[Capítulos XXVI y XXVII]

Hazme el favor de quitar esa cara de incredulidad. Ya sé que todo lo relacionado con la secta y las bilocaciones te pareció inverosímil, y no te critico. A mí me pasó exactamente lo mismo. Cuando tuve que mecanografiar ese pedazo, pensé que era una patraña de la enana. Pero después no estuve tan seguro, porque en Far Rockaway fui testigo de un par de cosas que me hicieron reconsiderar mi opinión…

Por ejemplo, una noche que regresé tarde a la casa, noté que por la ranura de la puerta del estudio salía un resplandor y me llegué hasta allí, pensando que a Rústica se le habría olvidado apagar la luz. Pero ¿a quién crees que veo al abrir la puerta? A Chiquita, sentada en una silla, muy abstraída y jugueteando con su dije. Cuando le pregunté si estaba desvelada, me echó una mirada ausente, como si estuviera hablándole en marciano, y movió una mano dándome a entender que me largara y la dejara en paz.

Entonces, cuando iba a subir las escaleras para acostarme a dormir, me topé con Rústica, que salía del dormitorio de Chiquita, y me comentó que la enana estaba ahí adentro, rabiando del dolor en las articulaciones, y que iba a darle unas fricciones con sebo de carnero a ver si se aliviaba. Al oír aquello, me entró una risa nerviosa y le respondí que Chiquita no podía estar en su habitación porque yo acababa de verla en el estudio.

La negra me miró de arriba abajo, chasqueó la lengua y, halándome por un brazo, me obligó a asomarme por la puerta del cuarto. Compadre: quedé helado. Allí estaba la enana, acostada en su cama y quejándose bajito. Yo no sé si eso sería una bilocación o no, pero lo que sí puedo decirte es que esa mujer estaba en dos habitaciones a la vez. Así mismo pasó. Te lo juro. ¿Qué ganaría yo diciéndote esa mentira?

Bueno, si esperabas que en estos dos capítulos Chiquita hablara de los trabajos que hizo para la cofradía o de los conocimientos esotéricos que aprendió, lamento decepcionarte. Sobre eso no ponía nada. De haber querido, podría haberlo hecho, porque en la época en que hicimos el libro ya la Orden no existía y nadie iba a castigarla por irse de lengua. Pero ella quiso mantener esa parte de su vida en secreto. Decía que con lo que había revelado ya era más que suficiente. Por eso vas a notar que en lo que queda de la biografía sus alusiones a la secta fueron siempre muy escuetas y algo veladas.

Como la Exposición Panamericana no abriría sus puertas hasta el primero de mayo, Chiquita aceptó, haciendo de tripas corazón, trabajar los meses que faltaban en uno de los zoológicos de Bostock. No en el de Chicago, sino en otro que tenía en Baltimore[53]. Llegó allá a mediados de enero, se acomodó en un carromato con Rústica y empezó a actuar con el éxito de siempre.

Más que un zoológico, aquello era como un circo que no se movía de ese lugar. Esa vez Chiquita no tuvo que competir con ninguna mona sabia, sino con dos domadoras que Bostock tenía contratadas. Una de ellas, Pianka la Temeraria, hacía un número con osos, y la otra, Madame Morelli, era conocida como «la dama de los jaguares». Parece que, aunque Pianka y la Morelli no se podían ver ni en pintura, en cuanto la enana aterrizó allí y empezó a quitarles público, las dos fumaron la pipa de la paz y le enfilaron los cañones.

¿Qué cosas le hacían? Bueno, maldades terribles, porque tú sabes que las mujeres pueden ser de ampanga. Le echaban meao en la entrada de su carromato, le tiraban sapos y huevos podridos por la ventana, y le ensuciaban con carbón las sábanas y los vestidos que Rústica ponía a secar en la tendedera. Para no darles el gusto de verla rabiar, Chiquita aparentaba que todo eso la tenía sin cuidado, pero en secreto le mandaba telegramas a Bostock quejándose de ellas. El inglés, que estaba lejos de allí, atendiendo otros asuntos, le contestaba que tuviera paciencia, que él las regañaría en cuanto pudiera ir a Baltimore. En esa época, además de seguir con sus carnivals y sus zoológicos propios, Bostock se había asociado en varios negocios con los hermanos Francis y Joseph Ferari, unos compatriotas suyos que también eran unas «fieras» en el giro circense. Así que no tenía tiempo para ocuparse de peleas de mujeres.

