Capítulo VII

En la ruina. La decisión de Chiquita. El repertorio. Venta de la casona. Cuco se niega a comer. Visita al cementerio. Última noche en Matanzas. Sueño ruso. Un carnaval en el puerto. Adiós. ¿Para siempre?

En cuanto lo vio aparecer arrastrando los pies, Chiquita supo que su cuñado era portador de malas noticias. Creyó que algo les había sucedido a Manon o a su sobrino, pero Jaume se apresuró a aclarar que no se trataba de eso, sino de otra cosa que, bajando la vista, calificó de «infausta».

Así se enteró de la catástrofe. El banco donde tenía su dinero acababa de quebrar. Se había ido a pique, volviendo nada su plata y la de otros inversionistas y ahorradores. En Madrid, le contó Jaume, un comerciante y un marqués se habían volado los sesos al conocer la noticia. En Cuba, por suerte, hasta el momento ninguno de los afectados había optado por esa drástica salida.

Chiquita sintió ganas de correr y de esconderse a llorar en algún rincón. «En la fuente», pensó, como si la cercanía de Cuco el manjuarí pudiera consolarla. Sin embargo, haciendo un esfuerzo para no dejarse abatir, le aseguró a su cuñado que el primer suicidio de la isla no sería el suyo.

—Estás en la ruina —subrayó él, temiendo que no lo hubiera entendido, y al verla asentir grave y serenamente, lamentó haberle dado un consejo tan poco afortunado. Claro que ¿quién iba a suponer que algo así podía pasar?

Como si pudiera servirle de consuelo, le dijo que también la herencia de Manon se había esfumado. Sólo que para ella, que tenía el respaldo de un marido, el golpe no resultaba tan devastador. En cambio, el caso de Chiquita era distinto, realmente patético.

—Por mucho que te duela, lo más sensato será que te deshagas de esta casa. A no ser que Rumaldo haya vuelto rico del norte y asuma los gastos de su mantenimiento…

Chiquita sonrió con acritud y, con un suspiro, admitió que su nueva situación financiera la obligaría a replantearse su vida.

Lo que se imponía, insistió el esposo de Manon, sustituyendo el tono compasivo de la primera parte de la conversación por uno más práctico, era poner en venta el inmueble y repartir entre los Cenda el dinero que pudieran obtener. Él conocía a algunas personas que quizás pudieran interesarse por adquirirlo. Claro que, por muy buen negocio que lograran hacer, lo que le correspondería a cada hermano nunca sería nada del otro mundo. La guerra tenía la economía de la isla patas arriba y las propiedades ya no valían como antes. Pero Chiquita no debía preocuparse demasiado pensando en su futuro. Por suerte tenía parientes que la querían y que, de mil amores, se harían cargo de ella. Manon le rogaba que no postergara más la decisión de irse a vivir con ellos. Tendría techo y comida; y el dinerillo que entrara a su bolsa con la venta de la casona podría dedicarlo a sus gustos y caprichos personales. Al no tener que pagar servidumbre, le rendiría bien.

Chiquita le dio las gracias por la generosa oferta, que prometió analizar con detenimiento, y en cuanto pudo librarse de él, llamó a Rumaldo y a Mundo para contarles la desgracia.

—Pero ¿no se salvó nada? —inquirió su primo, incrédulo—. ¡Alguien tendría que responder por ese dinero!

—¿Cómo hay que decirte las cosas para que entiendas? —se impacientó Rumaldo—. La plata se fue al carajo. Chiquita se encuentra ahora en la misma situación en la que estamos tú y yo desde hace rato: con una mano delante y la otra detrás —y mirando a su hermana, añadió con tono conciliador—: Supongo que este traspiés, que tanto deploro, facilitará tu decisión. Ahora sólo tienes que elegir entre ser una recogida, sin derecho a llevarle la contraria a quienes te mantengan y velen por ti, o aceptar mi propuesta, empezar una nueva vida y conservar tu independencia.

Mundo quiso saber a qué propuesta se refería y Chiquita, sintiéndose de pronto muy cansada, cerró los ojos, se hundió en su chaise longue preferida (sí, aquella: la del incidente con el zapatero) y dejó que Rumaldo le contara su plan. Tal y como había imaginado, el pianista se fue poniendo más y más colorado a medida que la explicación avanzaba y, sin esperar a oír los últimos detalles, declaró que el proyecto no sólo era absurdo, sino también ofensivo.

—Sólo alguien de tu calaña podría hacerle esa proposición a una hermana —exclamó, iracundo—. ¿Es ese el destino que quieres para ella? ¿Exhibirla como si fuera un fenómeno y vivir a costa suya? ¡Qué altruista!

—¿Y quién diablos te dio vela en este entierro? —explotó Rumaldo, conteniéndose para no pegarle—. Lo malinterpretas todo. Chiquita tiene la oportunidad de convertirse en una artista famosa y sería una idiota si no la aprovechara. Ella tiene más agallas de lo que imaginas y no se quedará lloriqueando en los rincones y esperando que le tiendan la mano, como siempre has hecho tú.

—¡Ella nunca aprobará ese plan! —replicó el pianista, appassionato, y se volvió hacia su prima en busca de confirmación.

