Capítulo XXV
Cita en la Alfama. La Orden de los Pequeños Artífices de la Nueva Arcadia. Cómo y por qué nació la hermandad. Maestros Mayores, Artífices Superiores y pupilos. La nariz metálica de Tycho Brahe. Malos tiempos para la cofradía. Escogida por el Demiurgo. El doble astral de Chiquita acude a las reuniones.
El 14 de diciembre de 1900, el día en que cumplió treinta y un años, Chiquita no salió de su hotel de Nueva York. Hacía mucho frío y se acostó temprano. Sin embargo, unas horas después estaba muy lejos de allí, comiendo pasteles de bacalao en un caserón de la Alfama, en Lisboa.
¿Cómo se las arregló para trasladarse tan rápido de una ciudad a otra en una época en que la aviación estaba en pañales? Gracias a la bilocación. Esa noche ella supo que podía estar en dos lugares al mismo tiempo: mientras su cuerpo físico dormía en Manhattan, su cuerpo astral oía fados cerca del río Tajo.
Se trataba de un don poco frecuente, pero que compartía con otras personas. A través de los tiempos, se han conocido muchos casos de bilocación. Los anales de la Iglesia católica aluden a menudo a este fenómeno en las biografías de sus santos. Por ejemplo, San Antonio de Padua y San Martín de Porres se bilocaban a voluntad. Y cuando al alquimista Cagliostro lo encerraron en la Bastilla, su proyección astral se escapaba a cada rato y la gente lo veía caminando, muy sosegado, por las calles de París. Las primeras veces creyeron que se había fugado y avisaron a los guardias encargados de cuidar la prisión; pero cuando estos revisaban su celda, lo encontraban dentro. Así que todos terminaron acostumbrándose a la idea de que Cagliostro podía estar en dos o más lugares al mismo tiempo.
Aquella noche en Nueva York, cuando ya Chiquita estaba debajo de sus cobijas y a punto de quedarse dormida, notó que su cuerpo astral empezaba a escindirse del físico. Era una sensación desconocida, que la asustó mucho, y de pronto no supo si debía irse detrás del astral o quedarse en la cama, con el físico. No tuvo que elegir. El astral la arrastró consigo, sin muchos miramientos, y después de atravesar a una velocidad escalofriante un túnel oscuro y lleno de ecos, cayó en la sala de una casa, en Lisboa.
¿Y a quiénes encontró allí, sentados alrededor de una mesa y oyendo la voz de un hombre que cantaba fados a lo lejos? Pues al Conde Primo Magri y a su esposa Lavinia; a Dragulescu, el jorobado ruso, y al Pachá Hayati Hassid, un liliputiense turco[49]. Al notar que había hecho el viaje vestida sólo con su ropa de dormir, la Condesa Magri le puso una manta sobre los hombros. Chiquita estaba nerviosa, pero como todos parecían tan felices de tenerla allí, trató de tranquilizarse, con la esperanza de que alguien le aclarara lo que estaba pasando.
Después de servirle una copa de vino verde y de insistirle para que probara las frituras de bacalao, Lavinia le dijo con tono maternal:
—Querida, ha llegado el momento de hablar claro.
Sin poderse contener, Chiquita la interrumpió y le pidió que la sacara de dudas: ¿aquello era un sueño? Al oírla, todos se echaron a reír.
—¡Claro que no! —le respondió la Condesa Magri, y le hizo saber que estaban allí para hablar del talismán que, siendo una niña, le había obsequiado el gran duque Alejo de Rusia—. Es hora de que conozcas lo que representa y qué se espera de ti por ser su dueña.
En ese momento, los cuatro le enseñaron a Chiquita las bolitas de oro, idénticas a la suya, que llevaban colgadas del cuello, y de inmediato los dijes comenzaron a brillar y a emitir luces que volaban en todas direcciones, chocaban, se entrelazaban y cambiaban de color. Tras el breve espectáculo de fuegos artificiales, cuando los talismanes se tranquilizaron Lavinia volvió a hablar.
