[Capítulos XVI al XIX]
Bueno, aquí se armó la cagazón. Ni sueñes que yo, por muy buena memoria que tenga, pueda acordarme de todo lo que decían estos cuatro capítulos. Tendrás que conformarte con un resumen de lo más importante.
Empezaré diciéndote que aquella noche en que Chiquita recuperó su talismán, Bostock le hizo una oferta de trabajo muy tentadora, pero ella no mordió el anzuelo. A la mañana siguiente se apareció en la oficina de Proctor y firmó un contrato para actuar durante tres meses en los teatros que él tenía en Massachusetts, Connecticut, Ohio y Pensilvania.
¿Por qué no aceptó la oferta del hombre que le devolvió el talismán, si con él hubiera ganado más dinero? ¿Por no hacerle un feo al dueño del Palacio del Placer? No creo. Cuando se trataba de plata, ella no tenía consideraciones de ese tipo. ¿Acaso le molestó que Bostock no quisiera explicarle cómo había recuperado su amuleto? ¡Quién sabe! Buscarle lógica al comportamiento femenino siempre es complicado y mucho más si se trata de una mujer tan peculiar como Chiquita.
Me inclino a pensar que decidió quedarse con Proctor porque quería seguir actuando en lugares elegantes y que la anunciaran como a una gran artista. Si firmaba con Bostock, las cosas iban a ser muy distintas. Su negocio no eran los teatros, sino las ferias, los circos y los zoológicos, donde exhibía desde animales salvajes hasta enanos, siameses, gigantes, albinos, gordos y todo tipo de freaks.
Ahora se usan nombres más respetuosos para ese tipo de personas. Por ejemplo, a Lady Violetta, una joven muy bonita y simpática, pero cuyo cuerpo se componía únicamente del torso y la cabeza, hoy le dirían minusválida, discapacitada o algo por el estilo. Y lo mismo a Charles Tripp, un canadiense que, aunque nació sin brazos, era capaz de escribir, tocar el piano y carpintear utilizando los dedos de los pies. Pero ¿cómo se les podría decir, para no faltarles al respeto llamándolos «errores de la naturaleza», al Esqueleto Viviente, al Hombre de Goma o a la baronesa Sidonia de Barcsy, la afamada mujer barbuda? No tengo la menor idea, porque a ellos no les faltaba nada. Sólo eran diferentes.
Te habrás dado cuenta de que en ese mundo a la gente le encantaba adjudicarse títulos nobiliarios. Pero por las venas de la barbuda que acabo de mencionarte sí corría auténtica sangre azul, pues era descendiente de una familia de aristócratas húngaros. Su historia es muy interesante, porque cuando ella se casó con el barón de Barcsy, un militar de carrera, aún no tenía barba, era una muchacha muy linda, con unos cachetes como manzanitas. Pero en cuanto dio a luz a Nicu, su único hijo, su vida cambió. En cuanto lo vio, supo que iba a ser liliputiense, porque era del tamaño de un ratón. Y doce días después de haber dado a luz, a la pobre Sidonia empezó a llenársele de pelos la cara.
Ella se afeitaba todos los días con la navaja de su marido, pero, nada, a la mañana siguiente ya tenía los cañones afuera otra vez. Para complicar las cosas, el barón, que era muy aficionado al juego, empezó a perder y a perder dinero, se arruinó, se dio a la bebida y terminaron botándolo del ejército. Entonces a la familia no le quedó más remedio que irse por el mundo con un circo. Sidonia se dejó crecer una barba impresionante y actuaba junto a su hijo, que medía veintiocho pulgadas y se hacía llamar Capitán Nicu de Barcsy. Hasta al barón le buscaron oficio y lo volvieron el hombre fuerte del circo.
¡Maldita sea! Otra vez perdí el hilo. No sé por qué rayos empecé a hablarte de los Barcsy, si ellos no llegaron a Estados Unidos hasta 1903, cuando Nicu tenía ya dieciocho años. Sólo te diré que cuando Sidonia enviudó, no tardó en volver a casarse, esta vez con un tipo mitad alemán y mitad indio cherokee que trabajaba en el circo haciendo suertes con un lazo. «Macho», ese era su nombre artístico. La baronesa, su hijo y Macho terminaron comprando un terreno en un pueblito de Oklahoma y allí se fueron a vivir, pero ese cuento te lo termino otro día…
Volviendo a lo que nos interesa, para mí el principal motivo por el que Chiquita decidió renovar su contrato con Proctor fue para no bajar de categoría. En esa época todavía le preocupaba mucho que la tomaran en serio como artista y no quería exhibirse en una barraca con un elefante a un lado y con Ella Harper, la Chica Camello, al otro. Claro que fue muy precavida: sólo se comprometió con Proctor por un trimestre más, me imagino que para estar libre en caso de que le hicieran una oferta mejor. En realidad, su sueño era llegar a los vaudevilles de Europa. Pero conseguir eso no era fácil. En Estados Unidos recibían con los brazos abiertos a los liliputienses que llegaban de Francia, de Alemania, de Italia y de Inglaterra, pero los empresarios europeos tenían tantos y tan buenos enanos a su disposición, que no necesitaban contratar a ninguno que estuviera del otro lado del charco, a no ser que se tratara de una personalidad de mucha reputación, como Tom Thumb o su viuda, por ejemplo.