Chiquita lo observó con curiosidad: aquel arrebato del siempre apagado Mundo era algo tan inesperado como la noticia de su ruina, una prueba inequívoca del afecto que sentía por ella. Conmovida, le dedicó la más dulce de sus sonrisas, pero, acto seguido, le preguntó en tono sarcástico:

—¿Qué te hace pensar así? ¿Tan poca cosa te parezco?

Claro que la aterraba la idea de salir a un escenario y que la gente se burlara de ella, admitió. Como casi todos los enanos, era vulnerable al ridículo y, para empeorar las cosas, su sensibilidad no tenía callos, no estaba curtida para enfrentarse al mundo. Creyendo hacerle un bien, la habían criado en un entorno demasiado amable, entre gentes que jamás hacían alusión a su rareza, y eso la colocaba en una posición desventajosa. La idea de sacarle provecho a su escaso tamaño, de exhibirse ante decenas o quizás cientos de extraños, le producía un miedo paralizante. Pero tanto o más, aseguró, la aterraba la perspectiva de hacerse vieja encerrada en el último cuarto de una casa que no fuera la suya, viendo el tiempo pasar y los niños crecer, huyendo de los espejos para no descubrirse cada vez más arrugada y más chiquita.

—Durante toda mi vida me metieron en la cabeza que debía estar agradecida por el simple hecho de existir y casi lograron convencerme de que mi estado natural debía ser la conformidad, que era imperdonable que alguien como yo pretendiera hacerle exigencias a la vida. Pero, aunque trataba de callarlo, algo dentro de mí se rebelaba contra eso. ¿Es un atrevimiento decir que me gustaría tener algo más que el honor de estar viva? Lo siento, pero quisiera poder vivir la vida. Gozarla, no sólo merecerla. Probar suerte como artista podría ser una manera de intentarlo. Nunca se sabe… —continuó Chiquita, llevándose las manos a la cintura e hinchando el pecho con una pizca de soberbia—, puede que más de uno se lleve la sorpresa de descubrir que un gran espíritu puede habitar en un cuerpo insignificante, que la grandeza no tiene tamaño.

Para desconcierto de los dos hombres, lo que había empezado como una simple réplica se había convertido en toda una declaración de principios:

—Nada tengo que perder y sí mucho que ganar. En el peor de los casos, si las cosas no salen como Rumaldo augura y me veo en la obligación de volver a Matanzas, a aceptar la caridad de algún pariente, tendré el consuelo de haberle dado un mordisco a la vida, de haber tratado de saborearla —y volviéndose hacia su hermano, le advirtió con determinación—: ¡Necesitaré vestidos y sombreros nuevos!

—Los que quieras —exclamó Rumaldo, eufórico, y se abalanzó sobre ella para darle un beso.

—¡Otra cosa! —prosiguió la liliputiense, disgustada por aquel arrebato fraternal, apartándolo con sus bracitos—. Habrá que conseguir un pianista, uno que toque con arte y que lleve la música en el corazón —y tras un silencio, con voz calculadamente inexpresiva, pero en la que podía adivinarse un fondo burlón, agregó—: Me temo que no será fácil encontrarlo.

—¡Basta! —dijo Mundo, harto del juego, y le hizo saber que, aunque no apoyara su decisión, podría contar con él para lo que fuera—. Estás loca de atar, pero una vez juré que nunca te dejaría sola y no puedo faltar a mi palabra —declaró, emocionado.

Rumaldo empezó a hacer planes en alta voz mientras caminaba, eufórico, de un lado a otro del salón. Dentro de esa casa había muchas cosas valiosas para vender, ebanistería de primera calidad, de la que ya no se conseguía, y óleos, espejos, porcelanas, relojes de pared y cuberterías de plata. Lo ideal, por el bien común, sería tratar de convertir todo aquello en dinero. En cuanto a Juvenal, su desaparición lo privaba del derecho a opinar. Simplemente, le guardarían su parte.

—¿Y Rústica? —inquirió Mundo, ignorando las divagaciones del manager.

—Esta noche hablaré con ella —dijo su prima—. Aunque supongo que ya debe olerse algo, porque a esa no se le escapa nada.

Posiblemente la nieta de Minga escuchó esa charla con la oreja pegada a la puerta, porque cuando fue puesta al corriente de la situación financiera en que se hallaban y de la aventura que pensaban emprender, no se inmutó. La perspectiva de abandonar Matanzas y lanzarse a un futuro incierto no pareció preocuparla mucho. «A mí me da lo mismo planchar un huevo que freír una corbata», dijo, y el único reparo que puso fue que ella no sabía «hablar americano». Chiquita la tranquilizó asegurándole que antes de la partida le enseñaría algunas frases para hacerse entender por los neoyorquinos.

Esa noche, después que los relojes dieron las doce, Espiridiona Cenda se sentó en su camita, se calzó sus chinelas bordadas, tomó un lápiz y un cuaderno y, alumbrándose con una palmatoria, se deslizó fuera del dormitorio. Quien la hubiese visto en ese momento, vestida con un holgado y vaporoso salto de cama y con los largos rizos negros sueltos, la habría confundido con un fantasma que deambulaba por los pasillos. Se detuvo ante la puerta de Rumaldo y con delicadeza —para no despertar a Segismundo, que dormía en el cuarto contiguo— la golpeó con los nudillos. Tuvo que insistir varias veces hasta que su hermano le abrió.

