Capítulo XXI

Tercer encuentro con Sarah Bernhardt. Inesperada partida de la Bella Otero. La elegida de Moreau-Vauthier. La diosa de la belleza. Généreuse, la gallina de los huevos de oro. Chiquita arriesga su vida. Canallada parisina o La venganza de Gabriel de Yturri. La deslumbrante Liane de Pougy. La peste de Lesbos.

Cuando Chiquita le mandó una segunda nota a Sarah Bernhardt comentándole que ya llevaba varias semanas en París y recordándole que le encantaría verla, y por toda respuesta recibió un incómodo silencio, decidió olvidarse de ella. O la actriz estaba muy ocupada con el estreno de L’Aiglon (lo cual era comprensible, pues encarnar a un príncipe de diecisiete años cuando se tenía más de tres veces esa edad no era cosa de juego) o, simplemente, ya no se acordaba de ella. Así pues, decidió desentenderse del asunto y se dedicó a disfrutar de París dando largos paseos en la calesa de satén azul que su anfitriona había puesto a su servicio, a veces en compañía de la Otero, a veces junto a Rústica.

Según el conde de Montesquiou, Sarah la recordaba perfectamente, sólo que andaba como loca aprendiéndose su papel y ensayando con la compañía. Chiquita debía ser paciente. La Bernhardt era así: cuando preparaba un estreno, no tenía cabeza para otra cosa. El día menos pensado amanecería con unas ganas imperiosas de verla y enviaría un coche por ella.

Así sucedió. Un lunes, a media mañana, Chiquita fue convocada a la mansión de la francesa, quien la recibió vistiendo el ceñido uniforme del ejército napoleónico, con altas botas de cuero, el cabello rojizo recogido dentro de una gorra y una espada en la mano. «No, no estoy loca», aclaró la actriz mientras la alzaba para besarle las mejillas. «Desde hace unas semanas no me quito estas ropas porque quiero llevarlas con la mayor naturalidad posible en el escenario.» Y como Edmond Rostand, el autor de L’Aiglon, estaba también en el salón, le presentó en el acto a su petite amie cubaine, alabando la calidez de su voz y la ligereza de sus danzas.

—¡Yo le abrí las puertas de Nueva York! —fanfarroneó y, de improviso, se le ocurrió una idea descabellada—: Querido Edmond, aún estamos a tiempo de añadir un papel a la obra para que lo desempeñe Chiquita —al notar que el dramaturgo no se entusiasmaba en lo más mínimo, insistió—: Sí, sí, no seas perezoso. Imagínate que, en el sexto acto, cuando el duque esté en su lecho de moribundo —aquí tosió quejumbrosamente, para que Rostand pudiera «ver» mejor la escena—, aparezca un ángel volando y le diga algo, no sé qué, un par de estrofas muy poéticas. ¡Chiquita estaría perfecta en el rol del ángel!

Para alivio del escritor, la visitante se apresuró a explicar que estaba en París de vacaciones y que, de momento, subirse a un escenario no formaba parte de sus planes. Además, su francés podría ser aceptable en una charla entre amigos, pero no para recitar en público los versos de Monsieur Rostand. Y de prisa, antes de que Sarah pudiera arrebatarle la palabra, le preguntó por Cuco, el manjuarí que le había regalado durante su último encuentro. ¿Dónde lo tenía? ¡Estaba deseosa de verlo!

La Bernhardt adoptó una expresión compungida y le informó que Cuco había muerto poco tiempo después de llegar a París.

—Al parecer, no pudo adaptarse al agua de nuestros grifos —dijo, y al punto, dando por cerrado el tema, exclamó entornando los ojos como una gata mimosa—: ¿Y qué es de la vida de aquel apuesto joven, tu primo? Tan tímido, en apariencia, pero con un torrente de lava corriéndole por las venas… ¿Lo trajiste contigo?

—Oh, no. Segismundo vive ahora en…

No pudo concluir la frase. Al oír las campanadas de un reloj, Rostand se quejó de que tampoco ese día llegarían a tiempo al ensayo y auguró que, al paso que iban, la obra no estaría lista para la fecha anunciada. «Quizás sea mejor posponer el estreno», sugirió. «¡Por encima de mi cadáver!», repuso Sarah y, agitando una campanilla, le pidió al mayordomo que acompañara a Chiquita. Ya tendrían tiempo de hablar las dos, con calma, cuando L’Aiglon fuera un éxito. Y a manera de despedida, le señaló la puerta, mientras miraba al cielorraso y declamaba: «Lève les yeux au ciel —et vois passer un aigle!»[40].