—Hija mía —dijo, mirando a Chiquita a los ojos—, ¿estás dispuesta a escuchar una larga y enrevesada historia? —y como la matancera le respondió que sí, dio inicio a su relato.
Lo primero que le reveló fue que su bolita de oro no era un amuleto para la buena suerte, como el gran duque Alejo había hecho creer a sus padres. En realidad era un distintivo o insignia que identificaba a los regentes de una sociedad secreta a la que únicamente pertenecían personas de muy baja estatura. Sólo los liliputienses y los enanos podían ser miembros de la Orden de los Pequeños Artífices de la Nueva Arcadia.
La hermandad la había fundado en el siglo XV un grupo de hombres y mujeres diminutos que vivían en las cortes de emperadores, reyes, príncipes y duques de Europa. Unos eran bufones; otros, acompañantes o sirvientes; pero todos estaban al tanto de las intimidades de sus señores y de las intrigas palaciegas.
Poco a poco, esas personas notaron que, además de su corta estatura, tenían otras cosas en común. La primera: detestaban la forma burlona o compasiva, pero humillante siempre, en que eran tratadas por la gente de talla «normal». La segunda: estaban convencidas de que los pequeños, sin importar quiénes fueran ni dónde o cómo viviesen, merecían un tratamiento más justo y respetuoso. Pero también pensaban que sus gobernantes, salvo contadas excepciones, eran unos ineptos y unos salvajes.
Entonces los Maestros Fundadores (ese fue el nombre que recibieron los que crearon la hermandad) llegaron a la conclusión de que debían unirse y empezar a manipular, de forma discreta y astuta, los hilos del poder. Si no influían en las decisiones de quienes imponían las leyes, el mundo terminaría convirtiéndose en una sucursal del infierno a causa de las epidemias, las hambrunas, la intolerancia religiosa y las guerras. Tenían que lograr, por una parte, que los que ejercían el poder se comportaran de un modo más sensato y, por la otra, que los liliputienses y los enanos pudieran sobrevivir y prosperar en un entorno hostil. Esas fueron las dos principales misiones que se trazaron: preservar el mundo y velar por el bienestar de sus iguales.
Desde sus inicios, la Orden se concibió como una organización muy hermética. Tanto, que sus miembros inventaron un idioma para hablar de sus asuntos y enviarse mensajes: la Geheimsprache der kleinen Leute o lengua secreta de los enanos. Pese a ser la mayor autoridad de su época en idiomas secretos, el profesor Joachim von Groberkessel se había equivocado al afirmar que ese idioma era usado por los egipcios y los romanos de la Antigüedad; en realidad, surgió mucho después, a fines del siglo XV, en la misma época en que Colón estaba tratando de que le financiaran sus viajes.
Según Lavinia, en sus cuatro siglos de trabajo silencioso la Orden de los Pequeños había logrado conjurar varias guerras, y muchas conquistas sociales importantes para la humanidad se debían a una sugerencia o un consejo que sus miembros habían deslizado en el oído adecuado y en el momento oportuno. Pero el Libro de las Revelaciones, que era una suerte de manual de funcionamiento de la secta, aseguraba que llegaría un momento en que los pequeños no tendrían que actuar más en las sombras. Cuando llegara ese día, gobernarían el planeta sin tapujos y lo harían con tanto tino, que terminarían transformándolo en una enorme Arcadia.
Al principio, la Orden sólo funcionó en Europa, pero lentamente se fue expandiendo por los demás continentes. Su diseño era piramidal. En la cresta, controlándolo todo y tomando las decisiones más importantes, estaba el Maestro Mayor. Luego, en orden de relevancia, venían los Artífices Superiores, que eran cuatro. Cuando el Maestro Mayor moría, un Artífice pasaba a ocupar esa posición. Y por último, en la base de la pirámide, había centenares de grupúsculos formados por tres a cinco pupilos. Cuando una célula de cinco pupilos captaba a otro integrante, estaba obligada a dividirse en dos.