—Saquemos cuentas —dijo Chiquita, tendiéndole lápiz y cuaderno, y en un susurro le reveló cuánto dinero conservaba aún en la casa, en un escondite secreto—. Hay que calcular todos los gastos: mi vestuario de calle y el de fantasía; ropa decente para ti, para Mundo y también para Rústica, pues siempre he creído que la gente empieza a respetar a una dama cuando ve cómo viste a su doncella; los pasajes del barco, los hoteles, las comidas…

—Pero ¿ahora? —protestó el joven, medio dormido, e intentó posponer la tarea. Pero al ver la expresión resuelta de su hermana, se tragó los bostezos.

Esa madrugada, mientras sumaban y restaban, y hablaban de teatros, de camerinos y de posibles ingresos semanales, Rumaldo Cenda intuyó que Chiquita, The Living Doll (ese fue el nombre artístico que le propuso y que ella, luego de repetirlo varias veces con distintas entonaciones, aprobó) no sería una artista fácil de manejar.

Chiquita y Rumaldo no revelaron a nadie el nuevo rumbo que pensaban dar a sus vidas. Para los parientes y amigos, ambos se iban a pasar unas largas vacaciones en una casa de campo de Nueva Jersey. Los invitaban los Bellwood, un simpático matrimonio de millonarios que Rumaldo había conocido en Nueva York, mientras tomaba el té en Sherry’s. Inicialmente el convite sólo incluía al joven y a la liliputiense, pero tan grande era la residencia campestre de Mister y Mistress Bellwood, y tan habituados estaban sus dueños a recibir en ella a decenas de huéspedes al mismo tiempo, que no pusieron el menor reparo cuando los hermanos Cenda les preguntaron si era posible sumar a Mundo, tan educado y buen pianista, a los invitados. Lejos de incomodarse, se mostraron encantados de poder contar con un músico que amenizara las veladas. Rumaldo fue tan pródigo en detalles sobre la imaginaria pareja —devota de las artes ella; magnate del acero él; un poco excéntricos ambos—, que nadie sospechó que se tratara de una impostura.

A Candelaria no le pareció apropiado que su ahijada emprendiera un viaje de placer, el primero de su vida, justo cuando los vaivenes de la Bolsa acababan de privarla de su única fuente de ingresos. Aunque los espléndidos Bellwood corrieran con los gastos de su estadía, un viaje al norte siempre ocasionaba desembolsos. Pero Manon y Jaume, en cambio, encontraron el paseo muy oportuno. Después de tanto luto, a Chiquita le iba a sentar bien cambiar de aire. Quizás una temporada fuera de Matanzas la hiciera regresar menos díscola, con mayor disposición para dejarse guiar por quienes deseaban su bien. Lo que sí obtuvo un apoyo unánime fue la decisión de deshacerse de la casona de los Cenda. «Demasiada casa para tan poca inquilina», era el comentario secreto, pero generalizado.

Mientras Rumaldo y el marido de Manon buscaban compradores para la vivienda y los muebles, Chiquita y Segismundo empezaron a montar el repertorio de danzas y canciones con el que harían su debut. Al principio tuvieron varias discusiones, porque el pianista pretendía que su prima bailara, como lo había hecho en el pasado, al compás de las melodías de Chopin; pero la novel artista tenía otro criterio y terminó por imponerlo. A su juicio, para llamar la atención de los americanos y ganarse sus aplausos era preciso ofrecerles algo más «exótico». Así que, sin muchos miramientos, las mazurcas y los preludios del polaco fueron sustituidos por danzas y contradanzas de músicos criollos: composiciones rítmicas y picarescas como ¡Toma, Tomás! y La suavecita, de Manuel Saumell, y La carcajada y Duchas frías, de Ignacio Cervantes. No obstante, como una concesión especial a su primo, accedió a incluir en el repertorio Ilusiones perdidas, una romántica danza de Cervantes que bien hubiera podido tocarle Chopin a George Sand en un atardecer de Palma de Mallorca.

Inspirada por aquellas partituras, Chiquita comenzó a concebir sus coreografías. Ensayaba cada pieza hasta el agotamiento, pues, aunque no descartaba la posibilidad de dejarse llevar durante sus actuaciones por la magia de la música e improvisar ad libitum, prefería tener cada baile preparado. Si a los espectadores les parecía que iba creando los pasos a medida que los daba, mejor que mejor; pero nada más lejos de su intención.

Elegir lo que cantaría fue más sencillo. Sólo tuvo que recordar las habaneras de Sebastián Iradier que tantas tardes había entonado, cuando aún era una chiquilla, en las clases de Úrsula Deville. Interpretaría La paloma, El chin chin chan, La frutera mulata y, por supuesto, El arreglito. Lo más probable sería que, al escuchar la última de esas composiciones, los melómanos neoyorquinos creyeran que Iradier la había copiado de la popular habanera de la ópera Carmen. Pero de eso nada, señores míos. Ella se encargaría de poner a salvo el honor del músico aclarando que había sido Bizet quien, haciéndole unos leves cambios aquí y allá, se había apropiado de El arreglito con el mayor desparpajo.

