Capítulo XX

Chiquita presencia el triunfo de un compatriota en las Olimpiadas. La Bella Otero le enseña París. Visita a Toulouse-Lautrec y triste historia de la Goulue. En el Pabellón de las Musas con el conde Robert de Montesquiou. Chismes de un «secretario» argentino. La diosa de estuco de la Exposición Universal. El Bois de Boulogne. Sabios consejos de la demi-mondaine Émilienne d’Alençon.

En garde!

Los esgrimistas adelantaron sus armas y se miraron con ojos desafiantes a través de las ranuras de las caretas.

Uno de ellos, un rubio de mentón cuadrado y anchas espaldas, sostenía su acero con la mano derecha. El otro, mucho más joven, lo hacía con la izquierda. Era un muchacho alto, flaco, de pelo y ojos muy negros, al que parecía tenerle sin cuidado que la mayoría del público simpatizara con su rival.

Êtes-vous prêts?

Allí estaba Chiquita la tarde del 14 de junio de 1900, en una galería abarrotada del jardín de las Tullerías, presenciando, en primera fila, la final de la competencia de espada de los Juegos Olímpicos de París. El campeón francés Louis Perrée se enfrentaba a Ramón Fonst, un cubanito de diecisiete años que había ganado en todas las eliminatorias sin recibir una touche. El combate por la medalla de oro había sido pactado a un golpe.

Allez!

Los dos tireurs se estudiaron un instante y enseguida el más corpulento se abalanzó sobre su contendiente. El joven se agachó para esquivarlo y, con la ligereza de un bailarín, hizo que el botón entintado de la punta de su espada dejara una mancha en la chaquetilla blanca de Perrée.

Los espectadores aplaudieron el elegante passato, pero los jueces declararon inválido el golpe, argumentando que no había sido limpio. El marqués de Chasseloup Laubat, un respetado sportsman que estaba sentado al lado de Chiquita, auguró que al joven Rrramón iba a resultarle muy difícil vencer a Perrée.

—Y no por falta de destreza —aclaró—. El gamin es endiabladamente hábil.

El problema, a su entender, estaba en el reglamento de la lid, un tanto confuso, y, sobre todo, en aquellos jueces que se resistían a aceptar que un espadachín de las Antillas pudiera superar al champion de France.

De nuevo se oyó el En garde!, y en esa ocasión fue Fonst quien se lanzó al ataque como una centella, estampando en el antebrazo de su adversario una nueva señal de tinta. Esa vez la discusión del jurado fue tan larga que algunos espectadores comenzaron a abuchear. Finalmente, volvieron a descalificar el golpe.

El marqués puso los ojos en blanco y resopló, indignado por el veredicto:

Merde alors! Ha acertado dos veces y esos idiotas se niegan a admitirlo.

El cubano estaba irritado, era evidente, pero se esforzó por disimularlo. Volvió a la posición de garde y, en cuanto el combate se reanudó, empezó a hacer amagos de golpes y a avanzar y retroceder por la pista. De pronto, Perrée adelantó su espada con ímpetu e intentó tocar al joven, pero fue Fonst quien lo alcanzó en pleno pecho, dejando una tercera marca, aún más notoria que las dos anteriores, en su chaquetilla.

La gente comenzó a vociferar de entusiasmo y, en medio del barullo, Chiquita reflexionó, con melancolía, sobre lo veleidosa que podía ser la condición de ídolo. En cuestión de minutos, Perrée había perdido a sus seguidores. En cuanto los jueces reconocieron la victoria del cubano, el público lo paseó en andas por el recinto. A Chiquita le hubiese gustado acercarse a su compatriota y felicitarlo. Pero ni soñar con meterse en semejante barahúnda.

—Desde que llegué a París he sido testigo de muchas cosas sorprendentes —le gritó al marqués de Chasseloup Laubat, tratando de hacerse oír en medio de los vítores—, pero ver a un D’Artagnan cubano coronarse campeón olímpico quizás haya sido la más asombrosa.