Así que Chiquita, Rústica y Mundo hicieron su equipaje, se despidieron de Monsieur Durand y de los empleados de The Hoffman House, donde tan a gusto se habían sentido el año que llevaban en Nueva York, y se fueron en tren a Cleveland, donde empezó la gira. De allí pasaron a Filadelfia y luego a varios lugares de Connecticut y Massachusetts. En total, Chiquita se presentó en ocho ciudades. ¿Te imaginas cómo sería de agotador ese recorrido? Ocho teatros en tres meses[29]. En todas partes tuvo un éxito rotundo, pero en Boston, que fue la última ciudad donde se presentó, su vaudeville cubano arrebató a la gente, que hizo colas larguísimas para verla. Y eso que, para reducir gastos, Proctor sólo había contratado a la mitad de los acróbatas y las coristas. Pero, así y todo, a los bostonianos les fascinó Chiquita[30].
Claro, el ambiente político la ayudó mucho, porque la guerra de Cuba estaba en todas las bocas. En Estados Unidos nunca se habló tanto de los cubanos como durante esa época. Enséñale un mapa hoy a un americano y pídele que te diga dónde está Cuba, para que tú veas lo que pasa. Lo más probable es que te señale las Galápagos o Australia. Pero en 1897 era distinto. La isla estaba de moda. Mientras Chiquita andaba de gira, mataron en Madrid, en un atentado, al primer ministro español Cánovas del Castillo. Y aunque quien lo mató fue Angiolillo, un anarquista italiano al que le decían Golli, hubo americanos que festejaron la noticia como si se tratara de una victoria de los cubanos. Según Chiquita, cuando el presidente McKinley le mandó un ultimátum a España exigiéndole modificar su política hacia Cuba, aquello fue el acabose. En todo el país se armó un alboroto tremendo. Mucha gente estaba lista para agarrar sus escopetas y sus revólveres, subirse en un barco e irse a tirar tiros al lado de los mambises.
Te imaginarás cómo se ponía el público cada vez que sacaban a Chiquita del cofre y empezaba a cantar las habaneras de Iradier y a bailar las danzas de Cervantes. Los gritos y los aplausos eran tan atronadores, que a veces Mundo tenía que dejar de tocar y esperar a que la gente se calmara. Para su debut en Boston, a Chiquita se le ocurrió una idea extravagante: tradujo al inglés la poesía «La fuga de la tórtola» y la recitó entre dos bailes. En la sala se hizo un silencio electrizante, y luego hubo una explosión de entusiasmo con lágrimas, gritos y hasta asientos rotos. Cómo sería la cosa, que cuando el gerente del teatro llamó a Proctor para contarle el percance, este le mandó un telegrama a Chiquita suplicándole que no volviera a decir el poema. No sé por qué los bostonianos se emocionarían tanto con esos versos de Milanés, porque de patrióticos no tienen nada. En opinión de Chiquita, fue porque interpretaron que la tórtola era una representación simbólica de Cuba escapándose de la cárcel de España para buscar su libertad. Pero si tú revisas con atención el poema, te das cuenta de que esa es una lectura bastante traída por los pelos. El caso es que Chiquita no volvió a recitar nunca más «The Turtledove’s Escape» (así se llamaba el poema en inglés), para evitar que los bostonianos le desbarataran a Proctor su teatro.
Aquella gira sirvió para que Espiridiona fuera conocida en otros lugares. Ahora bien, no vayas a creer que durante esos tres meses todo fue color de rosa. Al principio, Chiquita tenía siempre un humor de perros, porque le costó mucho habituarse al sube y baja de trenes y al cambia-cambia de hoteles. Rústica se esforzaba por apaciguarla y aguantaba estoicamente sus malacrianzas y sus rabietas, pero ella también estaba harta de hacer y deshacer maletas, y se pasaba todo el tiempo añorando lo tranquilas que vivían en Matanzas. Sin embargo, poco a poco las dos dejaron de quejarse de su suerte y terminaron por acostumbrarse a esa vida de gitanos. El que nunca se habituó fue Mundo. A medida que pasaban los días, empezó a languidecer de nuevo y, aunque no decía nada, su prima y Rústica se daban cuenta de que estaba loco por regresar a Nueva York para reunirse con su Huesito del alma.
Me imagino que más de una vez te habrás preguntado cómo una mujercita que pasó los primeros veintiséis años de su vida casi sin salir de su casa; habituada a estar horas y horas sola, leyendo y bordando, y que sólo tenía trato con su familia, algunas amistades íntimas y los criados, pudo adaptarse a un cambio de existencia tan radical. A mí eso siempre me pareció incomprensible, pero un día Carmela me lo aclaró en un dos por tres.