Mientras los artistas trabajaban en el salón de música y Rumaldo negociaba con los compradores que acudían interesados bien en un candelabro de plata, un cupido de porcelana mate de Sèvres o una alfombra oriental, Rústica no tenía un minuto libre. Además de ocuparse de las labores de la casa, empezó a confeccionarle a Chiquita un guardarropa digno de una princesa. Habían comprado cortes de las mejores telas que se conseguían en Matanzas y, a la luz de una lámpara, aguja y dedal en mano, cosía hasta altas horas de la noche elegantes modelos que la señorita estaba obligada a probarse una y otra vez, sin protestar, hasta que le sentaban a la perfección. Claro que una parte importante del guardarropa Rústica la haría in situ, cuando ya estuviesen instaladas en Nueva York y pudieran observar los atuendos de las damas elegantes.

A principios de junio todo se precipitó. Un abogado de La Habana se enamoró de la casona, ofreció una suma nada desdeñable y el trato se cerró sin dilación. Todos lo consideraron una suerte, porque en medio de una guerra donde los insurrectos parecían dispuestos a incinerar la isla desde la punta de Maisí hasta el cabo de San Antonio y los españoles a convertirla en una gigantesca mazmorra, hacer buenos negocios se estaba volviendo cada vez más difícil. Los Cenda recibieron un anticipo y se estipuló que unas semanas después, cuando entregaran las llaves de la casa a su nuevo propietario, este les abonaría la suma pendiente.

En esos días, como si presintiera que su dueña estaba a punto de abandonarlo, el manjuarí dejó de comer y se escondió entre las plantas acuáticas. Ni siquiera asomó la cabeza cuando Rústica, cumpliendo órdenes de Chiquita, le ofrendó una lagartija viva.

—Se dio cuenta de que nos vamos y se ha tirado a morir —dictaminó la sirvienta, asombrada de que un animal tan feo tuviera un corazón tan sensible.

—Es un vil chantajista —repuso Mundo con desdén.

Aquello conmovió tanto a Chiquita que, ignorando las protestas de Rumaldo, decidió que se lo llevaría con ella. El manjuarí recuperó el apetito en el acto.

El día antes de la partida Chiquita deambuló por la casona acariciando sus paredes. «Qué grande lo encuentro todo», comentó. «¿Me estaré encogiendo?» La mayor parte de los muebles y los adornos habían sido vendidos, algunos por sumas irrisorias, y la porcelana de Sajonia, el espejo veneciano y los manteles bordados que Manon había querido conservar ya estaban en Pueblo Nuevo, junto con el piano de Mundo y decenas de libros entrañables puestos a salvo por Chiquita. Una vez que partieran, el padre Cirilo se ocuparía de que los calderos, la vajilla del diario y los pocos muebles de los que no habían logrado deshacerse fueran a parar a alguna institución de beneficencia.

Esa tarde, Chiquita y Rústica quisieron ir al cementerio y, como ya no tenían carruaje ni cochero, Manon les mandó los suyos. Primero se dirigieron al sepulcro de Ignacio y de Cirenia, y la liliputiense se sulfuró al descubrir que a los ángeles de mármol no les cabía encima una cagada de paloma más. Rústica le pidió a un sepulturero que le consiguiera un trapo y un cubo de agua, y restregó y restregó las estatuas hasta dejarlas impolutas. «¡Listo!», exclamó, ufana, al concluir. Pero ver los ángeles relucientes no mejoró mucho el humor de la primogénita de los Cenda. «Dentro de tres días estarán igual», se lamentó con pesimismo y, pensando en alta voz, agregó: «¡Es una lástima que no podamos coserles el fondillo a esas desgraciadas!».

De inmediato se dirigieron a la tumba de Minga para pedirle también su bendición. «Mamita, protégenos», le rogó Rústica. En ninguno de los dos casos dieron muchos detalles a los difuntos sobre el propósito del viaje. «Dondequiera que estén, ellos ya deben saberlo todo», razonó Chiquita, e hicieron el camino de regreso en silencio.

A la hora de dormir, los viajeros se acomodaron lo mejor que pudieron. Aunque Manon y otros parientes les habían ofrecido albergue, prefirieron pasar aquella última noche en la casona. Rumaldo y Segismundo se echaron en unos catres desvencijados y al rato roncaban como si durmieran sobre colchones de plumas. Por su parte, Chiquita se acostó en una tumbona. El diminuto juego de cuarto de palisandro y ébano que sus padres le habían regalado por sus quince años ya estaba en el barco que los llevaría a Nueva York.

Rústica estuvo hasta muy tarde organizando, a la luz de un candil, el último baúl que le faltaba por alistar. Cuando lo cerró, puso un sillón cerca de la ventana y se sentó en él muy tiesa, con las manos entrelazadas sobre el vientre.

—¿No piensas dormir? —le preguntó Chiquita y, al no obtener respuesta, insistió—: Deberías acostarte un rato.

Rústica soltó un ambiguo «hum», pero no abandonó el sillón y, al rato, empezó a musitar algo. Al principio, la liliputiense creyó que se trataba de oraciones, pero luego se percató de que eran las frases en inglés que había ido enseñándole. Comprendió que la muy terca planeaba quedarse ahí, repitiendo su letanía, hasta las seis de la mañana, hora en que partirían rumbo al puerto y, aunque por un instante sintió el impulso de regañarla, terminó por ignorarla.

