Capítulo VI

Tomás Carrodeaguas, el zapatero. Historia de un trueque. Rústica recibe una propuesta de matrimonio. De cómo Chiquita perdió su virginidad. Honor versus justicia. Retorno de Rumaldo. Fascinación por los liliputienses. Barnum y el General Tom Thumb. Una atrevida decisión.

Mientras corrían cada vez con más fuerza los rumores de que las tropas rebeldes estaban a punto de tomar Matanzas y los fusilamientos de revolucionarios se multiplicaban, Chiquita parecía vivir en otro mundo. Bordaba, caminaba por el jardín, disfrutaba el canto de los canarios, escogía perfumes y cintas finas de las mercancías que los tenderos le llevaban hasta la casa y, alguna que otra vez, recibía una visita. Su rutina ni siquiera se alteró cuando, en la Nochebuena de 1895, Antonio Maceo y sus hombres volaron el acueducto, una densa humareda nubló el cielo y el viento esparció una llovizna de ceniza por toda la ciudad.

Rústica trataba de no molestarla a no ser que fuera indispensable. Ella se encargó de despedir a la cocinera, tras comprobar que estaba robando, y también de buscar otro zapatero cuando al que siempre le había hecho el calzado a Chiquita lo encarcelaron por esconder quinina y vendajes para los insurrectos.

El nuevo zapatero, un mulato claro de veintitantos años, bromista, de rostro afable y cuerpo fibroso, estaba llamado a desempeñar un papel trascendental, aunque breve, en las vidas de la señorita Cenda y de su sirvienta. Pero ninguna de las dos lo sospechaba la mañana en que entró al salón donde, sentada en un sofá, entre cojines, Chiquita tejía frivolité. Tomás Carrodeaguas hizo una reverencia y, como había sido advertido de que no debía manifestar asombro por el tamaño de la dueña de la casa, la trató como a una más de sus clientas de la Matanzas elegante.

—Tendrá que esmerarse, porque mis pies son muy delicados —recalcó Chiquita mientras se descalzaba.

—No se preocupe, señorita —repuso el mestizo—. Voy a hacerle unos borceguíes tan lindos y cómodos que no va a querer quitárselos ni para dormir.

El zapatero midió con delicadeza los piececitos protegidos por medias de seda e hizo algunas anotaciones en un cuaderno. Luego sacó de una cartera muestras de diferentes tipos de cuero y de broches, y Chiquita escogió una suave y lustrosa piel de becerro y unos coquetos botones dorados.

—¿Y a la doña no vamos a hacerle también calzado nuevo? —inquirió Carrodeaguas, con un dejo de galantería, indicando los viejos zapatos de Rústica.

—No, y déjese de frescuras —se apresuró a replicar la aludida, con exagerado enojo, pero a Chiquita no se le escapó que el zapatero le simpatizaba.

En la noche, mientras Rústica le ponía la bata de dormir, sacó el tema a colación:

—Ese hombre te gusta. Admítelo, que no tiene nada de malo.

La nieta de Minga frunció el ceño y se negó a hablar del asunto. Si durante su infancia había sido siempre circunspecta y poco dada a compartir sus emociones, al convertirse en mujer se había vuelto aún más huraña. Los piropos la molestaban, tenía fama de darles buenos bofetones a quienes trataban de propasarse con ella y, al menos en su caso, el dicharacho «no hay negra señorita ni tamarindo dulce», que tan a menudo repetían los blancos, era una falacia.

Años atrás, cuando las dos eran niñas, Chiquita había oído comentar a una esclava que el carácter serio y parco de Rústica se debía a la forma en que había llegado al mundo. «Esa infeliz está entre los vivos por un milagro», aseveró la mujer, y Chiquita, oculta detrás de unos cestos de ropa sucia, aguzó el oído para enterarse de la historia.

La vieja Minga había parido a Anacleta, su única hija, cuando ya no tenía esperanzas de concebir, pero nunca se entendieron muy bien. Desde niña Anacleta fue holgazana, respondona y mentirosa, y de nada sirvieron los palos que su madre le dio para tratar de enderezarla. Todo empeoró cuando, desde jovencita, empezó a abrirles las piernas a los hombres con la misma frecuencia con que Minga se persignaba.

El día que Anacleta anunció que estaba preñada, Minga ni se tomó el trabajo de averiguar quién era el padre. Le suplicó a doña Lola, la dueña de ambas, que perdonara el desliz de la pecadora, y le aseguró que la muchacha enmendaría su conducta.

Sin embargo, Anacleta se negó a escarmentar. Barrigona y todo, seguía sacándole fiesta a cuanto varón le pasaba por al lado y se metía en los matorrales con el primero que le guiñaba un ojo. La esperanza de Minga era que su nieta —pues, por la forma redondeada de la barriga, estaba segura de que sería una hembra— saliera distinta, más decente y cariñosa que su madre. Ella misma la criaría y se encargaría de llevarla por el buen camino.

