Capítulo XXVIII

En la Exposición Panamericana. Mil y una maravillas de la «Ciudad Arco Iris». Chiquita se convierte en la «mascota oficial». Un automóvil a su medida. La Reina de Liliput. Variados reencuentros. Primera predicción de Djeserit. Un balazo de «Búfalo» Bill le salva la vida. Toby Woecker o el ímpetu de la ardilla ratufa. My lovely Chicka. El gran desfile del Midway.

Antes del primero de mayo de 1901, el principal atractivo turístico de Búfalo era su cercanía a las cataratas del Niágara. Sin embargo, a partir de esa fecha y hasta el primero de noviembre, se produjo un cambio radical. Millones de personas viajaron allá para ver la gran Exposición Panamericana y, durante esos seis meses, la ciudad se convirtió en una de las más visitadas de Estados Unidos.

La exposición, concebida para mostrar los progresos de la humanidad y fomentar el comercio entre los países americanos, ocupaba un área de trescientos cincuenta acres y tenía más de un centenar de edificios (una veintena de ellos, monumentales) pintados de colores brillantes. Su construcción más sobresaliente era la Torre Eléctrica, de trescientos setenta y cinco pies de altura, y el público podía subir en elevadores hasta sus pisos superiores, para disfrutar de restaurantes y miradores. Encima del domo de la Torre estaba la «perla de la corona»: la Diosa de la Luz, una estilizada figura femenina de latón martillado con una antorcha en una mano. La diosa parecía velar por los miles y miles de personas que deambulaban por la exhibición, y también por los puentes, las avenidas, las plazas, las pérgolas, los conjuntos escultóricos, los jardines versallescos, las fuentes, las cascadas y los lagos que tenía a sus pies.

Si de día la «Ciudad Arco Iris» —así la denominó la prensa— era un festín cromático para los ojos, al atardecer adquiría un encanto especial cuando más de doscientas cuarenta mil bombillas eléctricas se encendían a la vez e iluminaban todos sus rincones. Deseosos de superar en lujo y número de visitantes a la Feria Mundial de Chicago, realizada ocho años atrás, los organizadores de la Exposición Panamericana habían invertido en ella varios millones de dólares[61].

Pocas veces se había logrado reunir en un mismo sitio tantas maravillas y de tan variada índole. Entrar al recinto por alguna de sus siete puertas (previo pago de la cuota de admisión, que, según la hora y el día de la semana, podía ser de veinticinco o cincuenta centavos los adultos, y de quince o veinticinco los niños) era fácil; lo complicado venía a continuación, cuando la gente debía escoger cuál de las muchas atracciones vería primero.

¿Por dónde empezar? ¿Tal vez por los pabellones dedicados a la electricidad, la agricultura, las maquinarias, el transporte, las artes gráficas o la minería? ¿Por el salón de la horticultura, por la lechería modelo, por la exhibición de productos manufacturados? Los edificios dedicados a los distintos estados de la Unión, a Canadá y a los países de las Américas también eran dignos de verse. Incluso Cuba disponía de un pabellón independiente para mostrar sus productos, mucho más grande que los de México, Honduras y Guatemala. Trazar un itinerario siempre era complicado, sobre todo para las familias, pues caballeros, damas y niños solían tener intereses diversos.

Dos archiconocidos rivales, ubicados retadoramente uno frente al otro, se disputaban el favor de los amantes del chocolate. En el edificio del Chocolate Baker, de dos pisos de altura, los visitantes podían observar el proceso mediante el cual el cacao crudo se transformaba en variadas golosinas y beber tazas de chocolate caliente. En el edificio del Chocolate Lowney, de tres pisos, podían adquirirse las exquisitas cajas de bon-bons de la compañía y disfrutar de una vista panorámica desde el roof garden.

Ahora bien, no nos llamemos a engaño: la mayoría de los visitantes, después de curiosear durante un rato por los pabellones «serios» y de echarle un vistazo a las comidas enlatadas, a las máquinas de escribir eléctricas, a los nuevos fertilizantes, a las lavadoras o a los fonógrafos de motor, terminaban dirigiendo sus pasos hacia la zona del Midway. Allí estaba, para la gente común y corriente, la verdadera diversión.

