Capítulo XXXV
Retiro en Far Rockaway. La traición de Hayati Hassid. La Orden de los Pequeños Artífices de la Nueva Arcadia desaparece. Inesperada reaparición de Sarah Bernhardt. Una charla obra milagros. Chiquita regresa a los escenarios. Su epitafio.
Todo parecía indicar que la carrera de Espiridiona Cenda había concluido. Los siguientes dos años los pasó encerrada en su residencia y su vida se redujo a bordar, pasear por el jardín, escribir cartas y leer montañas de libros y periódicos.
Únicamente abandonaba Far Rockaway (no ella, sino su doble astral) cuando la convocaban a las reuniones de la Orden de los Pequeños Artífices de la Nueva Arcadia; pero a principios de 1916, también esas salidas terminaron. La cofradía llevaba años tambaleándose y la guerra la acabó de desmoronar.
Desde el inicio de la contienda, la Orden había decidido apoyar a Francia, Rusia, Inglaterra y los demás países que formaban la Entente en su lucha contra Alemania y el Imperio Austrohúngaro. Sin embargo, uno de los Artífices Superiores, el Pachá Hayati Hassid, traicionó a sus compañeros y se puso, en secreto, a las órdenes del sultán de Turquía, aliado incondicional del káiser Guillermo II. Durante un tiempo, fingió cumplir con entusiasmo las tareas que Lavinia le encomendaba, pero lo que hacía, en realidad, era aprovechar sus giras por los países aliados para suministrar información al enemigo.
La verdad salió a la luz cuando los servicios secretos británicos detuvieron a Hayati Hassid en Melbourne y lo acusaron de ser un espía del Imperio Otomano[83]. La noticia le dio la vuelta al mundo y, aunque finalmente el tribunal militar encargado de juzgarlo lo dejó en libertad, por falta de pruebas, Lavinia y los Artífices Superiores no fueron tan generosos con él. Si bien no llegaron al extremo de clavarle trece alfileres en la lengua, lo despojaron del dije que lo identificaba como dignatario de la secta y lo separaron para siempre de sus filas.
A ese golpe, demoledor para la unidad de la cofradía, no tardó en sumarse otro: quizás como consecuencia del disgusto que le produjo la traición del turco, Dragulescu murió de un infarto. Para acabar de ensombrecer el panorama, los enanos que, en teoría, iban a sustituir al ruso y a Hassid como directivos de la Orden, se negaron tajantemente a vincularse a ella cuando Lavinia les habló del asunto. No hubo forma de convencerlos y, como los dos carecían de grandes aptitudes para la bilocación, ni siquiera quedó el recurso de obligarlos a asistir a las reuniones de la cofradía a través de sus proyecciones astrales.
Con esos reveses, la Orden se vino abajo. Lavinia tenía setenta y cinco años y estaba harta de batallar. Ninguno de los dos Artífices que le quedaban le ofrecía el apoyo que necesitaba: Magri, su esposo, era un cero a la izquierda, y Chiquita nunca había sido una entusiasta de la secta. En una junta extraordinaria, la Maestra Mayor le consultó al Demiurgo, a través de un oráculo, si era hora de poner fin a la hermandad. Como la autoridad suprema ni se tomó la molestia de responder, la viuda de Tom Thumb musitó: «El que calla, otorga» e, interpretando su silencio como una aprobación, declaró solemnemente que los días de la Orden de los Pequeños Artífices de la Nueva Arcadia habían llegado a su fin, quemó el Libro de las Revelaciones y esparció sus cenizas soplándolas en dirección a los cuatro puntos cardinales.
Después de luchar durante varios siglos contra la insensatez de la gente de talla «normal», los liliputienses y los enanos se lavaban las manos. Ellos nunca gobernarían el planeta. Lo que ocurriera en el futuro, no era asunto suyo: que el resto de la humanidad se las arreglara como pudiese. Aquella guerra, en la que las naciones supuestamente civilizadas estaban inmolando a sus jóvenes, no dejaba dudas de que el mundo estaba patas arriba.