Y, llegando a la conclusión de que después de aquello ya nada podría asombrarla en la Ciudad Luz, volvió a su hotel y le dio instrucciones a Rústica para que preparara el equipaje. Habían sido cinco meses y medio muy intensos. ¿Demasiado, tal vez?

A mediados de enero, la Bella Otero había acogido afectuosamente a Chiquita en su hôtel particulier de la Avenue Kléber. La misma tarde de su llegada, la subió en su calesa entelada en satén azul, regalo de uno de sus más generosos amantes, el millonario americano Vanderbilt, y comenzó a mostrarle París, su ciudad adoptiva, aderezando el paseo con todo tipo de extravagantes comentarios.

Empezaron, como era natural, por el Arc de Triomphe, porque la casa de la española quedaba a pocas cuadras de allí, y tomaron la Avenue des Champs-Élysées hasta llegar a la Place de la Concorde. A Chiquita, que había leído de niña un libro sobre la Revolución Francesa, le pareció ver cómo rodaban las cabezas ensangrentadas de Luis XVI, María Antonieta y Madame du Barry, pero la Otero, sin darle tiempo para ensueños históricos, le pidió al cochero que las condujera al barrio de La Madeleine, para mostrarle los restaurantes de moda, y a continuación desfilaron frente a la Opéra Garnier («¿No es como un enorme pastel de bodas?»), a la Comédie Française («Guárdame el secreto: Racine es el mejor somnífero»), al Palais Royal («Ahí vivió alguien muy importante, pero no me preguntes quién») y, por supuesto, a Les Galeries Lafayette. Enseguida buscaron la Rue de Rivoli, para pasarle por delante al Musée du Louvre, y bordeando el Sena hasta el Pont d’Iéna llegaron junto a la torre Eiffel.

Según la Bella, todavía muchos parisinos seguían sin acostumbrarse a esa edificación y la calificaban de espantosa. «Hay quienes se tapan los ojos para no verla», se burló. «Pero a mí me simpatiza.» Y la comparó con una de esas mujeres grandes, huesudas y sin gracia que, sin que nadie sepa bien cómo, se las ingenian para ser seductoras. «Al Moulin Rouge», ordenó de inmediato, caprichosamente, sin preguntarle a Chiquita si estaba aburrida o fatigada. Y después de recorrer media ciudad sólo para echarle un vistazo, como una exhalación, al famoso cabaret de Montmartre, escenario de algunos de sus triunfos, decidió que ya era hora de volver a casa. «Con esto ha sido más que suficiente», dijo. «Además, hoy actúo en el Marigny y quiero que vayas a verme.»

Esa noche Chiquita comprobó que la adoración que sentían en París por Carolina Otero no era ningún cuento. El espectáculo incluía diversos números —desde imitadores y chanteuses hasta tragaespadas y perros acróbatas—, pero el plato fuerte era la pantomima en un acto Una fiesta en Sevilla. El argumento era muy sencillo: un torero moría, asesinado por su novia celosa, cuando esta se enteraba de sus amores con la gitana Mercedes, interpretada, naturalmente, por la Bella. En la obrita, Carolina sólo cantaba una tonada, al entrar a escena, y luego todo era pantomima y danza. Pese a ser gallega por los cuatro costados, el público estaba convencido de que ella era la quintaesencia de la mujer andaluza y aplaudió a rabiar cuando reapareció vistiendo una torera que había hecho adornar con cientos de piedras preciosas. Chiquita quedó admirada, no tanto por la chaqueta, que encontró demasiado ostentosa, sino por la gracilidad con que su anfitriona se movía con semejante peso encima.

Pero lo inesperado sobrevino al final, cuando se abrieron las cortinas y la Bella avanzó hacia el proscenio para saludar. La esposa de un caballero que estaba enamorado de la «andaluza» se puso de pie en la platea y, sacando un revólver que llevaba oculto en su manga gigot, le disparó a la bailarina. Por suerte no dio en el blanco, pero el escándalo fue mayúsculo.