Mientras Rumaldo y Mundo roncaban y Rústica salmodiaba con obstinación sus We are cubans y New York is a beautiful place, Chiquita fue adormeciéndose —o al menos eso le pareció— y tuvo un curioso sueño que después pudo recordar con lujo de detalles, como si lo hubiese vivido. Estaba en San Petersburgo, viajando en un trineo por sus avenidas llenas de nieve. El viento, helado y cortante, ululaba en sus oídos, le arañaba las mejillas y le hacía lagrimear los ojos. Sin embargo, nada de eso le impedía admirar, bajo el claro de luna, los carámbanos en las ramas de los árboles sin hojas, los puentes, las soberbias estatuas, las iglesias y los palacios que se alzaban a ambos lados del camino.

El hombre que conducía el carruaje se volvía cada minuto para asegurarse de que su pasajera todavía estuviera allí y le guiñaba un ojo, como felicitándola por no haberse ido volando. Aunque se notaba que estaba ebrio, a Chiquita eso no parecía preocuparle. La velocidad, las gélidas ráfagas y el rítmico tintinear de las campanillas la tenían hechizada.

En el momento en que la ventisca arreciaba, se aproximaron a un palacio y el hombre tiró de las riendas para que el caballo aminorara el paso. Chiquita se llevó una decepción al notar que no se detenían en el majestuoso peristilo, donde se divisaba el portón principal, sino que bordeaban el edificio hasta dar con una discreta entrada lateral. Entonces el desconocido saltó del trineo, agarró a su pasajera por la cintura sin muchas ceremonias, se la puso debajo de un brazo y golpeó rudamente la puerta.

—¡Misión cumplida! —gruñó, entregándosela al criado de medias blancas y librea bordada que respondió a su llamado, y se marchó sin despedirse.

El lacayo trató a la dama con más consideración. La puso en el piso, esperó a que ordenara sus faldas, le rogó que lo siguiera y echó a andar a través de varios salones con columnas de jade verde y pisos de mármol rosado. Chiquita distinguió en las paredes algunos cuadros que llamaron su atención, pero no pudo detenerse a contemplarlos: su guía avanzaba con ímpetu y le daba miedo perderse.

Atravesaron un invernadero y el criado, mirándola con malicia, hizo una breve parada para señalarle una mariposa que salía de su crisálida y estrenaba las alas entre las flores. Chiquita se preguntó si aquello estaría relacionado, de algún modo, con su propia vida. ¿Era ella la mariposa? ¿Era la casona de sus padres la crisálida donde había permanecido todos esos años, preparándose, sin ser consciente de ello, para volar? Chasqueando la lengua, desdeñó la metáfora por obvia.

Después de pasar por un saloncito Luis XV, un fumadero morisco y un corredor lleno de espejos y estatuas, llegaron a una escalera de caracol. Los escalones eran estrechos y muy altos, y tuvo que esforzarse para subirlos. Por fin alcanzaron el rellano, el lacayo apartó una cortina y dejó a la vista una puertecilla secreta. Tan pequeña era, que tuvo que ponerse de rodillas para poder abrirla y asomar la cabeza por ella. «La persona que aguardaban está aquí», anunció ceremoniosamente.

Espiridiona Cenda respiró profundo, levantó la barbilla y penetró en una habitación con las paredes tapizadas en damasco rojo. La puerta se cerró a su espalda. El humo de los cigarrillos era tan espeso que al principio le costó distinguir a sus anfitriones.

—Adelante, Mademoiselle Chiquita —oyó decir a un anciano—. Bienvenida a esta reunión de amigos.

Mientras avanzaba con cautela, tuvo la corazonada de que se trataba de Arkadi Arkadievich Dragulescu, el caballero que, casi un cuarto de siglo atrás, había acompañado al gran duque Alejo durante su visita a Matanzas, y se llevó una mano al pecho para palpar, por encima de la tela del vestido, su talismán.

—Sí —confirmó, con una risa cascada, el enano—. Soy yo —y dirigiéndose a sus acompañantes, agregó con orgullo—: ¿No les dije que era muy lista?

Ahora los veía bien. A él, con su pronunciada joroba, y a sus acompañantes. Todos inmóviles, observándola con impertinencia. Arkadi Arkadievich, casi una momia viviente, estaba sin zapatos, repantingado en un sofá, y llevaba una levita azul con botones dorados similar a la que tantas veces le describiera Cirenia. A su alrededor, de pie, había una docena de hombres de edades y aspectos diferentes, pero todos de muy escasa estatura. Algunos tenían pinta de caballeros y llevaban joyas y condecoraciones; pero otros, mal afeitados y peor vestidos, parecían vagabundos. La única mujer del grupo estaba arrodillada junto a la chimenea. Era una gitana de piel aceitunada, con una cabellera larga y negra que cubría sus ropas de colorines como si fuera una capa.

Chiquita notó que si bien varios de los presentes eran, como ella, de miembros proporcionados, predominaban los de grandes cabezas, torsos voluminosos y piernas demasiado cortas. Todos la aventajaban en tamaño y eso le infundió una inexplicable seguridad en sí misma, como si lo exiguo de su talla la hiciera, de alguna manera, superior. Los saludó con una leve y rígida reverencia, y les dedicó una sonrisa indulgente.

