Capítulo XI

Un vaudeville cubano. La estrategia de Proctor. Aventuras y desventuras de los loros parlantes. Empiezan los ensayos. Escandalosas confesiones de Hope Booth. Noticias de Matanzas. Retratos y recuerdos de Paulina Musters. La rival fantasma. Exasperante encuentro con la directiva de la Junta Revolucionaria Cubana.

F. F. Proctor hizo grandes planes para el debut de Chiquita. Por supuesto, Segismundo seguiría acompañándola al piano, pero, además, tendría el respaldo de una orquesta, una docena de acróbatas y un nutrido cuerpo de baile. Cada vez que Hammerstein contrataba a Die Liliputaner, ponía en escena a un grupo de bailarinas para realzarlos, y él no iba a quedarse atrás.

El dueño del Palacio del Placer tomó el montón de periódicos que tenía encima de su escritorio y los desplegó ante Chiquita y Rumaldo Cenda. Había encerrado en círculos rojos las noticias sobre Cuba y fue leyendo en alta voz los titulares: «Nuevo triunfo de las tropas insurgentes», «Un hospital rebelde capturado después de una gallarda defensa», «Nueve españoles muertos en combate y decenas más heridos», «Cuatro cubanos fusilados en Matanzas por conspirar»… También tenía marcados artículos que hablaban de las severas medidas con que el gobernador Valeriano Weyler, conocido como «el Carnicero», intentaba inútilmente sofocar la rebelión; de barcos que conseguían llegar a las costas cubanas cargados de ropa, medicinas y dinamita para los rebeldes, y de si Estados Unidos debía hacer algo o no para acelerar el desenlace de la sanguinaria guerra. No, el presidente Cleveland no había exagerado al decir que en toda la Unión parecía haber una epidemia de locura con Cuba.

—Si eso es lo que le interesa a la gente, eso le daremos —dictaminó Proctor con malicia—: un vaudeville cubano con la maravillosa Chiquita.

El empresario era un hombre enérgico y entusiasta, acostumbrado a llevar a escena cualquier fantasía, por difícil que pareciera. A esas alturas, ni se acordaba ya de los esquimales, las focas y los iglúes: su cabeza estaba llena de insurgentes criollos y de crueles españoles, de combates con fusiles y afilados machetes, y de curvilíneas y tentadoras doncellas cubanas. Y es que, analizando las cosas de forma objetiva, los enanos de Groenlandia no eran ninguna novedad para el público americano. Olof Krarer, «la Pequeña Dama Esquimal», recorría desde hacía muchos años toda la Unión, vestida con pieles y hablando sobre las costumbres de su gente[16].

Para dar a conocer a Chiquita, Proctor pagó anuncios en los principales periódicos y llenó de carteles las esquinas más transitadas de Manhattan, Brooklyn y Queens; pero, además, puso en práctica un plan que a los Cenda, en un primer momento, les pareció descabellado. El empresario ordenó a sus asistentes que consiguieran doscientos loros jóvenes y los metieran en otras tantas jaulas doradas; después, contrató a varios profesores para que los enseñaran a decir, con el adecuado énfasis, «Admiren a Chiquita, la muñeca viviente, en Proctor’s», y, por último, sorteó las aves entre los espectadores que acudían al Palacio del Placer.

La estrategia funcionó de maravillas. Los loros, diseminados por todas partes, repetían el slogan incansablemente y de nada valió que sus dueños, hartos de aquella cantaleta, intentaran convencerlos para que dijeran otra cosa. Jubilosas y tercas, las aves continuaban chillando, de la mañana a la noche, el mismo mensaje. La gente comenzó a deshacerse de ellas —regalándolas a cualquiera que pasara delante de sus casas o poniéndolas en libertad en el Central Park y otros lugares públicos—, pero eso, lejos de perjudicar a Proctor, resultó beneficioso para sus planes, ya que su mensaje pudo llegar a nuevos auditorios. Cuando los niños incorporaron el estribillo de los loros a sus juegos, y en los tranvías y los mercados empezó a hablarse de «Chiquita, la muñeca viviente», los matanceros tuvieron que admitir que el empresario era un genio de la publicidad.

