoy considerándolas.»
Por la deferencia con que el dueño del World trató a Crinigan y los elogios que le dedicó, los cubanos volvieron al hotel convencidos de que era uno de los mejores periodistas del diario.
—No estaría tan seguro de eso —dijo el pelirrojo, restándole importancia al asunto, cuando le hicieron el comentario—. Lo que ocurre es que hace unos meses, cuando Hearst, el rival de Pulitzer, persuadió a muchos reporteros y dibujantes del staff para que renunciaran en masa y se fueran a trabajar al Journal con él, yo fui de los pocos que permaneció en su puesto.
—La fidelidad es una gran virtud —exclamó Rumaldo, dándoselas de moralista.
—¿Fidelidad? —repuso Crinigan, divertido—. Si no me fui con Hearst fue porque nunca me lo propuso. Claro que, a la larga, me convino que no tratara de comprarme, pues Pulitzer, agradecido de que no lo hubiera «traicionado», me dio una bonificación y me subió el salario. ¡Espero que nunca le cuenten la verdad! —y, después de soltar una carcajada, aclaró que Hearst no le simpatizaba—. No es como el Gran Jefe, que se hizo de la nada. Él tiene millones y una madre rica que le da todo el dinero que necesita. Así cualquiera hace un periódico —concluyó con desdén.
Pese a que el gerente de The Hoffman House consideró que haber conversado con Pulitzer, de tú a tú y en su famoso edificio, era otro gran triunfo, los Cenda empezaban a preocuparse. Su capital había mermado considerablemente y seguía sin aparecer un buen contrato. Monsieur Durand les dio ánimos e insistió en que, más pronto de lo que imaginaban, empezarían a llegarles propuestas de trabajo.
En realidad, lo que empezaron a recibir fueron invitaciones de damas que, después de ver actuar a Chiquita, querían conocerla mejor. La primera en convidarla a tomar el té fue Lilli Lehmann-Kalisch. A Rumaldo no le hizo ninguna gracia: le parecía contraproducente que su hermana se dejara ver en lugares públicos, y por eso, con excepción de algunos paseos en coche, había tratado de mantenerla encerrada en el hotel. Su razonamiento no dejaba de tener lógica: si la gente empezaba a encontrársela en todos lados, luego no querría pagar para verla. Sin embargo, Chiquita argumentó que a la soprano favorita de Wagner no se le podía hacer un desaire y, acompañada por Rústica, fue a visitarla en el hotel Waldorf.
—¡Pruebe esto! —exclamó la alemana, mientras llenaba con un líquido turbio la tacita que Chiquita había tenido la precaución de llevar—. Es una infusión de hierbas y agua del Rhin que, puedo jurárselo, obra maravillas en las cuerdas vocales.
¿Por qué creía que, después de más de veinte años de vida profesional, ella y Kalisch, su marido, podían cantar una noche un Siegfried y a la siguiente un Götterdämmerung, sin dar señales de agotamiento? El secreto estaba en ese brebaje que ella llamaba magisches Gelee der Götter, es decir: la jalea mágica de los dioses, cuya receta muchos cantantes habían pretendido arrancarle apelando a todo tipo de medios: desde ruegos y promesas de dinero y de joyas hasta extorsiones y amenazas de palizas.
Una vez la soprano Ilma di Murska, el Ruiseñor Croata, había acudido a su casa, disfrazada de mendiga, para implorarle que le revelara la fórmula. Su exquisita voz comenzaba a fallarle y eso la tenía angustiada. Pero lo más que logró fue que Lilli le ofreciera una garrafa del milagroso té. Entonces el Ruiseñor se transformó en una arpía, la acusó de egoísta y de bruja, y se marchó gritándole, entre otros improperios, que se metiera el garrafón por el trasero.
No se trataba de que ella no quisiera compartir el secreto, se justificó Frau Lehmann, entornando los párpados y bajando la voz hasta convertirla en un susurro: era que no podía revelarlo. Al inicio de su carrera le habían hecho jurar, con una mano sobre una partitura de Das Rheingold y la otra sobre el corazón, que se llevaría la receta del té a la tumba. Por mucho que le costara, debía ser fiel a esa promesa.
—Y ahora le toca hablar a usted, querida —dijo de pronto, dándole un mordisco a un biscuit—. Cuéntemelo todo.