Lavinia murió poco después de la victoria de la Entente y su marido no tardó en seguirla[84]. Así pues, Chiquita se convirtió en la única dignataria sobreviviente. Pero por entonces de la cofradía ya sólo quedaban remembranzas de extraños ritos y de ambiciosos proyectos que nunca pudieron materializarse; y ella, prudentemente, se propuso olvidarlos…
Chiquita llevaba casi veinte años sin ver a Sarah Bernhardt, pero se había mantenido al tanto de su vida. La compadeció cuando, a principios de 1915, los médicos tuvieron que amputarle la extremidad inferior derecha unas pulgadas por encima de la rodilla, y se indignó cuando, al poco tiempo, un empresario de San Francisco le ofreció cien mil dólares por exhibir su pierna en la Exposición Internacional Panamá-Pacific. («¿Cuál de ellas?», fue la sarcástica respuesta que recibió la atrevida oferta, y para todos los admiradores de la Bernhardt quedó claro que su temple y su sentido del humor permanecían inalterables.) Semanas después de la operación, ya la actriz estaba dando recitales de poesía y hacía planes para emprender otra gira mundial. Como Europa seguía en guerra, decidió iniciarla en América del Norte, en espera de que el Káiser y sus aliados fueran derrotados, y hacia allá partió, a fines de 1916, con su terrier Buster y una colección de veinticinco piernas postizas.
La prensa de Estados Unidos no le escatimó elogios y proclamó que, pese a sus setenta y cinco años y su cojera, llegaba más joven y animosa que nunca. Para demostrarlo, Sarah cazó cocodrilos en los bayous de la Luisiana; asistió, vistiendo el uniforme de la Cruz Roja, a actos multitudinarios en los que pronunció ardientes discursos que siempre terminaban con un «Vive l’Amérique, vive les Alliés, vive la France»; y durante una función (esto último sucedió en Québec, donde cada vez que iba se metía en algún lío), le lanzó de vuelta a un espectador, sin perder la compostura, el tomate podrido que el muy impertinente se había atrevido a tirarle.
Como si esas muestras de vitalidad no fueran suficientes, anunció que actuaría en espectáculos de vaudeville. «Mucha gente que anhela verme no tiene el dinero necesario, y yo quiero que todos puedan hacerlo si ese es su deseo», fue su respuesta a los elitistas que la criticaron por su decisión. «En el vaudeville uno puede tocar a las masas.» A Chiquita le costaba trabajo imaginársela alternando en el mismo escenario con cantantes, bailarinas, magos, tragadores de espadas y perros amaestrados, pero terminó por aceptarlo como una más de sus excentricidades. Al fin y al cabo, de su ídolo podía esperarse cualquier cosa. ¿Acaso no había interpretado, años atrás, La dama de las camelias bajo una gigantesca carpa en Dallas y en Chicago?
Sin embargo, aunque seguía reverenciándola, Chiquita no asistió a sus presentaciones en el Palace Theatre de Nueva York, donde encarnó a una increíblemente juvenil Juana de Arco. «Claro que me gustaría verla», le confesó a Rústica, «pero cuando lo pienso dos veces, se me quitan las ganas».
La perspectiva de tener que salir de su refugio, padecer los ruidos callejeros y enfrentarse a las multitudes le resultaba intimidante. Después de tantos meses de reclusión, se había habituado a la soledad. «El mundo se ha olvidado de mí, así que debo pagarle con la misma moneda», repetía. Nada le debía a la vida y nada esperaba ya de ella. Se limitaba a vivirla sin entusiasmo ni expectativas, sólo por costumbre.
Esa actitud de apatía y de recogimiento preocupaban mucho a su sirvienta, quien era testigo de cómo la otrora vivaz Espiridiona Cenda se consumía lentamente. Por eso, cada vez que se le presentaba una ocasión, sacaba a relucir, con añoranza, los tiempos en que viajaban de una ciudad a otra y el público la premiaba con sus ovaciones. Incluso, violentando su proverbial recato, Rústica le recordaba sus antiguos amoríos, con la esperanza de que la sangre volviera a correrle aprisa por las venas.
—Te escucho y me parece que hablas de otra persona —suspiraba Chiquita, desdeñosa—. ¡Han pasado siglos desde eso! Cállate, mujer, que nada bueno se saca de alborotar los recuerdos. La tranquilidad con que vivo no tiene precio y no voy a permitir que nada me la estropee.
La negra replicaba, belicosa, que aquello no era tranquilidad, sino una especie de muerte en vida. «Mister Crinigan habrá estirado la pata, pero usted todavía está vivita y coleando», la regañaba. «Que le haya dicho adiós a los teatros y a las ferias no significa que tenga que encerrarse en una tumba.» Chiquita se hacía la sorda y buscaba refugio en sus bordados y en sus novelas. Sabía que Rústica tenía razón, pero ¿cómo devolverle a un alma magullada la alegría de vivir? Le faltaba la voluntad necesaria para averiguarlo.
Un mediodía, algo la obligó a salir de su letargo. Una limousine avanzó por Empire Avenue, se detuvo frente al bungalow donde vivía y de su interior surgió una joven espigada que se apresuró a llamar a la puerta. Rústica estaba en la cocina, preparando el almuerzo, y tardó unos minutos en abrirle.