—Magnífico —exclamó la Bella cuando regresaban a casa—. Gracias a esa estúpida, el teatro estará de bote en bote hasta el final de la temporada. ¿Y sabes qué es lo más simpático del caso, Chiquita? Que entre su marido y yo nunca ha habido ni podrá haber nada. ¡El pobre ni siquiera tiene una cuenta en Cartier!

En los tres años que llevaban sin verse, la Otero se había consolidado como una de las más deseadas y caras demi-mondaines de París. Según ella, las únicas que estaban a su altura eran Émilienne d’Alençon y Cléo de Mérode. Con ambas se llevaba de maravillas y compartía algunos amantes. Había otras que pretendían ostentar la misma jerarquía que ellas, pero en realidad no eran más que horizontales con ínfulas de grandeza. «Sí, querida, hay que darse su lugar y tener pocos hombres, pero ricos», la aleccionó. «Quien se prodiga demasiado, pierde categoría.»

De todas, sin discusión posible, ella era la consentida del tout Paris. Un periodista acababa de escribir un artículo recomendando que la exhibieran, como uno de los tesoros nacionales, en la Exposición Mundial que pronto abriría sus puertas en la ciudad. ¡Y no era broma! El prestigio del hombre que conseguía llevarla del brazo a un té del hotel Ritz o al hipódromo de Longchamp subía hasta las nubes en un instante. Mimí d’Alençon, rellenita y con un simpático monóculo, era un encanto, y Cléo, la más joven de las tres, volvía locos a los hombres con su aire aniñado y sus orígenes aristocráticos. Pero ninguna de las dos podía vanagloriarse de haber tenido a media docena de coronas de Europa sentadas a la misma mesa, rindiéndole homenaje. No, no era una exageración: la noche que Carolina Otero cumplió treinta años, el Maxim’s cerró sus puertas al público para que Leopoldo II de Bélgica, el káiser Guillermo de Alemania, el zar Nicolás II de Rusia, el príncipe Alberto de Mónaco, el príncipe de Gales y el rey Alfonso XIII de España pudieran disfrutar de una velada íntima con ella.

—Nos divertimos horrores, bailé descalza para los seis y me hicieron regalos espléndidos —le contó la demi-mondaine—. Mi único temor era que, al terminar la fiesta, tendría que escoger sólo a uno para llevármelo a la cama. Pero ¿a cuál? No quería que ninguno se sintiera ofendido. Por suerte, ellos mismos resolvieron el lío. Como Alfonso XIII era el más joven, decidieron que él sería el afortunado. Y así mismo ocurrió. Esa noche, el rey de España entró a mi dormitorio siendo un chiquillo, y a la mañana siguiente salió convertido en todo un hombre.

Algo que sorprendió a Chiquita fue el desdén que su anfitriona sentía por «el hada electricidad». Luego supo que los aristócratas y los estetas consideraban de buen tono mantenerse fieles a la luz de las velas. A la Bella tampoco le agradaba el teléfono, porque, en su opinión, responder a un timbre era «cosa de criados». Tenía uno porque era un lujo, pero rara vez lo usaba: prefería comunicarse con sus amistades mediante notas que les enviaba con el cochero.

Cuando salía a la calle, la Otero siempre lo hacía luciendo preciosos vestidos de Worth y de Madame Paquin, pero dentro de la casa le gustaba estar cómoda, así que se olvidaba de los tacones y de los corsés, y andaba desgreñada, con un peinador y en chinelas. Dormía la mañana y religiosamente, antes de planificar su día, se tomaba una copita de anís y jugaba un solitario con su baraja.

Convencida de que a Toulouse-Lautrec le interesaría pintar a Chiquita, la llevó hasta su estudio para que se conocieran. El pintor las recibió malhumorado, en una silla de ruedas y con un terrible tufo a alcohol. Estaba dando las pinceladas finales a un cuadro dedicado a Mesalina y pronto resultó evidente que, exceptuando su corta estatura, la cubana y él nada tenían en común. Tan petulante y grosero se mostró, que la visita duró muy poco.