Creo que ya te hablé de Carmela, ¿verdad? La mulata cartomántica y espiritista con la que me puse a vivir después que regresé a Matanzas. Pues bien, un día se me ocurrió pedirle a Carmela que hiciera la carta astral de Chiquita. Al principio puso mala cara, pensando que era alguna fulana con la que yo tenía una aventura; pero cuando le expliqué que se trataba de la señora enana para la que había trabajado en Estados Unidos, se tranquilizó y enseguida me complació. Déjame aclararte que, de haber querido, yo mismo le hubiera hecho la carta astral, porque, aunque cuando me junté con Carmela no sabía nada de astrología, a esas alturas algo se me había pegado. Pero, naturalmente, no me habría quedado tan bien como a ella, que era una verdadera maestra.
¿Sabes qué fue lo primero que me dijo cuando empezó a interpretar la carta? Que, según los astros, esa sagitario había tenido un cambio trascendental hacia la mitad de su vida.
—Ese cambio puede haber sido por un revés de la fortuna, por un viaje o por las dos cosas —precisó la mulata y me quedé frío, pues no le había contado ningún detalle de la vida de Chiquita.
Carmela siguió comentándome otras cosas que salían en la carta astral y, a medida que las decía, era como si estuviera haciendo el retrato de Chiquita.
—Ella nació con dinero, lo perdió y enseguida volvió a tenerlo. No sé decirte si lo recuperó haciendo negocios o ganándoselo de alguna manera, pero plata no volvió a faltarle —puntualizó—. Por lo que veo aquí, le gustan la ropa fina, los perfumes, rodearse de adornos bonitos. Y su carácter debe ser muy difícil, porque su ascendente es Capricornio y tiene a Saturno y a Mercurio en combustión en la Casa del Nacimiento. Este Marte en Capricornio no me deja la menor duda de que es quisquillosa y dominante, lo que se dice un hueso duro de roer. No sé si tendrá tanto resentimiento por ser rebijía o por otra cosa, pero su vida es una eterna insatisfacción.
Entonces se quedó callada un instante, frunció el ceño y exclamó: «¡Pero qué puta es esta enana, chico!». Le pregunté cómo lo sabía y me fue señalando las pistas:
—En la Casa Quinta tiene a Júpiter, el planeta de Sagitario, así que su vida amorosa ha sido apasionada e intensa. La Luna en Tauro, exaltada, me dice que es romántica, sensual, vaya, muy caliente, y teniendo a Venus en Acuario no me extrañaría que hubiera probado cosas raras en la cama. A lo mejor hasta ha hecho cuchi-cuchi con otras mujeres —agregó con cara de asco—. Pero Urano está en la Casa Séptima, así que me atrevería a asegurar que sus relaciones amorosas nunca han sido largas. Deben haber sido cortas, pero muy intensas.
Esa Carmela era una astróloga de primera. Lo que ella no veía en una carta astral, no lo veía nadie. No sé si te he contado cómo la conocí. Fue como al año de volver de Estados Unidos. Al principio, todo me iba de maravillas. Vivía en una casita de dos cuartos con mi madre y mi madrina, conseguí trabajo como mecanógrafo en el Ayuntamiento de Matanzas y me hice novio de una muchacha muy fina que tocaba el arpa y era graduada de la Escuela del Hogar. Hasta hicimos planes para casarnos, pero de pronto vino una mala racha y todo se fastidió. Me quitaron el puesto para dárselo a un pariente del alcalde que escribía a máquina con un solo dedo; a mi pobre madre le descubrieron un cáncer que se la llevó en un mes y, para ponerle la tapa al pomo, mi novia, que tan buena parecía, resultó ser una bandolera. Me puso los tarros con un gago que vendía medicinas de pueblo en pueblo, y se escapó con él.
Te imaginarás cómo quedé yo. Destrozado. Hecho mierda. Por más empeño que ponía, no lograba levantar cabeza, y aunque nunca he sido de los que se ahogan en un vaso de agua, más de una vez pensé en tirarme de cabeza por el puente de Tirry, que no será el más alto de Matanzas, pero sí es el más bonito, porque es de hierro. Entonces fue cuando mi madrina me llevó a ver a Carmela, para que me adivinara el porvenir. Yo nunca había creído en cartománticas, brujas ni en nada de eso, así que fui más por complacerla que por otra cosa.
Pero aquella mulata me dejó pasmado. Mirándome a los ojos, me dijo cosas de mi pasado que jamás le había contado a nadie y me aseguró que mi vida iba a dar un cambio muy favorable. Según ella, una mujer buena y decente —«no una pelandruja como esa con la que casi te casas»— me ayudaría a salir del hueco en que estaba y me haría muy feliz. Antes de irme, me preguntó la hora, el día, el mes y el año de mi nacimiento para hacerme la carta astral, y me pidió que volviera al día siguiente para leérmela.
Cuando regresé, esa vez sin mi madrina, supe lo que decían los astros sobre mi futuro. Al parecer, me faltaba por recibir otro golpe muy duro, pero de ahí en adelante todo mejoraría. Carmela me brindó un traguito de ron para celebrarlo y, para no hacerte largo el cuento, al rato estábamos templando de lo más sabroso. Aquella mujer era una leona, compadre. Al lado de ella, la sueca de Belle Harbor era una monjita de clausura. Tanto me gustó en la cama, que esa misma noche llevé mis cosas para su casa y me quedé a vivir allí.
