[Capítulos XXIII y XXIV]
Este hueco es más fácil de rellenar, porque aquí Chiquita hablaba de las ciudades que visitó después de aquellos meses en París. Estuvo en Luxemburgo, luego en Viena, y dio la casualidad de que llegó a Berlín el mismo día que Ferdinand Graf von Zeppelin hizo volar por primera vez su famoso dirigible. Cuando se asomó a la ventana del hotel y vio aquel armatoste flotando entre las nubes, se emocionó tanto que quiso conocer al inventor y convencerlo para que en la próxima ascensión le reservara un espacio en la barquilla. Pero Von Zeppelin estaba muy ocupado en esos días y no pudo atenderla, así que se quedó con las ganas de volar[47].
A quienes sí conoció, y muy bien, fue a un trío de liliputienses franceses que estaban actuando con mucho éxito para el público berlinés. Eran dos hermanos y una hermana, llamados Adrien, Deniso y Marguerita Béarnais, que bailaban, cantaban y representaban sketchs picarescos. Su nombre artístico era Les Colibris Béarnais. Como se hospedaban en el mismo hotel que Chiquita, la invitaron a una de sus funciones y se hicieron amigos suyos. El problema fue que tanto Adrien como Deniso se enamoraron de ella y, aunque hasta ese momento habían sido unos hermanos muy bien llevados, empezaron a pedirse la cabeza y poco faltó para que se batieran en un duelo.
El colibrí Adrien nunca le gustó a Chiquita, porque era rechoncho y tenía cara de puerquito; pero con Deniso, al que anunciaban como «el hombre microscópico», tuvo un romance bastante tórrido. Me imagino que después de tantas «cópulas anfibias» estaba loca por sentir algo distinto. Deniso fue su segundo amante liliputiense y, al igual que le había pasado con el Signor Pompeo, acoplaron de maravillas.
Adrien trató de suicidarse cuando se enteró de que Deniso se acostaba con la cubana, y armó tal escándalo que hasta salió en los periódicos. A partir de ese momento, la colibrí Marguerita le enfiló los cañones a Chiquita por haber enemistado a sus hermanos. Una noche, se metió en su cuarto y le exigió que se fuera de Berlín. Como Chiquita le contestó que se iría cuando le diera la gana, Marguerita le saltó encima como una fiera y las dos empezaron a darse golpes y a halarse el pelo. Si Rústica no llega a estar allí para separarlas, se matan.
Chiquita tenía la impresión de que entre Les Colibris Béarnais existía algo oscuro, retorcido, y terminó averiguando la verdadera razón del odio que Marguerita sentía por ella. Desde muy joven, Marguerita había tenido, en el más absoluto secreto, relaciones íntimas con Adrien y con Deniso. ¿Qué te parece? Al ver la foto de esos hermanos, cualquiera pensaría que eran tres angelitos, pero de eso nada.
Ese rollo incestuoso no le gustó a Chiquita, así que, temerosa de que Marguerita Béarnais tramara alguna venganza, decidió poner fin a su aventura con el hombre microscópico. Cuando le dijo a Deniso que no quería verlo más, el colibrí reaccionó como un águila y la amenazó con matarla si no seguía con él. En fin, tremendo melodrama «estilo Liliput». Para hacerte corto el cuento, Chiquita tuvo que subirse en un tren a escondidas y salir rumbo a Italia sin despedirse de nadie.
En Roma se aburrió de oír hablar de la muerte de Humberto I a manos de Gaetano Bresci, un anarquista italiano que, después de vivir muchos años en Estados Unidos, había regresado a su país sólo para cepillársela al rey. Mañana, tarde y noche; en el Coliseo, en el Trastevere o en San Pedro: era como si la gente no tuviera otro tema de conversación. Y lo mismo le pasó en Florencia y en Venecia, donde también estuvo algunos días.
De Italia salió para España. Con un poco de susto, porque tenía miedo de que no la trataran bien. La derrota de 1898 estaba fresca y ella, además de ser cubana, vivía y había hecho su fortuna en Estados Unidos. Pero enseguida se tranquilizó, porque la gente fue muy amistosa y en todos lados la recibieron con simpatía. Primero estuvo en Sevilla, donde se encaprichó con un gitano que le cantaba coplas debajo de la ventana. Por desgracia, el tipo resultó ser un truhán: la primera noche que lo dejó entrar en su dormitorio, le robó el huevo de oro de la gallina de Montesquiou. Tanto se molestó Chiquita, que al día siguiente salió rumbo a la capital.
En Madrid su gran amiga fue la novelista Emilia Pardo Bazán. Las dos simpatizaron a primera vista y se volvieron inseparables. Tanto, que la señora convenció al director del Museo del Prado para que las dejara entrar por la noche, fuera del horario de visita. De ese modo Chiquita pudo pasearse a sus anchas por las salas y contemplar las pinturas de Goya, de Murillo, de El Greco y de Velázquez sin que la gente la empujara o se le parara delante sin dejarla ver. El cuadro que más le gustó fue Las Meninas, supongo que por los enanos que salen.