El parto fue complicado y duró dos días. Cuando Anacleta logró dar a luz, la niña estaba muerta y así se lo hizo saber la comadrona, en un susurro, a la abuela. «Pero gracias a Dios, la madre está sana y salva», añadió para consolarla. Minga pareció enloquecer: empezó a darle nalgadas al cuerpecito de su nieta, con la esperanza de que empezara a berrear, y la partera tuvo que pedir ayuda a otras negras para poder quitárselo.

«Aquello fue el acabose», dijo la esclava que aseguraba haber sido testigo del nacimiento de Rústica. Minga se puso a llorar como una endemoniada, a halarse los moños, a darse golpes en el pecho y, postrándose de rodillas, le propuso un atrevido trueque a los santos de su mayor devoción. Quería que se llevaran con ellos a Anacleta y le dejaran a la niña.

Primero se lo pidió a Olofi, pero el creador del mundo no le prestó atención a su ruego. Luego apeló a la Virgen de las Mercedes, a la divina Obatalá, sin obtener mejores resultados. Entonces, por último, se lo suplicó a Santa Rita de Casia, la patrona de lo Imposible, conocida entre los negros como Obbá, y ahí fue cuando sucedió lo inesperado.

De buenas a primera, la recién parida, que estaba sorbiendo un tazón de caldo de gallina y ya tenía mejor semblante, empezó a convulsionar y a soltar una baba amarillenta por la nariz, cayó del camastro como fulminada por un rayo y lanzó un estertor. Y en ese mismo instante, la niña, a quien la comadrona había cubierto piadosamente con un trapo, empezó a chillar y a mover con desesperación brazos y piernas.

—Por eso es que a Rústica le cuesta tanto enseñar los dientes y por eso es que no llora ni aunque la maten a palos —fue la conclusión de la esclava que contó la historia—. Santa Rita de Casia le dio la vida, pero a cambio se llevó a su madre.

Para que la nieta no le saliera torcida, desde que tuvo uso de razón Minga le inculcó que lo mejor que podía hacer una mujer era mantenerse alejada de los hombres, esos demonios que sólo querían una cosa y que, en cuanto la conseguían, olvidaban sus promesas. Por eso, aunque dos o tres negros la habían pretendido con buenas intenciones, Rústica se negaba a entregarse a amoríos que pudieran terminar en desengaños.

Tres días después de la visita del zapatero, Chiquita le ordenó que se llegara al taller de Tomás Carrodeaguas a averiguar cuándo le tendría listo el encargo.

—Él dijo bien claro que tardaría una semana —protestó Rústica.

Aun así, Chiquita se encaprichó en que fuera y tuvo que obedecerla. Cuando volvió, su ama le pidió que se lo contara todo. Y cuando decía todo, era todo. ¿Qué cara había puesto el zapatero al verla llegar? ¿Se había alegrado? ¿Le había dicho algún requiebro? Tantas y tan insistentes fueron sus preguntas, que a Rústica no le quedó más remedio que ponerla al tanto, muerta de vergüenza, de los piropos del mulato. Por último, le reveló que el muy relambido quería llevarla a un baile de gentes de color el sábado por la noche.

—¿Y qué le contestaste? —indagó Chiquita.

—Lo que dicen las mujeres decentes en esos casos —respondió Rústica—: que lo pensaría. Pero no pienso ir a ninguna parte.

Fue, naturalmente, porque Chiquita echó mano a todo tipo de argumentos, ruegos y amenazas. Cuando al fin la convenció, la condujo hasta el guardarropa donde aún conservaba varios vestidos de Cirenia para que eligiera uno y lo usara en la fiesta.

A Mundo, testigo involuntario de algunos de esos diálogos, la conducta de su prima le parecía irracional. Por más que se esforzaba, no lograba comprender su empeño en alcahuetar una relación amorosa que, en caso de prosperar, podría alejar a Rústica de la casona. Si el zapatero la cortejaba, le proponía matrimonio y se la llevaba a vivir con él, ¿quién estaría pendiente de todas y cada una de las necesidades de Chiquita? ¿Quién se haría cargo, con su habilidad y su honradez, de los oficios del hogar? Después de mucho cavilar, el pianista halló una explicación para tan extraña conducta: la liliputiense, al propiciar los amores de su criada con Carrodeaguas, trataba de vivir la experiencia vicariamente. Sí, tenía que ser eso: la oscura fantasía de un alma femenina que se sabía condenada a la insatisfacción. Porque ¿qué caballero de Matanzas se atrevería a pretender a una minucia de mujer y ofrecerle matrimonio? ¿Qué hombre de estatura y mente normales iba a enamorar a una damita, por muy linda e instruida que fuera, que apenas le llegaba a las rodillas? Por supuesto, Mundo se cuidó de hacer comentarios al respecto. Sabía que detrás de la apariencia dulce e incapaz de matar una mosca de su prima había un temperamento ardiente y voluntarioso, y no tenía el menor interés en desafiarlo.