Por desgracia, en algunos casos el truco tuvo consecuencias imprevistas. Por ejemplo, uno de los loros buscó refugio en los árboles del cementerio de los húngaros, en Queens, y le dio por martirizar con su estribillo a los rabinos, los deudos de los muertos y los enterradores durante las ceremonias fúnebres, sin que nadie lograra capturarlo. Otro se posó en uno de los relojes de las aceras de Broadway y congregó tal multitud a su alrededor, que la policía tuvo que acudir y ahuyentar a los mirones que entorpecían el tránsito. Pero nada tan trágico como lo que ocurrió en una tienda de Lafayette Avenue, en Brooklyn, donde un hombre que hasta ese momento había tenido fama de ecuánime se desesperó a tal punto con su pajarraco, que sacó un revólver y le voló la cabeza de un balazo delante de media docena de clientes. Acto seguido, avergonzado por su conducta, se disparó en el paladar. Esos y otros hechos, referidos con lujo de detalles por varios periódicos, no hicieron sino aumentar la curiosidad del público[17].

En las semanas previas al debut, la vida de Chiquita se volvió un torbellino. Era como si alguien, o algo, se empeñara en compensarla por sus largos años de encierro y de monotonía en la casona de Matanzas. Entre los ensayos, las excursiones a las tiendas elegantes de Ladies’ Mile en compañía de Hope Booth, sus citas clandestinas con Patrick Crinigan y las reuniones con gentes importantes que se interesaban por conocerla y a las que Proctor recomendaba no defraudar, tenía cada minuto ocupado.

—Aprovecha para divertirte ahora que todavía puedes hacerlo —le aconsejaba Hope—. Cuando empiecen las funciones, te volverás una esclava del escenario. ¡A todas nos pasa lo mismo!

Sin embargo, lo cierto era que Miss Booth parecía disponer de mucho tiempo libre. A menudo se invitaba a tomar el té en el apartamento de The Hoffman House y le contaba a Chiquita de sus salidas con distinguidos políticos y hombres de negocios (sin mencionar apellidos) y de los regalos que estos le enviaban para agradecerle su compañía. A la liliputiense no se le escapó que cada vez que la veía, la muchacha llevaba una joya diferente, y Hope le explicó, con fingida ingenuidad, que sus admiradores eran muy generosos, pero poco imaginativos. A todos les encantaba obsequiar lo mismo: collares, anillos, broches y brazaletes.

—A veces me gustaría que me dieran, simplemente, un ramito de violetas —aseguró Hope y, con un simpático mohín de resignación, añadió—: Pero ¿qué puedo hacer? Si no les aceptara sus diamantes, se pondrían muy tristes.

Cuando se sintió más en confianza, la muchacha le contó, con una naturalidad un tanto chocante, que a los diecinueve años, para obtener su primer papel de importancia, había tenido que acostarse con el dueño de la compañía, con el autor de la obra y con el primer actor. Claro que eso había sido al inicio de su carrera, se apresuró a aclarar al ver que su amiga se sonrojaba. Cuatro años después su situación era otra, pues sólo estaba obligada a hacerlo con Mister Hamilton, su manager, y ni siquiera muy seguido. Al resto de sus amigos, le dijo, se daba el lujo de elegirlos.

En medio de aquel ajetreo, Chiquita halló tiempo para escribirle una larga carta a su hermana. Si al llegar a Nueva York le había enviado un telegrama diciéndole que en breve saldrían rumbo a la casa de campo del inexistente matrimonio Bellwood, en esa misiva le confesó el engaño y la puso al tanto de su contrato para actuar en uno de los mejores teatros de la Babel de Hierro. Sí, querida Manon, su vida había dado un giro sorprendente y lleno de riesgos. Pero, hasta el momento, no se arrepentía de nada. Si otros liliputienses más espigados y menos talentosos triunfaban, ¿por qué ella no? Estuvo a punto de hablarle de Patrick Crinigan y de lo que sentía por él, pero, pensándolo mejor, decidió dejar el tema para otra oportunidad. Con las noticias que llevaba esa carta era más que suficiente. Manon necesitaría tiempo para asimilar tantas novedades. Casi a punto de cerrar el sobre, añadió, a manera de postdata, una última línea: «Y de Juvenal, ¿se ha sabido algo?».