En esos días, en una velada en casa de Emilia Pardo Bazán a la que asistieron varios artistas, políticos y diplomáticos, Chiquita se atrevió a cantar, como toda una chulapa, un pedazo de La verbena de la Paloma, la zarzuela que tenía locos a los madrileños, y lo hizo acompañada al piano nada menos que por su compositor, el maestro Tomás Bretón:
Por ser la Virgen de la Paloma,
un mantón de la China-na, China-na, China-na,
un mantón de la China-na, me vas a regalar.
Fue algo improvisado, sin ensayo, pero todos la aplaudieron a rabiar, como si estuvieran en el teatro Apolo. El que más encantado quedó fue el embajador de Marruecos, pues le mandó una carta al sultán de su país[48] hablándole flores de ella. A los pocos días, Chiquita recibió un pergamino del sultán invitándola a pasarse una temporada en su corte y, sin pensarlo dos veces, salió con Rústica rumbo a Algeciras y se subieron en un barco que las llevó a Tánger.
Supuestamente, en el puerto Chiquita y Rústica debían encontrarse con unos soldados que las escoltarían hasta Fez. Pero antes de desembarcar, alguien les puso un somnífero muy fuerte en la comida y, cuando llegaron a Tánger, las sacaron del barco metidas dentro de una gran cesta y se las llevaron secuestradas.
¡No pongas esa cara! Si esta parte de la biografía de Chiquita te resulta difícil de creer, ese no es mi problema. Yo me limito a contar lo que decía el libro. Si quieres saber mi opinión, lo del secuestro me pareció una invención, pura fantasía. Pero en aquella época los árabes seguían viviendo como en los tiempos de Las mil y una noches y esos raptos eran algo corriente, así que… ¡nunca se sabe! Quién quita que haya sido verdad.
Continúo. Cuando recobraron el conocimiento, Chiquita y Rústica se encontraron en medio de las arenas del desierto, atravesadas en el lomo de un camello y rodeadas de hombres con turbantes y cara de pocos amigos. Al darse cuenta de que estaban en poder de unos malhechores, Rústica montó en cólera. Le echó tremendo regaño a Chiquita por aceptar la invitación de un desconocido y, acordándose de que su abuela Minga invocaba a Santa Rita de Casia cada vez que tenía un lío gordo, le rezó a la patrona de lo Imposible para que intercediera por ellas.
Te explico lo que pasó: a un mercader que salió de Algeciras en el mismo barco que ellas se le ocurrió venderle a Chiquita a un jeque bereber que vivía en el desierto y hacer tremendo negocio. Ese jeque sólo tenía un hijo, un liliputiense como de cuarenta años de edad, que vivía obsesionado con las mujeres. Tanto le gustaban, que tenía seis esposas, todas hermosas como huríes, grandotas y exuberantes. El problema era que no lograba embarazar a ninguna.
Como el sueño del viejo jeque era que le dieran un nieto antes de morir, regó la voz de que pagaría una fortuna a quien le llevara una enanita para convertirla en la séptima esposa de su heredero. Eso sí, debía ser una bonita y bien proporcionada, porque su hijo era muy exigente y no se iba a conformar con cualquier pelandruja.
Cuando llegaron al oasis donde estaba el campamento de los bereberes y el jeque vio la preciosidad que le traían, le dio al mercader una bolsa de monedas de oro. Chiquita era lo que estaba esperando. Si su hijo no tenía descendencia con ella, difícilmente la tendría con otra mujer.
No pienses que a Chiquita le dieron un tratamiento de esclava ni nada por el estilo. Todo lo contrario: la pusieron en la tienda más lujosa y le regalaron montones de joyas y de telas. El hijo del jeque se babeaba por ella y quería casarse enseguida. «A esta sí la preño», le decía a su padre, muy convencido, y empezaron los preparativos para celebrar el matrimonio siete días más tarde. Querían hacer tremendo fiestón y que fueran los jeques de todas las tribus vecinas.
Como podrás suponer, a las seis esposas del enano esa boda no les hacía ni pizca de gracia. Si la extranjera le daba al jeque su primer nieto, todas iban a quedar relegadas. Por eso estaban que si las pinchaban, no echaban sangre, y cada vez que entraban a la tienda de Chiquita y Rústica para llevarles carne de cordero, pan, dátiles y aguamiel, las miraban atravesado y les echaban todo tipo de maldiciones.
Cuando Chiquita supo que iban a casarla con el hijo del jefe, se deprimió muchísimo. Pero ¿qué podía hacer? Hacia cualquier dirección que mirara sólo veía dunas y más dunas. En medio de su desesperación, se le ocurrió pedirle al amuleto del gran duque Alejo que hiciera algo para librarla de aquella pesadilla, pero la bolita de oro ni chistó. No se puso caliente ni fría, ni chisporroteó ni nada. Como si la cosa no fuera con ella. «Para esto, mejor me hubieras dejado ahogar en el Sena», se lamentó Chiquita, y se echó a llorar al imaginarse viviendo el resto de su vida entre la mierda de los camellos, contando las gotas de agua y con una piltrafa de bereber como marido.
