Capítulo XII

Visita a Elizabeth Seaman. De cómo una joven reportera derrotó a Phileas Fogg. Nellie Bly promete su ayuda. Un regimiento para luchar en Cuba. En La Palmera de Déborah. Jakob Rozmberk y la Geheimsprache der kleinen Leute.

—Así que usted es la famosa «Chiquita de los Loros» —exclamó Elizabeth Seaman a manera de saludo y sujetó a Duke, su amistoso maltés, para impedir que se abalanzara sobre la recién llegada—. Me moría por conocerla.

Como el hogar de los Seaman estaba a sólo diez cuadras de The Hoffman House, Crinigan había ordenado al cochero que primero les diera un paseo por el vecindario de Murray Hill. Quería contarle a su amada algunos detalles de la vida de aquella mujer fuera de lo común. Rústica, que los acompañaba esa tarde, se puso a mirar por la ventanilla fingiendo que no lo escuchaba, pero tratando de descifrar sus palabras.

Antes de casarse con el magnate del acero Robert L. Seaman, Elizabeth era célebre en Estados Unidos con el sobrenombre de Nellie Bly. Cuando vivía en Pittsburgh y tenía veinte años de edad, había elegido ese pseudónimo para trabajar como reportera en el Dispatch y firmar sus artículos sobre las niñas trabajadoras, el sufragio femenino y el espinoso tema del divorcio.

Un día, Nellie le solicitó al director del periódico que la enviara a México como corresponsal. Quería escribir in situ sobre un país del que, pese a tener tan cerca, los estadounidenses sabían muy poco. Y aunque su jefe trató de disuadirla invocando a los bandidos que pululaban en esas tierras, se salió con la suya. Hacia allá partió, con su madre de chaperona y un pase para viajar gratis en ferrocarril.

Al gobierno mexicano sus reportajes no le agradaron. ¿Cómo iban a gustarle si, en lugar de describir los cactus, los gusanitos del tequila y los vivos colores de los sarapes, Miss Bly se puso a criticar las condiciones infrahumanas en que vivían los más pobres y la corrupción de las autoridades? La gota que colmó el vaso, cuando llevaba ya seis meses recorriendo México y comenzaba a chapurrear el español, fue una crónica sobre los periodistas encarcelados o fusilados por escribir contra el gobierno. Después de eso, tuvo que recoger sus bártulos y largarse.

Regresó a Pittsburgh, pero no se quedó allí mucho tiempo. La página femenina del Dispatch, donde habían vuelto a confinarla, le resultaba un calabozo y se fue a Nueva York, siempre con su madre, decidida a conseguir trabajo en un periódico importante. Tras tocar muchas puertas, el World le dio una oportunidad.

—Las mujeres escribían de modas, de cocina y de bebés, pero a Nellie esos temas la exasperaban —recordó Crinigan mientras subían por la Quinta Avenida rumbo a la West 37th Street, donde tenían su mansión los Seaman—. Al principio, los reporteros nos burlábamos de ella, pero cuando se fingió loca para que la encerraran en el asilo de Blackwell’s Island y publicó sus escalofriantes historias sobre baños de agua helada, comidas nauseabundas y ratas que paseaban por los lechos de los dementes, nos dimos cuenta de que era más audaz que cualquiera de nosotros. Nellie estaba más loca que todos los locos de Blackwell’s Island juntos. Se le ocurrían ideas temerarias y las ponía en práctica sin pestañear: se hizo acusar de robo para poder escribir sobre la vida en las prisiones, y un día, cruzando el Hudson en un ferry, se tiró al agua para comprobar si el servicio de rescate era tan eficiente como aseguraban. El éxito de sus reportajes la convirtió en la niña mimada de Pulitzer.