Lo usual era que los Maestros Mayores tuvieran un mandato muy largo. Por ejemplo, John Jarvis dirigió la hermandad durante veinte años. A ese liliputiense, que medía dos pies de estatura, María Tudor le tuvo siempre mucho aprecio, porque permaneció a su lado tanto en las malas como en las buenas; cuando subió al trono de Inglaterra, lo nombró paje de honor y a cada rato le pedía su opinión sobre distintos asuntos de Estado. El problema era que a la reina los consejos de Jarvis le entraban por un oído y le salían por el otro, y el corto tiempo que pasó en el trono lo dedicó a hacerles la vida imposible a los protestantes[50].
Otro que dirigió la secta muchos años, más de sesenta, fue Józef Boruwlaski, un polaco muy célebre en el siglo XVIII. En su juventud, recorrió las cortes de Europa y el Imperio Otomano como acompañante de la condesa de Humiecka. Boruwlaski era músico y tocaba sus propias composiciones en un violín chiquitico, hecho a su medida, que la condesa le había encargado a Amati, el famoso lutier de Cremona. El tipo de vida que Boruwlaski llevaba le permitía codearse con lo mejor de la nobleza de su época; fue amigo, confidente y quién sabe si algo más de muchas damas, y todas esas relaciones las puso en función de los objetivos de la secta[51].
Charles Stratton, el General Tom Thumb, fue el Maestro Mayor más joven. Lo escogieron para esa posición en 1855, poco después de cumplir diecisiete años, y la ocupó hasta su fallecimiento, acontecido en 1883. Tradicionalmente ese importante puesto había estado reservado para los hombres, hasta que, tras la muerte de Stratton, Lavinia, su viuda, fue designada para desempeñarlo y ya llevaba más de tres lustros al frente de la Orden.
Sí, los Maestros Mayores permanecían en lo alto de la pirámide durante largo tiempo; en cambio, la mayoría de los Artífices Superiores no solía durar mucho. Algunos incluso fallecían muy jóvenes. Ese fue el caso de Paulina Musters, la acróbata holandesa, que sólo pudo ser Artífice durante once meses. Claro que había sus excepciones: Dragulescu, por ejemplo, llevaba medio siglo desempeñando ese rol.
Al principio, los regentes de la Orden eran siempre personas que habitaban en las cortes; cerca de los reyes y de la nobleza. Pero, con el paso del tiempo, dejó de ser chic que los aristócratas tuvieran liliputienses y enanos a su alrededor. Entonces la hermandad empezó a ser dirigida por gente del mundo del espectáculo que, gracias a su popularidad, no sólo se relacionaban con los nobles, sino también con los presidentes, los congresistas y los magnates. Un buen ejemplo de esta nueva elite fueron el Maestro Mayor Tom Thumb y la por entonces Artífice Lavinia, quienes, durante su viaje de bodas, visitaron al presidente Abraham Lincoln y a su esposa Mary en la Casa Blanca. Cuando a la cúpula de la secta se le presentaban oportunidades como esa, procuraba sacarles el mayor provecho para su causa.
Esa noche, en Lisboa, Chiquita se enteró de que, a lo largo de su historia, los Pequeños habían colaborado ocasionalmente con otras sociedades secretas. Tuvieron alianzas con los Carbonarios, con quienes coincidían en el deseo de abolir cualquier tipo de absolutismo, tanto monárquico como religioso o civil, y también con los Rosacruces. A otras organizaciones, en cambio, habían tratado de combatirlas de forma discreta, para evitar enfrentamientos frontales. Así pasó, por ejemplo, con la Sociedad del Ángel Exterminador, que pretendió reestablecer el Tribunal de la Inquisición en España. Y también con los Caballeros del Ku Klux Klan, porque los enanos y los liliputienses, víctimas de la discriminación desde que llegaban al mundo, rechazaban por principio la supremacía de una raza sobre otra.
Como toda sociedad secreta, la Orden de los Pequeños era muy selectiva. A los candidatos los sometían a distintas pruebas para saber si valía la pena sumarlos a sus filas y, una vez aceptados, debían pasar por un complicado rito de iniciación. Al final, todos los presentes en la ceremonia se hacían un tajo en un dedo y mezclaban su sangre en una copa para que el nuevo miembro la bebiera.