A medida que caminaba por el amplio boulevard, el público era acosado por una plaga de pregoneros, trompetistas, payasos y hombres-sándwich que lo invitaba a comprar los tickets de atracciones tan tentadoras como el Pueblo Esquimal, con sus iglúes, sus trineos tirados por perros y sus leones marinos, o la Aldea Africana, donde, en una perfecta imitación de su selva nativa, una tribu de hoscos «caníbales» danzaba al son de sus tambores.

Si traspasaban las puertas del Bello Oriente, los visitantes caían en medio de un bullicioso bazar árabe donde pululaban vendedores de baratijas, narradores de historias y tragafuegos. Allí podían ver las carreras de camellos, ser testigos de cómo los derviches volaban en sus alfombras mágicas y admirar a Fátima y Fatma (conocidas como «la Pequeña Tempestad» y «la Gran Tempestad»), las seductoras intérpretes de la danza del vientre. En cambio, quienes optaban por entrar a las Calles de México, podían probar los tamales con chile y el tequila, contemplar las corridas de toros, los cactus gigantescos y las iguanas, y aplaudir a los hombres y mujeres que bailaban el jarabe tapatío.

El Midway era un caleidoscopio abigarrado y extravagante, un muestrario del mundo. Allí lo mismo podía visitarse una granja de avestruces que dar un paseo en el ferrocarril más minúsculo del mundo o subir a las alturas en las ruedas metálicas del Aero-Cycle. Se podía penetrar en el Templo de Cleopatra (lleno de pinturas murales que ilustraban la vida de la reina de Egipto); pasear por la Antigua Plantación, una hacienda sureña en miniatura dedicada al cultivo del algodón; estremecerse con la erupción del volcán Kilauea, reproducida con tanto realismo que el público gritaba de miedo, o mirar las películas del Cineograph y el Mutoscope.

Las distancias entre los países se acortaban prodigiosamente: se podía estar un rato en el campamento de Stellita, la reina de los gitanos de Transilvania; saltar luego al Pueblo Japonés, con sus samuráis, sus geishas, sus cerezos en flor y sus palanquines, y, unos minutos más tarde, llegar a la Venecia en América, una admirable réplica de la Serenísima, con sus palazzos, sus iglesias, sus puentes, sus canales y sus góndolas. Todo era posible: desde presenciar una feroz batalla entre pistoleros blancos y guerreros indígenas (escenificada por la troupe del Salvaje Oeste de «Búfalo» Bill en un estadio para doce mil espectadores) hasta ver a Pitágoras, «el caballo con cerebro humano», y ser testigos de sus habilidades para sumar, restar, multiplicar y dividir.

Un local que permanecía atestado día y noche era el que exhibía un puñado de incubadoras con bebés prematuros adentro. Aunque su manager, el doctor Couney, insistía en que la Incubadora de Infantes era una demostración de carácter científico, y no recreativo, los organizadores la habían ubicado en el Midway. A las enfermeras y a los médicos encargados de cuidar a las criaturas (alquiladas a madres de Búfalo y de otras localidades vecinas), les costaba mucho que la gente dejara de hablar en voz alta y se comportara como si estuviera en un hospital.

Entre tantos espectáculos pintorescos o asombrosos, cuatro mujeres sobresalían por su poder de convocatoria. Una de ellas era Cora Beckwith, la campeona del mundo de natación. La gente abarrotaba su Natatorium para ver a la robusta sirena británica braceando y flotando durante nueve horas al día, sin salir del agua por ningún motivo. Otra era Winona, una joven sioux que formaba parte del Congreso Indio y que poseía una puntería con el rifle fuera de lo común[62]. La tercera, Little Patti, era una niña de nueve años, hija de sicilianos, que deleitaba a los visitantes de la Venecia en América interpretando canciones italianas con una increíble voz de soprano[63]. Y la cuarta era Djeserit, una vidente que formaba parte del espectáculo Calles de El Cairo y que podía adivinarle el porvenir a las personas con sólo mirarles las orejas (a menos que las tuvieran sucias). Las predicciones de Djeserit (que en egipcio significa «mujer santa») tenían fama de infalibles y generalmente se cumplían en pocas horas, a veces en cuestión de minutos. Por ejemplo, a una señora embarazada, a la que en teoría le faltaban tres meses para dar a luz, le empezaron los dolores del parto, tal y como Djeserit había vaticinado, en cuanto salió de Calles de El Cairo[64].