Es verdad que en el mundo de los clarividentes hay muchos farsantes que se aprovechan de los bobos y de los desesperados, pero yo te puedo jurar que Carmela sí tenía poderes. A veces ni necesitaba verle la palma de la mano a las personas ni tirarles los caracoles para saber lo que les iba a pasar. Me acuerdo que un domingo, a los pocos meses de habernos arrimado, ella estaba friendo unos huevos y, de repente, se queda mirando fijamente la sartén y me dice: «¡Ay, papi, qué desgracia! A tu madrina le quedan siete días entre los vivos». Aquello me dejó helado y le pedí que, para salir de dudas, le hiciera la carta astral.
—En una semana es difunta —ratificó, después de consultarlo con la Luna, el Sol y los planetas—. Lo siento mucho, mi cielo. Ese es el golpe que te quedaba pendiente. Las barajas te pueden confundir, las líneas de la mano a veces se enredan y hay días en que la bola de cristal se empaña, pero con los astros no hay pierde: esos nunca mienten.
Dicho y hecho. A los siete días justos mi madrina patinó con una cáscara de plátano frente al Casino Español, se dio un golpe en la nuca y ahí mismo quedó. Pero al poco tiempo, tal y como Carmela había predicho, un cliente suyo me resolvió un puesto en el juzgado municipal y todo empezó a irnos viento en popa. Por las noches, para entretenernos, Carmela me enseñaba a hacer cartas astrales y a interpretarlas, que es algo bastante difícil.
¡No empieces a mirar el reloj, que eso me desconcentra! Ya sé que piensas que estoy chocho porque me puse a hablar de Carmela y no de Chiquita, que es lo único que a ti te interesa. Pero aunque creas que una cosa no tiene que ver con la otra, sigue oyendo y verás que no es así.
Un día, Carmela me llevó a la casa de su abuela, pues quería que me conociera. Imagínate mi sorpresa cuando, al hacer las presentaciones, me entero de que la vieja se llamaba Catalina Cienfuegos. ¿Te das cuenta? La abuela de mi mujer era la misma mulata con la que Ignacio Cenda había tenido el amorío que estropeó su matrimonio con Cirenia.
De forma discreta, me puse a hacerle preguntas a la vieja y fui enterándome de su historia. Después de tener varios queridos, casi todos blancos y de buena posición, Catalina Cienfuegos terminó casándose con un chino dueño de una lavandería y pariéndole cinco hijos. El chino era muy buena persona, tanto, que hasta le dio su apellido a una niña que ella tenía. Esa muchachita, andando el tiempo, se convirtió en la mamá de Carmela. Lo que nunca logré sacarle a Catalina Cienfuegos, por más empeño que puse, fue con cuál de sus amantes había engendrado a aquella primera hija. ¿Sería con Ignacio Cenda? Porque, de haber sido así, la mulata con la que me acostaba todas las noches estaba emparentada con Chiquita.
Como a la semana, acompañé otra vez a Carmela a ver a su abuela y aproveché un momento en que me quedé solo con la vieja para comentarle, como de pasada, que en Estados Unidos había trabajado con un miembro de la familia Cenda.
—Con la enanita, me imagino —dijo y me contó que ella había visto varias veces a Chiquita—. No sé cómo se pondría después, porque los años no perdonan; pero de niña era una preciosidad, una muñequita, la cosa más linda que usted se pueda imaginar.
También sacó a relucir la historia de Cirenia y el hueso de pollo. «Para mí que eso fue una brujería que le echaron», exclamó, burlona, mirándome de soslayo. Entonces le comenté que, si recordaba tan bien a la familia del doctor Cenda, él debía haber sido muy importante en su vida.
—Ay, mi’jito, para qué voy a engañarte —me contestó—. Guárdame el secreto: Ignacio fue el único hombre que me hizo tilín. Y eso que, antes de formalizarme con el chino Chang, yo no dejé cirio sin apagar…
Sin embargo, no quiso aclararme si su primera hija la había concebido con el doctor o no. «Ha llovido mucho y ya ni me acuerdo», dijo, moviendo las manos delante de su cara, y seguí sin saber si Carmela era una nieta bastarda de Ignacio Cenda o no.
En esos días, Chiquita se me metió en la cabeza y a cada rato me sorprendía pensando en ella. Te hablo de 1935, más o menos. Le escribí una cartica de lo más cariñosa, contándole de mi vida, y se la mandé a Far Rockaway. Pero nunca recibí respuesta. Entonces fue cuando se me ocurrió pedirle a Carmela que le hiciera su carta astral y averiguar lo que decían los astros sobre ella.