Una noche, Chiquita y Rústica sintieron unos golpecitos suaves en la puerta del carromato. Toc toc toc. Como Pianka la Temeraria y Madame Morelli las tenían paranoicas con sus «bromitas», decidieron hacerse las sordas y no abrir. Pero, qué va, siguieron tocando y tocando, hasta que Rústica no pudo más, miró por una rendija y le avisó a Chiquita que afuera estaba un liliputiense muy pequeño, bien vestido y con cara de persona decente. La enana le ordenó que le preguntara qué se le ofrecía. Entonces el tipo dijo que necesitaba tratar un asunto importante con Miss Cenda y le dio a Rústica una tarjeta de presentación con su nombre: Príncipe Colibrí.

Al ver la tarjeta, Chiquita comprendió que era el revoltoso de quien Lavinia le había hablado horrores: el líder de Los Auténticos Pequeños. Estuvo a punto de decirle a Rústica que lo despidiera, pero pensó que si lo rehuía, el Príncipe Colibrí seguiría insistiendo, así que, para salir de él, se vistió, lo hizo pasar y le pidió a la sirvienta que los dejara solos.

Para su sorpresa, el disidente no sólo parecía un caballero, sino que se comportaba como tal. Le besó la mano; le pidió perdón por aparecerse así, de sopetón, obligado por las circunstancias, y por último se deshizo en elogios para su belleza y su talento.

—Se le agradece —dijo Chiquita muy seca—, pero supongo que no me habrá hecho salir de la cama para oír cumplidos.

Como el horno no estaba para pastelitos, el Príncipe Colibrí fue al grano: había ido a Baltimore para proponerle que se uniera a su bando.

—Los días de la vieja Orden están contados —le aseguró—. Ellos representan el final de una época para los liliputienses; nosotros, el inicio de su porvenir.

—Y Los Verdaderos Auténticos Pequeños, ¿qué representan? —preguntó Chiquita con retintín.

—Esos ni pinchan ni cortan —repuso, con desdén, su visitante.

—A propósito de pinchazos, espero que no me llene la lengua de alfileres por rechazar su propuesta —dijo ella, desafiante.

Con una sonrisa, el Príncipe Colibrí le aseguró que ninguno de sus hombres se atrevería a hacerle daño jamás.

—Pues la noche que me robaron el talismán casi me estrangulan —replicó Chiquita.

Entonces el líder de Los Auténticos Pequeños se disculpó por ese accidente y le rogó que reconsiderara su decisión. En realidad, él no pretendía que rompiera con la Orden y renunciara a su puesto entre los Artífices Superiores. Al contrario; le interesaba que siguiera asistiendo a las reuniones y que lo tuviera al tanto de lo que se hablara en ellas.

Aquello terminó de encabronar a Chiquita, porque, aunque a ella la Orden le importaba un comino y sólo iba a las juntas porque no podía amarrar a su cuerpo astral, la idea de convertirse en una traidora la ofendía.

—Se equivocó conmigo —le dijo echando chispas—. No se me ha perdido nada entre los espías —y agregó que no perdiera su tiempo tratando de reclutarla.

—Podemos recurrir a otros medios para convencerla de lo mucho que le conviene ponerse de nuestro lado —dijo el Auténtico Pequeño con un tonito amenazador.

Entonces Chiquita se puso de pie y le señaló la puerta. Pero antes de salir del carromato y perderse en la oscuridad, el Príncipe Colibrí le aseguró que volverían a verse y que tal vez para entonces ella hubiera cambiado de opinión.

Esa entrevista dejó a Chiquita nerviosa. Aunque había tratado de aparentar que no tenía miedo, la perspectiva de amanecer tiesa y con trece alfileres atravesándole la lengua no le hacía gracia. Así que durante unos días vivió sobresaltada, con miedo de que fueran a hacerle algo malo. Rústica, que no sabía nada de las sectas, pensaba que su nerviosismo era por las diabluras de las domadoras y se pasaba el día dándole cocimientos para calmarla. Pero se quedó muy desconcertada cuando Bostock llegó y, al hablar con él, Chiquita no le dio quejas ni de Pianka ni de la Morelli.