Hablando más de prisa, porque ya avistaba en la distancia la residencia de dos pisos de los Seaman, el irlandés le refirió la más asombrosa aventura de Miss Bly. Como era una gran admiradora de Julio Verne, se le ocurrió romper el récord de Phileas Fogg y darle la vuelta al mundo en menos de ochenta días. En el periódico gustó la idea, pero temían enviar a una mujer sola a un recorrido tan largo. ¿Y si mejor mandaban a un hombre? Quizás a Patrick Crinigan… Nellie se puso furiosa y advirtió que si hacían eso, emprendería el viaje por su cuenta y lo describiría para la competencia. «Bien», claudicó Pulitzer: «¿Puedes partir pasado mañana?». «En este mismo minuto», replicó la reportera, desafiante, y salió disparada rumbo a Ghormley, la tienda de la Quinta Avenida especializada en robes et manteaux, a comprarse un vestido resistente.

Cuando zarpó de Nueva Jersey, en el navío Augusta Victoria, su equipaje se reducía a un maletincito en el que llevaba algunas prendas de vestir, lápices, plumas, frascos de tinta, papel, un termo, un pote de cold cream y un revólver para defenderse en caso de apuro. A partir de ese momento, la gente comenzó a disputarse los ejemplares del World para estar al tanto de los pormenores de su aventura.

El recorrido fue un agotador cambia-cambia de barcos y trenes que la condujo por puertos y ciudades de Europa, África y Asia, hasta que volvió a pisar tierra americana en San Francisco. Cuando un tren la llevó a su punto de partida, bandas de música, fuegos artificiales y miles de admiradores le dieron la bienvenida. Nellie era una heroína. Había tardado sólo setenta y dos días, seis horas, once minutos y catorce segundos en circunvalar el globo terráqueo.

Patrick le confesó a Chiquita que, antes del viaje, la joven y él habían tenido un breve romance. Sin embargo, a su regreso ella no quiso reanudarlo. Al parecer, durante las 24.899 millas de su recorrido había tenido tiempo para pensar en la relación y no le veía porvenir. Lo mejor, decidió, era que siguieran siendo sólo colegas y amigos.

—El verano pasado, Nellie se casó con un millonario de setenta y dos años —continuó Crinigan, mientras Chiquita y él subían los escalones de la puerta principal de la mansión de los Seaman—. Me resisto a pensar que lo haya hecho sólo por dinero —alcanzó a susurrar en tanto el mayordomo los conducía al recibidor—; pero ¿quién va a creer que esté enamorada de un hombre que podría ser su abuelo?

—Cosas más raras ocurren —musitó, burlona, su acompañante—. Por ejemplo, que un grandulón meta en su cama a una señorita de veintiséis pulgadas.

Chiquita se percató enseguida de que la valiente Nellie —o Elizabeth, como la dueña de la casa le rogó que la llamara— no se parecía en nada a las millonarias que tanto abundaban en la ciudad. Era morena, delgada, de rostro simpático y expresivo, y, aunque ya tenía veintinueve años, conservaba la figura y la energía de una jovencita.

La anfitriona lamentó que el periódico no le hubiera encargado el artículo sobre Chiquita y, mirando a Crinigan con sorna, aseguró que ella lo habría escrito mucho mejor. Sin darse por aludido, su antiguo enamorado sacó a colación que uno de los hermanos Cenda peleaba en el bando de los insurgentes cubanos y Nellie acogió la noticia con entusiasmo. Era una defensora de la independencia de la isla y los rebeldes tenían todo su apoyo. Su sueño, dijo, era describir los combates entre españoles y mambises, y entrevistar a los grandes rivales: Weyler y Maceo.

La conversación, como era previsible, derivó hacia las insólitas aventuras protagonizadas por Nellie en el pasado. El plato fuerte fue su vuelta al mundo. De esa odisea, la reportera conservaba numerosos recuerdos. Por ejemplo, un mono, obsequio del rajá de Singapur, al que había bautizado como McGincy. Al oír aquello, Chiquita se movió inquieta, temerosa de que el simio apareciera y se le echara encima. ¡Ya bastante difícil le resultaba mantener a raya al maltés, empeñado en olisquearle el calzado y las enaguas! Para su tranquilidad, la señora Seaman aclaró que el simio estaba en Catskill, dándose la gran vida en la finca que su marido tenía allí, y luego continuó enumerando sus tesoros. De su fugaz paso por Ismailia conservaba el pliego de papiro, con dibujos de faraones y pájaros multicolores, que adornaba una de las paredes de su estudio, y de Yokohama, una pintoresca guitarra de tres cuerdas. «Que suena horrible, pero es muy bonita», acotó. Pero su souvenir favorito era una antigua y magullada moneda de cobre que había comprado en un mercado de Colombo. Según el faquir esquelético y de luenga barba que se la vendió, tenía el don de ahuyentar la envidia y el mal de ojo. Nellie alzó una de las mangas de su vestido de cachemir ciruela y les mostró un brazalete de plata. Allí, engarzada, estaba la moneda.