—Venga, siéntese a mi lado —la invitó Arkadi Arkadievich. Ella lo obedeció y, en el momento en que puso sus posaderas sobre el sofá, todos parecieron recobrar el movimiento y comenzaron a hablar, a beber y a cantar acompañados por una guitarra—. ¿Tiene hambre, querida? —inquirió el jorobado, meloso, indicando una mesita en la que había carne asada, queso, pan negro, mantequilla y pepinos encurtidos, además de numerosas botellas—. Coma, coma sin pena —la alentó y, para darle el ejemplo, tomó una rebanada de pan y se la metió entera en la boca. Mientras masticaba, le hizo saber lo felices que se sentían de tenerla allí—. Mis amigos estaban deseosos de conocerla y de comprobar si sería capaz de llegar hasta aquí.

Chiquita asintió con una sonrisa cortés y, para disimular lo incómoda que se sentía, empezó a roer un queso demasiado duro y salado para su gusto. Entretanto, el antiguo preceptor del gran duque Alejo le fue presentando a los invitados. El de la guitarra era Kliuvkin, un comerciante que se había hecho rico comprando pinturas del Renacimiento en Europa y revendiéndolas por el triple de su valor a Catalina la Grande. Un gordo de patillas rizadas fue identificado como Ivanov, segundo secretario, durante muchos años, del director de la Cancillería de Su Majestad Imperial Pablo I. En cuanto al caballero que aspiraba con deleite el humo de un narguile, era el controvertido Tsoppi: poeta, duelista, tenorio empedernido y, según las malas lenguas, hijo ilegítimo de la emperatriz Ana Ivanovna, esposa del duque de Curlandia, con un gentilhombre español. Sobre los mocetones que bebían sus vasos de vodka de una sentada, se limpiaban la boca con el dorso de la mano y reían como cretinos, era poco lo que podía decirle. No recordaba sus nombres, pero, aunque un poco bastos, eran excelentes chicos.

La gitana, que se había subido sobre otra mesa, empezó a cantar y a bailar moviendo los hombros desnudos y haciendo ondular sus cabellos. Atraídos por su magnetismo, todos los hombres —menos Dragulescu— hicieron un corro a su alrededor, batiendo palmas. Chiquita sintió que la cara le ardía y no supo si atribuirlo al calor de la chimenea o a la sensualidad que podía palparse en el ambiente. Cuando la cíngara concluyó su danza, se lanzó sobre sus admiradores y estos, con gritos de entusiasmo, la llevaron en andas por el salón.

—Zinaída tiene la sangre caliente y eso enloquece a cualquiera —apuntó Arkadi Arkadievich y, haciendo caso omiso del bochinche, le pidió a Chiquita que le hablara sobre la situación de Cuba. ¿Qué tal marchaba la guerra? ¿Ya el Regimiento de Massachusetts había derrotado a los soldados españoles? Cuando la joven repuso, sorprendida, que las tropas americanas jamás habían puesto un pie en su patria, el viejo musitó—: Cierto, cierto, todavía no. Tengo un revoltijo en la cabeza.

Poco a poco, los hombres se fueron tranquilizando, tomaron asiento cerca de ellos y se pusieron a oír la conversación. La gitana, que se había hecho un ovillo cerca de la lumbre, aprovechó un momento de silencio para comentar que se moría por una taza de té verde. ¿También a los caballeros les apetecía? La mayoría asintió y Zinaída le suplicó a Chiquita, señalando un gigantesco samovar, que se hiciera cargo de servir la infusión.

A la visitante no le quedó más remedio que bajarse del sofá y repartir el té en unas tazas que tenían estampada, en dorado, un águila bicéfala. Cuando ya se disponía a endulzar un último té, el suyo, tuvo la impresión de que el amuleto del gran duque Alejo empezaba a caldearse en el nacimiento de sus senos. Se metió con discreción una mano en el escote y lo palpó. No se había equivocado: estaba muy caliente.

Desconcertada, se llevó el dije a la boca y comenzó a soplarlo con la esperanza de que se enfriara. Sin embargo, sólo logró ponerlo aún más caliente, rojo como una brasa, y que comenzara a despedir finas volutas de humo.

—¿Es una prueba? —gritó enojada, al notar que los enanos la observaban con atención—. ¿Es una prueba? —insistió, y todos se limitaron a sonreír burlonamente—. ¡Sí, supongo que sí! —añadió, exasperada, golpeando el piso con uno de los borceguíes que le había hecho Tomás Carrodeaguas—. Pero no se saldrán con la suya, señores míos —y sin pensarlo dos veces, hizo lo primero que le vino a la mente: se inclinó sobre la taza de té y sumergió el amuleto en su interior.

Entonces todos, incluso la hasta entonces desdeñosa Zinaída, la aplaudieron con entusiasmo.

—¡Basta, basta! —exclamó Dragulescu, acallando el bullicio y reclamándola a su lado—. Estoy muy orgulloso, señorita Chiquita —dijo, tomándole una mano y besándosela con galantería—. No esperaba menos de usted.

Chiquita asintió. Seguía sin entender lo ocurrido, pero su amuleto había recobrado la temperatura de siempre y las desmedidas muestras de simpatía la halagaban.

