Capítulo XIII

Robo del talismán. Dos detectives en acción. El crimen de Clinton Street. Nellie Bly se despide. Rumaldo en la cárcel. Afonía histérica. El té mágico de Lilli Lehmann hace un milagro. Debut triunfal en el Palacio del Placer. La cubanita de oro. Mientras menos bulto, más claridad. Trece alfileres para Clapp. Última entrevista con Sweetblood.

La víspera del estreno, Chiquita se acostó después de cenar. Le esperaba un día agitado y necesitaba estar fresca y llena de energía. Mundo y Rústica la imitaron, e incluso Rumaldo desistió de salir a «dar una vuelta» y se metió temprano en la cama.

A las tres de la madrugada, cuando dormían plácidamente, alguien entró en la alcoba de la liliputiense, le arrancó de un tirón el amuleto del gran duque Alejo y desapareció en la oscuridad. Aunque Chiquita soltó un chillido y todos acudieron a su lado al instante, nadie vio escabullirse al ladrón.

Mientras Rumaldo y Segismundo se vestían para poner a los empleados del hotel al tanto de lo sucedido, Chiquita compartió con Rústica su temor de que la pérdida del talismán fuera un augurio de desgracias.

—¡No sea ave de mal agüero! —repuso la sirvienta, mientras le curaba la peladura que le habían hecho en el cuello.

Ninguno intentó conciliar el sueño de nuevo y esperaron el amanecer haciendo todo tipo de conjeturas. ¿De qué forma se las habría ingeniado el malhechor para entrar? ¿Y por qué, teniendo a su alcance el cofrecillo de las joyas, sólo se había llevado la esfera de oro?

Chiquita intuyó que el robo guardaba relación con su visita a La Palmera de Déborah, pero, como no les había comentado nada sobre ese asunto, prefirió reservarse su sospecha. ¡Qué metedura de pata! Ella era la única culpable, por ser tan ingenua, por enseñarle el amuleto a un desconocido y despertar la codicia de gente sin escrúpulos… «Probablemente el judío le habló a alguien del dije y esa persona planificó el asalto», especuló. «O quizás el mismo Rozmberk lo maquinó todo…»

Temprano en la mañana, Monsieur Durand subió a pedir disculpas por lo ocurrido. Una felonía de ese tipo, aseguró, era algo sin precedentes en la historia de The Hoffman House. Sus empleados juraban y perjuraban que no habían visto entrar o salir del hotel a ningún extraño esa madrugada, pero no podía descartar que se hubieran dormido o, incluso, que alguno fuera cómplice del delincuente. Era la única explicación que se le ocurría, porque sospechar de los restantes huéspedes, todos distinguidos y de reputación intachable, era una insensatez. Por último, anunció que contrataría a un investigador privado para que diera con el malhechor y recuperara el talismán.

Un rato más tarde, un detective con el extravagante apellido Sweetblood los visitó. Era un hombre de mediana edad, con una nariz grande y roja como un pimiento, metido en un traje mal cortado y, según juzgó Chiquita, guiándose por sus modales y su forma de hablar, basto y de pocas luces.

—¿La prenda era muy valiosa? —inquirió.

—Su principal valor era afectivo —dijo Rumaldo y le explicó que se trataba del regalo que un aristócrata ruso le había hecho a su hermana muchos años atrás.

Chiquita le describió el dije lo mejor que pudo, sin omitir el detalle de los jeroglíficos, pero se quedó callada, para evitar que le cayera encima una lluvia de reproches y regaños, cuando el investigador le preguntó si sospechaba de alguien.

Después de tres o cuatro preguntas más, Sweetblood pidió permiso para revisar el dormitorio donde había tenido lugar el robo. Chiquita aprovechó ese momento para quedarse a solas con él y, rogándole la mayor discreción, lo puso al tanto de su visita a la librería del judío y del motivo que la había llevado allí.

—¡Eureka! —susurró el hombre con una sonrisa cómplice—. Es una gran pista, Miss Cenda. Despreocúpese, no diré nada de su paseíto por Clinton Street. Tal vez su joya esté de vuelta más pronto de lo que se imagina.

Chiquita suspiró aliviada. Si lograba recuperar el amuleto, ¡estupendo! Pero si no aparecía, los otros no se enterarían de su imprudencia. Lo sorprendente fue que, en cuanto Sweetblood se marchó, otro investigador hizo su entrada. A diferencia del primero, este era joven, trigueño y casi guapo pese a su ceño fruncido. «Sargento Clapp», se presentó.

Pensando que la agencia de detectives había enviado por error a dos de sus sabuesos a ocuparse del mismo caso, Rumaldo intentó deshacerse de él, pero el recién llegado aclaró, con una mirada gélida, que era detective de la policía. Su presencia no estaba relacionada con el robo de una alhaja, sino con un crimen cometido en el East.

—Jakob Rozmberk, el propietario de un negocio de libros viejos, apareció degollado —dijo, y Chiquita sintió que la sangre se le helaba en las venas—. Llevaba varios días sin abrir su tienda y los vecinos empezaron a quejarse de un olor nauseabundo. Cuando nos avisaron, encontramos su cadáver descompuesto y lleno de unos gusanos blancos y gruesos. ¡No es de extrañar, con estos calores de horno!