—¿Vive aquí Miss Chiquita? —preguntó la muchacha, con acento británico.
—Sí —respondió la criada, mirándola de arriba abajo y secándose las manos en el delantal—. What do you want?
En vez de contestarle, la desconocida se volvió hacia el automóvil y gritó con expresión triunfal: «¡Bingo!».
Instantes después, apoyándose en un bastón y en el brazo de su secretaria, una mujer imponente bajaba de la limousine y se dirigía, cojeando, pero muy erguida, hacia el portal de la casa. Lucía un vestido de terciopelo couleur bouton de rose, de cuello levantado y enormes bolsillos, una chaqueta gris que evocaba un uniforme militar y uno de esos sombreros parisinos estilo en avant que la guerra había puesto de moda.
—¡Niña, corra acá! —chilló Rústica, sin poder dar crédito a lo que veía, y puso a Chiquita sobre aviso—: ¡La señora Bernhardt vino a visitarla!
—Hemos tardado una eternidad en dar contigo, ma petite —rezongó la actriz mientras cruzaba el umbral de la vivienda—. ¿Cómo se te ocurrió instalarte en un lugar tan recóndito?
Chiquita le señaló una butaca y Sarah se dejó caer en ella. Mientras lo hacía, la liliputiense la observó con atención. A pesar de ser septuagenaria, y de tener una pierna de menos y unas libras de más, la Divina continuaba haciendo gala de una personalidad y un temperamento subyugantes. Al hablar, sus manos se movían enfáticamente; sus ojos soltaban llamaradas y los rizos de su chignon, tan rojos como en los viejos tiempos, se agitaban con los enérgicos movimientos de su cabeza. Sin embargo, tras el deslumbramiento inicial, Chiquita se dio cuenta de que los años no habían transcurrido en vano. Sarah podría conservar joven el espíritu, pero su cuerpo mostraba inequívocas señales de deterioro.
Cuando le preguntó, intrigada, quién le había dicho que vivía en Far Rockaway, la Divina hizo con la mano izquierda un ademán displicente.
—Jamás delato a mis informantes —declaró—. Pero esa persona no exageró al decirme que vivías «en el culo del mundo».
Como de costumbre, se adueñó de la palabra y, con Chiquita y la secretaria inglesa como público (Rústica, muy a su pesar, tuvo que volver a la cocina para atender sus cazuelas), dio inicio a un largo monólogo en el que hallaron cabida los asuntos más diversos: desde su determinación de interpretar, por primera vez en su carrera, una obra en inglés, hasta su certeza de que, a más tardar en mayo, Alemania mordería el polvo de la derrota y ella podría volver a su patria.
Mientras hablaba, un delicioso olor a comida llegó hasta el salón. Las ventanas de la nariz de la Divina comenzaron a vibrar y, dejando a la mitad su opinión sobre la manera en que Ethel Barrymore interpretaba La dama de las camelias, le confesó a su anfitriona que estaba muerta de hambre y que le vendría muy bien un plato de eso, lo que fuera, tan exquisito que estaban cocinando.
Unos minutos después, la Bernhardt, su secretaria y Chiquita se sentaban a la mesa, y la francesa se lanzaba, con saludable apetito, sobre un plato de tamal en cazuela acompañado con masitas de puerco acabadas de freír.
—Y bien —exclamó Sarah súbitamente, echando una mirada inquisitiva a su anfitriona—, ¿dónde estás actuando ahora?
Cuando Chiquita le respondió, con una hilacha de voz, que llevaba ya dos años sin trabajar, su amiga la contempló con expresión de reproche.
—Ya me lo habían advertido, pero no quería creerlo —dijo mientras pinchaba con su tenedor una masita de puerco y se la metía en la boca—. Hace unos pocos años, me pediste ayuda para darte a conocer y te la di desinteresadamente, creyendo que estabas destinada a ser, como yo, una sacerdotisa del arte.
Chiquita hundió el mentón, incómoda, en los vuelos de su blusa. A otra persona quizás le habría aclarado que no habían pasado unos pocos años, sino dos décadas, pero no a la Bernhardt, que era una diosa y, como tal, tenía una noción del tiempo distinta a la del resto de los mortales.
—Y de pronto —casi declamó Sarah, adoptando un tono quejumbroso—, ¿qué descubro, perpleja? Que me equivoqué al juzgarte, que has interrumpido tu carrera sin una verdadera razón de peso.