La curiosidad por saber si Chiquita era tía de mi mujer o no se volvió para mí una especie de obsesión. Pero, figúrate, no tenía manera de confirmarlo, porque la única que podía aclararme el misterio era Catalina Cienfuegos y estaba negada a hablar de eso. ¿Sabes cómo salí por fin de la duda? De la manera más rara que puedas imaginarte. Una mañana, en el juzgado, me tocó tomarle una declaración a un tipo que acusaban de robo y al preguntarle si tenía algún tipo de seña personal, el hombre mencionó un lunar en el pipi. En ese momento me vino a la mente algo que me había comentado Rústica en Far Rockaway, una vez que la ayudé a desplumar unos pollos. Ese día estaba de buenas, empezó a contar chismes y, entre otras cosas, me habló de «la marca de los Cenda». Según ella, el viejito Benigno Cenda, el que se volvió loco cuando los mambises le quemaron el ingenio, tenía un lunar de sangre del tamaño de un frijol en sus partes íntimas. Su hijo Ignacio lo había heredado, y Chiquita, Rumaldo, Juvenal, Crescenciano y Manon lo tenían también. Yo, naturalmente, nunca me atreví a preguntarle a Chiquita si aquello era cierto o si era un infundio. Pero me inclinaba a creer que era verdad, porque Rústica podría ser un vómito y todo lo que tú quieras, pero mentirosa no era.
De más está decirte que ese día lo pasé contando los minutos que faltaban para la hora del almuerzo. Yo siempre comía algo en una fonda cerca del juzgado, pero ese mediodía salí corriendo para la casa y, sin ningún tipo de preámbulos, metí a Carmela en la cama y empecé a esculcarle la tota (que la tenía más peluda que el carajo, por cierto) buscando el famoso lunar. ¿Y qué crees tú? Allí estaba, sí, la marca de los Cenda. Carmela nunca entendió aquel arrebato mío, pero quedó encantada con el toqueteo, y yo logré salir de la duda y comprobar lo que sospechaba: que la mulata que tanto me hacía gozar era hija de una hermanastra de Chiquita.
El mundo es un pañuelo, ¿no?
La penúltima noche que Chiquita actuó en Boston, una señora muy fina fue a verla al camerino y la invitó a asistir a una sesión de espiritismo que iba a dar en su casa al día siguiente. «En el Más Allá hay espíritus interesados en hablar con usted», le dijo, y se fue de lo más campante.
Chiquita pensó que se trataba de una impostora, pero enseguida la sacaron de su error. Leonora Piper era una dama culta, de buena familia, y estaba considerada una de las mejores clarividentes del mundo. Durante años y años, varios científicos habían ido a sus sesiones con la esperanza de descubrir algún truco y poder desenmascararla, pero al final habían tenido que admitir que la señora poseía una extraordinaria facilidad para comunicarse con los difuntos.
Déjame explicarte, porque se nota que tú no eres ducho en este tema, que en aquel tiempo el espiritismo hacía furor. A la gente rica y a los intelectuales les fascinaba hablar con los muertos y ver todo tipo de fenómenos sobrenaturales. Porque algunos de esos médiums hacían cosas que dejaban boquiabierto a cualquiera: levitaban, agarraban carbones calientes con las manos sin quemarse y hasta materializaban de la nada cuerpos que los asistentes a sus sesiones podían tocar, pero que se desvanecían si alguien intentaba aferrarse a ellos. En Europa, la espiritista de mayor renombre era la italiana Eusapia Palladino, pero muchos pensaban que Leonora Piper no tenía nada que envidiarle.
El caso es que a Chiquita le entró una gran curiosidad por saber quién quería hablarle desde el Más Allá y convenció a Segismundo para que la acompañara. ¿Y a que no adivinas con quién se encontraron en la casa de la Piper? Pues con la reina Liliuokalani y su secretario, el capitán Palmer, que acababan de volver de Washington, de uno de esos viajes que hacían para entrevistarse con los políticos y tratar de ponerlos en contra de la anexión de Hawai. Los muertos también tenían algo que decirle a Liliuokalani y por eso ella estaba allí.
A la sesión, que empezó cerca de la medianoche, fueron invitados, además, algunos familiares y amigos íntimos de la médium. Déjame aclararte que, a diferencia de mi Carmela, Leonora Piper no cobraba por sus servicios. Ella no necesitaba dinero, sólo servía de intermediaria entre el mundo de los vivos y el de ultratumba «por amor al arte». Y no te confundas: a sus sesiones no entraba cualquier muerto de hambre, sino la gente high de Boston.
La médium cayó en trance en un dos por tres y enseguida se manifestó su espíritu guía, que era quien le servía de enlace con el Más Allá. Ese espíritu no siempre era el mismo, tenía varios que se turnaban. Unas veces era Chlorine, una muchacha indígena (¿tú quieres un nombre más absurdo para una indígena?); otras, un médico francés[31]. Esa noche quien se manifestó fue Chlorine. Ella se hizo cargo de localizar a los difuntos que querían comunicarse con Liliuokalani.
El primero en hablarle, en una mezcla de hawaiano y de inglés, fue un antepasado suyo: Kamehameha el Grande, el primer rey de Hawai, y luego le siguieron otros. A medida que los escuchaba, a la reina se le fue demudando el semblante, y no era para menos. ¿Sabes qué le dijeron? Que su sobrina, la princesa Kaiulani, que desde niña había vivido en Inglaterra, estaba a punto de volver a Honolulu con el propósito secreto de restaurar la monarquía y de apoderarse del trono. Antes de llegar a su patria, la princesa se pasaría unos días en Estados Unidos para tratar de ganarse la simpatía de los americanos, algo muy importante para sus planes. Según los espíritus, la muchacha era un peligro para su tía y Liliuokalani no debía dejarse engañar por sus frases de cariño ni por su carita de niña buena. Aunque Kaiulani pareciera incapaz de matar una mosca, ella y su padre (un inglés que había sido gobernador de una provincia de Hawai) eran de temer y estaban dispuestos a lo que fuera para evitar que ella volviera a reinar.