—Me temo que está usted equivocado —replicó Rumaldo, irritado por la descripción—. Nosotros no conocemos a ese caballero —y se quedó de una pieza cuando el sargento repuso que tal vez él no, pero que su hermana sí.

—Al revisar los bolsillos del occiso, descubrimos una tarjeta de la señora Seaman —explicó—. Ella acaba de decirnos que hace cuatro días estuvo en La Palmera de Déborah con la señorita Cenda. Fueron a comprar un libro, ¿no?

Chiquita maldijo interiormente a la reportera por no haberla alertado, pero trató de conservar la calma. Por un instante se preguntó si sería conveniente revelarle al policía el verdadero motivo de su visita a Rozmberk, pero un salto en el estómago le aconsejó que no lo hiciera.

—Es cierto —corroboró, tras un leve titubeo, tratando de ignorar las miradas perplejas de Rústica, Mundo y Rumaldo. Si Elizabeth Seaman había preferido ocultar esa información, lo mejor sería imitarla y evitar que un policía malhumorado se pusiera a buscar conexiones entre la muerte del judío y su talismán. Verse enredada en un caso de asesinato el mismo día de su debut podía ser catastrófico—. A ambas nos atrae lo esotérico —improvisó— y cuando supimos que el señor Rozmberk vendía libros sobre fantasmas, enigmas sobrenaturales e idiomas secretos, quisimos echarle un vistazo a su mercancía.

¡Diablos! ¿Por qué había tenido que sacar a colación los idiomas secretos?, se dijo, y enrojeció al instante. Por suerte, el sargento pareció satisfecho con su respuesta, seguramente parecida a la que le había brindado la astuta Nellie Bly.

—¿Notó algo raro durante la visita? —inquirió.

—En verdad, lo encontré todo bastante raro —repuso, de forma un tanto atropellada, la matancera—. Desde el local, sucio a más no poder, sofocante y lleno de libros raros, hasta el mismo señor Rozmberk, que en paz descanse. Claro que mi opinión no es relevante —se apresuró a aclarar—. Antes de venir a Nueva York siempre viví muy encerrada. Jamás había puesto los pies en una tienda de ese tipo ni conocido a ningún librero experto en ocultismo.

Clapp le dedicó un amago de sonrisa y en sus mejillas azuladas se marcaron dos hoyuelos.

—Antes o después de abrirle la garganta, eso el forense no lo pudo determinar con exactitud, a Rozmberk le clavaron un montón de alfileres en la lengua —explicó—. Trece, para ser exactos.

—Eso hace pensar en algún tipo de venganza —sugirió Segismundo con timidez.

—¡Eso! —dijo el detective con tono triunfal—. ¡Una venganza! —se puso de pie, dio unos pasos por el salón y se detuvo frente a Chiquita—. Pero ¿quién querría vengarse del librero? ¿Y por qué? ¿Acaso por usar indebidamente la lengua? ¿Por hablar de más? —y, mirando a la joven a los ojos, le preguntó si tenía alguna idea al respecto.

Espiridiona negó con la cabeza y le pidió a Rústica que trajera el zodíaco que la señora Seaman le había regalado para que el sargento lo viera. Este lo tomó en sus manos, lo sopesó y, sin molestarse en abrirlo, se lo devolvió a la sirvienta.

—Aunque quizás lo de los alfileres sólo fuera una excentricidad de algún degenerado —reflexionó en alta voz y anunció que, por el momento, no tenía más preguntas.

Sin embargo, ya a punto de retirarse, pareció recordar algo y pidió que le mostrasen todo el calzado de Chiquita. Disimulando la impaciencia, ella misma lo acompañó hasta el vestiaire. El detective revisó los zapaticos con detenimiento, fijándose de manera especial en las suelas, y aprovechó para asomarse a la alcoba y echarle una mirada curiosa a la cama y el tocador de la artista.

—Pura rutina —explicó cuando regresaron al salón—. Cerca del cadáver de Rozmberk se hallaron las huellas de unas pisadas. Al parecer el asesino o alguien que lo acompañaba pisó el charco de sangre y dejó ese rastro delator. Lo curioso es que esa persona llevaba puestos unos zapatos muy pequeños. Aunque, en honor a la verdad, no tanto como los suyos, señorita Cenda.

—¿Insinúa que en el crimen pudiera estar involucrado un niño… o un enano? —inquirió Rumaldo, incrédulo.

—Eso es lo que yo llamaría una brillante deducción, señor Cenda —dijo el sargento y se despidió de nuevo. Pero aunque Rústica volvió a abrirle la puerta, esa vez tampoco salió al pasillo. Dio media vuelta y, aproximándose a Chiquita, le tendió su cuaderno y su estilográfica. Renunciando por un momento a la expresión adusta, le pidió un autógrafo para su prometida.

—Su nombre es María Pérez —dijo y, valiéndose de un español rudimentario, explicó que, como su novia era hija de emigrados cubanos, estaba aprendiendo su idioma—. Mi futuro suegro tiene uno de los loros de Proctor y toda la familia irá a verla esta noche al teatro —y, con expresión divertida, agregó—: Cuando les cuente que la interrogué, no van a creerme.