Pero había alguien que aventajaba en éxito y popularidad a Cora Beckwith, a Winona la Sioux, a Little Patti y a la vidente Djeserit. Alguien con quien ninguna de las atracciones del Midway podía competir. Era Chiquita, que tenía un gran teatro a su disposición, construido a la izquierda del Bostock’s Great Animal Show. La gente hacía larguísimas filas para verla, y no sólo compraban como pan caliente sus retratos, sino también los coloridos pinback buttons que Bostock había mandado a hacer para la ocasión[65].

La supremacía de la artista de Matanzas quedó corroborada cuando, durante la ceremonia inaugural, los organizadores la declararon «mascota oficial» de la Exposición Panamericana. Al principio, ese título no entusiasmó mucho a Espiridiona Cenda. «¿Qué se han pensado esos señores, que soy una gata o una perra faldera?», exclamó, disgustada, al saber la noticia. Pero Bostock la convenció de que ser la «mascota» de un evento tan relevante no sólo era un honor, sino también una publicidad muy conveniente, que les reportaría pingües beneficios económicos a ambos. A la luz de ese razonamiento, la cubana aceptó, a regañadientes, el singular título.

Aunque inicialmente Chiquita usaba el landó que le había regalado el presidente McKinley para participar en los desfiles promocionales que se hacían por el Midway y las principales avenidas de Búfalo, Bostock tuvo una idea mejor y se la propuso a la compañía de automóviles Jenkins, de Washington. Semanas más tarde, su artista más exitosa recibió un regalo que llenó de admiración a muchos e hizo rabiar de envidia a otros. Se trataba de un lujoso automóvil descapotable —una copia exacta, en miniatura, del codiciado modelo Victoria—, de color verde oscuro, con ruedas niqueladas y cómodos asientos de piel[66].

Para conducir el vehículo, Bostock contrató como chauffeur a un liliputiense negro y le puso un vistoso uniforme. Cada vez que la «mascota oficial» subía a su automóvil para aparecer en un desfile o para dar una vuelta por la Exposición entre una función y otra, la gente dejaba lo que estuviera haciendo y se ponía a aplaudirla. La diminuta performer era la estrella más rutilante del Midway. Y, como para que nadie tuviera la menor duda, el músico E. C. Koeppen compuso una canción «respectfully dedicated to Chiquita the Doll Lady».

Bostock hizo imprimir la partitura, poniéndole en la primera página una sensual foto de la artista, y la sumó al lucrativo negocio de la venta de souvenirs[67]. The Lilliputian Queen (ese era el título de la composición) se convirtió en una suerte de himno a la hermosura y la inteligencia de la «sweet Chiquita», «one of the world’s great wonders». Ella la entonaba al concluir sus actuaciones y el público coreaba el estribillo a voz en cuello.

Aunque tenía que dar varias funciones al día, durante esos meses Chiquita sacó tiempo para reencontrarse con viejos conocidos y hacer nuevas amistades. Por ejemplo, volvió a ver a la reina Liliuokalani y la halló muy envejecida. Era como si, después de la anexión de Hawai, le hubiesen caído un montón de años encima. Se encontró también con la fotógrafa Alice Austen; con su antiguo empresario F. F. Proctor, quien la felicitó, con helada cortesía, por sus «innumerables triunfos»; y con Monsieur Durand, el gerente de The Hoffman House, que ya se había retirado y se dedicaba a viajar por placer en compañía de Miguel, un apuesto y musculoso joven mexicano al que presentaba como «mi ahijado».

Otra persona a quien le agradó ver fue a Rosina, la encantadora de serpientes con la que tan buenos ratos había compartido en Omaha. Su amiga estaba retirada de los escenarios desde que una de las pitones que solía enroscársele en el cuerpo casi la mata de un apretón. Después de ese susto, Rosina se deshizo de todos sus ofidios y se casó con el vaudeville de Jerusalén en el Día de la Crucifixión, un espectáculo itinerante que mostraba al público, a través de cicloramas, la Pasión de Cristo. A pesar de que tenía que ayudar a su marido, cada vez que podía se escapaba al camerino o al carromato de la «mascota» para recordar los viejos tiempos y contarse novedades.