Las advertencias pusieron a Liliuokalani tan mal, que su secretario tuvo que sacarla del salón y llevársela para su hotel. Después de aquello, varios muertos más se manifestaron para hablar de asuntos triviales. Y de pronto, cuando ya Chiquita empezaba a lanzarle miradas de impaciencia a su primo, Leonora Piper dio un brinco en su silla, soltó una risotada que le puso los pelos de punta a todo el mundo y empezó a hablar con voz gruesa y en un español muy enredado. «¿Aónde’ta Chiquita, carijo?», exclamó, dando un manotazo sobre la mesa. «Kukamba quere ve’sa enana, ¡po Dio santo bindito!»
Chiquita se quedó perpleja al descubrir que quien quería comunicarse con ella era el congo Kukamba, el mismo espíritu que muchos años atrás le había echado un regaño a Cirenia por estar inconforme con el tamaño de su hija. Por supuesto, los únicos que medio entendieron lo que decía el difunto fueron Segismundo y ella, porque en la mesa nadie más hablaba español.
El congo la felicitó por sus triunfos y le dijo que eso era sólo el principio, pues todavía le quedaban un burujón de éxitos por disfrutar. «Tú va’se grande, miyija», le profetizó. «Tú va’se la reina de toos lo enano.» Pero también le advirtió que tuviera los ojos muy abiertos y se cuidara de sus enemigos, porque detrás de la confianza se escondía el peligro. Ahí fue cuando Chiquita se atrevió a hablar por primera vez y le preguntó qué enemigos eran esos, porque, hasta donde ella sabía, no tenía ninguno. Kukamba la miró con socarronería y le dijo que si no hubiera gente de quien cuidarse, el mundo sería muy aburrido. Ondequiera había gente buena, regulá, mala y pior. Y los enanos podían ser muy buenos, pero también podían portarse como unos diablos. Sí, recalcó: Chiquita tenía que mirar bien dónde pisaba, pue esa cosa que llevaba colgando del cuello podía ser lo mismo una bindición que una disgracia.
Chiquita le pidió que fuera más claro. Pero Kukamba se limitó a soltar otra de sus horribles carcajadas y a responderle que, en su debido momento, alguien se lo explicaría todo mejor. Por último, le recomendó que se dejara de tanta quisquillosería y que aceptara el trabajo que le ofrecía el «Rey de los Animales». Y, en señal de despedida, el congo hizo que la médium soltara una nube de humo por las narices, tan espesa y con tanta peste a cabo de tabaco, que puso a toser a los presentes.
Ahora bien, ¿sabes qué fue, según Chiquita, lo más extraño de esa sesión? Que mientras la señora Piper hablaba, miraba y gesticulaba como si fuera un negro viejo, una de sus manos, la derecha, se empezó a mover de forma independiente. Esa mano agarró una pluma y empezó a escribir en un cuaderno un mensaje que otro muerto le estaba dictando. Luego Chiquita y Mundo se enteraron de que esa era precisamente una de las principales habilidades de la Piper, algo que contadísimos médiums podían hacer: servir de canal a dos difuntos diferentes al mismo tiempo. Uno hablaba por medio de su lengua y el otro usaba su mano. ¡Esa bostoniana era una bárbara! La mulata Carmela, pese a ser tan buena espiritista, jamás pudo hacer algo tan difícil y, por así decirlo, tan exquisito.
Cuando la Piper salió de su trance, arrancó la página del cuaderno y se la dio a Chiquita. Entonces fue cuando la enana se quedó de una pieza. Primero, porque se trataba de una carta dirigida a ella y escrita en perfecto castellano. Y segundo, porque era la letra inconfundible de su padre.
Decía así:
Mi muy querida Chiquita:
Espero que al recibo de la presente goces de buena salud y te encuentres bien en compañía de Segismundo y de Rústica. A nosotros, por suerte, nos va de lo mejor. Al principio nos sentíamos un poco raros, extrañábamos la casona y nos daba vergüenza tener que andar como Dios nos trajo al mundo, sin ropa ni zapatos. Pero poco a poco uno se habitúa a esta nueva existencia y termina por no echar de menos el mundo de ustedes.
Has de saber que tu madre y yo dejamos atrás los malos entendidos que nos distanciaron durante los últimos años de nuestro matrimonio, y ahora estamos más unidos que nunca. Y aunque se supone que aquí todos seamos iguales y que no haya criados, Minga dio la pataleta y no paró hasta que la dejaron vivir (bueno, es un decir) con nosotros. Esa negra ha seguido siéndonos fiel hasta después de muerta. Ojalá que Rústica se porte igual contigo.