Espiridiona Cenda salió de la casa de la Bernhardt entristecida por la suerte de Cuco. Por el camino, Rústica intentó consolarla, aunque sin mucha vehemencia, porque aquel «pescado tieso» jamás había sido santo de su devoción. Días más tarde, el conde de Montesquiou y el argentino le revelaron cuál había sido el verdadero destino del manjuarí. Ellos estaban en el salón de Sarah la noche en que el pez casi le arranca un dedo de una dentallada y habían sido testigos de cómo la actriz, enfurecida, había desterrado a las aguas del Sena al «traidor». Pero en aquel momento Chiquita no sabía nada de eso, creía que el manjuarí había muerto, así que llegó con el moco caído a la casa de la Bella Otero.

En cuanto entró, un criado le entregó una carta de la «andaluza». En ella le explicaba que razones de fuerza mayor la obligaban a ausentarse unos días. Había olvidado por completo el compromiso de desfilar en una de las carrozas del carnaval de Niza y no podía defraudar a sus admiradores. Como lo más probable era que después se diera un saltico hasta Montecarlo, para tentar a la suerte en las ruletas del casino, no podía decirle con exactitud cuándo estaría de vuelta. Pero eso carecía de importancia: su casa y su servidumbre quedaban a su entera disposición. Eso sí: le recomendaba mucho tino al escoger nuevas amistades, porque si bien en París había muchas personas de calidad, también abundaba la gentuza despreciable. Y para que no se sintiera abandonada, les había rogado al conde de Montesquiou y a su «secretario» que la llevaran de vez en cuando a sitios interesantes. «Un bezo», escribía en español, graciosamente, para concluir.

La falta de ortografía hizo sonreír a Chiquita y, lejos de molestarse por tan abrupta partida, se sorprendió sintiendo pena por la pobre Nina, obligada a fingirse andaluza quién sabe si hasta el fin de su vida. Una noche de confidencias, la Bella le había hablado de su infancia de niña pobre en una aldea de Galicia y de cómo a los diez años un truhán la había violado en un camino. Pero ¿no era un sinsentido sentir compasión por Carolina Otero, la favorita de un puñado de monarcas, alguien que se daba el lujo de apostar un dineral en la ruleta y que reía, displicente, si la fortuna la ignoraba?

Al día siguiente, a la partida de su anfitriona se sumó una nueva sorpresa. Monsieur Moreau-Vauthier, el artista designado para hacer la diosa de la Exposición Universal, la visitó para pedirle que le sirviera de modelo. Días atrás la había visto caminar por el bosque de Boulogne y estaba fascinado con ella.

—En un primer momento, sólo tuve ojos para la silueta imponente de la Otero —reconoció—, pero en cuanto la descubrí, mademoiselle, supe que era usted la musa por la que aguardaba.

—Agradezco la lisonja —repuso Chiquita—. Pero, habiendo tantas mujeres preciosas, ¿por qué encapricharse conmigo? ¿A quién se le ocurre inspirarse en alguien como yo para hacer una escultura gigante?

Moreau-Vauthier restó importancia a la objeción:

—Bastará con aumentar las proporciones, respetándolas fielmente —y enseguida agregó—: Han tratado de imponerme, de modo sutil o directo, a otras candidatas, pero desde el principio dejé claro que, si no podía hacer la diosa a mi manera, renunciaría al encargo. No me haga quedar mal, se lo suplico.

—Pero soy cubana, y esa estatua debe representar la belleza de las parisinas.

—¿Y desde cuándo la belleza tiene carta de ciudadanía?

Tanto insistió el escultor, que Chiquita prometió darle una respuesta en veinticuatro horas y, al quedarse sola, trató de que el amuleto del gran duque Alejo la ayudara a tomar la decisión. En vano. ¿Para qué seguía pidiéndole señales, si la esfera de oro llevaba un montón de tiempo sin latir, destellar ni ponerse caliente? Debía buscar consejo en otra parte. Al caer la tarde se dirigió al Pabellón de las Musas y después de disculparse con Gabriel de Yturri por lo intempestivo de su visita, le contó la disyuntiva en que se encontraba. Como toda mujer, tenía su vanidad y la idea de servir de modelo para una estatua tan importante la tentaba, pero se preguntaba si eso podría afectar su reputación.