Chiquita también coincidió varias veces con Nellie Bly, la famosa reportera que, cinco años atrás, la había llevado a La Palmera de Déborah para descifrar el enigma de su amuleto. Nellie no estaba en Búfalo como periodista, sino como expositora, pues se había empeñado en promocionar personalmente los artículos de la Iron Clad Manufacturing, una de las compañías de su anciano esposo. A través de ella, la «Reina de Liliput» tuvo noticias frescas de Crinigan. El pelirrojo seguía en Cuba, al parecer muy a gusto, y acababa de comprometerse con una criolla hija de un bodeguero. La noticia le produjo una incómoda turbación.

—Dos veces me pidió que fuera su esposa y dos veces le contesté que no —dijo Chiquita—. Y, sin embargo, me irrita imaginarlo con otra.

—Al corazón no hay quien lo entienda —repuso la reportera y, sorprendida al notar que la cubana llevaba al cuello el talismán del gran duque Alejo, se interesó por saber cómo lo había recuperado.

—Meses después de que me lo robaran, mi doncella, Rústica, fue a la pescadería, compró un parguito y, cuando lo abrió con un cuchillo, encontró el dije en sus entrañas —mintió Chiquita descaradamente.

—¿Como en el cuento del soldadito de plomo? —inquirió, con suspicacia, Nellie.

—Igual —asintió Chiquita y, sin darle tiempo para hacer más preguntas, se despidió de ella con el pretexto de que debía salir a escena.

Una tarde, cuando la pequeña artista daba un paseo en su automóvil, su conductor estuvo a punto de chocar con Gonzalo de Quesada, el diplomático cubano que tan deferente había sido con ella durante la Exposición Universal de París. Quesada se alegró mucho de verla y se la presentó al general Leonard Wood, quien gobernaba Cuba desde el final de la guerra de Estados Unidos contra España.

Chiquita encontró al militar muy atractivo, con sus anchas espaldas, su cabellera plateada y su viril mostacho, y, aunque Wood estaba acompañado por su esposa, no pudo evitar coquetearle un poco. Con una sonrisa pícara, le preguntó cuándo su patria sería, por fin, libre y soberana. El general se echó a reír y le aseguró que quizás muy pronto… ¡si sus compatriotas «seguían portándose bien»! La independencia ya estaba cerca, advirtió el general, pues los líderes cubanos acababan de aceptar que la Enmienda Platt formase parte de su constitución, requisito exigido por Washington para garantizar que, en el futuro, la nueva república tuviese gobiernos dignos y honrados.

«Y serviles», añadió, con sorna, Rústica, cuando se enteró del cuento. Chiquita fingió no escucharla. De un tiempo a esa parte, prefería no hablar de la política de Cuba con su doncella. Por lo general, terminaban discutiendo agriamente, y no quería que nada la amargara. Estaba viviendo los mejores días de su vida: tenía fama, dinero, belleza, y, como si todo eso fuera poco, algo que no se atrevía a calificar aún como amor estaba germinando dentro de ella. Era una ilusión, una promesa de felicidad, que se relacionaba con un joven humilde, pero atractivo, que había entrado a su vida…

Pero eso se comentará a su debido momento. Mientras tanto, dejemos claro que no todos los reencuentros resultaron gratos. Una mañana, Emma Goldman fue a ver el espectáculo de Chiquita y, al terminar la función, se acercó a ella para saludarla. La anarquista acababa de pasarse un mes con su hermana Helena, que vivía en Rochester, y había decidido llegarse hasta Búfalo para recorrer la Exposición y, de ser posible, captar nuevos simpatizantes para su causa.

Sin ser descortés con ella, Chiquita trató de mostrarse lo más fría que pudo; pero la Goldman no se dio por aludida y, aunque había gente cerca, se puso a recordar en alta voz, de forma imprudente, aquella vez que la policía de Chicago irrumpió en una de sus charlas y ambas terminaron encerradas en la misma celda.