Pero en cuanto se guardó el autógrafo en un bolsillo, Clapp recuperó su aspereza y, con tono cortante, les advirtió que, según el rumbo que tomase su pesquisa, tal vez se viera en la necesidad de importunarlos de nuevo…

Ese mediodía, Chiquita se acostó con la esperanza de dormir una larga siesta, pero no lo logró, aturdida por la espiral de ideas que daba vueltas en su cabeza. Al hablar con el primer detective le había confesado, con la esperanza de que eso pudiera ayudarlo a dar con el ladrón del amuleto, el motivo real de su visita a La Palmera de Déborah. Pero al segundo no le había mencionado el talismán y eso le causaba un gran desasosiego. ¿Y si Clapp descubría que tanto Nellie Bly como ella lo habían engañado? Si Sweetblood y él intercambiaban información sobre sus respectivos casos, podía verse en aprietos.

Elizabeth Seaman se apareció en The Hoffman House a las cuatro de la tarde. Chiquita la recibió en bata de casa y chinelas, pero cuando trató de reprocharle no haberla puesto al tanto del asesinato de Rozmberk, la esposa del magnate del acero movió una mano con displicencia, como restándole importancia al asunto.

—Hay algo grave que debes saber —dijo en voz baja, para evitar que Rústica, que cosía cerca de una ventana, y Mundo, que improvisaba en el piano, la oyeran—. Alguien me comentó que vio conversando en una taberna al sargento encargado de investigar la muerte del librero y al detective que se ocupa de tu robo.

Chiquita se ruborizó.

—Me has decepcionado —prosiguió la reportera, mirándola con reproche—. ¿Por qué tuviste que darle tantos detalles a Sweetblood? Con denunciar el robo era más que suficiente. A él le daba lo mismo buscar un colgante con jeroglíficos que sin ellos.

Chiquita le explicó que lo había hecho con la esperanza de que el muy tontorrón pudiera dar con la prenda. Al oír aquel calificativo, su visitante soltó una risa nerviosa:

—Querida, qué cándida puedes ser —y le dio un pellizquito en un cachete—. Si de un detective privado me cuidaría yo en Manhattan, es de ese. Sweetblood es un zorro taimado y lo sé porque mi marido usa los servicios de su agencia para vigilarme. A estas horas, ya Clapp sabe el verdadero motivo que nos condujo a La Palmera de Déborah y debe estar preguntándose por qué las dos se lo ocultamos.

—Bueno, ¿y qué? —se defendió, incómoda, Chiquita—. Decir una mentira no es un delito tan grave y, al fin y al cabo, ninguna de las dos mató a Rozmberk.

—Supongo que lo degollaría la misma persona que robó tu talismán y que casi te mata a ti también —repuso Elizabeth y le señaló el rasguño del cuello, que con el paso de las horas había adquirido un feo color violáceo—. Tendrás que usar maquillaje para taparte eso —dijo, y enseguida volvió al tema que las preocupaba—: El problema, señorita Cenda, es que, mientras no se aclare quién mató al judío, usted y yo estaremos en la lista de sospechosos de ese policía.

Chiquita la acusó de leer demasiadas novelas detectivescas. Tal vez todo fuera una lamentable coincidencia y entre el robo del amuleto y el asesinato no existiera conexión alguna, dijo.

—¿Coincidencia? ¡No me hagas reír! —ripostó Nellie Bly—. La visita a la librería, el asesinato de Rozmberk y el robo del amuleto son eslabones de la misma cadena. ¡No hay que ser Sherlock Holmes para darse cuenta! Ahora bien, ¿por qué tanto interés por ese dije? ¿Estará la clave de todo en esos malditos jeroglíficos?

En ese momento llegó una caja de rosas amarillas enviada por Crinigan. En una tarjeta, le auguraba a Chiquita una noche triunfal.

—Quiero decirte algo más —dijo la reportera, alzando la voz, y tanto la sirvienta como el pianista supieron que el momento de los secretos había terminado—. Mañana a primera hora parto rumbo a Londres. Mi marido quiere que nos reconciliemos y ya no pone reparos a pagarle una pensión a mi madre, a mi hermana y a mi sobrina. Es posible que nos quedemos varios meses en Europa, hasta que su salud mejore. Puede que más de un año.

¿Y qué pasaría con su proyecto de crear un regimiento para combatir por la independencia de Cuba?, quiso saber Chiquita. Miles de lectores del World estaban pendientes de ese plan.

—Lo sé —suspiró la reportera, con pesar—. Pero mi marido me reclama y debo reunirme con él. Si algún día te casas, entenderás que el matrimonio es sagrado. Además, tal vez a los cubanos les salgan mejor las cosas si sus vecinos no nos metemos en su guerra. Si la empezaron solos, solos deberían terminarla —y, de modo un tanto sibilino, añadió—: Hay ayudas que es mejor no tener que agradecer.

Después de desearle éxito en su debut y de recomendarle que pensara bien sus palabras si hablaba de nuevo con alguno de los detectives —«¡Sobre todo con Sweetblood!»—, Nellie Bly desapareció de la vida de Chiquita durante cinco años.

La conversación la dejó perturbada y, al mirarse en el espejo, poco faltó para que se echara a llorar. Estaba pálida, tenía unas profundas ojeras y, aunque Rústica había tratado de alisárselo, su cabello insistía en pararse de punta. Y, para completar el desastre, aquella horrible marca en el cuello… Tenía la esperanza de que las fricciones con árnica la hicieran desaparecer, pero ahí seguía. Y a todas esas, ¿dónde estaba metido Rumaldo? En lugar de quedarse cerca, por si lo necesitaba, se perdía sin la menor consideración. Seguro que andaba detrás de Hope Booth. Ya sólo faltaban tres horas para que el telón se alzara y cientos de ojos se clavaran en ella. ¿Lograría conquistar al público neoyorquino? Tenía que poder, concluyó.