—No le hagas caso —trató de disculparlo la Bella Otero—. Acaba de salir del manicomio y ha perdido la joie de vivre —y le contó que a todas sus desgracias el enano sumaba la de estar perdidamente enamorado de Louise Weber, una bailarina sin corazón, más conocida por el sobrenombre de la Goulue (la Tragona).

Esa mujerzuela, que en su juventud se había ganado la vida como lavandera y modelo de pintores, llegó a convertirse en la reina del Moulin Rouge por el descaro con que bailaba el chahut, levantando hasta la nariz sus piernas enfundadas en medias negras y dejando entrever lo que había bajo sus enaguas. Toulouse-Lautrec la pintó una y otra vez, se volvió loco por ella y no le importaban las burlas con que la Goulue recibía sus palabras de amor. Y es que, para empeorar las cosas, a ella, más que los caballeros, lo que le atraían eran las hembras. Sin embargo, andando el tiempo, cometió la estupidez de quedar embarazada y tuvo que dejar el cabaret. Ese fue el fin de su carrera de bailarina. Después de dar a luz, nadie quiso volver a contratarla.

A la Goulue le dio por beber, se volvió hueso y pellejo, y sólo consiguió trabajo en un circo de mala muerte, donde la exhibían en un carromato, metida en una jaula, como si se tratara de una fiera. Cada vez que alguien echaba una moneda en un platón de lata, ella levantaba una pierna como si estuviera en el Moulin Rouge. Para librarla de esa humillación, Toulouse-Lautrec le pidió que se casara con él, pero la Goulue le contestó que prefería su triste destino a convertirse en la esposa de un medio hombre. Entonces, lo único que pudo hacer el pintor para tratar de ayudarla fue decorar, del modo más llamativo posible, las paredes del carricoche en el que su amada deambulaba por los villorrios. Con semejante historia sentimental a cuestas, ¿cómo no iba a ser un amargado?

Para resarcir a Chiquita, la Otero la llevó hasta Neuilly, en los suburbios. Allí, en una residencia bautizada como el Pavillon des Muses, vivía el conde Robert de Montesquiou, a quien le presentó como «un gran escritor, el hombre más exquisito de Francia y el apóstol de los bons vivants».

El conde encontró a Espiridiona Cenda «simplement charmeuse» y enseguida llamó a Gabriel de Yturri, su secretario y amante argentino, para que la viera. A la cubana le agradó saber que Montesquiou era muy amigo de Sarah Bernhardt y todos se llevaron una sorpresa cuando reveló que la actriz era una antigua conocida suya.

—En estos días está ensayando L’Aiglon, el nuevo drama que le escribió nuestro querido Rostand, y tiene los nervios de punta —le informó el conde.

—Motivos no le faltan —comentó el suramericano, acariciando un aristocrático gato que se había acomodado en su regazo—. Va a interpretar al duque de Reichstadt, el hijo de Napoleón.

—¡No me digan que otra vez hará de macho! —soltó la Otero.

Los caballeros asintieron y Montesquiou lamentó esa manía que había cogido la actriz de interpretar roles masculinos.

—El año pasado fue Hamlet y, antes, el Lorenzaccio de Musset —recalcó con sorna—. Ella se justifica diciendo que ya nadie escribe buenos papeles femeninos, pero si sigue con ese capricho, la gente empezará a creer que es una anfibia.

Todos se echaron a reír menos Chiquita, que no había captado el chiste, y entonces Yturri, hablándole por primera vez en castellano, le dijo:

—Así llaman acá a las tríbadas.

—¡Ah! —exclamó la liliputiense, y al instante inquirió—: Pero ella, ¿lo es?

—Esa, querida, es lo que yo llamo une bonne question —repuso Montesquiou, entornando los ojos y arreglándose la flor que llevaba en el ojal—. Sarah ha incursionado ocasionalmente en ese género, pero no es su fuerte. Claro que en los últimos tiempos ser lesbiana se ha vuelto très chic y cada vez son más las mujeres que calzan las krepis doradas de Safo: desde las de buena familia hasta las cocottes.