Los pupilos de las células no recibían dijes; ese privilegio estaba reservado para la parte superior de la pirámide. La Orden no tenía nada de democrática. Al Maestro Mayor y a los cuatro Artífices Superiores no los elegían por votación, sino que eran designados a dedo por una especie de entidad o poder no humano (o, mejor dicho, suprahumano) al que llamaban el Demiurgo.
En ese momento, Chiquita interrumpió a Lavinia para preguntarle si el Demiurgo era Dios, y la Maestra Mayor le contestó con un evasivo «Quizás…, aunque probablemente no».
En los primeros tiempos de la cofradía, localizar a los nuevos Artífices Superiores era una tarea ardua, pues estos jamás salían de las filas de los pupilos. El Demiurgo siempre escogía para ocupar ese puesto a personas que no supieran nada de la hermandad. Entonces, cuando un Artífice Superior fallecía, los demás miembros de la cúpula tenían que salir a buscar el relevo guiándose por oráculos y por las instrucciones del Libro de las Revelaciones, que eran bastante crípticas. Cuando por fin daban con el enano o el liliputiense designado por el Demiurgo, le revelaban la existencia de la Orden y le entregaban su insignia.
No era fácil, a veces tardaban un año, y hasta dos, para descifrar la voluntad del Demiurgo y encontrar al nuevo elegido. Por eso a un enano llamado Jepp, quien dirigió la Orden durante un tiempo, se le ocurrió que si tuvieran una fórmula matemática que les permitiera saber con anticipación quiénes, en determinado momento de sus vidas, iban a ser convocados para sustituir a un Artífice Superior, se quitarían un peso de encima. Con esa fórmula en su poder, no tendrían que malgastar tanto tiempo y energía, podrían tener ubicados a los relevos con anticipación y ahorrarse las carreras de último momento.
Pero ¿cómo conseguir semejante fórmula? Jepp tenía la esperanza de que un matemático y astrónomo danés llamado Tycho Brahe lograra descubrirla.
—¿Ese astrónomo también era enano? —quiso saber Chiquita y recibió un rotundo no por respuesta.
—A lo largo de su historia, la Orden de los Pequeños Artífices de la Nueva Arcadia siempre ha tenido aliados y colaboradores entre las personas de estatura común —le informó Lavinia—. Como el gran duque Alejo y la reina Liliuokalani, por mencionar dos casos.
Acto seguido, Chiquita se enteró de que Tycho Brahe había sido uno de los hombres más inteligentes del siglo XVI, pero que siempre tuvo un grave problema: era muy irascible. Por ese defecto incluso perdió un pedazo de su cuerpo. Una vez, cuando tenía veinte años y estudiaba en la Universidad de Rostock, fue a una fiesta en casa de un profesor suyo y allí se encontró con otro alumno. Los dos jóvenes empezaron a discutir de matemáticas, se acaloraron y terminaron batiéndose en un duelo. Para desgracia de Tycho, su rival era tan bueno con la espada como con los números, y le arrancó la nariz de una estocada.
En un caso como ese, más de uno se hubiera hundido en la desesperación, pero Tycho Brahe se tomó el asunto con calma. Se hizo una nariz artificial con una aleación de oro y plata, a la que añadió un poco de cobre para que fuera más resistente y para darle un color parecido al de su piel. Tan bien le quedó, que había que fijarse mucho para notar que era falsa. Eso sí, a partir de entonces, adondequiera que iba llevaba una cajita con una pasta especial para pegarse la prótesis cuando se le caía[52].
Al notar que Chiquita daba señales de impaciencia, Lavinia interrumpió un instante su relato para hacerle una aclaración:
—¿Crees que perdí el hilo y que estoy hablando de cosas que nada tienen que ver con la Orden? Pues no es así. La nariz de Tycho Brahe es importante en esta historia y a su debido tiempo sabrás por qué.