—Estoy muy confundida —dijo—. Me gustaría complacer a Monsieur Moreau-Vauthier, pero sin pagar el precio de que me confundan con una cocotte. Además, me preocupa darle un disgusto a Carolina, que tan gentil ha sido conmigo. Sospecho que, aunque ella finja lo contrario, tiene la esperanza de ser la diosa.

El argentino estuvo de acuerdo en que la situación era delicada y consideró que se imponía consultar al conde.

—Hágalo, querida —dictaminó Montesquiou, sin pensarlo dos veces, con la autoridad que le otorgaba su condición de príncipe de los estetas de París—. Eso sí: exíjale a Moreau-Vauthier que no divulgue su nombre. Su identidad deberá permanecer en el más absoluto secreto. Naturalmente, Gabriel y yo susurraremos en unos pocos y escogidos oídos quién sirvió de modelo para hacer la estatua —aclaró con malicia—. Usted niéguelo siempre, con modestia. Cúbrase con un manto de prudencia y misterio, que nosotros nos encargaremos de que el tout Paris sepa la verdad. Y tocante a Mademoiselle Otero, no se preocupe demasiado por herir sus sentimientos. Ella tiene el pellejo más duro de lo que usted imagina. Además, puesta a elegir, le parecerá preferible que usted sea la diosa… y no cierta rival a la que odia con todas sus vísceras.

Así pues, durante las semanas siguientes y con la mayor discreción, Chiquita posó para el escultor. Rústica la acompañaba hasta el atelier y hacía guardia cerca de ella, como un cancerbero, cuando la liliputiense se quedaba en traje de Eva. Para comenzar, Moreau-Vauthier la dibujó en un atril. Luego hizo construir una enorme estructura de hierro y alambre que primero forró con paja, a continuación cubrió con yeso y, por último, con arcilla. Entonces empezó a modelarla y, poco a poco, el parecido entre la figura y Chiquita resultó innegable. Era como si una potente lupa hubiese multiplicado el tamaño de la hija de Matanzas, sin alterar la armonía de sus rasgos y de sus formas: sus veintiséis pulgadas de estatura se convirtieron en veintiséis pies.

¿Que existió un romance entre el escultor y su modelo? Calumnias. Habladurías sin fundamento. El único vínculo que los unió fue estético. Chiquita fue su ideal femenino, su Venus. Su paradigma, en miniatura, de los encantos que debía reunir una mujer.

Tal y como había prometido, Moreau-Vauthier no reveló el nombre de su musa. Pero, a medida que el trabajo se acercaba a su final, Chiquita empezó a darse cuenta de que, cuando iba con Yturri al bosque de Boulogne o a la tertulia de Mathilde Bonaparte, la gente la miraba con renovada incredulidad. Incluso más de una vez oyó murmurar a su espalda: «La diosa, la diosa». Pero, siguiendo las instrucciones del conde, no se dio por aludida.

Cuando la escultura estuvo lista y Madame Paquin se disponía a confeccionar el traje negro y la capa de armiño con que planeaba vestirla, Chiquita recibió un telegrama de la Bella. En él, le explicaba que aún tardaría en volver a París. Un millonario turco, al que había conocido frente a los tapetes verdes de Montecarlo, la había «raptado» y la tenía en su yate, navegando por el Mediterráneo…

Chiquita tardó en comprender que la Bella Otero había sido muy considerada al llamar «viborilla» al secretario del conde de Montesquiou. En realidad, Gabriel Yturri (así, sin el de) era la más ponzoñosa de las sierpes: un cruce de cascabel con cobra real. Detrás de su apariencia inofensiva y etérea, el argentino escondía un alma oscura y turbulenta, que se complacía urdiendo las venganzas más refinadas. ¿Cómo Chiquita pudo ser tan ingenua y no percatarse de ello?