La cabeza le dolía horrores y decidió tomar un baño. Se sumergió en la tina, pero el agua tibia no la ayudó a librarse de sus pensamientos. ¿El judío sería un facineroso o su error trágico había sido hablar de la existencia del amuleto a delincuentes sin escrúpulos? ¿Por eso habría terminado con la lengua llena de alfileres, por hablar de más? ¿Sospecharía Clapp de ellas, como temía Nellie? ¿Estarían ambas en su lista de sospechosos? Pero ¿por qué había tenido que pasarle todo precisamente ese día? La voz de Rústica, aconsejándole que saliera del agua o se arrugaría como una pasa, la sacó de su abstracción.

Cuando dieron las seis y Chiquita, vestida ya para salir rumbo al teatro, se dio cuenta de que su hermano seguía sin aparecer, montó en cólera y comenzó a maldecir y a patear los muebles. La llegada de Hope Booth la tranquilizó, pero sólo los segundos que la muchacha tardó en ponerla al tanto de una mala noticia. Rumaldo estaba en la cárcel.

Aunque Hope nunca antes había hecho alusión a su amorío con el cubano, habló como si esa relación no fuera un secreto para nadie. A las dos de la tarde, el joven había llegado a su apartamento sin avisar, con la propuesta de que durmieran «una siestecita» juntos. Ella aceptó, pero le advirtió que sólo podría quedarse dos horas, pues a las cuatro y media debía recibir a un caballero muy generoso, al que le debía varios favores. El problema fue que —a causa del whisky de su caneca o de sus absurdos celos— Rumaldo no quiso abandonar el lecho a la hora convenida y tuvo que sacarlo de la casa a empujones. Cuando Hope se acicalaba para recibir a su protector, oyó gritos en la calle.

Al asomarse a la ventana, vio un tumulto y lo comprendió todo. Rumaldo había esperado la llegada del landó de su relevo y, cuando este se disponía a entrar al edificio, lo había agredido con saña, sin detenerse a pensar que, por su edad, podía ser su padre. ¿O su abuelo? Por suerte, el cochero y otros transeúntes lograron separarlos. ¡Qué escándalo! La policía se los había llevado presos. Al caballero, que tenía una costilla rota y otras magulladuras de menor importancia, lo soltaron en el acto, pero al cubano lo encerraron con un montón de maleantes, y entre barrotes tendría que seguir, a menos que pagara una fianza, hasta que lo llevaran a juicio.

—Tenemos que hacer algo —exclamó Hope—. Aunque sea un estúpido, no debe pasar la noche en ese espantoso lugar. Conozco a un abogado que puede sacarlo en un abrir y cerrar de ojos, pero yo sólo dispongo de los cinco dólares que tengo en el bolso.

Para su sorpresa, Espiridiona Cenda se desentendió del asunto. ¿Rumaldo se comportaba como un rufián? Pues que afrontara las consecuencias. «Que espere el juicio entre piojos y esputos», dictaminó con frialdad. Y arguyendo que estaba retrasada y que debía salir rumbo al teatro sin tardanza, le señaló la puerta a la muchacha. Ofendida, Hope se retiró sin despedirse.

—¡Ni una palabra del asunto! —atajó Chiquita a su sirvienta y al pianista, y cuando trató de añadir «Mañana nos ocuparemos de Rumaldo», no pudo.

Trató de decir alguna otra cosa, pero sólo logró emitir unos roncos gruñidos. Quiso cantar y fue peor aún. ¡Se había quedado sin voz! Durante la siguiente hora y media, el apartamento se convirtió en un manicomio. Chiquita iba y venía por los aposentos como una tromba, soltando berridos silentes, mientras Mundo intentaba tranquilizarla y sacarle de la cabeza la idea de que aquella afonía era sólo el primero de los muchos males que tendría que padecer por haber perdido el amuleto del gran duque Alejo. Con la ayuda de Monsieur Durand, consiguieron que un galeno que estaba hospedado en el hotel la examinara. Su diagnosticó fue «afonía histérica» y le recetó un jarabe. Como el medicamento no surtió efecto con la rapidez deseada, Rústica echó mano a los remedios caseros de su abuela. Pero de poco sirvió que la «muda» hiciera gárgaras con cocimientos de jengibre y de col fresca macerada, que bebiera jugo de cebolla e infusiones de tomillo y que se enrollase en el cuello un pañuelo de seda empapado de coñac caliente.

Nada le devolvió la voz. Ni las rodajas de limón espolvoreadas con bicarbonato que se vio obligada a masticar, ni las oraciones rogándole un milagro a Blas, Lupo y Margarita de Hungría, santos protectores de las gargantas.

Cuando ya Mundo estaba a punto de llamar a Proctor para pedirle que suspendiera la función, Chiquita recordó el té mágico de Lilli Lehmann y, por medio de señas, urgió a Rústica para que lo buscara. Haciendo de tripas corazón, se empinó la botellita, bebió hasta la última gota del magisches Gelee der Götter y la afonía desapareció en el acto.

El Palacio del Placer estaba repleto[21].