Sin confesar, por supuesto, que la infusión le parecía asquerosa, Chiquita le habló de su Matanzas natal, de las clases de canto con Úrsula Deville y, sin entrar en detalles, de sus presentaciones en «importantes teatros de La Habana y de otras capitales». Pero la Lehmann no tardó en adueñarse de nuevo de la palabra y comenzó a hablar de Lillian Nordica, la antipática americana que la imitaba descaradamente en el rol de Brünnhilde y salía a escena con un peto, un gorro, un escudo y una lanza idénticos a los suyos; de sus discusiones con Walter Damrosch, el joven director de la temporada de ópera alemana de Nueva York, quien pretendía decirle a ella, ¡nada menos que a ella!, cómo interpretar el «Mild und leise wie er lächelt» del tercer acto de Tristan und Isolde, y de otros dimes y diretes del mundo del bel canto. Aturdida por su verborrea, Chiquita fingió una indisposición para poder regresar a su hotel y accedió a llevarse una botellita de la «jalea mágica». ¡Caramba! ¿Era que las grandes artistas sólo podían oírse a sí mismas?, se preguntó, recordando que también Sarah tenía el mismo defecto.
A ese agasajo siguieron los de las señoras Dyckman y McKim, quienes, sin previa consulta, se tomaron la libertad de convidar también a algunas de sus amigas. Y aunque Chiquita salió de ambos tés deslumbrada por el lujo de las mansiones de la Quinta Avenida y cargada de bombones, perfumes, cajitas de música, encajes antiguos y otros obsequios de sus anfitrionas, tuvo la incómoda sensación de haberse convertido en una curiosidad que esposas de jueces y millonarios se turnaban para exhibir.
—No más tés con señoras —anunció a Rumaldo, cuando el landó de los McKim la devolvió a The Hoffman House—. Tienes razón: quien quiera verme, que pague.
La predicción de Monsieur Durand no acababa de cumplirse. Los grandes empresarios teatrales no daban señales de vida, y los únicos que manifestaron interés por contratar a Chiquita —el dueño de un destartalado teatrucho del East y el manager de una compañía itinerante de variedades— les hicieron ofertas tan paupérrimas que el indignado Rumaldo los despidió sin contemplaciones.
—Mucho hotel de lujo y mucho rififí, pero no sé qué haremos cuando se acabe el dinero —se quejó Rústica, de modo tal que sólo Segismundo pudiera oírla, y sacó a colación uno de los dicharachos favoritos de su abuela—: Hay gente que quiere tirarse el peo más alto que el fondillo.
Patrick Crinigan reapareció una semana después de su primera visita pidiendo disculpas por lo mucho que había demorado la entrevista en salir publicada. La culpa, les explicó a Rumaldo y a Mundo, era de una terrible gripe que lo había mantenido en cama varios días. Pero ya la deuda estaba saldada: traía varios ejemplares del periódico, con la tinta aún fresca, y deseaba entregárselos personalmente a la señorita.
«Ese huevo quiere sal», auguró Rústica, entre dientes, mientras vestía y peinaba a Chiquita a la carrera, para que pudiera recibir a su visitante.
Todos quedaron encantados con el escrito y, aprovechando que la ocasión no podía ser más propicia, el reportero se brindó para mostrarles la Babel de Hierro.
—Conozco bastante bien la ciudad —replicó Rumaldo con displicencia.
—Pero yo no —terció Chiquita retadoramente, y de inmediato, suavizando el tono, añadió que le agradaría que el señor Crinigan le sirviera de cicerone—. Rústica vendrá con nosotros, como es lógico —dijo al notar que a Rumaldo se le ponían rojas las orejas.
Y cuando, luego de despedir a Crinigan, su hermano trató de reprenderla, lo detuvo alzando una mano:
—Eres mi manager, no mi dueño —le recordó, con voz helada, echando hacia atrás la cabeza para poder mirarlo a los ojos—. Y no estamos en Matanzas, sino en Nueva York, así que ahórrate tus sermones —continuó, articulando con cuidado cada sílaba—. Yo, que tú, no seguiría esperando y empezaría a visitar a todos los empresarios de variedades. El dinero que nos queda no va a ser eterno.