Rústica volvió del baile pasadas las dos de la mañana y estuvo largo rato en el jardín, conversando con su galán. Pero al llegar a su cuarto, encontró allí a Chiquita, en bata de dormir, impaciente por enterarse de lo ocurrido en el sarao. Entre enojada y halagada, le habló de los bailes, de la concurrencia y del éxito de su vestido. Pero Chiquita no se conformó con eso: quería detalles de lo ocurrido afuera. ¿Tomás Carrodeaguas le había dicho que la amaba? ¿La había besado con pasión? ¿Le había tocado el cuerpo? ¿Qué partes? Rústica se tapó el rostro con las manos, incómoda. Pero no, qué boba, no debía tener vergüenza. ¿No se conocían desde siempre? ¿A cuenta de qué, entonces, ese pudor enfermizo?

La sirvienta comenzó por admitir, con un hilo de voz, que el zapatero le gustaba. Más aún: era el primer hombre que le inspiraba confianza. Al parecer, sus intenciones eran serias. Sabía que era decente y la respetaba. Aunque no por ello, claro está, se había privado de darle un pellizco en el trasero en la oscuridad del jardín y de decirle al oído con voz ronca: «Negra, ese fambeco tuyo me tiene loco».

El lunes, muy temprano, el mulato llegó con los borceguíes terminados. Chiquita se los probó, dijo que nunca le habían hecho unos tan cómodos y le pagó la suma convenida. Pero al día siguiente cambió de parecer y, alegando que los zapatos le apretaban un poco, los mandó con Rústica de vuelta al taller, para que Tomás le pusiera remedio al problema y se los trajera personalmente cuando la piel de becerro hubiera cedido. Una vez cumplidas sus exigencias, volvió a calzarse los borceguíes y surgió una nueva objeción. Le encantaban, sí, eran una monada, pero esta vez el problema eran los tacones, que le parecían muy altos. Si los usaba así, corría el peligro de torcerse un tobillo. Mejor que Carrodeaguas se los llevara de nuevo y solucionara el inconveniente.

De esa manera, con un pretexto tras otro, los borceguíes fueron y vinieron de la casona al taller y del taller a la casona, propiciando nuevos encuentros entre Rústica y el zapatero. Y de todo lo que la pareja decía o hacía se enteraba Chiquita, quien notaba a la nieta de Minga cada vez más entusiasmada.

Hasta que una tarde, con gran nerviosismo, la sirvienta le reveló que Tomás Carrodeaguas le había propuesto matrimonio. Estaba loco por ella. ¿Cómo entender, si no, que un mestizo color café con leche se interesara por una negra retinta? Ningún mulato, a no ser que estuviera muy enamorado, querría atrasar la raza.

—No hables así, Rústica —replicó Chiquita—. Puestos sobre una balanza, tú vales tanto o más que él. Carrodeaguas tendrá la piel más clara, un oficio y una clientela, pero tú eres decente y limpia, coses primorosamente, cocinas como una diosa y sabes leer y escribir mejor que algunas de mis primas. Pero, dime, ¿aceptaste su ofrecimiento?

Rústica dijo, cabizbaja, que aún no. Lo amaba, pero antes de tomar una decisión, quería consultarla con ella. No es que se considerara indispensable para la señorita ni mucho menos. Bien sabía que cualquier otra sirvienta podría atenderla como era debido, pero la idea de casarse con Tomás Carrodeaguas, y de dejarla a cargo de alguna desconocida, la hacía sentir culpable. Le parecía un egoísmo de su parte, una traición.

—Tranquilízate, Rústica; no hay razón para que pienses así —dijo Chiquita, y le haló la blusa para obligarla a agacharse y darle un beso—. Muy mal bicho sería yo si me opusiera a tu felicidad —y continuó, magnánimamente—: Tienes derecho a casarte y formar tu propia familia. Verás como aparece alguna buena sirvienta que se ocupe de la casa y de mis necesidades. No será lo mismo, pero me las arreglaré para sobrevivir.

No obstante, antes de darle su bendición al enlace insistió en tener una conversación a puerta cerrada con Carrodeaguas. Quería oírle jurar que sus sentimientos eran sinceros y que sería un marido cabal. Rústica concertó la cita para el día siguiente, al atardecer, y Chiquita se encerró con el zapatero en el saloncito donde solía pasarse horas y horas leyendo sus novelas y sus magacines.

En qué libro aprendió las artes de que se valió para seducir al hombre es algo que nunca se sabrá con certeza. Lo cierto es que esa tarde comprobó que, si se lo proponía, podía irradiar una sensualidad avasalladora, difícil de resistir. Quizás el secreto estaba en que a la perfección y la belleza de su pequeño cuerpo se añadía el atractivo de lo excepcional, de lo prohibido, y esa misteriosa combinación la volvía tan o más deseable que la más seductora de las hembras de talla normal.