Después de concluir sus estudios universitarios, el astrónomo viajó durante mucho tiempo por las cortes de Europa, asombrando a todo el mundo con su habilidad para predecir los eclipses y calcular las órbitas de los cometas. Hasta que un día Federico II, el rey de Dinamarca y de Noruega, le pidió que volviera a su patria. Para tentarlo, le ofreció la isla de Hven y una buena renta, y se comprometió a ayudarlo a construir el observatorio de sus sueños. A Tycho le encantó la propuesta, se fue para la isla y levantó allí un castillo al que puso por nombre La Fortaleza del Cielo, donde vivió y estudió los astros durante veinte años.
En esa época, Tycho empleó como bufón a Jepp (sin imaginar que era el Maestro Mayor de una hermandad secreta) y el enano se convirtió en su hombre de confianza. Fue entonces cuando Jepp lo convenció para que, basándose en sus observaciones de los desplazamientos de los cuerpos celestes, tratara de encontrar la fórmula que la Orden necesitaba. Tycho asumió la tarea como una cuestión de honor y durante años y años se devanó los sesos, tratando de complacer a su bufón.
Cuando Federico II murió, a Tycho Brahe no le quedó más remedio que abandonar La Fortaleza del Cielo y aceptar el puesto de Imperial Mathematicus en la corte de Bohemia. Allí siguió haciendo cálculos y más cálculos, obsesivamente, hasta que por fin halló la fórmula (que era una cruz formada por números de tres dígitos), se la entregó a Jepp y lo enseñó a utilizarla.
Aquel descubrimiento, que el Maestro Mayor compartió enseguida con sus cuatro Artífices Superiores, les facilitó muchísimo la vida, porque a partir de ese momento pudieron localizar a los futuros miembros de la cúpula con gran antelación (en cuanto estos llegaban al mundo), interpretando más rápido la voluntad del Demiurgo.
Pero ese no fue el único cambio que Jepp introdujo en el funcionamiento de la Orden de los Pequeños durante su mandato. Por iniciativa suya se tomó otra decisión crucial. Cada vez que encontraban a una criatura predestinada a ser Artífice Superior, se las ingeniaban para que los padres les pusieran al cuello un dije similar al que usaban los jerarcas. De esa forma, podían tenerlos controlados hasta que llegaba el momento de sumarlos a la hermandad. Claro, a los padres les hacían creer que se trataba de amuletos para la buena suerte. De la existencia de la Orden no les decían ni una palabra.
En esa parte de la conversación Chiquita se enteró, por fin, de cuál era la función de las bolitas de oro. Los dijes estaban conectados entre sí y formaban una especie de «red» que permitía al Maestro Mayor y a los Artífices Superiores mantenerse comunicados. Pero, además, a través de ellos también podían estar al tanto de lo que hacían, pensaban y sentían los escogidos por el Demiurgo, los futuros miembros de la directiva. Mediante las diferentes señales que emitían las insignias (latidos, cambios de temperatura, movimientos de los signos grabados en el metal y emisión de luces), podían, por decirlo de alguna manera, «acompañar» a los elegidos, aconsejarlos y hasta ayudarlos, a veces, en caso de peligro.
Aunque la fórmula de Tycho Brahe era larga y complicada, Jepp insistió en que los Artífices y él debían memorizarla. Y, previendo que alguna vez la memoria pudiera fallarles, tuvo la idea de guardar una copia de la ecuación en algún escondite. Debía ser un sitio seguro, porque, si bien la secta tenía aliados, también tenía enemigos acérrimos. Pero ¿cuál? Cada vez que alguien sugería uno, los demás lo objetaban.
Llevaban varias semanas discutiendo dónde esconder la fórmula, cuando Tycho Brahe murió en medio de una borrachera. Mientras lo llevaban a su cama, la nariz metálica se le despegó, cayó al piso y Jepp la recogió sin que la mujer, los hijos y los sirvientes del astrónomo se dieran cuenta. Aprovechando la confusión, escapó de la casa, llevó la prótesis al taller de un orfebre y le pidió que le grabara la fórmula en su reverso.