Por falta de indicios no fue. La tarde que visitaron el Louvre, mientras admiraban la Victoria de Samotracia, el mismo Yturri se desenmascaró al contarle, de lo más divertido, cómo había puesto en ridículo a cierta marquesa que se negó a incluirlo en la lista de invitados de cumpleaños. El día de la fiesta, muy temprano, hizo llegar una nota a cada uno de los convidados, usando el mismo tipo de papel que la aristócrata, avisándoles que la soirée estaba suspendida.

—Nadie asistió y, del disgusto, la bruja tuvo un colapso nervioso —dijo, cubriéndose la boca con un guante, y soltó una risita malévola—. El conde disfrutó muchísimo mi espièglerie.

¿Travesura? En realidad había sido una revancha desmedida, propia de una sensibilidad enfermiza. Sin embargo, en ese momento a Chiquita su ocurrencia le pareció graciosa. Gabriel de Yturri podía ser terrible con otros, pero con ella era siempre muy cariñoso.

El tiempo la hizo cambiar de idea. Aunque se vanagloriaba de ser su ángel guardián y de adorarla, el amante de Montesquiou no dudó en hacerla víctima de una de sus sofisticadas canalladas. Sí, canallada, ese era el único calificativo que se podía dar a su comportamiento. ¿Por qué actuó así? El motivo, aunque resulte raro, fue una gallina, y se explicará a continuación.

En París todo el mundo sabía que el arrogante Robert de Montesquiou provenía de un linaje muy ilustre. Lo que nadie tenía claro era cómo se las arreglaba para llevar una vida llena de lujos. Y es que, según los connaisseurs, sus rentas y propiedades no eran nada del otro mundo. Incluso se comentaba que, años atrás, los acreedores lo habían acosado con tanta saña, que tuvo que vender retratos de sus antepasados para saldar algunas deudas.

Pero, súbitamente, las finanzas del conde se sanearon sin que tuviera necesidad de inmolarse, como Boni de Castellane, contrayendo matrimonio con una americana rica. ¿Cómo lo logró? Era un enigma insondable. ¡Nadie lo sabía! Hasta que un día, sin proponérselo, Espiridiona Cenda lo descubrió.

Esa tarde estaba en el Pabellón de las Musas, esperando por el conde y el argentino en el sofá de un saloncito, cuando, de pronto, la cortina de brocado que cubría una de las puertas se movió y por debajo de ella se asomó una gallina rojiza y sin plumas en el gaznate, de esas que el vulgo llama pescuecipelás.

¿Qué hacía una gallina caminando por aquel piso de mosaicos de alabrastro y madreperla? Chiquita se erizó y un escalofrío le recorrió la espina dorsal de arriba abajo, pues sufría de alektorophobia aguda. Las aves de corral le producían terror. Desde niña, Cirenia y Minga le habían repetido innumerables veces que cualquiera de esos monstruos emplumados podía sacarle un ojo de un picotazo.

La pescuecipelá avanzó errática y despreocupadamente, como si estuviera sola en la habitación. ¿No habría notado la presencia de la liliputiense, o se hacía la distraída adrede, para ignorarla? Al principio, Chiquita creyó que se trataba de una intrusa que se había colado en la residencia por un descuido de la servidumbre. Pero la naturalidad con que el animal picoteaba las patas de los muebles, en busca de insectos imaginarios, y el desparpajo con que abría y cerraba las alas para resfrescarse, le hicieron sospechar que estaba habituada a moverse por habitaciones exquisitas.

Por fin, la gallina se detuvo, volteó la cabeza y miró al sesgo, con displicencia, a la paralizada Chiquita. Acto seguido, se subió al sofá con un aleteo vigoroso, raspó el tapizado con sus patas y se acomodó cerca de ella. Durante un minuto interminable permaneció en actitud de concentración, cloqueando bajito, y después se lanzó al piso y empezó a correr como loca, de un lado a otro, mientras cacareaba de modo ensordecedor, anunciando que había puesto un huevo.

Chiquita extendió una mano temblorosa y acarició la postura. Aún estaba tibia, pero no se trataba de un huevo común y corriente. Era dorado y, al tratar de levantarlo, notó que pesaba mucho. «Es de oro, de oro macizo», concluyó, estupefacta y sobrecogida. «¿Estaré perdiendo la razón?» Pero no, no: estaba en sus cabales. Ese huevo áureo podría ser inverosímil, pero era real.