El caso es que, a los pocos minutos de comenzar el encuentro, tras brindar con una copita de chartreuse verde, ya Chiquita se había quitado, con la ayuda del mulato, toda la ropa, con excepción de unos bombachitos de seda. Con el peinado deshecho, tendida con la languidez de una odalisca sobre la mullida chaise longue, le ofrecía al zapatero sus pechitos de rosa para que los besara y los succionara, cosa que el hombre se apresuró a hacer con delicadeza, prodigando prolijos lengüetazos ora a un pezón, ora al otro y, de vez en cuando, hasta al mismísimo amuleto del gran duque Alejo de Rusia.

Cuando no quedaba un rincón de su anatomía que no hubiera sido besado y ensalivado, Chiquita conminó a Tomás Carrodeaguas a que se desnudara y este se apresuró a complacerla. De rodillas sobre el diván, contempló, admirada, el espléndido cuerpo color canela del zapatero, que le recordó, por su armonía, el del David de Miguel Ángel. Pero entre el pretendiente de Rústica y la escultura que había visto reproducida en tantas láminas existía una diferencia radical: el tamaño del miembro viril, que Chiquita tenía justo a la altura de su nariz. Aunque distaba mucho de ser una experta, la joven intuyó que aquel apéndice largo y duro, parecido a una gran morcilla, era algo fuera de lo común. Sin embargo, no se dejó intimidar: se aferró a él con sus manecitas y, guiándose por lo que le dictaba el instinto, comenzó a lamerlo de un extremo a otro. El zapatero parecía hallarse en la gloria y la forma en que ponía los ojos en blanco y gemía la hizo esmerarse en su labor. Su ahínco fue premiado con varias descargas de una sustancia blanca y viscosa que cayó espesamente sobre los mosaicos del piso.

A continuación, la señorita Cenda invitó a Carrodeaguas a que se ensalivara el dedo índice de la mano derecha y le hiciera cosquillas con él entre las piernas. En el acto descubrió que las caricias que muchas veces ella se había prodigado en ese mismo sitio, protegida por la oscuridad de su dormitorio, no podían compararse a la sensación de ser el epicentro de un terremoto que le regalaba el dedo calloso y sabio del zapatero.

—¡Empuje! —le ordenó al mulato, perentoriamente, una vez que se recuperó de aquel trance—: ¡Empújelo hasta el final, cobarde!

Pero, para sorpresa de Carrodeaguas, en cuanto su índice desvirgó a Chiquita, esta se incorporó de un salto, tomó la campanilla de plata que descansaba sobre una mesa, al lado de la chaise longue, y la hizo repicar con frenesí.

Al oírla, Rústica irrumpió en el saloncito con una sonrisa de oreja a oreja. ¿Hay que describir el cambio que sufrió al ver a la señorita desnuda y llorosa, hecha un ovillo sobre el diván, y al zapatero, convertido en un émulo de Príapo, a su lado?

—¿Qué pasó aquí, carajo? —fue lo primero que atinó a exclamar. Una pregunta superflua, pues la expresión de desconsuelo de Chiquita, la manchita de sangre sobre el tapizado del diván y el atolondramiento del mulato permitían deducir la respuesta.

Rústica se abalanzó sobre su enamorado y empezó a golpearlo con los puños, furiosa y dolida, mientras le gritaba un sinfín de improperios:

—¡Abusador, degenerado, bandolero!

Entretanto, Carrodeaguas se esforzaba, todo a un tiempo, por subirse los pantalones, evadir la golpiza y explicar que lo ocurrido no era culpa suya. La única responsable era ella, la blanquita sucia, la enana libertina que lo había sonsacado con sus miradas coquetas y sus insinuaciones, y que después de disfrutar de sus caricias como toda una gozadora, lloraba haciéndose la víctima.

Cuando por fin terminó de vestirse y puso pies en polvorosa, Rústica se sentó junto a Chiquita y trató de consolarla.

—¿Ese mal nacido me la maltrató mucho? —inquirió, abrazándola—. Debí clavarle las uñas, sacarle el mondongo y ahorcarlo con sus mismas tripas.

—Fue horrible —exclamó, entre sollozos, Espiridiona Cenda—. Estábamos hablando del casamiento cuando, de pronto, empezó a pasarse la lengua por los labios y a tocarse la entrepierna. Aquello me dio mala espina, pero cuando quise agarrar la campanilla para llamarte, me la arrebató, se sacó esa cosota grande, gorda y prieta, y me forzó a que se la chupara. Y luego… luego… —Chiquita ocultó la cara en el regazo de la consternada Rústica y, como si fuera incapaz de terminar el relato con palabras, se señaló repetidamente las partes pudendas. Cuando recuperó el habla, le contó que, durante el forcejeo con Carrodeaguas, este le había arrancado del cuello su talismán—. Quizás por eso pasó todo —se lamentó, tratando de unir las puntas de la cadenita de oro—. Me quedé sin la protección de los dioses rusos y esa bestia pudo hacerme lo que me hizo.