Cuando el artesano terminó su labor, a Jepp no le quedó otro remedio que apuñalearlo allí mismo para garantizar el éxito de su plan. Entonces, volvió al cuarto donde velaban el cadáver de Tycho, le anunció a la viuda que había encontrado la nariz y se la pegó. Aunque lo había hecho todo sin consultar a los cuatro Artífices, estos estuvieron de acuerdo en que se trataba del lugar perfecto para ocultar la fórmula. Y así fue como Tycho, su nariz y el secreto de la Orden fueron a parar a una tumba dentro de la iglesia de Nuestra Señora de Tyn, en Praga.
—Cuando naciste y la ecuación nos reveló que en el futuro serías una de las escogidas del Demiurgo, le encomendamos a Dragulescu, quien iba a viajar a América como parte de una comitiva imperial, la tarea de hacerte llegar tu dije —le explicó Lavinia a Chiquita—. La misión fue un éxito gracias al gran duque Alejo Romanov.
Para entonces, ya Chiquita estaba aburrida de oír hablar de la secta, pero como no quiso ofender a la viuda de Tom Thumb ni a los Artífices diciéndoles que aquella historia le parecía muy rocambolesca, lo que hizo fue preguntarles:
—Entonces, ¿quién entró a mi dormitorio en The Hoffman House y me robó el talismán? Y, más importante aún, ¿tuvieron ustedes algo que ver con las muertes del librero judío y de los dos detectives?
—¡No! —se apresuró a aclarar Lavinia—. Fueron los otros.
Entonces le confesó que, desde hacía algunos años, la Orden de los Pequeños Artífices de la Nueva Arcadia atravesaba una crisis muy grave.
Los problemas empezaron cuando algunos liliputienses, líderes de distintas células de la cofradía en Francia, Italia y Estados Unidos, exigieron que se les tomara en cuenta para ascender a la posición de Artífice Superior. En su opinión, era injusto que se buscara a desconocidos para ocupar esos puestos cuando en la base de la Orden había personas con méritos para desempeñarlos. También pretendían que la organización fuera depurada de enanos y que sólo acogiera en sus filas a los liliputienses «puros», ya que les incomodaba ser dirigidos por personas de cuerpo deforme y rechoncho, o tener que tratarlas como iguales en las organizaciones de base.
Como los revoltosos insistieron en que sólo negociarían con el Maestro Mayor, a la viuda de Tom Thumb no le quedó más remedio que entrevistarse con el cerebro de aquella facción: el Príncipe Colibrí, un liliputiense nacido en Finlandia que trabajaba en los vaudevilles europeos.
—Si por una circunstancia excepcional tenemos que hablar con algún pupilo, nos ponemos máscaras para no ser identificados —le contó Lavinia—. Así que me puse una y me reuní con el Príncipe Colibrí. Cuando lo tuve delante, sentí ganas de decirle que él y sus compinches eran unos ambiciosos y unos segregacionistas, pero me contuve y más bien traté de limar asperezas. Le expliqué que, según lo establecido por el Libro de las Revelaciones, el Demiurgo era quien determinaba quién ocupaba las vacantes en la directiva de la Orden. Y que lo mismo pasaba al concluir el mandato de un Maestro Mayor: era Él quien escogía, entre los cuatro Artífices Superiores, a su sucesor.
Cuando el Príncipe Colibrí la interrumpió y le dijo, con desfachatez, que el Demiurgo era una invención, un pretexto que empleaban «los de arriba» para repartirse el poder, Lavinia entendió que dialogar con los sediciosos iba a ser muy difícil, porque el objetivo de «esos arrogantes» (así los calificó) no era modernizar la hermandad, como proclamaban, sino destruirla y suplantarla.
Los cabecillas rebeldes se fueron insubordinando más y más, hasta que terminaron abandonando la Orden de los Pequeños Artífices de la Nueva Arcadia. Entonces, con los pupilos que los siguieron, crearon una organización sólo para liliputienses a la que llamaron Los Auténticos Pequeños. Hicieron una elección para escoger a su Maestro Mayor y el Príncipe Colibrí la ganó. Pero como no tardaron en tener luchas intestinas, varios integrantes de la nueva secta hicieron casa aparte, fundaron otra cofradía y le pusieron Los Verdaderos Auténticos Pequeños. Ese grupúsculo lo dirigía un escocés que trabajaba en circos de mala muerte y que se hacía llamar Coronel Moscardón.