La respuesta llegó más rápido de lo que esperaba. Después de medio pliego de reproches por no haberle dicho antes la verdad, Manon le deseaba la mayor de las suertes en su nueva vida. Por prudencia, no pensaba comentarle ni una palabra a nadie, ni siquiera a su marido: esperaría a que Chiquita se volviera famosa para decírselo a toda la parentela. Por lo demás, en Matanzas, al igual que en el resto de la isla, la situación estaba cada vez peor. Weyler parecía decidido a acabar con la insurrección a cualquier precio y gobernaba con puño de hierro. De Juvenal, sí, tenía novedades que contarle. Hacía poco había recibido un mensaje de su puño y letra. No estaba en París dedicado a la vida libertina, como todos pensaban, sino peleando al lado de los mambises. Había regresado a Cuba en secreto y se encontraba bajo las órdenes del general Maceo. Para evitar que lo destinaran a la enfermería, no le mencionó a nadie sus estudios de medicina. Quería estar en el frente de batalla y no en la retaguardia, a salvo de los balazos.

Chiquita trató de imaginárselo a caballo, arremetiendo contra los españoles con un machete, pero no pudo. Cuando se lo dijo a los demás, las reacciones fueron diversas. Segismundo opinó que Juvenal era un valiente, Rumaldo lo tildó de romántico y Rústica anunció que a partir de ese momento lo incluiría en sus oraciones, porque matar gente, aunque fuera por una causa justa, también era pecado. También, recalcó, observando de reojo a la señorita.

Hasta hacía poco, la sirvienta había permanecido ajena a los amores secretos de Chiquita y el pelirrojo. Pero como no se le escapaba nada, empezó a notar que cada vez que Segismundo los acompañaba al teatro, llevaba un libro consigo. Aunque el pianista trató de despistarla diciendo que era para leer durante los entreactos, la nieta de Minga se dio cuenta de que allí había gato encerrado y no descansó hasta sacarle la verdad. «¡Dios santo! ¿Cómo se las arreglarán ese hombrón y esa renacuaja para fornicar?», fue su único comentario. Rústica no sabía qué le dolía más: que su señorita estuviera enredada en una pasión ilícita o que no le hubiera confesado su desliz.

En cualquier caso, su indirecta resultó efectiva, pues un rato más tarde, mientras le cepillaba el cabello a Espiridiona Cenda, esta se animó a decirle, por fin, lo enamorada que estaba del reportero y cómo había accedido a sus ruegos de que tuvieran intimidad.

—Me pareció que, después de haber perdido la honra con el zapatero, meterme en la cama con Patrick no era un pecado tan grave —explicó, con los ojos aguados, y le pidió perdón a Rústica por no haber confiado en ella desde el primer momento—. Estoy segura de que tú sabrás entenderme. Entenderme y perdonarme. Perdonarme y ayudarme —y con un tono entre quejumbroso y cínico, añadió—: Al fin y al cabo, la virtud sólo se pierde una vez.

Rústica no replicó y Chiquita intuyó que ese silencio incómodo era su manera de admitir, a regañadientes, que estaba en lo cierto.

—Espero que sepan ser discretos —dijo al cabo de un rato—. ¡Si su hermano se entera, se armará la gorda!

—¿De verdad crees que no sospecha nada? —se burló Chiquita y, ya que estaban en plan de confidencias, le reveló lo que pensaba de Rumaldo: que era un vivebién y un sinvergüenza. Para él, ella era la gallina de los huevos de oro del cuento infantil, así que no le quedaba más remedio que soportar sus cacareos y sus picotazos. Si se enojaba y le retorcía el pescuezo, se quedaba sin dólares. Y lo mismo si trataba de mantenerla encerrada en el gallinero o de impedir que saliera a comer maíz con el gallo de su gusto—. Por primera vez me siento libre y dueña de mis actos, Rústica. Estoy asustada, pero contenta.