Rústica juró que el zapatero se pudriría en la cárcel. Ella misma acudiría a las autoridades para denunciar que el muy canalla le había partido el chochito a una señorita blanca. Pero Chiquita se lo prohibió:

—No quiero venganza. Si mi desgracia llega a saberse, seré el hazmerreír de toda Matanzas —argumentó—. Lo que pasó, pasó, y no hay vuelta atrás, porque ni fusilando a ese pervertido recobraría mi pureza.

Era preciso colocar el honor delante de la justicia para evitar que su deshonra se convirtiera en tema de chismes y chascarrillos. Lo mejor era olvidar lo ocurrido. Rústica tuvo que admitir que el razonamiento de Chiquita era sensato. Guardaría silencio, sí, pero a lo que no estaba dispuesta era a perdonar. Todo lo contrario: recordaría siempre lo ocurrido como una prueba de la vileza de los hombres. Razón tenía su abuela cuando le repetía que eran unos hipócritas en los que no se podía confiar. Lo que acababa de pasar la había curado de ilusiones y de falsos romanticismos. Que jamás volvieran a hablarle a ella de amor y, mucho menos, de matrimonio. Si aquel zapatero que parecía tan decente había terminado enseñando los cuernos y la cola de un diablo, ya no volvería a confiar en ningún varón. ¡Todos estaban cortados con la misma tijera!

Chiquita asintió, con pesar, y aprovechó para hacerle prometer que nunca, por ningún motivo, se alejaría de su lado, y que podría contar con su ayuda tanto en las buenas como en las malas. Rústica hizo una cruz con los dedos, la besó repetidamente y juró por los restos de su abuela que así sería.

Aquella noche, en la soledad de su cuarto, Chiquita dio vueltas y vueltas en su cama, sin poder conciliar el sueño, a causa del remordimiento. Por fin comprendía, al cabo de tantos años, por qué el astuto Pulgarcito no había vacilado en engañar al ogro para que decapitara a sus siete hijas. Exactamente por el mismo motivo que ella había sacrificado su virgo, el honor de Carrodeaguas y la felicidad de Rústica: por la imperiosa necesidad de sobrevivir en un mundo duro y hostil, en el que todos se arrogaban el derecho de vapulear a los pequeños.

—¡Volví! —anunció Rumaldo y entró en la casona como si sólo hubiera estado fuera unas pocas horas.

Besó a su hermana en la cabeza, dio una palmada en un hombro a su primo y acto seguido se dejó caer en una silla y le pidió a gritos a Rústica un plato de comida, pues venía muerto de hambre. «La cocina del vapor era un asco», comentó. Había bajado de peso, su cabello pedía a gritos un buen corte y, cosa insólita tratándose de alguien tan presumido, su ropa estaba arrugada y sin lustre.

Mientras comía con voracidad, pidió que lo pusieran al tanto de las novedades de la familia. Chiquita le contó que ya eran tíos, pues Manon había traído al mundo un niño precioso que se llamaba Ignacio, como su difunto abuelo. «¡Es enorme!», dijo orgullosa, y abrió sus brazos todo lo que pudo. Quienes no estaban nada bien, a causa de la maldita y al parecer interminable guerra que seguían padeciendo, eran Crescenciano y su señora. El ejército les había confiscado la mitad de su cría de caballos y, menos de veinticuatro horas más tarde, los insurrectos les habían quitado la otra. Ahora sólo les quedaba el negocio de la cal, que iba de mal en peor. De Juvenal seguían sin tener noticias. ¡Era como si se lo hubiera tragado la tierra! Y en cuanto a Segismundo y a ella, su situación no era precisamente boyante. En un principio pensó que su renta anual les alcanzaría para vivir con desahogo, pero lo cierto era que habían tenido que hacer maromas para poder estirar el dinero y pagar las cuentas. La culpa, en gran medida, era suya: había gastado más de lo prudente, admitió con pesar.

De algunos desembolsos, como el par de ángeles de mármol que hizo colocar junto a las tumbas de Cirenia e Ignacio, no se arrepentía; pero otros habían sido puros caprichos, necedades de las que hubiese podido prescindir, como un telescopio que encargó a Londres, y perfumes, botones finos y otras chucherías. Al pobre Mundo no le había quedado más remedio que sacrificarse y empezar a tocar el piano en la orquesta de Miguel Faílde para ayudar a sostener la casa. Al escuchar aquello, Rumaldo miró con asombro al primo y soltó una carcajada.