La tibia acogida que tuvieron esa noche los artistas que precedieron a Chiquita —Duncan Segommer, el ventrílocuo de las mil voces; las acróbatas eslavas Ana, Zebra y Vera; Lorenz y Caterina con su número de telegrafía mental y Lord Finch y sus palomas, pollos y patos amaestrados— hizo evidente que los espectadores estaban allí sólo para ver a la nueva estrella de Proctor.

Después de un intermedio, las cortinas se descorrieron. El escenario se había transformado en un bucólico rincón del campo cubano. Unas jóvenes, descalzas y con holgadas blusas de algodón blanco, lavaban ropa a orillas de un río y se salpicaban juguetonamente. Cerca del agua crecían palmas, ceibas y gigantescos cactus. De nada sirvió que Chiquita protestara y les explicara a Proctor y al escenógrafo que esas plantas espinosas no eran propias de la naturaleza de Cuba. Ambos se mostraron intransigentes y le aseguraron que los cactus eran indispensables para darle «autenticidad» al cuadro.

De repente entraron a escena varios soldados españoles cargando un cofre y comandados por el mismísimo Valeriano Weyler. Ocultos tras unos matorrales, se pusieron a espiar los juegos de las muchachas y, a una señal del excitado Weyler, salieron de su escondite y se lanzaron sobre ellas con lujuria. Las chicas hicieron lo indecible por rechazarlos, pero era evidente que llevaban las de perder. En el instante en que los hombres estaban a punto de someterlas y deshonrarlas, se escuchó una estridente corneta y apareció un grupo de mambises, en briosos caballos, con una bandera cubana en lo alto de un palo y blandiendo sus machetes. Al frente iba uno con guantes oscuros y la cara pintada de negro, y entre el público corrió el rumor de que aquel minstrel representaba a Maceo, el valeroso general cubano que tanto mencionaban los periódicos.

Los acróbatas que interpretaban a los soldados de ambos bandos se enfrascaron en un combate sazonado con todo tipo de saltos y volteretas, mientras la orquesta subrayaba sus movimientos con una música vivaz. Cuando los cubanos descubrieron el cofre, el honor de las doncellas pasó a un segundo plano y apoderarse del arca se convirtió en el objetivo de la pelea. ¿Qué contendría?, se preguntaba la audiencia. ¿Dinero? ¿Municiones? ¿Medicamentos? Cada grupo se esforzaba por aplastar al otro, pero sus fuerzas eran parejas y ninguno retrocedía.

Súbitamente se oyeron los acordes de una marcha militar interpretada por las flautas y los clarinetes, y apareció un actor con pantalón de rayas rojas y blancas, levita azul, sombrero de copa, barba de chivo y un rifle en las manos. Los espectadores aplaudieron entusiasmados: era el Tío Sam, que llegaba dispuesto a poner fin al conflicto. Las vírgenes campesinas, que se habían retirado con discreción mientras los hombres luchaban, reaparecieron vistiendo uniformes del ejército americano y transformadas en coquetas soldaditas.

Sin muchos miramientos, el Tío Sam doblegó a culatazos a los españoles y le propinó un puntapié en el trasero a Weyler cuando este intentaba escabullirse en cuatro patas. Por último, para celebrar la victoria y sellar su alianza con los insurgentes, estrechó la mano del caudillo «negro». El público estalló en aplausos y se oyeron gritos de júbilo.

El elenco se congregó alrededor del cofre y, al redoble de un tambor, el Tío Sam lo abrió. Entonces, tras unos segundos de expectativa, de su interior emergió, dejando a los espectadores boquiabiertos, Chiquita, la muñeca viviente.

La escenografía cambió en un abrir y cerrar de ojos: río, árboles y lomas desaparecieron, como por arte de magia, para dar paso a los espejos dorados, los candelabros de múltiples brazos y los tapices estilo Segundo Imperio de un elegante salón; las bailarinas y los acróbatas se esfumaron, y Chiquita y su pianista quedaron solos en el escenario.

Durante la siguiente media hora, la liliputiense cantó y danzó ante un público arrobado, sin hacer más que una breve pausa para sustituir su primer vestido, de terciopelo azul salpicado de perlas y con una larga cola, por otro, igual de exquisito, de satén ciruela con laterales rosa pálido. La acústica del teatro era insuperable y su afinada vocecita se oía con nitidez lo mismo en la platea que en el «gallinero». Si, como es de suponer, Chiquita estaba preocupada por el robo del amuleto, el crimen en La Palmera de Déborah y el encarcelamiento de Rumaldo, no lo dejó traslucir, e irradió un encanto y una seguridad tales que fue ovacionada al concluir cada una de sus interpretaciones. Entre bambalinas, Proctor daba saltos de entusiasmo y le aseguraba a todo el mundo que ni I Piccolini ni Die Liliputaner podrían hacerle sombra a su estrella. «¡Esa es mi Chiquita!», exclamaba con orgullo. «¡Mi cubanita de oro!» El recuerdo de Paulina Musters, el gorrión de Holanda, había quedado opacado.