Y, volviendo a su hermano, le comentó que tenía fuertes sospechas de que Hope Booth y él eran amantes. Por respeto, la sirvienta no quiso hablar mal de un Cenda delante de ella, pero luego, cuando le contó a Segismundo que ya Chiquita le había confesado su «mal paso», le echó a Rumaldo la culpa de todo. Él era el responsable de que su hermana le hubiera abierto las piernas a Patrick Crinigan. Por meterle en la cabeza la idea de ser artista. Por alejarla de la vida tranquila que llevaban en Matanzas. No, Chiquita no tenía mal corazón. Cierto que a veces podía ser abusiva, zafia y hasta chantajista, pero mala, lo que se dice mala, no lo era. Si se había enredado con el pelirrojo era por amor, la justificó, por ese maldito sentimiento que hace que a las mujeres decentes se les derrita la sesera. Más que criticarla, la compadecía, pues estaba segura de que, en lo profundo de su alma, la señorita se arrepentía de su falta y sufría.

A mediados de agosto, cuando ya Chiquita ni se acordaba de su viaje a Staten Island, Alice Austen le envió copias de algunas de las fotografías que le había tomado. El sobre incluía una cariñosa nota invitándola a visitarla de nuevo «para hablar de muchas cosas que no tuvimos tiempo de decirnos». Si iba sin el majadero de Crinigan, siempre apurado por volver a Manhattan, seguramente se divertirían más. Mejor aún, ¿por qué no se animaba y se quedaba unos días con ella? La perspectiva de estar solas, y de poder retratarla muchas, muchas veces, la llenaba de emoción[18].

Esa noche, Chiquita le enseñó los retratos y el mensaje a su amante. Este, con una sonrisa burlona, le comentó que Miss Austen solía experimentar súbitos y apasionados raptos de afecto por sus amigas.

—Sospecho que a Alice le atraen más las faldas que los pantalones —añadió—. Ese fue el motivo de que nuestro romance no prosperara.

Al día siguiente, al terminar el ensayo, Chiquita fue a la oficina de Proctor para que viera las fotografías, pero el empresario descartó al instante su sugerencia de usarlas con fines publicitarios. «Son demasiado artísticas», dijo con desdén, y le explicó que las mejores fotos de un liliputiense eran aquellas en las que aparecía al lado de una silla o de una persona de estatura normal, pues permitían formarse una idea de cuál era su tamaño. Ya se ocuparía él de ponerla en manos de un buen fotógrafo, capaz de hacerle retratos más impactantes.

—Tan buenos como estos —exclamó y, abriendo una gaveta de su escritorio, extrajo unos de la Princesa Paulina.

Para Chiquita no era un secreto que año y medio atrás, en diciembre de 1894, Proctor había presentado en su 23rd Street Theatre a esa liliputiense holandesa. Sabía, también, que la acróbata había muerto al inicio de la exitosa temporada, cuando tenía a Nueva York a sus pies y le faltaban sólo diez días para cumplir los veinte años. Pero nadie le había mostrado nunca un retrato de ella, así que los contempló con interés.

La «princesa» distaba mucho de ser bonita: tenía los brazos demasiado largos, le faltaba cuello, su pelo era descolorido y escaso, las cejas y pestañas transparentes no ayudaban a mejorar su apariencia, y sus ojitos redondos e inexpresivos, como de pájaro, le conferían una expresión de perenne desconcierto. Daba lástima. Era como un gorrión feúcho, mojado y frágil, amedrentado ante la grandeza del mundo. Sin embargo, a Chiquita esa impresión inicial le duró poco: casi de inmediato, la piedad fue sustituida por la envidia. Al pie de una de las imágenes estaba escrita la estatura de la artista: diecisiete pulgadas. ¿Había sido, en verdad, tan poquita cosa? Costaba creerlo. Lo más probable era que le hubieran restado algunas pulgadas a su talla para aumentar la curiosidad de la gente. Pero, aun así, las imágenes no dejaban lugar a dudas: en comparación con la Musters, Chiquita parecía grande. Asquerosamente grande. En el mundo de los pequeños, unas pulgadas marcaban una diferencia notable.