—A mí me sacan de ese pastel —se defendió la «andaluza»—. Admito que un par de veces probé ese fruto, pero lo encontré insípido y no lo he vuelto a comer.

—Ya sabemos que a usted, en Lesbos, no se le ha perdido nada —la tranquilizó el aristócrata—. Lo dije pensando en Valtesse de la Bigne, en Mimí d’Alençon, en Lina Cavalieri, en…

—¡Calle usted! —lo interrumpió teatralmente la Otero, tapándose las orejas—. ¡No mencione un nombre que me causa jaqueca sólo de oírlo!

Para cambiar de tema, Yturri empezó a pasar revista a los chismes del día. Empezó contándoles que en Montparnasse acababa de abrir sus puertas un elegante y discreto establecimiento donde los caballeros, previo desembolso de una fuerte suma, podían observar cómo varias jovencitas se solazaban haciendo todo tipo de juegos sexuales con perros y monos de gran tamaño. ¿Y quién había estado entre los primeros clientes? Pues Monsieur Edwards, el magnate de la prensa.

—¡Ese asqueroso! —intervino la Otero—. Hace poco coincidimos en el Ritz y, después de marearme una hora hablando de la necesidad de separar la Iglesia del Estado, se atrevió a proponerme que lo acompañara a su casa. ¡Pretendía que hiciera caca en un plato, delante de él, para luego comerse el mojoncito con un tenedor de oro!

—Pero, ma belle —se impacientó Montesquiou—, todo el mundo sabe que Aldred Edwards es un coprófago impenitente.

—¿Un qué? —inquirió la «andaluza».

—Un comemierda, literalmente —repuso Yturri, para simplificar la explicación, y continuó con su repertorio de chismes.

¿Sabían que Boni de Castellane, harto de su esposa americana, andaba gritando a los cuatro vientos que su dormitorio conyugal era «la cámara de las torturas»? Qué paradoja: un hombre tan devoto de lo bello, obligado a vivir, por los caprichos del destino, con una millonaria fea.

¿Y ya conocían la última desventura de Jean Lorrain, el escritor que se delineaba los ojos con khôl para que le lucieran más profundos y místicos, y que cada vez que podía publicaba crónicas hablando pestes del arte de la Otero? El muy idiota había invitado a merendar a un plomero tosco, pero suprêmement beau, que le estaba haciendo unos arreglos en el cuarto de baño, y le había servido pastelillos enchumbados en éter para atontarlo y poder disfrutar de sus atributos. Pero, cuando ya lo tenía sin pantalones y le estaba lamiendo aquello de lo más entusiasmado, el plomero se despabiló, y de la furia casi lo estrangula. Esa noche Lorrain tuvo que asistir a la velada operática de la vizcondesa de Trepen y, como no podía aparecerse allí con las huellas de las manazas del plomero estampadas en el cuello, se le ocurrió envolvérselo, desde la nuez de Adán hasta las clavículas, con una banda de terciopelo bermellón, y hacer creer que se trataba de una nueva moda…

También les contó una noticia relacionada con la escultura de veintiséis pies de altura que iban a situar a la entrada de la Exposición Universal: una diosa, subida en una esfera dorada, que simbolizaría a la Villa de París. Según se rumoraba, Cléo de Mérode había escrito al comité organizador brindándose para que la usaran como modelo sin cobrar un centavo. Pero los señores de la Exposición se limitaron a darle las gracias, y a decirle que la tendrían en cuenta, pues estaban barajando los nombres de varias candidatas.

Durante unos minutos, Chiquita se desentendió del parloteo de Yturri y dejó vagar la mirada por la colección de vasos de Gallé que adornaba el salón donde se hallaban; pero al oírlo hablar del terrible constipado que por esos días padecía Alfred Dreyfus, volvió a prestarle atención. En Estados Unidos había leído mucho sobre aquel capitán judío acusado de espiar para los alemanes y condenado a prisión perpetua en la Île du Diable, el infernal presidio de la Guyana. Sus defensores, con Émile Zola a la cabeza, lograron que se le hiciera un segundo juicio, en el que volvió a ser declarado culpable. A raíz de eso, Loubet, el nuevo presidente de Francia, le había otorgado su perdón, y Dreyfus, admitiendo esa solución que lo dejaba en libertad, aunque sin reconocer su inocencia, se había refugiado en Carpentras con sus hermanas.