Quien seguía teniendo esperanzas era Rústica. Ella estaba convencida de que, en el último instante, Santa Rita de Casia les haría el milagro que con tanto fervor le había estado pidiendo. Y así mismo pasó. Faltando un día para el casamiento, lograron huir. ¿Cómo pudieron hacerlo? Pues con la complicidad de las seis huríes. Como ellas no tenían el menor interés en que la boda se realizara, las ayudaron a fugarse. Aprovecharon que unos tuaregs habían pedido permiso para acampar en el oasis y les ofrecieron sus collares y sus brazaletes para que se llevaran a las intrusas.
Cuando el jeque y su hijo descubrieron su desaparición, ya Chiquita y Rústica estaban montadas en un camello, a muchísimos kilómetros de distancia, camino de Fez. Si aquello fue un milagro de Santa Rita de Casia es difícil saberlo, pero no creas que el viaje fue coser y cantar. Por el camino se desató una tormenta de arena que casi las deja ciegas, la caravana perdió el rumbo, y pasaron hambre y sed. A esas calamidades añádele que las dos iban cagadas de miedo, pensando que los tuaregs podían traicionarlas y volver a venderlas. Pero no, por suerte los tipos se portaron como personas decentes y, cuando llegaron a Fez, las llevaron hasta la misma entrada del palacio del sultán.
Según Chiquita, durante el viaje por el desierto Rústica y ella se entretenían imaginando cómo sería el sultán de Marruecos. Las dos pensaban que iba a ser un carcamal gordo y calvo, pero se llevaron tremenda sorpresa al descubrir que se trataba de un pepillo de veintidós años, un muchachón de lo más simpático.
Chiquita contaba en el libro que una noche, en una cena íntima con el sultán, ella le bailó la danza de los siete velos en medio de nubes de incienso. Sin quitarse el último, porque opinaba que el secreto de la seducción estaba en no revelarlo todo. Si llegó a tener algo con él o no, no lo ponía por las claras, lo dejaba a uno con la intriga. Pero, conociéndola como la conocí, me inclino a pensar que sí, que se echó al pico al sultán, porque a medida que fue haciéndose mayor a ella empezaron a gustarle más y más los jovencitos.
En el palacio de Fez estuvo un montón de días y posiblemente se hubiera quedado más, pero de la embajada americana en Tánger le hicieron llegar un telegrama. Lo firmaba Bostock y en él le rogaba que pusiera fin a sus vacaciones, que ya habían durado un año, y regresara a trabajar. En Búfalo iban a hacer una exposición gigantesca, con un Midway nunca visto, y él quería que Chiquita fuera la atracción principal. Aquello debió ser una tentación demasiado grande para su ego, porque esa misma noche se despidió del sultán. Pero antes de regresar a Estados Unidos pasó otra vez por París, para abastecerse de telas, sombreros y perfumes.
Cuando estaba en el barco, navegando por el Atlántico, ¿a quién crees que vio una tarde que salió a dar un paseíto por la cubierta? Ni hagas el esfuerzo, porque no vas a adivinar. A Emma Goldman, la anarquista, que también volvía a Estados Unidos después de recorrer media Europa dando charlas sobre el amor libre. Claro que Chiquita viajaba en primera y la Goldman con los pobres; pero como la anarquista la saludó de lo más afectuosa, a la enana le dio pena con ella y, para no ser grosera, la convidó a tomar el té en su camarote.
Emma le contó que estaba impaciente por llegar a Nueva York para divulgar entre las mujeres nuevas ideas como el control de la natalidad y el uso de anticonceptivos. «Somos seres humanos, no conejos, así que basta ya de traer hijos al mundo displicentemente», le soltó a Chiquita. También le comentó que regresaba feliz porque la bandera negra del anarquismo estaba ondeando con más fuerza que nunca en Europa. Aunque la idea de usar el asesinato como arma política nunca le había simpatizado del todo, no le quedaba más remedio que admitir que la muerte del rey Humberto I había sido una lección ejemplar para la realeza. Y no escatimó elogios para el «valiente» Bresci, a quien tenían encerrado de por vida en un penal sólo por haber librado al mundo de un parásito con corona, de alguien que vivía a costa del sufrimiento y la muerte de las masas explotadas.
Chiquita se mordió la lengua para no discutir, pero el encuentro con la Goldman terminó de convencerla de que entre los anarquistas no se le había perdido nada. Esa manía de matar a diestro y siniestro gente de sangre azul o políticos importantes le parecía de pésimo gusto. Así que se las arregló para no volver a toparse con ella mientras duró la travesía.