—A uno se le aceleraba el corazón cuando la veía mecerse en su trapecio o caminar por la cuerda floja —prosiguió Proctor, con nostalgia, sin percatarse del ceño fruncido y de la irritación de la cubana.

Contratarla no había sido cosa fácil. Su manager y cuñado, el belga Joseph Verschueren, aprovechó el éxito que el «gorrioncito» tenía en Europa y pidió una suma astronómica a cambio de viajar a Estados Unidos para ofrecer tres funciones diarias durante cincuenta semanas. Pero Proctor decidió arriesgarse y acceder a sus exigencias. Johanna Paulina —ese era el nombre completo de la artista— desembarcó en Manhattan custodiada, como en todas sus tournées, por su hermana Cornelia y por Verschueren.

—Cuando la tuve frente a mí, me llevé una sorpresa —recordó el empresario—. Esperaba tener que lidiar con una jovencita caprichosa y petulante, y encontré una criatura dulce y tímida, que palidecía si alguien hablaba en voz alta cerca de ella.

Por extraño que parezca, su apocamiento desaparecía en cuanto el telón se abría y las candilejas la iluminaban. Tener miles de ojos pendientes de sus maromas no parecía intimidarla y ejecutaba su rutina con una seguridad y una elegancia pasmosas, casi con indiferencia. Y es que más de una década de actuaciones ante todo tipo de públicos —primero en ferias y teatros de variedades de Holanda, y luego en muchas capitales— le habían permitido forjarse una especie de coraza invisible.

—Paulina llegó, procedente de Londres, unos días antes de la Navidad. Organicé una recepción de bienvenida en el hotel Fifth Avenue, invité a los reporteros y la hice entrar al salón escondida dentro de un cesto de rosas. Todos se quedaron asombrados al verla salir, como un hada, de entre las flores. Les parecía imposible que fuera tan minúscula y que apenas pesara ocho libras y media.

Chiquita, que pesaba el doble, se disgustó más aún y se preguntó si estaría a tiempo de bajar algunas libras antes de su debut. Para lograrlo, tendría que renunciar a los postres y a los deliciosos bombones de licor que Crinigan le obsequiaba. Nunca llegaría a ser tan delicada y menuda como la holandesa, pero quizás, si ponía todo su empeño, podría parecer un poco más grácil, más feérica… Tuvo que hacer un esfuerzo para volver a prestarle atención a Proctor, quien, después de describir lo encantadora que se veía la Musters en su trapecio, iluminada por las luces de los reflectores, había empezado a narrar, con voz apesadumbrada, el fin de aquel personaje de cuento de hadas.

—Paulina sólo pudo actuar unas pocas semanas. A mediados de enero enfermó de una fuerte gripe y hubo que suspender sus funciones durante varios días. Cuando se recuperó, enseguida volvió a escena, pero yo la notaba más triste y distante que de costumbre, como apagada. Al mes, tuvo una recaída y falleció.

Sus exequias se celebraron cinco días más tarde, el 19 de febrero de 1895, en la iglesia de Saint Vincent de Paul, a unos pasos del teatro donde miles de neoyorquinos habían desembolsado entre veinticinco y cincuenta centavos para verla. Al parecer, mientras embalsamaban el cuerpecito de Paulina para llevárselo en barco a Holanda, su hermana y su cuñado recibieron varias ofertas de hombres de ciencia y de coleccionistas interesados en comprarlo. Se dice que llegaron a ofrecerles hasta sesenta mil dólares por el cadáver, pero que ellos rechazaron, indignados, la posibilidad de semejante trato[19].

—Unos doctores achacaron su muerte a la pulmonía, otros a una meningitis y hasta se habló de malaria. A mí, la verdad, la causa me tenía sin cuidado. Lo que me dolió fue perderla y, créame, no sólo porque puso fin a un pingüe negocio. En realidad, llegué a sentir mucho aprecio por ella —confesó Proctor y, guardando los retratos, añadió con pesadumbre—: ¡Era única! Tenía el don de conmover.