Como Espiridiona sabía que Patrick Crinigan la contemplaba desde uno de los palcos, para él y sólo para él bailó una lenta y sensual danza usando el enorme abanico de plumas regalo de Lilli Lehmann-Kalisch. Durante sus encuentros secretos, le había enseñado al periodista el lenguaje de los abanicos y aprovechó la ocasión para mandarle apasionados mensajes. Era increíble cuántas cosas se podían transmitir con ese objeto. Acariciarse la mejilla con él significaba «Te quiero». Apoyarlo en la sien y mirar hacia abajo, «Pienso en ti noche y día». Si se llevaba al corazón, el mensaje era más fogoso, algo así como: «Te amo con locura y no puedo vivir sin ti». Ahora bien, tocarse la punta de la nariz era indicio de malestar y sospecha: «Algo me huele mal, ¿estás siéndome infiel?». Usarlo para apartar los cabellos de la frente era un claro «No me olvides», y dejarlo caer al piso: «Te pertenezco». La matancera hizo coquetamente esos y otros movimientos y, para concluir la danza, cerró el abanico y se lo llevó a los labios. Si el irlandés dominaba ese lenguaje, debió entender que le estaba pidiendo: «Bésame».

Para cerrar el espectáculo, las bailarinas salieron a escena vestidas con el rojo, el azul y el blanco de la bandera de la República de Cuba en Armas. Chiquita hizo su tercer y último cambio de ropa, y reapareció con una túnica blanca y un gorro frigio. Según el vestuarista de Proctor, el público captaría inmediatamente que, con aquel disfraz, la liliputiense representaba la soberanía de su patria. De todas formas, para ayudar a los despistados a entender la simbología, al empresario se le ocurrió que sostuviera en una de sus manos una cadena rota y en la otra un diminuto machete, el arma mortífera con que sus compatriotas hacían huir a los españoles en los campos de batalla.

En ese momento, al piano de Segismundo se sumó toda la orquesta y Chiquita y las muchachas entonaron La paloma. Los soldados cubanos y el Tío Sam se les unieron y, coincidiendo con los acordes finales de la melodía, en el fondo del escenario chisporrotearon unos espléndidos fuegos de artificio. Esa apoteosis, que puso al público de pie, dejó claro que ni a Pastor ni a Hammerstein iba a resultarles fácil competir con el Cuban vaudeville de Proctor.

Cuando el empresario fue a su camerino a felicitarla, Chiquita aprovechó para explicarle el problema de Rumaldo. Proctor la tranquilizó: él se encargaría de buscar un abogado y sacarlo de la prisión.

A salir del teatro, Chiquita, Rústica, Mundo y Crinigan encontraron una multitud deseosa de echarle un vistazo a la muñeca viviente. En la acera, exiliados cubanos repartían volantes con propaganda sobre la independencia de la isla y vendían botones con la inscripción Freedom for Cuba. En medio de la barahúnda, a la liliputiense le pareció ver a Clapp, el detective de la policía. ¿Fue una alucinación suya, o el hombre le indicó, con un ademán, que quería hablarle? No pudo salir de la duda, pues, sin esperar a que se lo ordenaran, Rústica la cargó, la cubrió con el mantón sevillano y echó a andar resueltamente, cejijunta y con la bemba estirada, hacia el carruaje. ¡Ay de quien se atreviera a tocar con la punta de un dedo a su señorita! La gente, intimidada, retrocedió para abrirle paso.

Cuando Rumaldo regresó (descolorido, despeinado y con el traje manchado de vómito), Chiquita lo trató como si nada hubiera ocurrido. Lo puso al tanto del éxito de su primera función y le recordó que, a partir de ese día, tendría que hacer dos actuaciones diarias, a las siete y a las nueve de la noche, de martes a domingo. Sin embargo, detrás de su generoso comportamiento podía percibirse un matiz de superioridad. Haber dormido en la cárcel y tener un juicio pendiente colocaban al joven en una posición desventajosa y, con su comprensión y su gentileza, su hermana se lo subrayaba.

Durante los días siguientes, mientras esperaba a que le celebrasen el juicio, Rumaldo fue el manager perfecto. Estuvo pendiente de todas las necesidades de Chiquita y aparentó tenerle sin cuidado adónde iba después de almuerzo, cuando los empleados del hotel le avisaban que un coche esperaba por ella. Pero la armonía llegó a su fin cuando un juez le puso una multa por escándalo público y no le quedó más remedio que confesar que el dinero que tenían en la caja fuerte de The Hoffman House no alcanzaba para pagarla. Buena parte del anticipo de Proctor lo había despilfarrado en ropa a la medida, restaurantes caros y mujeres, admitió sin atreverse a mirar a su hermana a los ojos. Más aún: le debían a Monsieur Durand dos semanas de los gastos del hotel.

Lívida, pero sin hacer reclamo alguno, Chiquita le aseguró que ella se encargaría de resolver el entuerto. Conseguiría la plata, pero con una condición: una vez saldada la deuda con la justicia, Rumaldo debía largarse del hotel y dejarlos en paz para siempre.

—No quiero ladrones cerca de mí —exclamó y, sin darle tiempo a replicar, salió del apartamento seguida por Rústica.

Volvió tres horas más tarde, con un rollo de dólares que Crinigan le había prestado, y se lo dio a Rumaldo.

—Hasta aquí llegamos —declaró con determinación—. Espero que cuando vuelva del teatro hayas desaparecido para siempre.