Rumaldo dio media vuelta, furioso, y se encerró en la habitación que compartía con Mundo. El músico sonrió, se sentó al piano e improvisó una marcha militar.
—Has ganado una batalla —le dijo a su prima, malicioso.
—Oh, no tanto —suspiró ella, observando el, a su juicio, poco favorecedor dibujo que acompañaba la entrevista del World—. Apenas fue una escaramuza.
Rústica los miró de reojo, pero se abstuvo de hacer comentarios. Rumaldo sería una sanguijuela, pero no dejaba de tener razón. Aunque estuvieran en una gran ciudad y allí se viviera «a la moderna», a ella no le parecía apropiado que una señorita aceptase invitaciones de un desconocido. Aquel periodista barbilindo y con olor a colonia no acababa de simpatizarle. Y menos aún le gustaba el interés que Chiquita mostraba por él.
Rumaldo se dedicó a recorrer sin éxito las oficinas de los empresarios. Y mientras él acumulaba negativas, vagas promesas y propuestas de poca monta, los paseos de Chiquita con Patrick Crinigan se convirtieron en algo rutinario.
Lo mismo temprano en la mañana que cuando el sol empezaba a declinar, el periodista se aparecía en el hotel con un coche alquilado y llevaba a la forastera a recorrer todo tipo de lugares pintorescos. Chiquita oía con arrobo las explicaciones de aquel solícito irlandés que había llegado a Estados Unidos a los cinco años de edad y que parecía estar al tanto de todo. «Ese viejo edificio lo piensan demoler para levantar un banco.» «¿Ve aquellos obreros que de milagro no se derriten bajo el sol? Están construyendo la tumba del presidente Grant.» «Y aquí, en el Carnegie Hall, tuvo lugar anoche el concierto en beneficio de los refugiados armenios que lograron escapar de las garras de Abdul Hamid, el sanguinario sultán de Constantinopla.»
Por supuesto, fueron al Museo Metropolitano y se deleitaron con los lienzos de Daubigny y de Millet, de Turner y de Van Dyck. Al llegar al recinto donde exhibían el enorme vaso de inspiración griega que los admiradores del poeta Bryant le habían mandado a hacer en Tiffany’s como regalo de cumpleaños, la liliputiense retrocedió unos pasos y se paró en puntas de pie para tratar de contemplarlo mejor. Como Rústica los esperaba fuera del edificio, estuvo tentada de pedirle a Crinigan que la alzara en sus brazos para ver de cerca esa maravilla. Se abstuvo, naturalmente. Ese tipo de conducta era propia de los niños y ella jamás había deseado tanto que la considerasen una mujer.
Otro día, el irlandés quiso llevarla a Brooklyn y, después de aplacar los temores de Rústica, se dirigieron hacia el puente de piedra y acero que atravesaba el East River. Cuando, después de pagar el peaje, el coche avanzó sobre aquel prodigio de la ingeniería, Chiquita empezó a aplaudir. Aquello sí era una obra de arte, exclamó al ver cómo los landós y los broughams, las carretas cargadas de cántaras de leche y los carritos de color rojo del correo, los vagones del ferrocarril y los viandantes iban o venían, en perfecto orden, por las cinco calzadas.
En vista de que Rústica ya había aceptado cruzar un puente que pendía de cuatro cables, Crinigan consideró que podían emprender una aventura más ambiciosa. Así que se dirigieron en ferry a Ellis Island y subieron en un ascensor hasta la corona de la estatua de la Libertad.
—Nunca pensé que fuera hueca —musitó Chiquita.
—Apréndase la lección —bromeó su amigo, sujetándose el sombrero para que el viento no se lo arrebatara—. La libertad nunca es tan maciza como parece.
Durante esos recorridos, el irlandés se las arreglaba para conversar con Chiquita y, al mismo tiempo, estar pendiente de que nadie fuera a empujarla o a tropezar con ella. Si notaba que la observaban de modo impertinente, fruncía el ceño y, lo mismo si se trataba de un caballero, de una dama o de un chiquillo, su expresión amenazadora obligaba al indiscreto a dirigir la vista hacia otra parte.