La enana se comunicó con Lavinia y con Primo Magri para contarles lo sucedido (ya sabía usar el dije para esas y otras cosas), pero ellos no le dieron demasiada importancia a la amenaza del Príncipe Colibrí. «Perro que ladra no muerde», le dijeron. Así y todo, ella siguió con el barrenillo, esperando que pasara alguna desgracia. Y, en efecto, pasó. Unos días más tarde, un fuego acabó con el zoológico.

Chiquita pensaba, y así lo ponía en el libro, que la intención de Los Auténticos Pequeños no fue provocar un incendio de esa magnitud. En su opinión, ellos sólo habían querido darle un susto, quemar un par de barracas cercanas a la suya para que se acobardara y se cambiara de bando; pero el fuego se les escapó de las manos y lo devoró todo. Por suerte no hubo pérdidas humanas, pero ¿sabes cuántos animales murieron carbonizados? Cientos y cientos. Leones, tigres, jaguares, pumas, osos, avestruces, hienas, canguros, monos, perros, aquello fue una verdadera carnicería, un pandemónium. Sólo unos pocos animales (los que no estaban encerrados) lograron salvarse: una elefanta, unos camellos, unos burritos… Aunque también hubo un león que, en medio de la desesperación, rompió su jaula, salió huyendo y tuvo aterrorizada a la gente de Baltimore hasta que la policía pudo atraparlo.

Aquello fue horrible. A Chiquita y Rústica les pareció que estaban viviendo otra vez el incendio de La Maruca. Las llamas devoraban las maderas, los cartones y las lonas del zoológico; las bombillas estallaban y los vidrios volaban en todas direcciones; los animales chillaban de miedo y de dolor; los empleados y los artistas corrían desesperados de un lado para otro, tratando de orientarse en medio del humo, y la peste a carne quemada era espantosa. Cuando los bomberos llegaron, hicieron lo posible por controlar la situación, pero ese infierno no había manguera que lo apagara. Entonces quisieron rescatar a los animales que todavía estaban vivos y abrieron a la fuerza la puerta principal del zoológico. En mala hora se les ocurrió hacerlo, porque el aire que entró por ahí alimentó las llamas y los infelices bichos se acabaron de achicharrar.

El carricoche de Chiquita no se libró de la candela, y aunque Rústica y ella lograron salir a tiempo y sacar algunos recuerdos y pertenencias de valor, la enana decía que esa noche perdió muchas joyas y sus mejores trajes y sombreros. Eso contaba ella. Quizás exagerara un poco; pero no mucho, porque recuerdo haber visto en Far Rockaway un recorte de un periódico donde hablaban del incendio y lo describían como algo dantesco[54].

La catástrofe de Baltimore fue un golpe para Bostock, pero no pienses que se arruinó ni nada por el estilo. Él tenía otros muchos animales en Estados Unidos. Además, supongo que lo que se quemó estaría asegurado. Entonces, como aún faltaban tres meses para que empezara la Exposición Panamericana en Búfalo, le consiguió trabajo a Chiquita en teatros de Washington, Seattle y otras ciudades, cosa que a ella le encantó, pues así podía darse a conocer en otra parte del país. Aunque el dinero que ganaba en un vaudeville no podía compararse con el que conseguía en una feria o en un zoológico, en los teatros se sentía más artista.

Cuando estaba actuando en la Grand Opera House de Washington[55], Lavinia la citó a una reunión urgente. Allí se enteró de que, como escarmiento por haber quemado el zoológico, el Príncipe Colibrí y varios de sus secuaces habían sido ajusticiados por pupilos fieles a la Orden y por matones contratados personalmente por la Maestra Mayor. ¿Verdad o mentira? La única forma de saberlo sería que alguien revisara uno por uno los periódicos de esos días en Estados Unidos y en Europa. Probablemente, en las noticias de la crónica roja se mencionaría la aparición, aquí y acullá, de cadáveres de liliputienses con las lenguas llenas de alfileres. Pero ¿quién va a hacer semejante investigación? Y, total, ¿para qué?

Según Chiquita, ella quedó muy impresionada con esa venganza tan sanguinaria y se dio cuenta de que, aunque la Orden no estuviera en su mejor momento, todavía sabía hacerse respetar. Como resultado de ese batacazo, Los Auténticos Pequeños quedaron descabezados y, aunque intentaron reorganizarse, les resultó imposible. Sin cerebros que los dirigieran, terminaron por desaparecer. En cuanto a Los Verdaderos Auténticos Pequeños, también fueron debilitándose y no tardaron en seguir el mismo destino. Esa facción nunca había tenido el empuje de la otra, y acabó de joderse cuando su líder, el Coronel Moscardón, renunció a su puesto de Maestro Mayor (supongo que por miedo a que le clavaran sus trece alfileres, como al Príncipe Colibrí) y la dejó al garete.