—Después que volví de Europa he publicado algunas cosas y quisiera hacértelas llegar —dijo la anarquista y, para salir de ella, Chiquita le pidió que se las enviara a la Exposición y le aseguró que las leería con mucho gusto.

En cualquier Midway, incluso en los más modestos, lo que sobran son chismes. En Búfalo los había por decenas, y por eso, cuando Chiquita y Rosina se concedían una tregua en sus ocupaciones y se sentaban a disfrutar una taza de té y unos biscuits, lo que les sobraba eran temas de conversación. El dúo de amigas se convirtió en un trío al sumársele la vidente Djeserit. A esta última la conocieron cuando fueron a verla a su tenderete de Calles de El Cairo, en compañía de Rústica, deseosas de comprobar si era tan buena adivina como aseguraban.

Ese día, después de estudiar su orejita izquierda (las orejas de la derecha, según Djeserit, siempre eran «mudas»), la vidente le anunció a Chiquita que iba a pasar un gran susto, pero que, por suerte, la sangre no llegaría al río. La profecía se cumplió más rápido de lo que imaginaban. Cuando la matancera iba rumbo a su pabellón, una gigantesca ardilla ratufa salió de quién sabe dónde y corrió impetuosamente hacia ella, tal vez atraída por las hebillas doradas de sus zapatos. Era un macho corpulento, de poderosa cola y mirada estrábica, que exhibían en el Pueblo Hindú y que, misteriosamente, había escapado de su jaula[68].

El sobresalto de Rústica y Rosina fue tal, que sólo atinaron a soltar sendos alaridos y a abrazarse, convencidas de que ese iba a ser el último día de Espiridiona Cenda. Pero justo cuando la ardilla se abalanzaba sobre la liliputiense, dispuesta a roerla con sus impresionantes incisivos, se escuchó un disparo y el animal cayó a sus pies, manchándole la ropa de sangre y de sesos. Una bala, salida nada más y nada menos que del revólver de «Búfalo» Bill, la había librado del peligro.

El hombre apartó el cadáver de la ratufa de un puntapié, se acuclilló y sostuvo a la temblorosa Chiquita, galantemente, por un brazo.

—¿Se encuentra bien? —preguntó, quitándose el sombrero, y en cuanto la damita, sin reponerse aún del susto, le contestó que sí, añadió—: Sé que usted tiene contrato con Mister Bostock y que les está yendo muy bien, pero, de todos modos, escuche lo que voy a decirle: si algún día se cansa de él, no dude en buscarme. Me encantaría tener una artista de su categoría en mi Salvaje Oeste.

Guiñándole un ojo, «Búfalo» Bill se encasquetó el sombrero hasta las cejas y se puso de pie. Luego dio media vuelta y, sin mirar a Rosina, a Rústica ni a ninguno de los curiosos que observaban la escena, se alejó haciendo sonar las espuelas de sus botas.

Después de aquello, Djeserit y Chiquita se volvieron inseparables, lo que se dice «uña y mugre». Todas las tardes se reunían en el camerino de la liliputiense para pasar revista a los mejores chismes de la jornada. Una vez, mientras esperaban por Rosina para servir el té, la vidente le volvió a examinar la oreja izquierda y anunció que tenía que hacerle otro vaticinio.

—No te asustes —la tranquilizó—. Esto parece ser algo agradable —y le reveló que estaba a punto de enamorarse.

Cuándo y de quién, no le quedaba claro: no alcanzaba a «leerlo» en su oreja. Lo que sí podía asegurarle era que esa pasión le cambiaría la vida. En otro momento, la cubana hubiera acogido sus palabras con escepticismo, pero después del incidente con la ardilla, sabía que las predicciones de Djeserit no podían tomarse a la ligera.

Sin embargo, ese augurio no se cumplió con la celeridad que el anterior. Chiquita tuvo que esperar unas semanas para que Toby Woecker apareciera en su vida. Eso sí, cuando irrumpió, lo hizo con el mismo ímpetu de una ratufa macho, sólo que no para roerla con sus incisivos, sino para comérsela a besos.