—Yo también tengo un talismán para la buena fortuna —reveló Chiquita. Y no sólo se lo enseñó, sino que también le contó quién se lo había obsequiado.

Al escuchar el nombre del gran duque Alejo, Nellie saltó en su butaca. Ella conocía al noble ruso. Meses después de darle la vuelta al mundo, había regresado a Europa, esa vez de vacaciones y acompañada por su madre, y durante su estancia en París, en una cena de gala, le había tocado sentarse junto a él.

—Su forma de mirar era tan penetrante que estuve todo el tiempo ruborizada —recordó—. Aunque rondaba ya los cuarenta años, lo encontré muy atractivo.

Crinigan apuntó, sarcástico, que eso no tenía nada de raro. Por increíble que fuera, algunos hombres parecían deslumbrar a las damas incluso a una edad más avanzada. Por ejemplo, a los setenta y dos años…

—Si llego a permanecer cinco minutos más al lado de ese Romanov, me habría podido enamorar de él —aseguró Elizabeth, ignorando la estocada.

¿Lo mismo le habría sucedido a Cirenia? Mientras se hacía esa pregunta, Chiquita se quitó el amuleto y lo entregó a su anfitriona para que pudiera observarlo a sus anchas. En un segundo, la expresión plácida de la esposa del millonario desapareció y dio paso a la mirada inquisitiva de una reportera intrigada por un misterio.

—¿Ha tratado de averiguar qué significan estos signos? —preguntó Nellie, acercando el dije a la punta de su nariz.

Chiquita le explicó que años atrás había pedido ayuda a su maestro de idiomas, pero que el políglota se había limitado a aventurar que los símbolos podían pertenecer a un sistema de escritura de una civilización muy antigua o a algún alfabeto secreto.

Elizabeth sonrió, volvió a escudriñar el colgante y, mientras se lo devolvía, prometió ayudarla a desentrañar el enigma.

—¡Me alegra oírte hablar así! —volvió a la carga Crinigan—. Pensé que Nellie Bly, la chica curiosa, agonizaba ya, aplastada por el peso de una montaña de dólares.

No, replicó la señora Seaman sin perder la ecuanimidad: él y quienes pensaban de ese modo estaban en un error. Su marido jamás le había pedido que renunciara al periodismo. Nellie Bly gozaba de inmejorable salud y seguiría sorprendiendo a los lectores del World con sus investigaciones.

Camino de The Hoffman House, Chiquita comentó que Nellie le parecía encantadora y le reprochó a Crinigan, dulcemente, su comportamiento un tanto agresivo.

—No te preocupes —ripostó él—. La «vieja» Nellie tiene el pellejo duro y las ironías no le hacen mella.

Sí, era cierto que cada vez que coincidían buscaba la forma de recriminarla por el tiempo cada vez menor que dedicaba a sus lectores, pero ella sabía soportar con estoicismo las bromas de un antiguo camarada. «Y enamorado», añadió Chiquita, entre dientes. Aprovechando que iban en un coche cerrado y que Rústica dormitaba (¿o lo fingía, irritada por tanto secreteo?), Crinigan le acarició una orejita con los pelos rojos del bigote y le preguntó, en un susurro, si sentía celos.

—¿Celos? —repuso con viveza la cubana—. ¿Qué significa esa palabra?

Tres días más tarde, Chiquita encontró a Elizabeth Seaman, de seda gris perla y cubierta con un velo oscuro, esperándola en la puerta trasera del Palacio del Placer.