De pronto, percatándose de que Chiquita lo miraba de hito en hito, desconcertada por aquel rapto de sentimentalismo, se apresuró a agregar, con una sonrisa forzada:

—Pero todo eso es historia y lo que importa es el presente. Sí, Paulina Musters tuvo un atractivo mayúsculo, pero también Chiquita Cenda, la muñeca cubana, posee el suyo y el público lo sabrá apreciar.

Esa noche, Espiridiona le comentó a Crinigan lo indelicado que había sido su empresario al ponerse a ponderar los méritos de una liliputiense delante de otra. Sí, lo admitía, sentía celos de la holandesa. Quería ser incomparable, la única, la mejor. El pelirrojo se echó a reír y le recomendó que no perdiera tiempo exhumando fantasmas: más bien debía preocuparse por los comediantes que tenían contratados Hammerstein y Pastor. Ellos, y no el recuerdo de la acróbata, eran la competencia que debería desvelarla.

—Ni los alemanes ni los italianos me quitan el sueño —repuso, con gravedad, Chiquita—. Pero enfrentarse a una leyenda es muy peligroso, y admito que la idea de ser vencida por el recuerdo de Paulina Musters me asusta.

—¡No hablemos más de la princesa gorrión! —la interrumpió Crinigan, restándole importancia al asunto—. Mientras estuvo viva, habrá tenido menos pulgadas y libras que tú, pero ya está muerta y enterrada. Ella era poco agraciada e inspiraba lástima. Tú, en cambio, tienes belleza, ganas de llegar lejos y talento. ¿Qué más se necesita para triunfar?

«Suerte, supongo», pensó Chiquita, pero en vez de decirlo, prefirió darle un beso.

Chiquita sabía que en Nueva York había muchos emigrados cubanos que trabajaban por la independencia de la isla, pero no tuvo contacto con ninguno hasta que una comitiva de la Junta Revolucionaria Cubana, la organización que representaba en Estados Unidos a los insurgentes, se apareció en The Hoffman House y solicitó ser recibida por ella.

—¿Les digo que vuelvan otro día? —propuso Rumaldo con fastidio.

—No —replicó Chiquita—. Si Juvenal está arriesgando su vida en el campo de batalla, lo menos que podemos hacer es atender a esos compatriotas y auxiliarlos en cuanto esté a nuestro alcance.

Al principio, nada indicó que lamentaría haber tomado esa decisión. El grupo, formado por cuatro caballeros, lo encabezaba don Tomás Estrada Palma[20], un pulcro y venerable anciano, de impresionante bigote blanco. Fue él quien entregó a Chiquita una bandera cubana y una canasta con dulces de la isla y, acto seguido, le hizo saber lo orgullosos que se sentían de que una señorita tan distinguida como ella representara el donaire y la dignidad de las criollas en los escenarios neoyorquinos.

A continuación, puso a los Cenda al tanto de la labor que realizaban los clubes revolucionarios en diversas ciudades de Estados Unidos. Con mil sacrificios, haciendo colectas, rifas y bailes benéficos, los cubanos recaudaban fuertes sumas de dinero y enviaban pertrechos al ejército mambí a través de expediciones secretas.

—Es un trabajo arduo, pues, aunque la mayoría del pueblo de Estados Unidos desea la libertad para Cuba, el presidente Cleveland está empecinado en que la nación permanezca neutral y trata de mantenernos atados de pies y manos —dijo don Tomás y se lamentó de que, días atrás, un barco cargado de dinamita hubiese sido sorprendido por los guardacostas a punto de zarpar hacia la isla—. ¡No tuvieron piedad! ¡Lo confiscaron todo!

—Es que la «neutralidad» del Presidente es muy extraña —comentó, con sorna, un caballero calvo—. A nosotros no nos permite conspirar, pero los españoles pueden hacer aquí lo que se les antoje. ¡Hasta espiarnos!