De nada valieron las protestas y súplicas del joven. Tampoco la amenaza de que, sin su protección y su guía, un afeminado, una negra y una enana («una enana de mierda», fueron sus palabras exactas) no podrían sobrevivir en la jungla de Nueva York. Chiquita se mostró intransigente y le anunció que ya Proctor estaba al tanto de la ruptura. En lo adelante, prescindiría de intermediarios: ella misma negociaría sus contratos y recibiría los pagos.

Esa noche, al regresar al hotel después de la última función, lo primero que hizo Mundo fue revisar la habitación que compartía con Rumaldo.

—Se llevó todas sus cosas —anunció, entre asustado y feliz.

—Pensé que sería más difícil librarnos de él —suspiró Chiquita, con alivio—. Será un miserable, pero aún conserva algo del orgullo de los Cenda.

Sin embargo, se retractó de esa opinión en cuanto Rústica dijo que el cofre de las joyas había desaparecido.

—Un bandolero, eso es lo que es —sentenció la nieta de Minga y echó mano a un antiguo refrán para consolar a la señorita—: Mientras menos bulto, más claridad.

¿Qué pasó con el matancero? Al parecer, vivió unas semanas con Hope Booth, pero la muchacha no tardó en ponerlo de paticas en la calle. Le tenía cariño y era buen amante, pero no podía darse el lujo de que le ahuyentara a sus protectores. Después, Rumaldo desapareció. ¿Dónde se metió? A Chiquita nunca le interesó averiguarlo. La experiencia le enseñó que podía sacar a alguien de su vida, enterrarlo hondo y borrarlo de su recuerdo. «Como a una muela podrida», concluyó.

Los primeros días de septiembre fueron tan intensos que, entre las dos funciones diarias, las visitas de admiradores y los encuentros con Crinigan, a Chiquita no le quedó mucho tiempo para pensar ni en su amuleto ni en la muerte del librero. Cuando se acordaba del asunto, sentía un pinchazo de angustia en el vientre y se preguntaba, extrañada, por qué los investigadores no habrían vuelto a interrogarla.

Una noche, al concluir la primera función, el detective Sweetblood la fue a ver al camerino. Se dejó caer en una silla y la miró con expresión sombría.

—Supongo que no sabe nada —exclamó—. ¿O sí? Logramos escamotearle la noticia a los periódicos y no la publicarán hasta mañana, pero quizás usted se haya enterado por otra vía.

—¿A qué se refiere? —se impacientó Chiquita—. ¡Hable de una vez!

—Me refiero a lo que le pasó a Clapp —masculló el hombre—. ¡Maldita sea! Era un buen tipo. Policía y gruñón, pero decente. Pensaba casarse con una compatriota suya, ¿lo sabía?

—Sí, con María Pérez —dijo la artista.

—¿La conoce? —inquirió Sweetblood, echándose hacia delante.

—No —repuso Chiquita—, pero el sargento me pidió un autógrafo para ella —y añadió con impaciencia—: ¿Acabará de decirme qué le pasó exactamente?

Durante dos días Clapp no había ido por su oficina. Como sus compañeros sabían que estaba detrás de una pista relacionada con la muerte del librero judío no le dieron mayor importancia a su ausencia. Pero cuando pasó otro día sin noticias suyas y su novia fue a preguntar por él, empezaron a temer que le hubiera ocurrido algo. Lo buscaron por todos lados, pero fue como si la tierra se lo hubiera tragado.

—¿Usted vio hoy el desfile de la limpieza? —dijo Sweetblood.

Chiquita asintió, preguntándose qué relación podía tener eso con la desaparición de Clapp. Sí, ese mediodía había visto el desfile desde su ventana. Crinigan le había advertido que no podía perdérselo. George Waring, el director del Departamento de Limpieza de Nueva York, había tenido la idea de que los empleados a su mando estrenaran sus nuevos uniformes blancos en una gran marcha por toda Manhattan. Fue algo fuera de lo común: más de una veintena de bandas de música y dos mil hombres en perfecto orden, escobillones en mano y empujando sus carritos de aseo, dispuestos a hacerle la guerra a la suciedad. Una excelente manera, en opinión de muchos, de dignificar el trabajo de los basureros, tan importante como menospreciado. Pero ¿qué diablos tenía que ver ese desfile con Clapp?[22].

—Cuando la marcha estaba a punto de empezar, uno de los basureros notó que el tanque de su carrito no estaba vacío. Al quitarle la tapa, encontró dentro la pierna de un hombre. Estupefacto, se lo comentó a sus colegas y cuando estos revisaron los suyos, fueron apareciendo, aquí y allá, otros pedazos de un cuerpo desmembrado. Poco faltó para que el desfile se estropeara, pero por fortuna esa gente está habituada a hallar todo tipo de cosas en la basura y no se asusta con facilidad. Cuando los policías unieron el rompecabezas humano, descubrieron que se trataba del infeliz Clapp.

Chiquita se cubrió el rostro con las manos.

—Al parecer lo cortaron con un hacha. Pero ahí no termina la salvajada —continuó Sweetblood—. Tenía la lengua llena de alfileres —y, tras una pausa, añadió—: Igual que Jakob Rozmberk.

—¿Trece en total? —aventuró Chiquita, y el detective asintió con gravedad.