Chiquita se llevó una sorpresa al saber que la ocupación principal de Crinigan en el World era escribir sobre política exterior y, para no parecerle frívola y tener tema de conversación, comenzó a leer, por primera vez en su vida, las noticias. Eso le permitió descubrir que vivía en un planeta más complejo de lo que suponía, donde los turcos asesinaban a los armenios, los etíopes luchaban contra los italianos, los británicos sofocaban las rebeliones de los africanos, los hindúes se desangraban en guerras religiosas, los chinos y los japoneses se pedían la cabeza, los filipinos se sublevaban contra los españoles y los anarquistas ponían bombas en todos lados. ¡Qué ingenua había sido al pensar que Cuba era el ombligo del mundo!
Crinigan le habló de la incierta situación de Hawai, donde tres años atrás, con la complicidad del embajador americano y el apoyo de los soldados de la marina, los blancos de Honolulu habían derrocado a la reina Liliuokalani e impuesto un gobierno provisional. ¿Debía Estados Unidos sumar esas islas del Pacífico a su territorio o dejarlas a merced de los codiciosos japoneses? El presidente Cleveland no parecía interesado en firmar un tratado de anexión; pero, por suerte, dentro de pocos meses se iría de la Casa Blanca y todo sería distinto. La convención republicana acababa de designar a William McKinley, el gobernador de Ohio, como su candidato a la presidencia y, aunque a Crinigan no le hacían ninguna gracia sus aburridos discursos, en los que siempre se las arreglaba para aludir a «la mano de Dios», como fiel republicano votaría por él.
—Cualquier cosa es preferible a que otro demócrata dirija el país y el emperador de Japón termine apoderándose de Hawai.
—¿Y los hawaianos no pueden hacerse cargo solos de sus propios asuntos? —se atrevió a sugerir la joven.
—Ni soñarlo, eso queda descartado —replicó el periodista—. Son unas islas demasiado pequeñas para sobrevivir en un mundo tan grande y voraz. Necesitan que alguien cuide de ellas.
Chiquita se sonrojó. ¿Acaso no era ella igualmente pequeña?, argumentó con ardor. El hecho de medir mucho menos que los demás no significaba que pudieran esclavizarla o decidir por ella.
—Pero estamos hablando de Hawai, no de usted —se defendió su amigo, tirando a broma el asunto, y aprovechó para decirle lo bonita que se veía cuando se enojaba.
Sin embargo, el tema favorito de Crinigan era la guerra de Cuba. Había escrito algunos artículos sobre el enfrentamiento entre los españoles y los insurgentes, y se proponía hacer varios más, pues ese tema apasionaba a los lectores. Todos los días el World publicaba noticias sobre la mayor de las islas del Caribe y opiniones sobre la posición que debía asumir Estados Unidos ante el conflicto. Los puntos de vista eran tan diversos que incluso quienes consideraban que el gobierno debía intervenir en la rencilla y ayudar a Cuba a obtener su libertad, lo hacían movidos por ideas e intereses diferentes: la gente común, por simpatía o por creer que ya era hora de que España renunciase a sus ínfulas de gran metrópoli; los comerciantes, porque vislumbraban un nuevo mercado para sus productos, y los clérigos, porque se veían convirtiendo a miles y miles de católicos y ateos cubanos al protestantismo. Pero también en ese caso, como en el de Hawai, Cleveland prefería lavarse las manos y se mostraba reticente a que la nación diera cualquier tipo de apoyo, incluso moral, a los insurrectos. En parte, para no estropear las relaciones con España, y en parte, también, por considerar que los dos bandos estaban formados por auténticos bárbaros que mataban y quemaban sin el menor escrúpulo.