Claro que la labor de la Junta no se limitaba a hacer llegar, burlando la vigilancia de yankees y de españoles, armas, municiones y medicinas a los insurrectos. Tan importante como eso era el cabildeo que realizaban en Washington para convencer a senadores y representantes de que apoyaran el derecho de los cubanos a su soberanía. A menudo la simpatía de los políticos era inmediata e incondicional; pero a veces la única forma de conseguir su apoyo era comprándolos con bonos por fuertes sumas de dinero, pagaderos cuando Cuba se convirtiera en república. «¡Pero eso es un soborno!», se le escapó a Chiquita con desagrado, y Estrada Palma se apresuró a decirle que cuando estaba en juego la libertad de la patria, el fin justificaba los medios…

—Lo importante —dijo con convicción— es que Estados Unidos reconozca nuestra beligerancia. Entonces podremos actuar con libertad, sin que nos estén maniatando.

—En el Comité de Relaciones Exteriores del Congreso tenemos grandes aliados —aclaró otro de los visitantes, uno que tenía en la nariz una verruga que parecía un moscardón—. En abril, una comisión conjunta del Senado y la Cámara preparó una resolución favorable a la independencia y fue aprobada por una aplastante mayoría.

—Pero Cleveland se rió del Congreso y la ignoró —se lamentó el calvo—. ¡Ese hombre odia a los cubanos!

Para los Cenda, todo aquello era nuevo. No tenían la menor idea de que cubanos y españoles sostuvieran, dentro del territorio de Estados Unidos, enfrentamientos tan encarnizados como los que ocurrían en la isla. Tampoco sospechaban que, hartos de la indiferencia de Grover Cleveland, los patriotas del exilio tuvieran sus ojos puestos en las elecciones presidenciales de noviembre, en las que se enfrentarían dos candidatos con muchas posibilidades de ganar: el demócrata Bryan y el republicano McKinley. Cualquiera que llegara a ser el próximo inquilino de la Casa Blanca podría influir en el futuro de Cuba.

—Muchos de los que vivimos aquí somos ciudadanos americanos y nuestro voto será para quien le garantice el mayor apoyo a nuestra causa —aseguró Estrada Palma con una sonrisa maliciosa.

A quemarropa, un caballero de enorme barriga le preguntó a Chiquita si el vaudeville que ensayaba sería favorable para la causa independentista. En un santiamén, la matancera comprendió que esa y no otra era la razón de la visita de sus coterráneos. ¡El vaudeville! Aunque Proctor había tratado de mantener en secreto las características del espectáculo, evidentemente su tema había llegado a oídos de la cúpula de la Junta.

—Soy tan cubana como las palmas y los ideales de ustedes son también los míos —los tranquilizó—. Mi hermano Juvenal Cenda lucha junto al general Maceo. Jamás actuaría en algo que favoreciera los intereses de España.

—Eso no lo ponemos en duda, señorita —repuso Estrada Palma con ánimo conciliador y Chiquita notó que, a diferencia de sus compañeros, más impulsivos y exaltados, era un hombre paciente, acostumbrado a negociar—. Sin embargo, como miembros de la Junta, nuestro deber es influir para que cada vez que la cuestión de Cuba se exponga al público, se haga con el enfoque más beneficioso para la independencia. Por esa razón, y con el mayor respeto, deseamos sugerirle algunas ideas para su espectáculo…

—¡Ese vaudeville tiene que hacerle entender al pueblo americano y a los congresistas que su presidente no puede seguir ignorándonos! —lo interrumpió, exaltado, el de la verruga.

—¡También debe denunciar al Vaticano! —exigió el barrigón. Y cuando Chiquita trató de decir algo, la aturdió con su torrente verbal—: ¿Sabía usted que el Papa dio instrucciones a uno de sus obispos para que bendijera en su nombre a las tropas de refuerzo que los españoles enviaron a La Habana? Si es usted una cubana cabal, se las ingeniará para condenar el apoyo de la Santa Sede a nuestros verdugos —y, enrojeciendo, con las venas del cuello hinchadas por la furia, casi gritó—: ¡Ese León XIII y sus curas son una partida de descarados!