De tu abuela Lola nada puedo contarte, pues esto es inmenso y nos encontramos con ella muy rara vez. Al que jamás hemos visto es a tu abuelo Benigno, lo que me hace sospechar que quizás esté todavía en Matanzas, privado de la razón, haciendo quién sabe qué y quién sabe dónde.
Me excusarás por no darte muchos detalles de nuestra existencia aquí, pero no está bien visto que lo hagamos. No es que nos lo prohíban, sino que, tú sabes, se espera que una vez que llegas a este lado seas discreto.
Hija de mi alma, aprovecho la oportunidad para aconsejarte que no lo pienses más y te vayas a trabajar con el señor Bostock. Tengo el pálpito de que será lo mejor para ti. Bostock es un caballero recto y honesto, que ha demostrado ser un buen amigo y gran defensor de las personas como tú.
Tu madre te manda a decir que, a pesar de todas tus meteduras de pata, espera que algún día sientes cabeza y te cases como Dios manda. Ella y Minga te mandan muchos besos. A ellos súmales muchos, muchos más: los que te da en la frente tu padre amantísimo, que te adora,
Ignacio Cenda[32]
Al finalizar la sesión, Leonora Piper se las ingenió para retener a Chiquita y comentarle que o mucho se equivocaba o ella también tenía poderes sobrenaturales que aún no había desarrollado. Le preguntó si escuchaba voces, si tenía visiones y si sus presentimientos se cumplían. Ella podía ayudarla a desarrollar esos dones y a familiarizarla con los seres del Más Allá, que a menudo eran hostiles, caprichosos y difíciles de manejar. Pero Chiquita le contestó a todo que no y, con el pretexto de que al día siguiente tenía que madrugar, pues su tren salía rumbo a Nueva York muy temprano, logró poner pies en polvorosa.
Buena parte del viaje Chiquita la pasó rememorando la conversación con Kukamba y releyendo la carta de su padre. Le intrigaba que, cada uno por su lado, le hubieran recomendado aceptar la oferta de Frank C. Bostock, el «Rey de los Animales». ¿Se habrían puesto de acuerdo para convencerla? ¿Debía obedecer esos consejos del Más Allá y romper con Proctor? Volvía a la Gran Manzana exhausta y aburrida de viajar, pero satisfecha con el éxito de la tournée, y la idea de renunciar a los teatros y al vaudeville para exhibirse en un zoológico seguía pareciéndole un disparate…
Durante el trayecto, cerró los ojos, se concentró y le pidió al amuleto del gran duque Alejo que le diera alguna señal, pero fue en vano. Después del robo, la bolita de oro no había vuelto a brillar ni a ponerse fría o caliente, y Chiquita a veces temía que le hubieran devuelto una copia de su dije y no el original.
Cuando entraron a The Hoffman House, les pareció que estaban volviendo a su hogar. Sin bañarse siquiera, Mundo salió disparado para Brooklyn, donde vivía su Huesito, y mientras Rústica sacaba la ropa de los baúles, Chiquita se sentó a leer el montón de cartas, tarjetas postales y telegramas que Crinigan le había enviado al hotel. Todos muy románticos y llenos de promesas de amor eterno, porque, a pesar del medio año que llevaban separados, el irlandés seguía encaprichado en casarse con ella.
Crinigan tenía la certeza de que en algún momento Chiquita reconsideraría su decisión y se convertiría en su esposa, y le aseguraba que estaba dispuesto a esperar el tiempo que fuera necesario. En una de las cartas le juraba que, aunque La Habana estaba repleta de criollas hermosas y bastante coquetas, él no había vuelto a tocar a ninguna mujer ni con la punta de un dedo. Sencillamente, después de haber compartido tantos momentos inolvidables con su Chiquita no se imaginaba al lado de otra. Qué fijación la de ese hombre, ¿no? Ya la gente no se enamora así, pero en aquel tiempo todavía se daban esas pasiones desmedidas, como de novela.
Sin embargo, aunque a Chiquita le halagó que el irlandés siguiera pensando en ella, sus cartas no la hicieron cambiar de idea. Convertirse en la señora Crinigan era algo que no le interesaba. Aunque en la biografía no lo decía por las claras, yo pienso que le había cogido el gusto a la libertad y no estaba dispuesta a sacrificarla sólo para tener un marido.
Durante algunos días Chiquita no quiso oír hablar de trabajo y se negó a recibir a Proctor, que estaba loco por firmar un nuevo contrato y mandarla a recorrer la Costa Este en otra gira maratónica. Cuando por fin se reunieron, ella le dijo que se olvidara de eso, pues después de pasarse tres meses saltaperiqueando de un lado para otro lo que quería era actuar durante un tiempo en Nueva York, lo mismo en el Palacio del Placer que en el 23rd Street Theatre. Entonces, como el empresario se mantuvo en sus trece y siguió insistiéndole para que hiciera una nueva tournée, la enana se encabronó y tuvieron una pelea en la que se gritaron hasta del mal que iban a morir. Antes de irse, Proctor le dijo que se arrepentiría de ser tan soberbia, porque liliputienses interesadas en trabajar en sus teatros le sobraban, mientras que a ella iba a serle difícil hallar un empresario tan considerado y paciente como él. ¿Y qué crees tú, que Chiquita se le quedó callada? De eso nada: le respondió que ella era una estrella, que ofertas para actuar en buenos teatros no le iban a faltar y que le hiciera el favor de desaparecer de su vida, porque no quería volverlo a ver ni en pintura nunca jamás.