En ese instante, Yturri irrumpió en el salón, se abalanzó sobre la pescuecipelá y la atrapó. Entonces, con notorio malhumor, se volvió hacia la aún boquiabierta Chiquita, le arrebató el huevo y se lo guardó en un bolsillo.

—Eres mala, mala, mala —amonestó el argentino a la gallina, que había enmudecido del susto—. ¿Por qué te escapaste, Généreuse? El conde te tiene prohibido salir de ta chambre —y mirando de reojo a Chiquita, agregó con voz helada—: No te quejes si un día me enojo contigo y te retuerzo el pescuezo.

Como si lo hubiera entendido, la gallina comenzó a chillar y a retorcerse, pero Yturri la calló de una sacudida.

Chiquita intentó balbucear algo. ¿Una pregunta? ¿Acaso una disculpa por haber visto, de forma involuntaria, algo indebido? Nunca se supo, pues Robert de Montesquiou, haciendo su entrada en la habitación, se adueñó de la palabra:

—Sí, querida, aunque resulte difícil de creer, esta es la poule aux œufs d’or —exclamó con su desenvoltura característica, como tratando de restarle importancia al incidente—. Años atrás, yo también pensaba que las gallinas capaces de poner huevos de oro de veinticuatro quilates sólo existían en los cuentos de hadas. Hasta que Généreuse llegó a mi vida y la cambió. ¡Adiós preocupaciones! Cada vez que pone un huevo, lo guardamos en la caja fuerte y, dos o tres veces al año, Gabriel y yo viajamos al extranjero, los llevamos a una fundición para que los conviertan en lingotes y luego se los vendemos a un banquero de Salzburgo.

»Cuando la trajimos a vivir con nosotros, transformamos uno de los dormitorios en un gallinero donde ella pudiera gozar de todas las comodidades imaginables. Gabriel es el único que tiene llave de esa habitación y él mismo se encarga de darle la comida y de cambiarle el agua. El problema es que, como fue criada al aire libre, en el patio de un castillo del Loira, a Généreuse no le hace ninguna gracia estar encerrada. Así que a cada rato se las ingenia para fugarse y darnos un susto. Hasta ahora siempre hemos podido encontrarla cuando se escapa o ha regresado a casa al caer la noche, por su propia voluntad. Pero… ¿y si un día la perdemos para siempre? No quiero ni pensar qué sería de nosotros.

Y mirando con expresión de reproche a su secretario, se lamentó:

—Es una pena que también hoy, por un imperdonable descuido, se haya escapado.

—Nadie ha sabido ni debe saber que el conde es dueño de esta gallina —recalcó Yturri, ignorando la alusión, mientras acariciaba con un dedo la cresta de la pescuecipelá—. Es un secreto —y mirando a los ojos a Chiquita, le dijo en castellano—: Por un animal como este, cualquiera mataría. Apreciaremos mucho su discreción.

—De mi boca no saldrá ni una palabra sobre Généreuse —aseguró la liliputiense, usando también su idioma materno, y trató de ignorar el impertinente cloqueo con que la poule aux œufs d’or pareció burlarse de su vehemencia. De inmediato se volteó hacia el conde y le repitió la promesa, pero en francés.

—No esperaba otra cosa de usted —dijo Robert de Montesquiou y, como para sellar un pacto tácito, le indicó al argentino, con un movimiento del mentón, que le entregara a Mademoiselle Cenda el huevo de ese día. Ella, al principio, no quiso aceptarlo, pero el conde puso fin a su reticencia rogándole que lo guardara como un testimonio de su amistad.

Chiquita cumplió su promesa: sólo le enseñó el huevo de oro a Rústica, pero sin contarle de dónde lo había sacado. Sin embargo, ser tan reservada no le sirvió de mucho. A los pocos días, Montesquiou le comunicó, muy abatido, que por alguna misteriosa razón Généreuse no había vuelto a poner más huevos. De nada había servido doblarle su ración de maíz ni tampoco rogarle o amenazarla. Después del encuentro con Chiquita, la gallina parecía haber perdido el don (o las ganas) de producir oro puro.