—Perdóname por haberte tratado como a una perra —le dijo Zinaída, avanzando en cuatro patas hacia ella—. Tenía mis dudas, pero ahora sé lo que vales —y, atrayéndola hacia sí, le estampó un beso en cada mejilla y un tercero en la boca—. ¿Amigas?

—¡Basta de charla insulsa! —las interrumpió Tsoppi, el del narguile, y apartando a la gitana de un codazo, le aseguró a Chiquita que todos aguardaban grandes cosas de ella—. Después de tanto tiempo de ridícula indeterminación, durante el que no hemos hecho otra cosa que perder terreno, por fin se avizora en el panorama el puño de hierro de una mujercita de temple —proclamó, y propuso un brindis en su honor.

Todos levantaron las copas, apuraron sus bebidas y estrellaron los cristales contra el piso.

—¡Dios te bendiga, madrecita! —exclamó uno de los vagabundos y, posternándose ante Chiquita, le besó el ruedo de la falda.

Zinaída empezó a cantar con renovado ímpetu, y una guitarra y un violín se unieron a su voz. Instantes después, caballeros y representantes de la plebe daban palmadas y bailaban por la habitación. Al verlos saltar con frenesí, tambaleantes y risueños, la cubana se preguntó si estaban locamente felices o felizmente locos. Dragulescu, que permanecía a su lado, la tranquilizó: no, nadie había perdido la razón, era sólo el alma rusa, capaz de regocijarse y de sufrir con la misma exagerada vehemencia. Uno de los mocetones la tomó de una mano y Chiquita se dejó arrastrar por él. ¿Por qué no? En un sueño todo está permitido, incluso girar entre los brazos de un enano sudoroso, con barba de tres días y guapetón.

Al finalizar la danza, se sintió tan mareada que tuvieron que ayudarla a volver al sofá. Cerró los ojos durante un instante —¿o eso le pareció?— y, cuando los abrió de nuevo, notó que los enanos discutían entre sí con aspereza y que Dragulescu intentaba, sin mucho éxito, calmarlos. Mientras los hombres intercambiaban improperios y reproches, oyó un siseo y vio que Zinaída, que se había replegado en un rincón, le hacía señas para que se reuniera con ella. La obedeció y buscó protección en su regazo.

—No te asustes, palomita —la consoló la cíngara y, al verla de cerca, Chiquita descubrió que no era tan joven como había creído. ¿O era que estaba envejeciendo segundo a segundo, con una rapidez inusitada? Bajó la vista para no ver sus mejillas hundidas y sus dientes podridos, para únicamente escuchar su voz maternal y apaciguadora—: Te voy a esconder para que nadie pueda hacerte daño.

Con un vigoroso movimiento, Zinaída echó hacia adelante su capa de pelo y la cubrió con ella. A Chiquita le pareció que le caía encima una cortina protectora, que estaba a salvo en la espesura de un monte.

—Si yo fuera tú —le susurró la gitana—, tiraría ese amuleto al mar.

Chiquita quiso preguntarle por qué, pero no pudo. Como si estuviera viva, la pelambre de Zinaída había comenzado a enredársele alrededor de las piernas, de los brazos, del torso y del cuello, y la apretaba dolorosamente, como si quisiera exprimirla. Hizo un esfuerzo por librarse de ella, pero mientras más se retorcía, más fuerte la sujetaba.

—¡Maldito pelo! ¡Maldita gitana! —logró decir, a punto de asfixiarse, pero su voz también estaba atrapada en la prisión capilar y no llegó a ninguna parte—. ¡Malditos enanos! —fue lo último que alcanzó a gritar, casi exánime, a punto ya de sucumbir, cuando la voz de Rústica la devolvió a su cuarto de la casona.

Despertó sobresaltada. ¿Había sido un sueño? ¿Una pesadilla muy vívida? Pero, entonces, ¿por qué tenía en los brazos esas finas marcas rojizas? No pudo buscar una explicación. Ya eran casi las seis y debía darse prisa. Afuera esperaba un coche para llevarlos al puerto.

Todos tenían la esperanza de que, con la emoción de la partida, Chiquita se olvidara de Cuco, pero no fue así. Rústica tuvo que ir hasta la fuente, agarrarlo con las dos manos y meterlo en una pecera llena de agua. «Qué huesudo y qué baboso», exclamó, asqueada, y tapó el recipiente con un mantón sevillano para que nadie se enterara de que iban a meter un manjuarí en el barco.

Aunque Chiquita había pedido a familiares y amigos que no fueran al puerto a despedirla, aquel miércoles 30 de junio de 1896 varias decenas de personas se congregaron a su alrededor, cerca de la escalerilla del vapor Providence[8]. Allí estaban Manon y Candelaria, dándole todo tipo de consejos, y también Exaltación, Blandina y Expedita, casadas ya las tres y acompañadas por sus maridos y sus hijos. Todas celebraron el vestido primaveral, color azul tierno, que había elegido para la partida, y también el coqueto gorro de marinero que se balanceaba sobre su chignon, y le hicieron prometer que les mandaría postales desde Nueva York y cualquier otro sitio al que llegaran. El padre Cirilo acortó la misa para poder encomendarla a Dios y darle un rosario de pétalos de rosa bendecido por el difunto Pío IX. Hasta el políglota Lecerff, que rara vez salía de su casa, hizo acto de presencia para desearle una feliz travesía en húngaro, la nueva lengua que acababa de aprender. A quien Chiquita echó de menos en medio de la barahúnda fue a su padrino Pedro Cartaya, pero alguien le explicó que estaba atendiendo a un moribundo.