Esas charlas sobre política le vinieron muy bien a Chiquita cuando, en una función vespertina del vaudeville de Koster & Bial, descubrió el milagro del Vitascope de Edison. Sobre una pantalla blanca, vio las figuras en movimiento que desde hacía tres meses maravillaban a toda Nueva York. Las primeras vistas que exhibieron mostraban a un par de rubias —las hermanas Edna y Stella Leigh— danzando con una sombrilla y a unos pugilistas intercambiando golpes. El beso de una pareja de actores de moda provocó reacciones de desagrado del público y alguien, alzando la voz, lo tildó de obsceno. Chiquita estuvo entre los que se sonrojaron. Un beso de amor, le explicó al reportero, no era pecado, pero así, magnificado en aquel lienzo enorme, se volvía algo chocante. El último cuadro, titulado La doctrina Monroe, era una farsa que hacía alusión a la disputa de Inglaterra y Venezuela por la línea fronteriza de la Guayana Británica. Gracias a que Crinigan le había explicado cómo Estados Unidos había intervenido en ese conflicto, proclamando su soberanía sobre el continente, pudo entender por qué los espectadores se enfurecían al ver a John Bull, ese caballero regordete y encorbatado que simboliza a los ingleses, agredir a Venezuela, y luego reían y aplaudían con patriotismo cuando el flaco y larguirucho Tío Sam, con su barbita de chivo y su sombrero de copa, lo agarraba por el cuello y lo obligaba a pedir disculpas.
Tan entusiasmada quedó Chiquita con aquellas imágenes animadas, que al concluir la exhibición hizo que Crinigan la llevara de inmediato a ver el Cinématographe Lumière, traído por Keith desde París para hacerle la competencia al Vitascope. Las vistas de Lumière eran más variadas, pues mostraban gentes y lugares de distintos países —un desfile de un regimiento de la infantería francesa; la coronación de Nicolás II, el zar de Rusia; el Hyde Park de Londres y unas campesinas suizas haciendo la colada— y vibraban menos que las de Edison.
Una mañana, después de ver con disgusto cómo su hermana se engalanaba y se iba de paseo con el irlandés, Rumaldo le confesó a Mundo que estaba harto de tocar puertas sin ningún resultado. Con dolor de su alma, iba a tener que decir que sí a cualquier oferta de trabajo que les hicieran, así fuera para una taberna de mala muerte. Y justo en ese instante, un botones del hotel les subió una carta que los dejó estupefactos.
Proctor deseaba tener a Chiquita como principal atracción en su vaudeville. ¿Podían reunirse lo antes posible para negociar los términos del contrato? Al enterarse de la noticia, Monsieur Durand hizo algunas llamadas y averiguó la causa de tan súbito interés. La noche anterior, Proctor había recibido un telegrama en el que le avisaban que los liliputienses esquimales no querían abandonar Groenlandia. Se negaban rotundamente a subir al barco que debía trasladarlos a Nueva York. Como ya no tenía tiempo de ir a Europa y conseguir algún enano famoso, Chiquita era su única alternativa para poder competir con I Piccolini de Pastor y Die Liliputaner de Hammerstein. Si la cubana le fallaba, la temporada de otoño del Palacio del Placer sería un desastre.
—Espere unas horas antes de ir a verlo y no acepte lo primero que le ofrezca —le aconsejó el gerente del hotel a Rumaldo—. Ahora usted tiene la sartén por el mango.
Chiquita y Rústica volvieron al atardecer, muertas de cansancio. El paseo, que inicialmente iba a ser muy cerca, se había convertido en una complicada excursión. Crinigan, sorprendido al enterarse de que su amiga no disponía de fotografías de calidad, insistió en llevarla a Staten Island para que su amiga Alice Austen, una verdadera artista de la lente, le tomara algunas. Allí, en la piazza interior de su mansión victoriana, frente a una wisteria japonesa de flores rosadas, la joven le hizo varios retratos a Chiquita, elogiando su porte, la brevedad de su cintura y la rebeldía de sus rizos, y le preguntó si por sus venas corría sangre gitana.
«Gitana, no sé», contestó Chiquita. «Árabe, tal vez», y le explicó que sus antepasados maternos eran de Granada, reino de moros durante siglos, y que los paternos provenían de las Canarias, unas islas que quedaban más cerca de África que de la Península Ibérica.
A Chiquita le gustaron los modales descomplicados de Miss Austen. Pero ¿eran ideas suyas o la fotógrafa la había mirado todo el tiempo de un modo extraño? Cuando, ya en el hotel, le pidió a Rústica su opinión, la sirvienta, sin pelos en la lengua, dijo que la encontraba un poco marimacha. ¿Quién había visto que una mujer anduviera de aquí para allá cargando cámaras fotográficas y trípodes? Eso era cosa de hombres.