—No esperes a que la champaña se quede sin burbujas —fue su saludo—. Cuando Nellie Bly promete algo, nunca tarda en cumplirlo. Di con alguien que quizás pueda descifrar los signos del amuleto —e, ignorando las protestas de su amiga, la metió en el interior de su lujoso carruaje—. ¡No se preocupen! —tranquilizó a los estupefactos Rústica y Segismundo, mientras hacía señas al cochero para que se pusieran en marcha—. ¡La tendrán en el hotel, sana y salva, en un par de horas!

La reportera retiró el tul de su rostro, le guiñó un ojo a Chiquita y le explicó que irían a ver a un tal Jakob Rozmberk, que tenía una tienda de libros esotéricos en Clinton Street, en el East. El barrio era pésimo, lo sabía porque meses atrás había entrevistado allí a varias adolescentes prostitutas, pero el sacrificio valía la pena. Según sus averiguaciones, ese judío, además de dedicarse a la compraventa de libros raros y antiguos, era un estudioso de las ciencias ocultas y, en particular, de las escrituras jeroglíficas y los idiomas crípticos.

Chiquita se tranquilizó y le dio las gracias. Claro que lo mejor habría sido acordar una cita para otro día, añadió en tono de reproche. Esa tarde, justamente esa tarde, tenía previsto visitar la catedral de Saint Patrick con Crinigan. ¿Podría llegar a tiempo? La señora Seaman agitó una mano con desdén y le dijo que lo mismo daba ver la catedral esa tarde que dentro de una semana. En cambio, la visita al librero no debía postergarse.

—Además, le tengo otra noticia —prosiguió con entusiasmo—. Después de nuestro encuentro, llegué a la conclusión de que Nellie Bly no podía quedarse cruzada de brazos viendo cómo, al otro lado del mar, el pueblo cubano lucha por su independencia. Hablé con Pulitzer, le expliqué un plan que se me había ocurrido y, como desde que Hearst le hace la competencia está ávido de buenas ideas, lo aprobó en el acto.

De algún sitio sacó un ejemplar del World de ese día y le mostró un extenso artículo, con una ilustración a tres cuartos de página y un titular en letras enormes: Nellie Bly, la Juana de Arco de fin de siglo, se propone combatir por Cuba. Según el periódico, Miss Bly (no importaba que se hubiera casado, para sus lectores ella continuaría siendo siempre Nellie, la jovencita intrépida) estaba lista para reclutar voluntarios para su primer regimiento. Aunque usara faldas, ella podía encabezar un ejército masculino, pues le sobraba coraje para hacer obedecer sus órdenes.

El periódico explicaba que su popular reportera estaba visitando los más prestigiosos clubes de caballeros en busca de apoyo para su iniciativa. Necesitaba dinero para equipar a sus soldados y embarcarse con ellos rumbo a Cuba. También para traer a los heridos de vuelta a sus hogares y para darles un entierro digno a quienes murieran gloriosamente en el campo del honor. «Miss Bly no es una soñadora», aseveraba el World. Era una mujer que lograba cuanto se proponía y aquel plan de organizar un ejército no sería la excepción. ¡Ella misma había diseñado el elegante y cómodo uniforme de campaña que llevarían sus huestes! Que nadie lo pusiera en duda: Nellie podía guiar a sus tropas hasta la victoria. Aunque no tuviera grandes músculos, poseía valor, resistencia, astucia y un magnetismo capaz de inspirar a los soldados a vencer cualquier desafío. Sólo esperaba que el gobierno de Estados Unidos tomara por fin la decisión de ayudar a los insurgentes cubanos (lo cual podía ocurrir de un momento a otro) para viajar a Cuba al frente de su batallón y dar pruebas de su coraje.

—¡Chiquita! —exclamó la señora Seaman, arrebatándole el periódico y tirándolo a un rincón—. Cuando organice mi regimiento voy a necesitar un lugarteniente. ¿Le gustaría ocupar ese puesto y pelear, al igual que su hermano, por la libertad de la pobre y arrasada Cuba? Piénselo, piénselo, no tiene que responderme ahora.