—Desde entonces, tanto unos como otros quieren apoderarse de nuestras insignias —comentó Lavinia, señalando su dije, y añadió con sarcasmo—: No sé qué pretenderán hacer con ellas, pues no tienen idea de cómo utilizarlas y ni sometiéndonos a tortura compartiremos ese conocimiento con ellos.
Sin embargo, a pesar de esa y otras bravuconadas por el estilo, Chiquita notó que la Maestra Mayor estaba seriamente preocupada. Razones no le faltaban. Hasta ese momento, ninguno de sus Artífices Superiores la había traicionado, pero ¿y si sucedía? El Conde Magri era su marido, así que de él cabía esperar fidelidad absoluta. En cuanto a Dragulescu, su condición de enano lo convertía en persona non grata tanto para Los Auténticos Pequeños como para Los Verdaderos Auténticos Pequeños. El turco también parecía incondicional, pero los golpes de la vida le habían enseñado a Lavinia a no meter la mano en el fuego por nadie…
Aunque le doliera admitirlo, la Orden ya no era la organización monolítica e influyente de los tiempos de Jepp, Jarvis y Boruwlaski. La escisión le había causado un daño irreparable. La prueba más contundente de lo mal que andaba era que, unos meses atrás, alguien había descubierto el lugar donde ocultaban la fórmula para localizar a los futuros Artífices Superiores. La tumba de Tycho Brahe en Praga había sido profanada y le habían robado al astrónomo (es decir, a lo que quedaba de él) su nariz metálica. Aunque carecían de pruebas, Lavinia y los Artífices estaban casi seguros de que Los Auténticos Pequeños o Los Verdaderos Auténticos Pequeños eran los culpables de ese acto de vandalismo.
—Por fortuna, aunque tengan la ecuación, no saben cómo usarla —dijo Lavinia.
—Pero si dieron con el escondite, eso significa que uno de ustedes se fue de lengua —exclamó Chiquita impulsivamente y, por la forma en que todos la miraron, se percató de que había hablado de más—. No es que los esté acusando —añadió, tratando de arreglar el entuerto—, pero sólo ustedes sabían lo de la nariz, ¿no?
La Maestra Mayor prefirió no contestarle y continuó como si no la hubiese oído:
—Cuando nuestros enemigos se enteraron, a través del dueño de La Palmera de Déborah, de que tú tenías uno de los dijes, decidieron robártelo para tratar de entender su funcionamiento —dijo—. Fueron ellos, claro está, quienes mataron al judío, y lo mismo hicieron con los detectives. Siempre hacen lo mismo: lo resuelven todo degollando, descuartizando o haciendo papilla a la gente. Son unos hampones. Ganas no les deben haber faltado de liquidarte también a ti.
—¿Y por qué no lo hicieron? —preguntó Chiquita.
Lavinia sonrió enigmáticamente y su marido contestó por ella:
—No, signorina. No se atreverían a tanto. Podrán haber traicionado a la Orden, pero saben que el Libro de las Revelaciones no miente cuando dice que si un hermano mata a otro sin la aprobación del Maestro Mayor, pagará muy caro su crimen.
—Además, ellos no la quieren a usted muerta —agregó el turco en un inglés muy enredado—. Lo que desean es que se pase a sus filas.
—Eso fue lo que intentó hacer Pompeo —indicó Lavinia, adueñándose otra vez de la palabra—. ¿O qué pensaste, que de verdad estaba enamorado de ti? Aún eres muy ingenua, hija mía. A ese bribón le dieron la misión de seducirte…
Aunque a Chiquita le costaba creer que la pasión de Pompeo hubiese sido fingida, prefirió guardarse su opinión. Ya era tardísimo, estaba a punto de amanecer. Así que, muerta de sueño y con ganas de ponerle punto final a aquellas confesiones, tomó el toro por los cuernos y le preguntó a Lavinia qué esperaba de ella la Orden de los Pequeños Artífices de la Nueva Arcadia. Si pretendían ofrecerle un puesto en la directiva, lamentaba mucho tener que decepcionarlos. Su carrera no le dejaba tiempo para nada. No quería aceptar el ofrecimiento sólo para quedar bien y luego no poder cumplir con las obligaciones de la hermandad.