—Mal hecho —pontificó el conde—. Debió esperar por la absolución total. ¿Por qué aceptar un perdón si no se tiene culpa alguna?

—Es fácil hablar así cuando no se han sufrido años de confinamiento solitario y se goza de buena salud —ripostó la Otero—. Además, en cuanto se recupere, él seguirá batallando para probar su inocencia.

Acto seguido todos se interesaron por saber si Chiquita estaba a favor o en contra de Dreyfus. No, no era un asunto baladí: ese escándalo tenía dividida a la nación en dos bandos inconciliables. Ellos, como la mayoría de los escritores, los pintores y la gente de teatro, eran dreyfusards, es decir, partidarios de que el proceso de Dreyfus se reabriera una vez más, se le exonerara de toda acusación y le fueran devueltos sus grados de capitán. ¿Se sumaría Chiquita a sus filas? Era importante que se definiera, y cuanto antes mejor, porque dondequiera que llegara la gente la sondearía para averiguar su postura y tratarla como a una aliada o a una enemiga. Para la Bella, el asunto no tenía la menor complicación: «A favor, si resistes a los judíos, y en contra si quieres que la tierra se abra y se los trague».

—¿De qué lado está la Bernhardt? —preguntó la cubana.

—En el de los defensores, naturalmente —dijo el conde.

—Entonces, ahí estaré también yo.

Tras esa tranquilizadora declaración, Yturri prosiguió con su sarta de chismes. Aquella visita fue muy instructiva para Chiquita, pues descubrió que el pasatiempo favorito de los elegantes de París era despellejarse los unos a los otros.

De regreso a casa, la Bella Otero quiso saber qué le habían parecido el conde y su secretario. «Muy agradables los dos, sobre todo Monsieur de Yturri», dijo su huésped. «Ah, sí, no hay duda de que esa viborilla se ha pulido mucho y puede ser encantadora», admitió Carolina. «Cuando llegó a París, Yturri se ganó la vida como vendedor de corbatas en la boutique Carnaval de Venise, hasta que el barón Doasan lo sacó de allí y lo hizo su amante. Pero no duraron mucho juntos, porque Montesquiou se prendó de él, se lo robó al barón y, para tratar de aristocratizarlo, le puso un de delante del apellido. A eso llamo yo tener suerte en la vida: salir de Argentina con una mano delante y la otra detrás, y terminar en la cama de un descendiente de D’Artagnan. Pero de esto, ni una palabra a nadie. Aunque, según dicen, el conde sólo se acostó una vez con una mujer (al parecer, con la Bernhardt) y después estuvo vomitando veinticuatro horas, ha retado a duelo a más de uno por tildarlo de sodomita.»

Nina (ese era el nombre que sus íntimos daban a Carolina Otero) pospuso el paseo por el Bois de Boulogne hasta que Chiquita dispusiera de una toilette apropiada. A fin de cuentas, allí era donde el tout Paris abría o cerraba sus puertas a los advenedizos. Su primera aparición en el Bois tenía que ser irreprochable. Así que la arrastró a la maison de couture de Madame Paquin, en la Rue de la Paix, y la puso en manos de la modista.

Mientras una de sus asistentes le tomaba las medidas, la Paquin les reveló, muy emocionada, que acababan de nombrarla presidenta del Departamento de Moda de la Exposición Universal. Ella sería la encargada de vestir a la gran diosa y tenía pensado sorprender al público con algo dramático. «Un vestido princesa negro, cerrado en la espalda con infinidad de botoncitos, y una enorme capa de armiño», soñó en alta voz.

—¿Y ya decidieron quién servirá de modelo para la estatua? —preguntó con tono desdeñoso, mientras estudiaba sus largas y pulidas uñas, la Bella Otero.