La matancera estaba atónita. Aquello le parecía un completo disparate. Nellie podría ser una reportera audaz, pero ¿qué sabía de estrategia militar? Claro que si el periódico le dedicaba tanto espacio a la noticia, por delirante que pareciera tenía que ser cierta. El colmo del absurdo era su pretensión de involucrarla en el plan: ¿qué clase de lugarteniente podía ser ella, siempre en riesgo de que la gente la pisoteara? Nunca había montado a caballo, ni siquiera en un pony, y se consideraba incapaz de sostener y disparar un revólver. ¡A menos que le fabricaran uno en miniatura!

—Ahí los tiene —murmuró Elizabeth de repente, señalando un coche que las seguía a escasa distancia—. El celoso de mi marido ha contratado a unos detectives para que lo mantengan al tanto de lo que hago. Cree que tengo una colección de amantes.

En los siguientes minutos, Chiquita se enteró de que su primer año de matrimonio no había sido especialmente dichoso. La familia de Frank Seaman la odiaba y la trataba como a una vulgar cazafortunas.

—¡Las humillaciones que he tenido que soportar! —se sinceró la joven, con los ojos húmedos—. ¿Puede creer que mi esposo se niega a darme dinero para mi madre, mi hermana y mi sobrina? Si siempre las mantuve, ahora que estoy casada con un hombre rico no puedo dejar de hacerlo —sacó un pañuelo, se sonó la nariz y, mirando a Espiridiona con curiosidad, le preguntó si entre Patrick y ella había algo.

—¡Cómo se le ocurre! —replicó, incómoda, la liliputiense—. El señor Crinigan es sólo un amigo.

No muy convencida, Elizabeth le recomendó que, de todas formas, anduviera con cuidado. Aquel diablo pelirrojo tenía un encanto al que resultaba difícil resistirse. Se lo advertía por experiencia propia.

Para alivio de Chiquita, en ese momento los caballos aminoraron el paso. Ya estaban en Clinton Street, en un tramo, por suerte, poco concurrido, y el cochero no tuvo problemas para detener el vehículo junto al andén, frente a un vetusto edificio. En un letrero de hojalata vieron escrito, con letras góticas, el nombre de la tienda que buscaban: La Palmera de Déborah. Nellie bajó su velo, ayudó a su acompañante a salir del carruaje y las dos entraron de prisa en un recinto sombrío y polvoriento, donde centenares de libros se amontonaban, sin el menor indicio de orden, en mesas y estanterías.

—¿La señora Seaman? —inquirió una voz de bajo y el propietario del establecimiento apareció detrás de una pila de volúmenes. Resultaba difícil aceptar que aquel registro grave y un tanto cavernoso saliera del cuerpo de ese individuo escuálido y menudo, de larga barba y tirabuzones en las sienes, vestido con pulcritud.

—Buenas tardes, señor Rozmberk —exclamó la reportera y, al notar que el librero no se había dado cuenta de que llegaba acompañada, señaló hacia el piso y lo puso sobre aviso—: La señorita Cenda ha venido conmigo.