—El vaudeville también debería dejarles claro a quienes desean una intervención armada del gobierno americano en la isla, con la ilusión de anexarla a su territorio, que eso jamás lo permitiremos —intervino el calvo y, salpicando a los anfitriones con unas goticas de saliva, tronó—: ¡Cuba será libre y para los cubanos!

Los intentos de Chiquita por hacerles entender que lo que Proctor iba a presentar en su teatro era un simple divertimento, y no un meeting político con arengas y discursos, fueron en vano. Tampoco pudo explicarles que difícilmente el empresario le permitiría, como pretendían, lanzar al público volantes sobre la guerra contra España durante su actuación. Abatida, se dirigió a Estrada Palma, que de aquel cuarteto era el que más sensato parecía, y le dio su palabra de que haría cuanto estuviera a su alcance para ayudar, con su arte, a la causa independentista.

Pero entonces, en vez de retirarse, los emigrados intentaron involucrarla en planes más ambiciosos. El del moscardón en la nariz le dijo que todos los 10 de octubre, los cubanos de Nueva York celebraban un acto para recordar el inicio de la guerra de los Diez Años. Esa vez pensaban hacerlo a lo grande, en un teatro al aire libre de Manhattan Beach, con orquestas, bailes y fuegos artificiales. Los caballeros se vestirían con el uniforme de los mambises y las damas con el rojo, el azul y el blanco de la bandera cubana. Chiquita tenía que acompañarlos en la tribuna y pronunciar una arenga. Si rifaban un retrato suyo autografiado y cobraban un quarter por cada papeleta, se recaudaría una elevada suma… Claro que también podrían rifar un beso. Algunas jóvenes lo hacían, como una contribución a la libertad de la patria, y nadie las criticaba por ello.

Chiquita quiso sacarles esos planes de la cabeza, pero el calvo y el barrigón le arrebataron otra vez la palabra. Según ellos, su vinculación con la Junta debía ser a largo plazo y más productiva. ¡Tenían que organizar una gira por los principales clubes de los emigrados cubanos! «En esos meetings patrióticos, usted podría entonar el Himno Invasor, el mismo que incita al combate a las tropas de Maceo y Gómez», sugirió Estrada Palma, sumándose al desatino. El de la verruga pidió que la tournée se realizara antes de las elecciones, para exhortar a los cubanos a que votaran por Bryan. Aunque a muchos el candidato demócrata no les simpatizaba, por ser del mismo partido que Cleveland, todo parecía indicar que, si lograba la presidencia, estaba dispuesto a ayudarlos en su lucha por la independencia. Pero ¿por dónde comenzar el recorrido? Escoger una ciudad dio pie a acaloradas discusiones. Unos se inclinaron por Tampa y otros por Cayo Hueso. Aunque, para evitar celos entre los tabaqueros de esos dos bastiones de Cuba en el exilio, quizás lo más sensato fuera pensar en alguna ciudad de la Costa Oeste o del Medio Oeste. Pero esa variante, lejos de apaciguar los ánimos, los inflamó aún más. ¿Brooklyn o Nueva Jersey? ¿Chicago o Filadelfia?… Cada quien defendía su opinión con ardor e ignoraba los argumentos de los demás…

Por fin, hablando a gritos, Rumaldo logró hacerse oír y les explicó que su hermana tenía un contrato de exclusividad con Proctor y no podía violarlo. La noticia les cayó como un jarro de agua fría y, durante unos segundos, enmudecieron. Fue entonces cuando Rústica aprovechó para entrar en el salón como una tromba, alzar en brazos a la liliputiense y llevársela explicando que era la hora de su baño.

En otras circunstancias, Chiquita no le habría perdonado semejante impertinencia, pero esa vez le dio las gracias por haberla «rescatado». ¿Todos los cubanos del exilio serían como esos, tan exaltados e incapaces de escuchar al otro; tan reacios a razonar y tan proclives a imponer sus criterios? Sospechaba que sí, porque hasta el en un principio ecuánime Estrada Palma había terminado por contagiarse con el delirio de sus compañeros. ¡Qué gente aquella! Respetaba la abnegada labor que realizaban y compartía con ellos el deseo de ver a Cuba libre, pero mientras más lejos los tuviera, mejor.