—Antes de desaparecer, Clapp me comentó que había hecho grandes progresos en su investigación. Naturalmente, ya él sabía que usted no había ido a La Palmera de Déborah a comprar libros, sino a enseñarle a Rozmberk los signos del talismán. Clapp tenía la certeza de que el robo de su amuleto y el asesinato de Rozmberk eran obra de las mismas personas y me dio a entender que estaba a punto de dar con los culpables. Según él, había mucha gente rara (rara, así dijo) interesada en el amuleto ruso y ya estaba a punto de averiguar la razón, pero no quiso darme más detalles. Concertamos un encuentro para el día siguiente y prometió que entonces me lo explicaría todo. Pero nunca llegó a la cita.

—¿Y qué quiere usted de mí? —exclamó Chiquita, poniéndose a la defensiva—. De lo que me ha contado deduzco que Romzberk y Clapp fueron asesinados por los mismos criminales, pero le juro que no tengo la menor idea de quiénes pudieran ser.

—La creo —la tranquilizó Sweetblood—. Pero tal vez sepa, o sospeche, o imagine, por qué pudieron matarlos. Le voy a hacer una pregunta, Miss Cenda. No está obligada a responderla, pero si lo hace, le suplico que sea sincera. ¿Rozmberk llegó a revelarle el significado de los jeroglíficos?

—¡No! ¡Se lo juro! Romzberk sólo dijo que los signos quizás podían pertenecer a la Geheimsprache der kleinen Leute, una lengua secreta que, supuestamente, algunas personas de talla muy pequeña utilizaron hace siglos para comunicarse entre ellas. Pero era sólo una hipótesis. Dijo que debía hacer unas consultas para poder estar seguro. Yo no tomé nada de eso muy en serio, porque, como él mismo reconoció, nadie tiene la certeza absoluta de que ese idioma haya existido. Podría ser sólo una leyenda…

—¿Y por qué diablos no le contó todo eso a Clapp? —la recriminó el detective—. Nunca se sabe. Probablemente, de haberlo hecho, ahora él podría estar vivo.

—No lo creí importante —tartamudeó Chiquita—. Lo de la Geheimsprache der kleinen Leute me pareció un delirio, un disparate.

—Me temo que Rozmberk habló con alguien sobre su amuleto y que, como consecuencia de ello, lo mataron, quizás para que no pudiera decir una palabra más sobre el asunto —especuló Sweetblood, inspirado—. Después esas mismas personas fueron a su hotel y le robaron el dije. Y cuando se percataron de que Clapp había enlazado los dos hechos y estaba empeñado en resolver el enigma, decidieron liquidarlo a él también.

—Pero ¿quiénes pudieron hacer algo tan terrible? Y, sobre todo, ¿por qué? Con toda sinceridad, me cuesta creer que el talismán tenga tanto valor como para que alguien asesine por él.

—No me sorprendería que los culpables fueran gentes como usted, de muy corta estatura. La última vez que hablamos, Clapp mencionó la existencia de una sociedad secreta de enanos o algo por el estilo. ¿Sabe si antes de llegar a su poder el amuleto estuvo vinculado con alguna secta o hermandad de ese tipo? ¿Rozmberk le comentó algo sobre eso?

—¡No, no! —exclamó, incómoda y un tanto asustada, Chiquita—. El amuleto me lo regaló un gran duque de Rusia. Ha estado conmigo toda la vida. ¿Adónde quiere llegar?

—A la verdad, y no descansaré hasta lograrlo. Tengo esa deuda con Clapp. Y también, de alguna manera, con María Pérez, su novia, a quien vi en la morgue. Por cierto, estaba desconsolada.

—¿Y cómo quería que estuviera? —se exasperó su interlocutora—. Hicieron picadillo a su prometido y le dejaron la lengua vuelta un alfiletero. Otra en su lugar no estaría triste, sino loca.

Sweetblood ignoró el comentario.

—Espero, por su bien, que esta vez no haya ocultado nada —dijo—. No quisiera que le pasara algo malo.

—Si desearan hacerme daño, me lo habrían hecho la noche del robo —repuso, llevándose una manecita al cuello—. Además, ya no tengo el amuleto.

—En efecto, pero ahora sabe cosas que aquella noche no sabía y, si las comenta con alguien, podría acabar también con la lengua llena de alfileres —rezongó el detective y, aprovechando que la liliputiense se quedó sin saber qué decir, se puso de pie—. Descanse —le recomendó, mirando su reloj—. En un rato tiene que volver a salir a escena.

—¿Se quedará a ver la segunda función? —dijo Chiquita estúpidamente, sin saber por qué.

—Me encantaría, pero no puedo —contestó el detective—. Tengo una cita con alguien que podría aclararme algunas cosas sobre este caso.

¿Tuvo lugar esa cita? ¿Se enteró en ella de algo importante? La cubana no llegó a saberlo. Unos días después, Mundo le mostró un ejemplar del Journal donde, en pocas líneas, se daba la noticia de la muerte del detective James Sweetblood. Mientras caminaba junto a un edificio en construcción, una viga de acero le había caído encima. No muy convencida de que, como afirmaba el periódico, se tratase de «un trágico accidente», Espiridiona Cenda envió una corona de flores al funeral e hizo llegar, de forma anónima, un dinero a la viuda y a los huérfanos.

—¿A qué viene tanta generosidad? —gruñó Crinigan, cuando estaban en la cama—. Si te hubiera devuelto el amuleto, podría entenderlo.

Chiquita estuvo a punto de pedirle que averiguara si alguien le había revisado la lengua al difunto, pero su sentido común le recomendó quedarse callada.