La liliputiense tuvo la intención de replicar, pero, al percatarse, la secretaria le abrió los ojos enseguida, como recomendándole permanecer en silencio. La Magnifique estaba inspirada y no debía interrumpírsele.
—¿Qué se hizo de la jovencita dispuesta a comerse el mundo? —prosiguió la actriz, melodramáticamente—. ¿Adónde fueron a dar sus sueños de triunfo? Te juro que no te reconozco, Chiquita. Pensé que estábamos hechas de la misma materia, pero no es así, porque los verdaderos artistas jamás traicionan su arte. Me has decepcionado y eso me duele más de lo que imaginas.
Al borde de las lágrimas, y haciendo caso omiso a las advertencias mudas de la secretaria, Chiquita abrió la boca para enumerar los motivos que la habían obligado a retirarse del espectáculo; pero no supo por cuál empezar. De repente, sus razones le parecían ridículas y se quedó sin saber qué decir.
—He sufrido mucho —fue lo único que atinó a tartamudear a modo de defensa—. No he tenido suerte en el amor y cada vez entiendo menos el mundo.
La Bernhardt le replicó con una larga, cavernosa y teatral carcajada. ¿Chiquita se atrevía a hablarle de dolor y de penas de amor a ella, una experta en esos dos temas? No, nada justificaba su traición. El sufrimiento y los reveses sentimentales siempre habían sido, y seguirían siéndolo, el principal alimento de los auténticos artistas.
—Mírame —exclamó y se tocó, primero, las arrugas que el cuidadoso maquillaje ya no conseguía disimular, y después la pierna postiza—. Días atrás me encontré con el gran Houdini y le dije: «Harry, usted que es el mejor mago del universo y hace tantos prodigios, ¿podría devolverme mi pierna?». Él palideció, se deshizo en disculpas y me contestó que le pidiera cualquier otra cosa, pero no eso. ¿Y qué hice yo? ¿Ponerme a llorar? ¿Lamentarme? No. Sonreí, y seguí adelante. Sola, coja y vieja, de un teatro para otro, como hace medio siglo. ¿Piensas que me resulta fácil? No, pero si me encerrara a compadecerme de mi suerte, como has hecho tú, estaría traicionando a mi gran amor, a lo único que le da sentido a mi existencia, a mi otro Dios: el arte.
En ese momento se hizo una pausa. Rústica la aprovechó para retirar, en un santiamén, los platos, y poner el postre sobre la mesa.
—¿Y esto qué es? —inquirió Sarah, olvidándose de su anterior registro trágico y señalando la bandeja con curiosidad infantil.
«Cascos de guayaba con queso blanco», le explicó Chiquita y, mientras la Divina degustaba el postre y lo aprobaba con expresivos gemidos de placer, aprovechó para darle las gracias por haber sido siempre su inspiración y su paradigma de lo que era una verdadera artista.
—Entonces, ¿pondrás fin a tu absurdo retiro? —repuso la francesa—. Ponerse vieja es patético, Chiquita, pero hacerlo metida entre cuatro paredes es una verdadera aberración. La vida es una, querida, y no tiene sentido privarse voluntariamente de disfrutarla. ¿Me juras que volverás a actuar?
La liliputiense asintió, con los ojos húmedos, y en ese instante, como si se librara de un hechizo, se preguntó cómo había podido perder dos años de su vida encerrada en Far Rockaway. Cómo había podido renunciar a los viajes, a la emoción de pisar nuevos escenarios y, sobre todo, a la admiración y el afecto de un público cautivo que no la había olvidado y que aguardaba su regreso.
Después de probar un cafecito «a la cubana» —y de considerarlo très fort para su delicado paladar—, Sarah le hizo prometer a Chiquita que iría a verla interpretar en el teatro Academy de Brooklyn uno de sus éxitos más recientes: Les Cathédrales, una obrita antigermana. Por último, ya a punto de regresar a su limousine, recordó algo y, volviéndose hacia ella, le dijo:
—Hay una cosa que te he ocultado mucho tiempo y no quiero irme sin decírtela. Se relaciona con aquel pez que me regalaste y que llevé conmigo a París. La última vez que nos vimos, no te dije la verdad sobre él. Te mentí, y ahora quiero pedirte perdón…
Chiquita la interrumpió y le aseguró que no tenía sentido hablar del manjuarí:
—Dios sabe por qué hace las cosas —dijo—. Si usted no hubiese ordenado que lanzaran a Cuco al Sena, probablemente yo habría muerto ahogada en el río. Al condenarlo, me salvó la vida.