—Le hemos dado muchas vueltas al asunto tratando de hallarle una explicación a su comportamiento, pero no logramos entender qué puede haberle sucedido —se lamentó el argentino, y enseguida inquirió—: Cuando se quedaron solas en el salón, ¿usted hizo o dijo algo que pudiera ofender a Généreuse?

—¡Claro que no! —se defendió la cubana—. Es más, ni siquiera la miré a los ojos, porque las gallinas me dan pánico.

—No se exalte, querida —la tranquilizó el conde—. Ni Gabriel ni yo pretendemos culparla de esta tragedia. Sólo queremos rogarle que hable con Généreuse. Quizás, si ella la ve de nuevo, todo vuelva a la normalidad.

Aunque estaba segura de que el plan no daría resultado, Chiquita accedió a ir con ellos al Pabellón de las Musas y a que la metieran en la lujosa chambre de la gallina. Al principio, como en su primer encuentro, Généreuse trató de ignorarla. Pero cuando Chiquita empezó a improvisar un discurso para convencerla de que debía volver a poner los huevos de oro, la pescuecipelá pareció salirse de sus cabales. La miró con rabia, empezó a cloquear grave y amenazadoramente y, de pronto, con un cacareo histérico, se abalanzó sobre ella y empezó a perseguirla y a lanzarle furiosos picotazos.

Mientras corría por el cuarto, Chiquita pensó que aquel era el último día de su vida y, qué cosa tan extraña, lo único que le vino a la mente fue la imagen de Patrick Crinigan. Sin mucho éxito, intentó ahuyentar a Généreuse con su sombrilla, pero lo único que consiguió fue ponerla aún más furiosa. Por suerte, cuando el monstruo con plumas ya la tenía acorralada en un rincón y abría y cerraba secamente el pico, como si se dispusiera a vaciarle las cuencas de los ojos, Montesquiou y el argentino oyeron sus gritos, entraron al lujoso gallinero y lograron rescatarla[41].

A partir de ese día, Gabriel de Yturri empezó a tratarla diferente. En apariencias seguía tan cordial y afectuoso como de costumbre, pero Chiquita notaba que no era el mismo de antes. Pese a haber arriesgado su vida para ayudar a Montesquiou, seguía achacándole el problema de Généreuse. En su fuero interior, aunque careciera de pruebas, estaba convencido de que ella era la culpable de que no pudieran contar con los huevos de oro. Y por eso la hizo víctima de una de sus retorcidas venganzas: en lugar de advertirle que se estaba metiendo en un lío, el muy ladino se quedó callado y la dejó intimar con la persona que Carolina Otero aborrecía más sobre la faz de la Tierra.

Una mañana, cuando Chiquita y Rústica volvían a casa, después de dar una vuelta por el Bois en la calesa de la Bella Otero, divisaron un carruaje varado en el medio del camino. Una de sus ruedas había sufrido un desperfecto y una dama agitaba un pañuelo pidiéndoles ayuda. Cuando estuvieron más cerca y Chiquita la pudo ver mejor, el corazón le dio un vuelco, ordenó al cochero con su vocecita más chillona que parara immédiatement y se brindó para transportarla hasta su residencia.

La joven le dio las gracias y, mientras acomodaba su delicado trasero en el asiento frente al de ella, le sonrió. (Ah, qué dentadura la suya, qué deliciosos hoyuelos los de sus mejillas y qué endiabladamente bien le sentaba ese sombrero del tamaño de una rueda de molino.) Si alguna duda le quedaba a Chiquita de que aquella era la mujer más hermosa que había visto en su vida, en ese instante desapareció, y dándole un codazo por las costillas a Rústica, la instó a recoger los pies y a ocupar el menor espacio posible, de modo que la señorita pudiera hacer el viaje con la mayor comodidad…

Así fue como conoció a Liane de Pougy.

¿Conoció? No, rectifico. No es ese el verbo adecuado, no le hace justicia a lo que sucedió esa mañana. Más que conocerla, Chiquita se deslumbró con ella, fue cautivada sin remedio por su encanto y su inteligencia, se convirtió en su más rendida admiradora. ¿Qué era esa fascinación que la obligaba a mirarla con fijeza, corriendo el riesgo de resultar impertinente; ese arrebato que le coloreaba las mejillas; ese remolino de sentimientos confusos que le cortaba el aliento? ¿Sería, acaso, víctima de un hechizo? ¿Algún Puck travieso le habría dado a beber un filtro amoroso? Nunca había experimentado algo semejante. O mucho se equivocaba o era amor a primera vista. Pero… «¿Amor por otra mujer?», se preguntó, desconcertada.