Así que, como dice el refrán, no hay mal que por bien no venga. El incendio de Baltimore sirvió para que la Orden se librara de sus enemigos y pudiera seguir trabajando en su difícil misión de tratar de enderezar un mundo que cada vez estaba más patas arriba.

En Washington, Chiquita se hospedó en un hotel de ringorrango. Del nombre no me acuerdo, pero sí de que quedaba cerca de la Casa Blanca. Y también de que en una de sus suites se había alojado, muchos años atrás, Jenny Lind, el Ruiseñor de Suecia. Esa fue precisamente la habitación que le tocó a Chiquita[56].

¿Sabes quién fue Jenny Lind? Chico, a mí me gustaría saber qué aprenden ustedes en las universidades. Mucho comunismo científico, pero muy poca cultura general. Cada vez que te menciono a alguien famoso, te quedas en Babia. Jenny Lind fue una gran cantante. Le decían el Ruiseñor de Suecia y fue el supuesto amor imposible de Hans Christian Andersen. Digo supuesto por mal pensado que soy, porque a mí no hay quien me saque de la cabeza que Andersen era mariquita. Su amor por Jenny debe haber sido un cuento, una invención para taparle la pluma.

Chiquita contaba que durante el tiempo que estuvo en ese hotel de Washington, varias veces se despertó de madrugada oyendo la voz de una mujer que cantaba ópera. Ella pensaba que era el fantasma del Ruiseñor de Suecia, que por alguna extraña razón seguía deambulando en aquel cuarto. Por supuesto, yo no le creí ni media palabra, y menos aún porque esa tarde Rústica estaba viéndonos trabajar y me miró con sorna, como dándome a entender que la historia del fantasma de Jenny Lind era una invención suya.

Como te expliqué antes, cuando nosotros trabajábamos, Rústica nos acompañaba en contadas ocasiones, de Pascuas a San Juan. Si por casualidad se le ocurría meterse en el estudio un día en el que Chiquita pensaba dictarme algún episodio de su vida que no quería que ella escuchara, la zumbaba para la cocina sin contemplaciones. Pero cuando estaba presente, yo sólo tenía que mirarla de reojo y, por su cara, sabía si lo que estaba escribiendo era verdad o mentira.

Bueno, continúo. Resulta que estando Chiquita en Washington, el secretario personal del presidente McKinley fue a verla al teatro, y él y su esposa se convirtieron en admiradores suyos[57]. A los pocos días le avisaron que le tenían una grata noticia: el presidente McKinley la invitaba a la Casa Blanca.

¡Figúrate lo que representó eso para Chiquita! ¡Iba a ser la primera artista de Cuba, y de toda Latinoamérica, en visitar a un presidente de Estados Unidos! Como quiera que se mire, era tremendo honor. Así que se hizo ropa nueva y se compró joyas para sustituir las que se le achicharraron en Baltimore, porque ella quería ir a la entrevista como una reina. Como Su Alteza Chiquita de Liliput.

Naturalmente, al enterarse de que tendría la oportunidad de hablar de tú a tú con McKinley, los jerarcas de la Orden le dieron la tarea de tratar con él temas importantes para el futuro del mundo y, en particular, de los liliputienses y los enanos.

Chiquita no explicaba en el libro cuáles fueron los temas que habló con el Presidente; sólo señalaba que su misión resultó muy exitosa y que, como consecuencia de ese encuentro, McKinley había tomado decisiones favorables para los objetivos de la cofradía.

La fecha exacta de la visita a la Casa Blanca no la recuerdo[58], pero sí que al llegar Chiquita, acompañada por el secretario del Presidente, la hicieron pasar a un salón muy elegante. McKinley se demoró unos minutos y, cuando por fin apareció, le dijo a la enana: «Bienvenida, señorita Cenda». Entonces Chiquita le hizo una reverencia y le dio las gracias, no sólo por recibirla, sino por todo lo que había hecho por el pueblo de Cuba[59].