Para sorpresa de los viajeros, Palmira, la negra de La Maruca que tantas veces los había deleitado con sus historias cuando niños, reapareció tras largos años sin saber de ella. En alta voz, les contó que se ganaba la vida cocinándole a un batallón de soldados españoles, y enseguida, bajando el tono, añadió que todos sus hijos peleaban en la manigua como oficiales del ejército mambí. Poco a poco, el gentío fue creciendo y poniendo a Chiquita cada vez más nerviosa. Rústica nada podía hacer para protegerla, pues tenía las dos manos ocupadas sosteniendo la pecera de Cuco. A las amistades de la familia y a los pacientes que le debían la salud al doctor Cenda se sumaron los estibadores, marineros, pescadores, mendigos, prostitutas, vagabundos, campesinos, soldados y policías que pasaban casualmente por allí, se acercaban para averiguar el motivo de tanto alboroto y, al descubrir a la liliputiense, se quedaban contemplándola.

Aquello parecía un carnaval. Los vendedores de esponjas, de flores, de dulces, de frutas y de pájaros pregonaban a gritos sus mercancías, y Rubén y Zenén, los titiriteros ambulantes, armaron su retablillo en medio de la turba y empezaron a dar una función. De pronto llegaron los amigotes de Rumaldo y se sumaron al barullo. El toque de queda los había pillado en plena juerga, en el burdel de Madame Armande, y no les había quedado más remedio que pasar toda la noche con las meretrices. Para celebrar el nuevo viaje de su compinche a Estados Unidos, descorcharon unas botellas de champaña y lanzaron la espuma sobre las cabezas de los presentes. Incluso Mundo, el correcto y reservado Mundo, hizo su contribución al guirigay, pues varios músicos de la orquesta donde tocaba quisieron darle una sorpresa, acudieron a despedirlo y se pusieron a interpretar el danzón Las Alturas de Simpson. Al que ni Chiquita ni Rústica se dignaron a saludar fue al zapatero Carrodeaguas. ¿Quién le habría avisado de su partida?

Un enjambre de niñas comandadas por una monja se les acercó: eran las pupilas del hospicio de la Calzada de Tirry, que tantas y tan generosas donaciones había recibido de los Cenda. La monja anunció que la huérfana Carilda, una criatura rubia, de ojos azules y piel nacarada, acababa de componer un soneto en honor de Chiquita, y la aprendiz de poetisa empezó a recitarlo con zalamería:

Oh, Chiquita, que partes de Matanzas

en pos de nuevo cielo y territorio,

recibe entre las risas y el jolgorio

un torrente de bienaventuranzas…

Pero la voz de la niña Carilda fue ahogada por el largo pitido con el que el Providence anunció a los pasajeros que ya estaba a punto de zarpar. Fue entonces, en el último minuto, que Crescenciano y su mujer hicieron acto de presencia. A Chiquita nunca le quedó claro si habían viajado desde Cárdenas para despedirlos o para recoger su parte de la venta de la casa.

Mientras Rumaldo y Mundo trataban de desprender a la liliputiense de los brazos de sus primas para subirla al vapor, Candelaria se les aproximó arrastrando a una anciana que vestía un anticuado traje negro y sonreía con timidez.

—Mira quién quiso verte antes de que te fueras —exclamó Candela, y al notar que Chiquita no tenía la menor idea de quién era la dama, le dijo—: ¡Es Carlota! ¡Carlota Milanés, la hermana del poeta José Jacinto! —y acercando su boca a la oreja de la vieja, que evidentemente era sorda, le gritó—: ¡Chiquita recita precioso «La fuga de la tórtola»! ¡Cuando regrese tiene que oírla!

—Cuando regrese, sí, cuando regrese —atinó a farfullar Chiquita, rozando la mano huesuda y fría de aquella «interesante Carlota» de la que tanto le había hablado, en secreto, Úrsula Deville, y a la que ya no tenía esperanzas de conocer.

En cuanto subieron a bordo, se refugió en su camarote y dejó a Rumaldo y a Mundo la tarea de asomarse por la borda y agitar los pañuelos para decir adiós a la gente congregada en el muelle. Al sentir que el barco comenzaba a moverse, suspiró con alivio y le pidió a Rústica que la encaramara en una banqueta para poder asomarse por el ojo de buey y ver cómo se alejaban de la costa. Allí permaneció un buen rato, con los ojos húmedos y un nudo en la garganta, contemplando los vapores y las lanchas anclados en el puerto, el castillo de San Severino, la ermita de Montserrat, la torre de la iglesia de San Pedro Apóstol y el Pan de Matanzas, todo cada vez más y más lejano.

—¿Cuándo usted calcula que volvamos? —quiso saber la sirvienta, que había sacado alguna ropa del equipaje y la estaba colgando en unas perchas.

—No tengo la menor idea —repuso Chiquita sin despegarse de la escotilla—. Quizás dentro de unos meses. ¿O nunca?