—Es un trabajo tan digno como otro cualquiera y la paga, aunque no sea mucha, nos viene muy bien —declaró Chiquita, con gravedad, mientras el músico enrojecía hasta las raíces de los cabellos.

Rumaldo se disculpó. Su intención no había sido burlarse de Mundo, sólo que le costaba imaginarlo tocando danzones en los bailongos, en lugar de las mazurcas de su querido Chopin.

—En los meses que estuviste lejos y sin dar señales de vida, aquí han cambiado muchas cosas —le advirtió Chiquita—. Para hacer economías, tuvimos que despedir a toda la servidumbre menos a Rústica, a la cocinera y al calesero, y ahora sólo tenemos un coche y un caballo —y al ver que su hermano abría los ojos con incredulidad, se apresuró a agregar—: Mantener esta casa cuesta más de lo que piensas, pero yo no me concibo viviendo en otro lugar. Así que si la comida no te parece tan buena como antes, ni se te ocurra protestar. Hemos tenido que apretarnos el cinturón.

—Y a ti, ¿cómo te fue en Nueva York? —inquirió Segismundo con aparente inocencia, aunque a Chiquita le pareció percibir un dejo sarcástico en su voz.

—No me puedo quejar —dijo Rumaldo y, antes de que le formularan más preguntas, empujó su silla hacia atrás y anunció que estaba agotado y necesitaba dormir—. Les haré los cuentos en otro momento.

Sin embargo, no trató de ocultar su situación por mucho tiempo. Al día siguiente, en cuanto se quedó a solas con su hermana, le reveló que había vuelto de Estados Unidos en la más absoluta miseria. Una vez más había invertido en negocios que parecían muy prometedores, pero que en realidad no lo eran tanto. Y, como si fuera poco, los neoyorquinos habían acabado de desplumarlo en las mesas de póquer.

—Son unos viciosos —aseguró—. Allá hasta las damas de la alta sociedad juegan. ¡Y qué bien lo hacen las muy bandidas!

—Entonces, ¿qué piensas hacer? —le preguntó Chiquita, sin sorprenderse demasiado, pues la confesión sólo confirmaba lo que Segismundo y ella ya sospechaban—. Por lo pronto, necesitas ropa nueva, porque con la que tienes puesta no puedes ir ni a la esquina.

Rumaldo pasó por alto la estocada y comenzó a hablarle, con su voz más persuasiva, de un negocio que podrían emprender juntos. No, no, lo que iba a proponerle nada tenía que ver con los vaivenes de la Bolsa, se apresuró a dejar en claro al notar que una de las cejas de su hermana se levantaba con escepticismo. Tampoco correrían el riesgo de ser estafados. El proyecto que lo impulsaba a retornar a la atrasada Matanzas era una verdadera mina de oro: una fuente de dinero contante y sonante que estaba ahí, manando, en espera de que los dos se decidieran a beber de ella. Como todo negocio, requería de una módica inversión en sus inicios, pero esa plata la recuperarían sin tardanza y con creces…

—¡No des más vueltas y acaba de decir de qué se trata! —lo apuró Chiquita.

Rumaldo abrió un portafolios y sacó de su interior un montón de recortes de periódicos en inglés. Uno a uno los fue desplegando, como si fueran las cartas de una baraja, delante de ella. Eran crónicas, entrevistas, noticias y sueltos que anunciaban las actuaciones, en distintos teatros y tabernas, de artistas con nombres llamativos. La palabra midget, que se repetía una y otra vez en aquellos papeles, le dio a Chiquita la clave del asunto. Todos aludían a gentes diminutas. Miró a los ojos a su hermano y este asintió varias veces con una expresión radiante.

—Sí, en Estados Unidos adoran a los liliputienses —le aseguró—. Si alguna vez estuvieron relegados a los barracones de las ferias y a los circos, ahora son los reyes de los mejores teatros. Rivalizan con los actores de moda y con los grandes del bel canto. Y, naturalmente, mientras más bajitos son, más los aprecian.

Él mismo había sido testigo del éxito que tenían esos artistas en sus presentaciones. Lo descubrió la noche que fue con unos amigos al vaudeville de Tony Pastor y vio aparecer en el escenario, recién llegada de París, a una cantante de treinta y dos pulgadas de estatura, vestida de encaje, con largos rizos rubios y un sombrero casi de su tamaño. Era Rose Pompón, quien encantó al público con sus chansons y sus bailes. Volvió a ratificarlo, días más tarde, cuando cenó en el American Theatre Roof Garden y presenció la actuación de John Kernell, el Príncipe Mignon, un comediante irlandés de sólo treinta pulgadas que los hizo morir de la risa con sus imitaciones.