Hoy día darle las gracias a Estados Unidos por haber ocupado militarmente la isla y tener allí un gobierno interventor puede parecer poco patriótico, pero a principios de 1901 Chiquita no era la única que pensaba de esa forma. Al igual que ella, muchos consideraban que los cubanos todavía no estaban preparados para vivir en libertad, y que necesitaban una mano fuerte que les enseñara lo que era una república y una democracia. Ella quería a Cuba soberana e independiente, como la había soñado su hermano Juvenal, y creía que aquella transición era no sólo necesaria, sino hasta saludable, para que los cubanos se civilizaran y aprendieran, poco a poco, a gobernarse.

¿Quién mejor para enseñárselo que Estados Unidos, que representaba el progreso, la modernidad y la justicia? Porque no se trataba sólo de ser libres, sino de saber qué hacer con la libertad. Chiquita no quería que Cuba, siguiendo los pasos de la mayoría de las antiguas colonias españolas, se convirtiera en una república atrasada y con gobiernos corruptos.

Déjame aclararte que cuando me dictó esa parte de su biografía tuvimos una discusión fuerte, porque mis ideas sobre la intervención eran muy distintas de las suyas. Figúrate, yo crecí oyendo hablar a mi abuelo Evaristo Olazábal, un viejo mambí, pestes de los americanos y de la Enmienda Platt. Mi abuelo no se cansaba de repetir como un loro que los yanquis le habían arrebatado la victoria al ejército libertador y que lo único que había hecho el gobierno interventor era crear condiciones para que, cuando Cuba fuera una república, los americanos pudieran volver a meterse en ella cada vez que quisieran.

Chiquita decía que yo estaba envenenado por las ideas de mi abuelo, y trató de convencerme de que en los tres años que duró el gobierno interventor los americanos habían hecho cosas muy buenas. Para empezar, se habían preocupado por la salud y la higiene, que eran un desastre. Contadísimas casas tenían inodoro, y la tuberculosis y la fiebre amarilla estaban a tutiplén. Para ponerle remedio a esa situación, empezaron a construir cloacas y alcantarillas, arreglaron los acueductos, pavimentaron las calles y mejoraron los caminos. Pero también se ocuparon de traer tranvías eléctricos, para que los caballos no siguieran llenando de mierda las ciudades, y de repartirles semillas e instrumentos de trabajo a los campesinos. Y, en medio de todo eso, habían dado empleo como maestros a miles de personas y habían organizado elecciones para que en los pueblos las gentes escogieran a sus alcaldes y se fueran acostumbrando a votar.

¿Qué tenía de extraño, entonces, que ella le diera las gracias a McKinley? Motivos para hacerlo, en su opinión, sobraban. Yo no me quedé callado y le dije, como un eco de mi abuelo, que todo aquello lo habían hecho para «americanizar» a Cuba.

—¿Y qué? —saltó Chiquita—. ¿Acaso tu abuelo y tú hubieran querido que, en lugar de tomar a Estados Unidos como modelo, la futura República de Cuba copiara a un país atrasado? Muchacho, métete en la cabeza que cuando los americanos se fueron de la isla, la dejaron mucho mejor de como la habían encontrado.

En cuanto a la Enmienda Platt, admitió que obligar a los cubanos a aprobarla como requisito para obtener la independencia había sido una canallada. Pero ¿qué se podía hacer? Los yanquis tenían la sartén por el mango y, como había dicho Manuel Sanguily, era preferible tener una república con enmienda que una enmienda sin república.

—Pero cuando yo le di las gracias a McKinley, la Enmienda Platt todavía no existía, así que no viene al caso que la saques a relucir —me aclaró.

Aquel día, en la Casa Blanca, McKinley habló poco y oyó a Chiquita con atención, interesándose por su vida y por sus ideas políticas. La conversación sólo languideció cuando el Presidente le preguntó si regresaría pronto a Cuba. «Sólo Dios lo sabe…», contestó ella y se hizo un largo silencio. McKinley lo rompió comentándole que le gustaría presentarle a su esposa, y la llevó a conocerla. Chiquita hizo muy buenas migas con la primera dama, una mujer enferma y muy sufrida, que nunca se había recuperado del golpe de perder a dos hijitas.

Antes de despedirse, el Presidente tomó de la solapa de su abrigo el clavel que estaba usando y lo prendió en el vestido de la cubana[60]. Poco después de aquel encuentro, a Chiquita le mandaron un regalo de la Casa Blanca: un landó a su medida, acompañado de dos ponies enanos.