Aquella charla con Sarah Bernhardt —la última que sostuvieron— sacó a Espiridiona Cenda de su ostracismo. Volvió a trabajar con renovado brío, y durante muchos años el público pudo seguir aplaudiéndola en teatros y exposiciones de Estados Unidos[85].
Si bien Chiquita conquistó el mundo con su arte, nunca olvidó su origen y se vanagloriaba de ser una «cubana rellolla», de la cabeza a los pies. Hasta sus últimas actuaciones se mantuvo fiel a las habaneras de Iradier y a las danzas de Cervantes y Saumell, y no se dejó seducir por la moda del charlestón y el fox trot.
Su carrera fue la mejor y más contundente demostración de que la grandeza no tiene tamaño, y también de que, por difícil que parezca, una mujer de sólo veintiséis pulgadas de estatura, si se lo propone, puede hacerse respetar. A diferencia de tantas islitas y pequeñas naciones víctimas de la voracidad de los imperios, ella nunca se doblegó ante una orden ni se dejó encadenar. Vivió a su aire, con la frente alta y el pensamiento libre, haciéndose respetar dondequiera que fue. Las huellas que dejó en su deambular por la vida podrán haber parecido diminutas a algunos, pero nadie cuestionó nunca la firmeza de sus pisadas.
Cuando la salud no le permitió seguir viajando y se vio obligada a alejarse del público, al buzón de su hogar en la Empire Avenue de Far Rockaway empezaron a llegar cartas y más cartas de admiradores que no se resignaban a que la «Señora Muñeca» hubiera dicho adiós al mundo del espectáculo. «Como usted no ha existido ni existirá otra», decía uno de esos mensajes. «Quienes tuvimos la suerte de verla una vez, jamás la olvidaremos», aseveraba otro.
Durante los duros inviernos, cuando ni los caldos de costilla ni los chocolates calientes de Rústica lograban ahuyentar el frío pertinaz que le llegaba hasta los huesos, aquellas cartas fueron la salvación de Chiquita. Cuando las releía, cerca del fuego de su chimenea, tenían no sólo el poder mágico de hacerla entrar en calor, sino también de devolverle a su alma algo del optimismo y el arrojo de la juventud.
En los veranos, mientras las aves migratorias anidaban en el patio y el magnolio se entregaba a su silencioso empeño de florecer, Chiquita caminaba por el jardín, desafiando los ardientes rayos del sol, y recitaba en voz alta «La fuga de la tórtola». Con la madurez había descubierto, al fin, por qué esos versos de su «casi abuelo» Milanés ejercían, desde niña, tan poderosa fascinación sobre ella.
¿Ver hojas verdes sólo te incita?
¿El fresco arroyo tu pico invita?
¿Te llama el aire que susurró?
¡Ay de mi tórtola, mi tortolita,
que al monte ha ido y allá quedó!
Por fin entendía que ella y el ave del poema habían compartido, desde siempre y sin saberlo, la misma entereza. Ambas habían renunciado a la seguridad de sus jaulas para ser libres, para probar el poder de sus alas desafiando los peligros y los sinsabores que pudieran salirles al paso. Sí, como la pequeña tórtola de Milanés, Chiquita había abandonado un hogar protector, atraída por la vastedad y los misterios del mundo-monte. La tórtola lo había hecho seducida por el verdor de la naturaleza, la frescura del agua y la tentación del aire. ¿Y ella? Quizás por el amor al arte y el deseo de reconocimiento y fortuna. O, simplemente, para tratar de descubrir el lugar que le correspondía en el enigmático orden del universo.
En el ocaso de su vida, Chiquita se sentía plena, extrañamente conforme y feliz. Al fin y al cabo, había logrado todo lo que se había propuesto. O casi. Algo de lo que muy pocos de quienes la aventajaban en estatura podían vanagloriarse.
«La vida de cada ser humano es como una novela sombría o luminosa, excéntrica o previsible, pero siempre única», repetía a menudo a los numerosos admiradores que viajaban hasta la remota península de los Rockaways sólo para verla. «Es una novela que escribimos día tras día, sin saber con certeza cómo será su último capítulo, hasta que Dios nos quita el lápiz de las manos y, sin hacer caso de nuestras protestas, nos anuncia que es hora de entregarla a la imprenta celestial.»
Fuera cual fuese el desenlace de su novela, ya ella había escogido, después de meditarlo mucho, las palabras con que le pondría fin. Quienes se detuvieran frente a su tumba, podrían leerlas, grabadas en una lápida fina y discreta:
Aquí descansa
Espiridiona Cenda,
más conocida como Chiquita.
Fue pequeña de cuerpo,
pero grande de espíritu.
Cubana y artista.