Según Rumaldo había averiguado, la fascinación de los americanos por la gente minúscula no era algo nuevo. La mejor prueba era la increíble carrera de Charles Stratton, conocido mundialmente como el General Tom Thumb, el más reverenciado de los liliputienses. Al llegar al mundo en Bridgeport, Connecticut, Charlie había pesado nueve libras y dos onzas, bastante más que sus hermanas mayores Jennie y Libbie, pero un año después, cuando medía dos pies y una pulgada, paró de crecer. Barnum, el célebre empresario, encontró al niño en 1842, cuando este no tenía aún cinco años, y con la tentadora oferta de pagarles tres dólares a la semana convenció a sus padres para que le permitieran incluirlo entre las celebridades que exhibía en el American Museum de Nueva York, su estrambótica combinación de circo, vaudeville y museo de ciencias naturales que ocupaba todo un edificio de cinco pisos en Broadway y Ann Street.

Barnum anunció a su nuevo astro como el más pequeño espécimen humano que jamás viviera en la Tierra y decidió exhibirlo enfundado en un uniforme militar, con los grados de general. Para su regocijo, el niño resultó ser un comediante nato, capaz de bailar, hacer chistes y cantar con una chillona vocecita de falsete. Su debut tuvo lugar en las Navidades, al final de un largo programa que incluía, entre otras atracciones, acróbatas, faquires, gigantes y pulgas amaestradas. Desde que salió por primera vez a escena, bailando y cantando la melodía Yankee Doodle, el General Thumb se metió al público en un bolsillo y lo mismo sucedió en todos los sitios donde Barnum lo presentó en las décadas siguientes.

Aunque con el paso del tiempo la talla del artista aumentó discretamente —a los veinte años medía treinta y cinco pulgadas y en la madurez creció hasta alcanzar las cuarenta, más o menos el tamaño de un niño de cinco años—, ese problema no logró mermar su popularidad. Todo lo contrario: sus suculentos ingresos le permitieron darse una vida principesca, comprar tierras, construir una lujosa mansión con habitaciones y muebles a su medida y hasta tener un yate, el Maggie B., con el que el menudo sportsman competía en las regatas.

Ahora bien, si en la época de Barnum la gente pagaba gustosamente sólo para ver a Charlie Stratton disfrazado de Napoleón, escucharlo canturrear y verlo dar unos pasos de baile, medio siglo después las cosas eran distintas. Sobre todo en Nueva York, donde los fanáticos de los liliputienses se habían vuelto más exigentes y selectivos. A diferencia de la plebe que acudía a las barracas de las ferias y a los museos de curiosidades, y que se conformaba con cualquier morbosidad que le pusieran delante, los conocedores reclamaban verdaderos artistas, capaces de brindarles canciones, bailes, chistes o acrobacias de la mayor calidad.

Para poder satisfacer las exigencias de espectáculos cada vez más refinados e imaginativos, los empresarios habían tenido que empezar a buscar liliputienses en el extranjero. Los de mayor éxito provenían de Europa y eran gente de probado talento: alemanes, franceses, suizos e italianos que firmaban jugosos contratos antes de subir a los barcos y cruzar el Atlántico. Salían a escena en medio de fastuosos decorados, luciendo vestuarios de primera y secundados por magníficas orquestas, y algunos llegaban a convertirse en verdaderos mimados del público y la prensa. Quizás el mejor ejemplo fuera el exitoso Franz Ebert, quien formaba parte de Die Liliputaner, una compañía teatral de Alemania que cada año hacía una gira de varios meses por Estados Unidos y volvía a Europa con los baúles repletos de dólares.

—No es un cuento: los aplauden a rabiar —aseguró Rumaldo, quien había presenciado dos espectáculos de Die Liliputaner—. Primero los vi en el Niblo’s Garden, uno de los lugares de vaudeville más elegantes y caros de Nueva York. ¿Y dónde crees que actuó, tres semanas después, esa docena de enanos? Pues nada menos que en la Metropolitan Opera House. Y lo mismo en un sitio que en el otro, sus sketchs musicales tuvieron una acogida fenomenal. A Franz Ebert lo veneran: la gente enloquece con sólo verlo aparecer en escena. Parece una ardilla con zapatos y frac, pero a todos les arrebatan su vocecita de tenor y la seriedad con que interpreta los papeles de galán. La primera dama de la compañía, la señorita Selma Gorner, también es un encanto; pero su problema es que es un tris más grande que Ebert.

Chiquita asintió. Las historias de su hermano eran asombrosas, pero ¿adónde pretendía llegar con ellas?

—Mientras los veía actuar, todo el tiempo pensaba en ti, Chiquita —dijo Rumaldo cautelosamente, consciente de que comenzaba a adentrarse en un terreno resbaladizo—. Y te juro —para dar mayor énfasis a sus palabras se llevó una mano al corazón— que ninguno de ellos puede comparársete. Ninguno te aventaja a la hora de bailar, de cantar o de recitar, y muchísimo menos te supera en simpatía y refinamiento. Además, estoy convencido de que ni siquiera Herr Ebert es más pequeño que tú.