Mientras trataba de sostener con su invitada un diálogo que tuviera un mínimo de coherencia, no dejaba de hacerse preguntas y de barajar respuestas, todo a una velocidad de vértigo. ¿Estaba en sus cabales? Hasta ese día, la posibilidad de sentirse atraída por otra fémina nunca le había pasado por la mente. Claro que, como dice el refrán, para todo existe una primera vez. ¿Y a qué sabrían los besos de las tríbadas? Algo le hacía suponer, y sintió un cosquilleo lúbrico al imaginarlo, que serían más voluptuosos y delicados que los de un varón. Besos capaces de sorber el alma y transportar el cuerpo a los territorios del éxtasis…

Una vez Robert de Montesquiou había comentado en su presencia que en París existían más discípulas de Safo de las que se podía suponer. ¿Era esa la explicación? ¿Estaban las mujeres amenazadas por una especie de plaga contagiosa, que podía infectarlas en el momento menos esperado y trastocar sus sentidos? ¿Existiría la peste de Lesbos? ¡Al diablo! Fuese cual fuese la causa, el efecto resultaba delicioso. Se sentía extrañamente viva y excitada, juguetona y coqueta. Toda una gatica. Y también temerosa de no saber cómo comportarse. ¿Eran ideas de su mente enfebrecida o la esbelta Mademoiselle de Pougy la observaba también con ojos brillantes? ¿Había una promesa secreta en el modo en que una de las comisuras de sus labios se alzaba dulcemente, mientras la oía desvariar? Porque, sin duda alguna, tenía que estar desvariando. Tan ensimismada se hallaba en sus pensamientos, que perdió el hilo de la conversación. ¿De qué hablaban? ¿Del proceso de Dreyfus? ¿De la poesía de Lord Byron? Ah, no, del teatro. De Les Folies Bergère y de l’Olympia. Porque Liane de Pougy era una artista de variedades reverenciada por el público de París y de otras capitales.

—¿Como Mademoiselle Otero? —se le ocurrió preguntar.

—Como ella, pero mejor —bromeó la francesa, y la malicia de su mirada hizo sospechar a Chiquita que la atracción que sentía era mutua.

¿Qué sucedía dentro de esa calesa? ¿Había ondas electromagnéticas, centellas invisibles, flechas del carcaj de Cupido volando para aquí y para allá? En el ambiente se sentía algo fuera de lo común, y Rústica, que tenía muy buen olfato, debió advertirlo, porque de pronto empezó a resoplar, a poner los ojos en blanco y a abanicarse con exageración. Chiquita la ignoró. Si de ella hubiera dependido, habría seguido por toda la eternidad frente a aquella mujer de cuello de cisne, cabellos sedosos y rostro que recordaba el de las vírgenes de Botticelli.

Pero, tristeza, el ensueño llegaba a su final: el cochero acababa de detener los caballos en la Avenue Victor Hugo, justo delante de la casa de Liane de Pougy, y ya le abría la portezuela y la ayudaba a bajar a la acera. ¿Y si no volvían a verse? ¿Y si no coincidían jamás? Chiquita sintió que un cuchillo de hielo le abría un surco en el corazón, pero Liane se encargó de suturar la herida cuando, tras reiterarle las gracias por haberla «salvado», insistió en que tenían que verse de nuevo, y cuanto antes mejor. ¿Por qué no esa misma tarde? ¡Ni una palabra más! ¡No admitía negativas! La esperaba en su casa, para merendar juntas, a las cuatro. Chiquita no pudo hablar de la emoción y se limitó a mover la cabeza, como una muñeca o una idiota, en señal de asentimiento. «Oui, oui, à quatre heures, je le promets», pensó.

—Esa mujer no me cae bien —refunfuñó Rústica en cuanto estuvieron solas.

—Cierra la bemba —repuso, cortante, Espiridiona Cenda—. Nadie te ha pedido tu opinión —y sacando del bolso su relojito, le echó una mirada y se lamentó—: ¡Dios bendito, falta una eternidad para las cuatro!