Chick llaman los americanos a los polluelos. Chick, también, les dicen a las muchachas. Y ese fue el cariñoso apelativo que escogió Toby para Chiquita: «Chick, my lovely Chick»

Por supuesto, eso fue cuando ambos comprendieron que lo que había comenzado como una dulce amistad era, en realidad, uno de esos amores apasionados a los que resulta imposible poner bridas. Al principio, él la trataba con mucha deferencia y respeto. Siempre que se dirigía a ella le decía «Miss Cenda». No podía ser de otro modo. Chiquita era la gran estrella del Midway y el joven Toby sólo uno de los hombres-sándwich contratados para anunciar su espectáculo.

Toby Woecker había llegado a Búfalo, proveniente de Erie, con la esperanza de conseguir empleo durante el medio año que permanecería abierta la Exposición Panamericana. Tuvo suerte y Bostock le dio trabajo enseguida: empezó a deambular de un lado para otro del Midway, llevando encima dos paneles publicitarios, uno sobre la espalda y el otro sobre el pecho, ambos con anuncios del show de Chiquita. En sus ratos libres, Toby aprovechaba para colarse en el teatro de la liliputiense y ver fragmentos de su actuación.

Una tarde, le pidieron que le alcanzara un ramo de flores a Chiquita en su carromato y aprovechó para comentarle cuánto le gustaban sus bailes y sus canciones. Cuando ella quiso darle una propina, se negó a aceptarla y le solicitó, en cambio, un retrato con su autógrafo. A partir de ese momento, Toby se convirtió en su mandadero particular. Cada vez que necesitaba algo —bien fuera una soda helada o una pastilla para el dolor de cabeza—, Rústica lo buscaba y le hacía el encargo. Así surgió entre la artista y el empleado una fuerte simpatía que, poco a poco, se convirtió en atracción y, más tarde, en amor.

Durante el día, los enamorados sólo podían verse escasos minutos, pero después de medianoche, cuando la gente de la Exposición se iba a dormir, se daban cita a la entrada del carromato de Chiquita y pasaban horas conversando de los temas más diversos. Toby era sencillo, pero no tonto. Tenía unas ganas enormes de aprender y le pedía a su novia que le hablara de los adelantos científicos y de los países que había visitado. Él, por su parte, le contaba de las cerezas y las uvas que sus abuelos cultivaban en una parcela de tierra, y de las carpas, las truchas de cola cuadrada y las percas amarillas que pescaba con sus hermanos a orillas del lago Erie. Tomados de la mano, contemplaban el cielo salpicado de astros y ella le enseñaba los nombres de las constelaciones. Se daban besos castos, de adolescentes, que a veces Rústica interrumpía con toses admonitorias.

Una noche, después de instruirlo sobre la electricidad, la telegrafía sin hilos, los Rayos X y otros «misterios» del mundo moderno, Chiquita le dijo a Toby:

—Ya es muy tarde y mañana será el gran desfile del Midway. Vete a descansar o amanecerás molido.

El joven hizo un puchero y se puso de pie a regañadientes, pero en el acto volvió a sentarse a su lado y, rojo como las cerezas de sus abuelos y con la vista clavada en sus enormes zapatos, le rogó que le permitiera pasar esa noche con ella.

—No te molestaré, Chick —le aseguró llevándose una mano al corazón—. Te juro que sólo quiero verte dormir.

Conmovida, Chiquita sintió que el tiempo retrocedía. Le pareció que regresaba a los años en que oía hablar a sus primas Expedita, Blandina y Exaltación de chicos guapos y de pretendientes, y no pudo negarse a lo que con tanta vehemencia le pedían.

A Rústica no le quedó más remedio que sacar su catre del carricoche, renegando de su suerte, y dormir bajo las estrellas. Como era de esperar, la promesa del hombresándwich de que se limitaría a velar el sueño de su amada fue incumplida y la pareja disfrutó de su primera noche de pasión. Toby la desnudó en un santiamén y se quedó como hipnotizado al ver su cinturita, sus senos erguidos, sus nalgas como melocotones y las curvas de sus caderas. En cuanto se repuso, se sacó el pantalón y su virilidad, revelada en todo su esplendor, dejó a la liliputiense estupefacta.