El joven cerró la boca, en espera de algún comentario, pero al ver que no se producía, continuó con renovado brío:

—Por eso un día me dije: «Caramba, ¿qué hace Chiquita en Matanzas, escondiéndose de la gente y malgastando sus talentos, cuando, si se lo propusiera, podría tener a Nueva York primero, y luego a todo Estados Unidos, a sus pies, y amasar una fortuna?».

En silencio y con una sonrisa difícil de descifrar, que a su hermano unas veces le parecía de incredulidad y de desdén y otras de complacencia y de interés, Chiquita lo escuchó hablar de ovaciones y de entrevistas, de vestidos a la moda y de joyas, de hoteles de lujo y de fiestas en mansiones de magnates, y repetir mucho, casi hasta el punto de marearla, las palabras éxito y dinero. De ella dependía poner fin a una existencia monótona y llena de estrecheces, y dar inicio a una nueva etapa de su vida, pródiga en satisfacciones. ¿Acaso nunca había deseado convertirse en otra y poder darse una vida de reina, sin tener que renunciar a ser ella misma?

Él, naturalmente, sería su manager. Quién mejor y de más confianza para negociar los contratos con los empresarios, modificando cualquier término comprometedor, añadiendo una cláusula beneficiosa, garantizando, en fin, el mejor pago y buenas condiciones de trabajo. Las ganancias, por supuesto, serían repartidas de forma equitativa, que para algo les corría la misma sangre por las venas. Los otros hermanos habían enfilado ya sus vidas hacia algún rumbo: Manon y Crescenciano tenían sus propios hogares, y Juvenal, allá en París o donde diablos estuviera, también parecía haber elegido su camino, cualquiera que este fuese. Nada más lógico, entonces, que ellos, los únicos Cenda que aún no vislumbraban con claridad su futuro, unieran fuerzas para asegurarse un porvenir feliz. Unos años de trabajo y, luego, a vivir de las rentas. En Cuba, en Estados Unidos o en cualquier lugar, que el mundo carece de fronteras si se tiene la plata necesaria.

Rumaldo habló y habló con entusiasmo, sin detenerse a tomar aliento, temeroso de que, si hacía una pausa, su interlocutora la aprovechase para echar por tierra, con un simple no, su plan. Sólo cuando la garganta y la inventiva se le quedaron resecas, enmudeció, suspiró y contempló a Chiquita como un reo en espera del veredicto.

La joven guardó los recortes de periódicos en el portafolios y anunció que se quedaría con ellos para leerlos más tarde. El proyecto era atractivo, no podía negarlo, pero Rumaldo parecía olvidar un detalle importante: ella carecía de la menor experiencia en el mundo del espectáculo. Aquellas lejanas veladas familiares en las que cantaba y danzaba acompañada por el piano de Segismundo habían sido sólo un juego de niños, un divertimento sin pretensiones que parientes y amigos aplaudían más por generosidad que por real mérito. Y aunque Úrsula Deville le había enseñado cómo sacarle el mayor partido a su voz, lo cierto era que nunca se había subido a un escenario. Ignoraba lo que era actuar para un público numeroso, no tenía la menor idea de cómo captar su atención y cautivarlo.

Su hermano trató de replicar, pero Chiquita no quiso oír más argumentos. No descartaba su propuesta, pero tampoco podía darle un sí impulsivo y arrepentirse a los pocos días. Debía comprender que la perspectiva de exhibirse por dinero, aunque fuera en condición de artista y no de fenómeno de feria, le resultaba incómoda. Cirenia e Ignacio no la habían educado para eso y probablemente hubieran rechazado la idea. Era algo que jamás le había pasado por la mente, atrevido y desconcertante, pero también, no podía ocultarlo, tentador. Debía pensarlo todo con calma y consultarlo con la almohada. Así que Rumaldo tenía dos opciones: armarse de paciencia hasta que ella tomara una decisión o conseguir otra liliputiense. Y puesto que en Matanzas iba a resultarle difícil hallar a una de su calidad, bonita, con buenos modales y capaz de hablar siete idiomas, lo más sensato era que se olvidara de urgencias y se sentase a esperar.

Esa noche, mientras pensaba en el plan de su hermano y en la respuesta que debía darle, el talismán habló de nuevo, después de nueve años de total mutismo. La esfera de oro primero comenzó a latir de forma rítmica y luego emitió delicados chispazos azules que iluminaban la penumbra del cuarto como pequeños relámpagos. Evidentemente, quería decirle algo a su dueña, tal vez ayudarla a elegir un camino. Pero ¿cuál? ¿Debía decir que sí, y lanzarse a la aventura, o descartar la idea tildándola de disparatada? Por más que se rompió la cabeza, no logró descifrar el mensaje y, tratando de desentrañarlo, se quedó dormida.