—Querida, usted no ha entendido cómo son las cosas —exclamó bonachonamente Dragulescu—. Ninguno de nosotros eligió entrar a la Orden: fuimos elegidos por ella.
—Así es —reafirmó la Maestra Mayor—. La secta no invita a nadie a formar parte de su cúpula. Simplemente, te designa. Venimos al mundo predestinados para esta misión y la tenemos que asumir, gústenos o no. Nos reunimos dos o tres veces al año, a menos que surja algún imprevisto, y en esas juntas se reparten las tareas.
—¿Y si me niego a asistir? —bravuconeó Chiquita con la barbilla erguida, los cachetes colorados, el ceño fruncido y los ojos entrecerrados y chispeantes.
Sin perder la paciencia, Lavinia le respondió que aunque ella se resistiera a ir a las reuniones, su proyección astral acudiría en cuanto fuera convocada. A las asambleas de la Orden no asistían los cuerpos físicos de sus miembros, sino sus duplicados astrales. Ese era un don que compartían los elegidos del Demiurgo. Quienes llevaban al cuello las bolitas de oro podían desdoblarse y estar en dos lugares al mismo tiempo. Y le aclaró que de nada servía oponerse, porque la voluntad del cuerpo astral era independiente de la del físico.
Entonces sacó a relucir el «sueño ruso» que Chiquita había tenido antes de irse de Matanzas. Mientras su cuerpo reposaba en la casona, su doble se había reunido con Dragulescu y sus amigos en San Petersburgo. Esa era una prueba a la que tradicionalmente se sometía a los futuros Artífices Superiores, un ensayo para averiguar qué tan buenos eran a la hora de bilocarse. En su caso, había funcionado de maravillas.
—Algunos pupilos, muy contados, también son capaces de hacerlo —se lamentó la Maestra Mayor—. Uno de Los Auténticos Pequeños o de Los Verdaderos Auténticos Pequeños, nunca nos quedó claro, se valió de ese don para materializarse en tu hotel, robarte la insignia y desaparecer sin dejar rastro.
Y tras esa explicación, le dio a Chiquita la bienvenida oficial al puesto de Artífice Superior que había quedado vacante al morir un enano de Alejandría. Según lo estipulado por el Libro de las Revelaciones, esa misma noche debían hacerle su ceremonia de iniciación, pero, como era tan tarde, pospusieron esa formalidad para más adelante. Cada cuerpo astral volvió a reunirse con su cuerpo físico: Lavinia y el Conde Magri se fueron al hotel de Portland donde se hallaban hospedados; Hayati Hassid salió rumbo a Londres, porque estaba trabajando en un vaudeville de esa ciudad, y Dragulescu volvió a San Petersburgo. La última en dejar Lisboa fue Chiquita y, antes de hacerlo, tomó el pastel de bacalao que quedaba en el plato para írselo comiendo durante el viaje.
Al otro día, cuando despertó en su hotel de Manhattan, creyó que todo había sido un sueño, o más bien una pesadilla. Pero cambió de idea cuando Rústica, al ayudarla a vestirse, empezó a quejarse, extrañada, de la peste a bacalao que tenía.
En las semanas siguientes, el doble astral de Espiridiona Cenda estuvo muy atareado, pues los Artífices Superiores se turnaron para instruirla y familiarizarla con los secretos de la cofradía. La enseñaron a usar su insignia de oro para enviar mensajes y otras cosas, y también a decir algunas frases sencillas en la lengua secreta de los enanos.
Las primeras veces que Primo Magri, Dragulescu o Hayati Hassid la convocaron, Chiquita trató de hacer resistencia, pero se dio cuenta de que era inútil. En contra de su voluntad, terminaba bilocándose y su doble acudía a los llamados. Mientras su cuerpo astral participaba en las reuniones, su cuerpo físico se ponía a bordar, a escribir cartas o a leer. Al principio, la bilocación la hacía sentir incompleta, como medio vacía; pero terminó habituándose.