El judío dedicó a Chiquita una mirada inexpresiva, que no dejaba traslucir el menor asombro, e inclinó la cabeza a modo de saludo. Luego las condujo a la trastienda, donde, aseguró, estarían más cómodos. Su concepto de comodidad era bastante discutible: se limitó a apartar como pudo los libros que había sobre un desvencijado sofá, y rogó a las damas que se sentaran en él. Acto seguido, ahuyentó un conejo que dormitaba encima de una butaca y, acomodándose en ella, comenzó a mostrarles algunos de los tesoros que tenía a la venta. Obras muy apreciadas, aseguró, ya casi imposibles de hallar, como el Libro Mudo (bueno, en verdad su título era Libro mudo, en el cual, sin embargo, se describen todas las operaciones de la Filosofía hermética), atribuido al alquimista Soulat; el diario secreto de Gerhard Groote, el teólogo holandés que se atrevió a poner en duda, allá por el siglo XIV, que los clérigos fueran quienes se hallaban más cerca de Dios y fundó la secta secreta de los Hermanos de la Vida en Común, o el infalible Grimorium Verum, un antiguo compendio de invocaciones al demonio. También tenía rarezas menos vetustas, aunque igualmente valiosas. Por ejemplo, la utilísima Clavicula Salomoni, traducida del hebreo al latín por el rabino Hebognazar, o un opúsculo sobre el juicio de Helena Oprescu, la caníbal de Bucarest, una viuda condenada a la horca en 1870 por asesinar a su hija, picarla en trocitos, guisarla en forma de gulash y comérsela con su amante. ¿Qué buscaban las señoras? ¿Libros para satisfacer la innata curiosidad femenina por lo insólito y lo sobrenatural? ¿O un regalo especial para algún caballero estudioso del esoterismo y difícil de complacer?

Sin darle muchas vueltas al asunto, la reportera le contestó que no habían ido a La Palmera de Déborah en busca de libros antiguos. Lo que deseaban era oír su opinión sobre los signos grabados en un amuleto. Ojalá él pudiera explicarles lo que significaban o, al menos, a qué lengua pertenecían.

Chiquita le entregó el talismán a Elizabeth y esta lo depositó en la palma de la mano del librero. Rozmberk buscó en las gavetas de un mueble hasta dar con un grueso cristal de aumento y, colocándolo encima del pendiente, se dedicó a estudiarlo durante un rato que a las damas les pareció descortésmente largo.

—¿Y bien? —exclamó Chiquita cuando la espera y, sobre todo, un muelle roto del sofá, le resultaron intolerables—. ¿Puede decirnos algo?

El hombrecillo se limitó a murmurar «Raro, muy raro», dio varios tironcitos a uno de sus tirabuzones y siguió con la vista clavada en los jeroglíficos. Chiquita intercambió una mirada de impaciencia con Nellie Bly y ya estaba a punto de pedirle al judío que le devolviera el talismán y de salir a la calle, cuando este empezó a hablar con exasperante lentitud.

¿Habían oído hablar alguna vez sus visitantes de la Geheimsprache der kleinen Leute? Dando por sentado que no, les explicó que se trataba de una lengua de la Europa Central, sumamente antigua, de la que muy poco se sabía. Tan poco, que muchos consideraban su existencia una suerte de leyenda. Pero el profesor Joachim von Groberkessel, quizás la mayor autoridad de todos los tiempos en idiomas esotéricos perdidos, no compartía esa opinión y había afirmado, en un libro póstumo, que la lengua secreta de la gente pequeña no era ninguna entelequia.

Mientras el hebreo les hablaba de ese supuesto idioma que un grupo de personas de estatura mucho menor que la normal, agrupados en una hermandad, había empleado en tiempos lejanos para comunicarse entre sí y resguardar determinados conocimientos, a Chiquita empezó a parecerle que aquello era una fantasía tan alocada como la del regimiento de Nellie Bly. Sin embargo, al ver la expresión concentrada con que su amiga escuchaba la disertación, trató de imitarla.

En ese instante, el dueño de La Palmera de Déborah tomó uno de los libros apilados sobre una mesita llena de tazas sucias y, humedeciéndose el dedo índice con la lengua, pasó las páginas hasta hallar la que buscaba.

—«Todo hace pensar —leyó— que los orígenes de la Geheimsprache der kleinen Leute se remontan a la antigua Roma, donde la demanda de criados enanos era tanta que algunos padres encerraban a sus hijos en cajas para impedirles el crecimiento y conseguir que algún noble los contratara para servir en su casa. Existen testimonios de que Conopas y Andrómeda, criados libres al servicio de Julia, la sobrina del emperador Augusto, ambos de poco más de dos pies de estatura y perfectamente proporcionados, se valían de esa extraña lengua para comunicarse sin que los otros enanos de la servidumbre pudieran entender sus conversaciones. Lleno de envidia, Lucius, el enano favorito del emperador, aún de menor tamaño que los antes mencionados, ya que apenas medía veinte pulgadas, urdió un complot para vengarse de ambos. Un amanecer, hallaron a Conopas y a Andrómeda envenenados. Y aunque Julia le rogó a su tío que hiciera justicia y castigara al culpable de sus muertes, nadie fue acusado del doble crimen».