—¡Caramba, al fin aparece la señorita! —exclamó Rumaldo, que las aguardaba tendido en el sofá del recibidor. Su hermana se dispuso a justificar la tardanza, pero enmudeció al descubrir una mesa atiborrada de platos, copas y botellas.
¿Rumaldo estaba loco? Noches atrás habían discutido cómo hacer economías, y de repente, aquel despilfarro. Dulces finos, mousse de langosta, champaña… Abrió la boca para exigirle una explicación, pero en ese momento Segismundo, sentado al piano, comenzó a entonar una especie de himno en honor a Chiquita, the new Proctor’s living doll. ¿Era una broma? ¿Se habían confabulado esos dos zánganos para tomarle el pelo?
—Un contrato por cuarenta y dos semanas en el Palacio del Placer —anunció Rumaldo, mientras agitaba unos papeles delante de su nariz—. Proctor espera una respuesta mañana a primera hora —y señalando con el índice el monto de los honorarios que el empresario estaba dispuesto a pagar a la semana (una cifra con tres ceros a la derecha que hizo tragar en seco a Chiquita), añadió burlón—: ¿Lo apruebas o lo rechazas?
Esa noche los Cenda tuvieron una fiesta. Monsieur Durand subió, como cortesía del hotel, dos botellas de un exquisito Mouton-Rothschild de Pauillac, categoría Premier Cru, para brindar por le triomphe y, sorpresivamente, la alegre Hope Booth se sumó a la celebración. Tartamudeando, Rumaldo explicó que había coincidido con ella en las oficinas de Proctor y, seguro de que a Chiquita le iba a encantar verla de nuevo, se había tomado la libertad de invitarla. Hope la felicitó y se ofreció para instruirla sobre cómo tratar a los empresarios. Según su experiencia, mostrarse demasiado dócil era fatal. Tenía que aprender a sacar las uñas, como una gatica, y darles un arañazo de vez en cuando.
Por último, para dejar a Chiquita todavía más asombrada, apareció Lilli Lehmann-Kalisch acompañada por su marido, quien portaba una caja de cartón grande y chata. Monsieur Durand le había comunicado la bonne nouvelle, explicó la soprano, y puesto que la ocasión ameritaba un regalo, le traía algo especial. Quitándole la caja al tenor Kalisch, la depositó a los pies de su amiga y la animó a abrirla. Era un abanico vienés, de plumas de avestruz, para que lo usara en sus actuaciones y se acordara de que ella, la incomparable Lilli Lehmann-Kalisch, la mejor de las Brünnhilde, ¡la soprano favorita de Wagner!, era su Freundin der Seele, su amiga del alma.
Espiridiona lamentó que Patrick Crinigan no estuviera allí, pero se consoló pensando que así podría darle la noticia a solas. Sentada en un sofá, con la sólida Frau Lehmann a un lado y la frágil Miss Booth al otro, oyó los consejos que, alternándose, ambas le susurraban al oído. Según la alemana, el éxito de una artista estaba en no prodigarse demasiado, en entregar su arte al público, pero sin entrar en confianzas con él. Los artistas eran dioses y los espectadores, simples humanos que tenían el privilegio de adorarlos. Hope, en cambio, le recomendó ser zalamera y atrevida en la escena, aunque, claro está, dentro de ciertos límites. (Esos límites no le quedaron claros a Chiquita: ¿acaso no acababan de multarla por salir a escena con vestuarios indecentes?) Hierática y wagneriana, secreteaba la soprano. Picante y seductora, bisbisaba Miss Booth. Una walkiria, exhortaba una. Una coqueta, apuntaba la otra. Grave. Picaruela. Aguerrida. Mimosa. Ante tantas y tan contradictorias recomendaciones, Chiquita concluyó que lo más prudente sería lograr el justo equilibrio. Ni muy muy ni tan tan. Su estilo sería una combinación de vestal y de cocotte, decidió mientras todo empezaba a dar vueltas a su alrededor, en parte por la abundancia de consejos y en parte por las generosas libaciones.
Tarde en la madrugada, cuando los invitados se despidieron y Chiquita firmó el contrato, se enteró de que Proctor les pagaría un sustancioso anticipo sobre sus honorarios[14]. En una semana empezarían los ensayos y a fines de agosto, días antes del inicio de la temporada de otoño, ya Chiquita estaría actuando en el Palacio del Placer.