—Aún no —repuso la modista—. Hay varias candidatas y no se sabe a cuál escogerán. Tengo entendido que Cléo se brindó, y Mimí, y también…

—Sí —se apresuró a interrumpirla la «andaluza», temiendo que dijera un nombre que no tenía el menor deseo de escuchar—, supongo que habrá muchas dispuestas a hacer cualquier cosa con tal de ser elegidas.

—Y no las critico —repuso Madame Paquin—. Esa escultura será la representación de las beldades parisinas. Quien le sirva de modelo, se consagrará —y con malicia, inquirió—: Dime la verdad, querida, ¿no quisieras que la diosa tuviera tu cara y tu figura?

—No necesito de esos trucos para cotizarme —replicó Carolina—. Sin estatua, no doy abasto. Esta tarde, por ejemplo, tengo que atender a Léo, y por la noche cenaré con Bertie.

A esas alturas ya Chiquita sabía algunas cosas. Por ejemplo, sabía que Léo era Leopoldo II, el rey de Bélgica, el hombre más rico del mundo, y que Bertie era el príncipe de Gales, un cincuentón coqueto y amante de las diversiones al que su madre, la reina Victoria, asignaba una exorbitante cantidad de dinero para que se dedicara a viajar y no le diera dolores de cabeza en Londres. Y sabía, además, que lo primero que había hecho Nina al volver a su casa, después de visitar a Montesquiou y a su argentino en el Pabellón de las Musas, había sido escribir varias notas a amigos muy queridos para que intercedieran a su favor y lograran que la diosa fuera hecha a su imagen y semejanza.

Cuando Chiquita dispuso de un ajuar digno del Bois de Boulogne, la Bella Otero la arrastró hacia allá. El paseo le produjo una impresión indeleble. Nunca había imaginado que tanta gente de alcurnia, en su mayor parte hermosa y elegante, pudiera darse cita en un mismo sitio. Unos iban en carruajes; otros, a caballo, y no faltaban los excéntricos que preferían pedalear en triciclos… ¡Incluso algunas mujeres, luciendo atrevidos pantalones bombachos!

El Bois era un laberinto de senderos sombreados por árboles centenarios, con jardines, estanques llenos de cisnes y un sinfín de pérgolas, glorietas y cafés donde departían aristócratas, plebeyos millonarios, artistas, políticos, militares, señoritas casaderas y cocottes… Si alguien no estaba allí, sencillamente no estaba; así que, para dejar constancia de su existencia e importancia, los viejos y nuevos ricos, los nombres de moda de la sociedad y quienes pretendían ser admitidos en esa selecta lista, se veían obligados a desfilar con frecuencia por sus alamedas. Deambulaban, exhibían sus atuendos y sus joyas, y se admiraban, cortejaban y criticaban en aquella floresta que Chiquita, maravillada, comparó con una especie de mar revuelto en el que desembocaba, como un caudaloso río, la Avenue des Champs-Élysées.

La Otero y ella se bajaron de su carruaje, con pieles de Doucet y enormes sombreros adornados con flores, frutas y cintas, y haciendo equilibrio sobre sus tacones se dirigieron hacia la cascada, uno de los rincones más concurridos del bosque.

«Enderézate, querida, que todos nos miran», masculló la demi-mondaine y, para darle el ejemplo, respiró profundo y sacó pecho. Pero no sólo las miraban (con admiración unos, con envidia otros, con asombro todos), sino que también se acercaban a saludarlas, a decirles galanterías y a averiguar quién era la petite beauté que, aunque apenas sobrepasaba las rodillas de la Bella, caminaba a su lado con tanto garbo. ¿Se trataba, acaso, de una liliputiense andaluza?

Non, elle est cubaine —explicaba, con una pícara sonrisa, Carolina—. Es Chiquita de Cenda, la artista que volvió locos a los americanos con sus canciones y sus danzas.