Rozmberk miró a sus oyentes un instante, como para asegurarse de que le prestaban atención, y luego siguió leyendo el tratado de Von Groberkessel:

—«Posiblemente ese idioma fuera utilizado también, durante la misma época, en Egipto. Al parecer, tanto entre los enanos que ocupaban altos cargos en las cortes de los faraones como entre los humildes pigmeos que vivían a orillas del Nilo (cuyo aspecto y hábitos describieron Aristóteles y Plinio) había muchos que dominaban la lengua que siglos después, al echar raíces en Europa, recibió el nombre de Geheimsprache der kleinen Leute

Nellie suspiró, y a Chiquita, mirándola a hurtadillas, le pareció detectar una leve expresión de aburrimiento en su rostro. ¿También ella tenía la sospecha que el judío desvariaba?

—Lo interesante —prosiguió el librero, con una enigmática sonrisa, mientras cerraba el tratado— es que, no conforme con asegurar que la Geheimsprache der kleinen Leute existió, en esta obra Von Groberkessel aventuró una hipótesis más atrevida aún. Documentos hallados durante sendos viajes de estudio que le subvencionaron Carlos Augusto, el gran duque de Sajonia-Weimar, y Milos Obrenovic, el príncipe de Serbia, así como los testimonios de enanos muy, muy longevos, lo llevaron a creer que, aunque en apariencias ya no quedaban vestigios de la misteriosa lengua, quizás esta podría haber sobrevivido hasta nuestros días custodiada con celo por unos pocos enanos capaces, si no de hablarla con fluidez, al menos de leerla y, probablemente, hasta de escribirla.

Al caer en cuenta de que por mucho que se apurara ya no podría llegar a tiempo a la cita con Crinigan en Saint Patrick, a Chiquita le empezó un terrible dolor de cabeza. ¡Si al menos Rozmberk hablara un poco más rápido y no con aquella lentitud torturante!

—Entonces —interrumpió al judío, con un dejo de burla y alzando la voz más de lo prudente—, según usted, en este talismán hay escrito algo en la Geheimsprache der kleinen Leute, un idioma que nadie conoce, pero que tal vez exista.

—No podría asegurarlo —se defendió Jakob Rozmberk—, pero así lo sospecho. Para tener la certeza absoluta debo hacer algunas consultas —y acto seguido pidió permiso a la dueña del amuleto para copiar en una hoja de papel los curiosos símbolos antes de devolvérselo—. ¿Con cuál de las dos debo comunicarme cuando termine mis averiguaciones? —inquirió, una vez concluida su labor.

—¡Conmigo! —se apresuró a responder la señora Seaman y, sacando una tarjeta de su bolso, se la tendió—. Avíseme en cuanto sepa algo.

Como el librero se negó a cobrar por el tiempo que les había dedicado, argumentando que mejor le pagaran cuando tuviera algo concreto que decirles, Elizabeth decidió comprar un zodíaco encuadernado en piel de becerra para regalárselo a su amiga cubana. El tomo era tan grande y pesado, que Chiquita no pudo con él y Rozmberk tuvo que llevárselo hasta el coche.

—Algo más —exclamó el dueño de La Palmera de Déborah cuando ya las damas estaban dentro del vehículo—. ¿Cómo llegó el talismán a su poder?

—¡Eso carece de importancia! —contestó la reportera antes de que Chiquita pudiera abrir la boca y, con un sonoro golpe del mango de marfil tallado de su sombrilla, le avisó al cochero que podían partir. Asomándose a la ventanilla, la liliputiense vio cómo el judío permanecía unos instantes en la acera, viéndolas alejarse, y luego retornaba a su negocio, y cómo el coche de los detectives echaba a rodar detrás del de ellas.