Oh, sí, no cabía duda alguna: la madre naturaleza había sido sumamente generosa con aquel delgado, larguirucho y pecoso nativo de Erie. La dotación de Toby Woecker nada tenía que envidiar a la del mítico Tomás Carrodeaguas; sólo que no era del color oscuro de un caimito, sino de un delicado, casi angelical, pink. Aunque a Chiquita los dedos de las manos y de los pies no le alcanzaban para contar los hombres con los que había tenido intimidad durante sus treinta y un años de vida, se sintió desconcertada y, en un primer momento, no supo qué podría hacer con aquello. Pensar en cualquier tipo de penetración resultaba temerario: no quería correr el riesgo de terminar magullada en un hospital. Sin embargo, no se amilanó. «De los cobardes no se ha escrito nada», se dijo para darse ánimos y, como en otras ocasiones, se dejó guiar por su instinto y comenzó a besar, acariciar, frotar, lamer y succionar con creciente entusiasmo. En medio de su faena, le pareció que los «Sí, Chick; así, Chick; no pares, te lo ruego, Chick» con que Toby premiaba su empeño eran demasiado escandalosos y que toda la Exposición Panamericana se enteraría de lo que estaba pasando entre ellos. Pero apartó esos pensamientos de su cabeza y le permitió a su novio —y luego a ella misma— chillar de placer cuanto quiso. Cuando las luces del amanecer se filtraron por las rendijas de la ventana, avisándoles que era hora de separarse, Woecker y ella se sentían tan exhaustos como complacidos.

—Te amo, Chick —musitó el joven del lago Erie, y mientras la estrechaba con fuerza contra su pecho blancuzco y lampiño, como si Chiquita fuera una trucha de cola cuadrada recién capturada y a punto de escapársele, añadió—: Eres maravillosa y no quiero perderte por ningún motivo.

El amor hace milagros. Horas más tarde, Chiquita recorría el Midway, fresca y rozagante, sin que nadie pudiera sospechar que no había pegado un ojo en toda la madrugada.

El gran desfile, que partió del Puente Triunfal, fue impresionante. Lo abría un pelotón de vigilantes con pantalones blancos, chaquetas azules y cascos pulidos, y una banda de músicos. Tras ellos iban cien indios a caballo, con vistosos penachos de plumas, y varios centenares más a pie. ¿Y quién los seguía, en su automóvil a la medida, saludando al público amontonado a ambos lados del camino y tirándole afectuosos besos? Pues nada menos que la «mascota oficial» de la Exposición Panamericana, la Reina de Liliput: la renombrada Chiquita. A corta distancia de ella avanzaba Frank Bostock, pedaleando en un triciclo y llevando un cachorro de león sobre los muslos. Sus valerosos domadores, encabezados por el Capitán Jack Bonavita, precedían a un ejército de animales que parecía escapado del Arca de Noé: tigres, elefantes, canguros, rinocerontes, cebras, dromedarios, osos, panteras, lobos, zorros, antílopes, monos, halcones y muchos más. Después, iban los representantes de algunas de las principales atracciones del Midway: Arlequín, Colombina y Polichinela, de la Venecia en América, cantando y bailando con una orquesta de mandolinas; los guerreros tagalos de Filipinas, con sus taparrabos, sus dientes limados y sus arcos y flechas; las rollizas campesinas del Pueblo Alemán, acompañadas por vacas lecheras de ubres enormes y por cerdos recién bañados, y exhibiendo quesos, ristras de salchichas y potes de mermelada; los acróbatas y los titiriteros del Pueblo Japonés; las chicas hawaianas con sus guirnaldas de flores, bailando el hula; los hombres y mujeres negros de la Antigua Plantación, entonando sus melancólicos spirituals; la atlética Cora Beckwith, sumergida dentro de un tanque de cristal sobre ruedas que empujaban varios payasos; los marinos vikingos con sus barbas, sus petos, sus escudos y sus espadas; los alegres gitanos con su soberana, la beldad Stellita, subida en una carroza tirada por avestruces; los faquires, los djins y las huríes del Bello Oriente… Casi al final de la variopinta procesión, un puñado de enfermeras llevaba en brazos, orgullosamente, a algunos de los bebés de la Incubadora de Infantes, y, cerrando la caravana, cabalgaban varias decenas de cowboys y de jefes indios del show del Salvaje Oeste, comandados por «Búfalo» Bill y la celebérrima «Calamity» Jane.