Allí estaban, con sombreros de copa de seda negra y bastones con empuñaduras de piedras preciosas, Robert de Montesquiou y su argentino, quienes se brindaron para acompañarlas. Durante el paseo, el conde y la Otero le presentaron a la cubana a un montón de celebridades: los escritores Dumas hijo y Valéry, la actriz Réjane, el compositor Reynaldo Hahn (un caraqueño que apenas chapurreaba el español y que era el amante de Marcel Proust) y Boni de Castellane y su adinerada esposa (esta última, por cierto, no era tan fea como el cínico de su marido proclamaba). El debut de la petit comédienne cubaine fue un éxito. Mathilde Bonaparte, sobrina del primer Napoleón, una distinguida momia de ochenta años de edad, le hizo prometer que asistiría a una de sus tertulias; y la bellísima Émilienne d’Alençon, después de estudiarla de pies a cabeza con su excéntrico monóculo, le auguró el mayor de los éxitos si se decidía a seguir sus pasos y los de Carolina en el mundo de las mujeres galantes.

—El escenario puede darte, quizás, la fama, pero un hombre apasionado pondrá a tus pies mucho más que eso —la aleccionó Mimí. Quién mejor que ella, que había empezado su carrera desde abajo, como domadora de conejos en un circo de mala muerte, para saberlo. Tras haber tenido una hija con un gitano lanzador de puñales, su vida parecía condenada a la pobreza y el fracaso. Pero, afortunadamente, Dios se apiadó de ella y puso en su camino a un anciano duque que la sacó del circo y la llenó de joyas—. El teatro es un escaparate para exhibirte, pero jamás te hará rica. Los hombres son unos tarados y, con esa cara de querubín y tu adorable tamañito, harás con ellos lo que te plazca —y dirigiéndose a Carolina, le comentó—: Estoy segura de que Léo y Bertie enloquecerían con ella, ¿verdad? Y lo mismo el marajá de Kapurthala, ese otro pervertido.

—¡Aburrida estoy de repetírselo, pero tiene la cabeza más dura que un adoquín! —se quejó la «andaluza»—. Ojalá a ti te haga caso.

—Cuando se llega al mundo con el don de enardecer a los hombres, es un crimen no sacarle partido —disertó la D’Alençon—. El secreto está en tener el coño caliente y la sesera fría.

—A mí me han regalado palacetes y hasta soy dueña de una isla (que nunca he sabido bien dónde queda) que me dio Mutsuhito, el emperador de Japón —siguió la Otero—. Si te lo propones, tú puedes conseguir eso y mucho más.

—Eso sí, mientras más alto apuntes, mejor —dijo Mimí—. Recuerda el refrán: «Si te acuestas con un burgués, eres una puta; si lo haces con un rey, eres la favorita».

Como hacía cada vez que le hablaban de convertirse en prostituta de lujo, Chiquita «amarró» la cara y, como ni Carolina Otero ni Émilienne d’Alençon tenían un pelo de tontas, de inmediato cambiaron de tema. ¿Y de qué podían conversar dos cocottes de principios de 1900, sino de la diosa de la Exposición Universal? El asunto tenía en ascuas a mucha gente. Aunque la Exposición abriría sus puertas a mediados de abril, seguían sin escoger a la modelo que usarían para hacer la escultura. La Bella fingió que el asunto la tenía sin cuidado, pero su colega no se dejó engañar.

—A otro perro con ese hueso, Nina —canturreó—. Sé que has movido cielo y tierra para que te elijan. Pero, entérate, me dijeron de muy buena tinta que Monsieur Moreau-Vauthier, el escultor, no quiere inspirarse en ninguna cocotte. El muy idiota piensa que eso le restaría mérito a su creación.

—Pues que se meta su estatua por el culo —dijo la Bella y soltó una carcajada salvaje que hizo que medio Bois de Boulogne se volviera para admirarla.

Casi al finalizar el paseo, Chiquita notó con extrañeza que Montesquiou, Yturri y la «andaluza» pasaban junto a un grupo de damas y caballeros sin tomarse la molestia de saludarlos. ¿Por qué violaban una regla de cortesía tan elemental?, se preguntó. El conde adivinó su pensamiento y, casi sin separar los labios, le dijo: «Esos odian a Dreyfus».