No habían pasado ni diez minutos de aquella discusión cuando tocaron a la puerta otra vez. ¿Y quién crees que era? Pues Bostock, el tipo de los leones, ofreciéndole un contrato para actuar cinco meses en una feria de animales en Chicago. Según Chiquita, en ese momento ella estaba todavía tan furiosa, que agarró el papel y, sin leerlo con detenimiento, le estampó su firma. Pero cuando se le pasó el ofuscamiento, volvió a entrarle la duda de si estaría bien visto que una artista que ya había triunfado en los teatros de Nueva York, Boston y otras ciudades importantes, se presentara en un zoológico. Y a pesar de que con ese nuevo trabajo iba a ganar más a la semana, se echó a llorar como una niña, convencida de que había metido la pata.
Bostock intentó consolarla, pero como no hubo forma de calmarla, terminó diciéndole que si la perspectiva de actuar entre animales enjaulados le parecía tan ofensiva, él estaba dispuesto a romper el contrato en pedacitos. Pero le pidió que lo pensara bien, porque, al fin y al cabo, ¿el mundo no era un gran zoológico? Y allí mismo le soltó una teoría que puso a pensar a la matancera.
—No sea ingenua, señorita Cenda —le dijo—. Usted, yo, su criada, el presidente de Estados Unidos, el chiquillo que vende periódicos en la calle, la reina Liliuokalani, el portero de este hotel, todos, todos, vivimos en un zoológico, aunque muchos no se den cuenta de ello. Este zoológico de seres humanos está lleno de jaulas de distintos tamaños, unas mejores que otras, y cada quien ocupa la que le corresponde. Si se es mujer, hay que ceñirse a determinados límites; si se es hombre, a otros. Y lo mismo ocurre si se es rico o pobre, si se es una persona educada o si no se sabe leer ni escribir, si se tiene una estatura promedio o si se mide menos pulgadas de lo que la humanidad ha estipulado como «normal». Esos límites (puede llamarlos hábitos, convenciones o reglas no escritas) son los barrotes que delimitan las jaulas invisibles. A diferencia de los animales, nosotros podríamos romper esas rejas, pero, ya sea por costumbre, por pereza, por respeto o por temor al qué dirán, en raras ocasiones nos atrevemos a hacerlo. La mayoría de las veces la gente se conforma con trasladarse de una jaula estrecha a otra un poco más amplia, o con salir un rato fuera de los barrotes para luego volver a ellos en busca de seguridad y protección. Ahora bien, ¿sabe usted, Chiquita, qué es lo único que puede hacernos libres de cualquier jaula? Conocer esa realidad: entender que el mundo entero es un zoológico y que todos formamos parte de él. Eso nos permite ver la vida desde otro lado, traspasar los límites y dejar atrás muchos prejuicios. Así pues, sea sensata, déjese de remilgos, gane su dinero y convénzase de que un zoológico de animales no es más denigrante que uno de seres humanos.
Aunque aquel discurso la impresionó mucho, Chiquita ponía en su libro que lo que acabó de decidirla fue que, después de llevar tanto tiempo «muerto», mientras oía la arenga de Bostock el talismán empezó a latirle debajo del corpiño, como indicándole que ese, y no otro, era el camino que debía seguir. Así que se fue a Chicago, a trabajar en el Zoo, y empezó otra etapa de su vida.
Pero antes de irse, hizo un viaje que no había previsto y que tuvo que ver con el amor de su primo por Huesito.
Resulta que unos días después de que la enana firmara el contrato con Bostock, Huesito recibió la noticia de que un tío abuelo suyo había estirado la pata y le dejaba como herencia una taberna que tenía en su pueblo. El pobre Mundo cayó en una crisis del carajo, porque no sabía qué hacer. Por una parte, su novio quería que se fuera con él, para ocuparse juntos del negocio y vivir como una pareja. Figúrate, eso al pianista le parecía lo máximo, porque, a diferencia de Chiquita, su sueño era «casarse» con un hombre que lo amara. Pero, por otro lado, no se atrevía a aceptar la propuesta de Huesito porque no quería traicionar a su prima. Se sentía obligado a acompañarla a Chicago o a Las Quimbambas, adondequiera que fuera, porque una vez, en Matanzas, le había jurado que jamás la dejaría sola y él era un muchacho de palabra. Conclusión, que Mundo empezó a sufrir, a desvelarse y a perder tanto peso que estuvo a punto de convertirse en Huesito II. Una noche trató de suicidarse con láudano, suerte que Rústica se dio cuenta a tiempo, le hicieron un lavado de estómago y lo salvaron.
Entonces Chiquita tuvo un extraño rapto de generosidad. Y digo extraño porque ese tipo de conducta no era usual en ella, pues más bien le gustaba disponer a su antojo de las vidas ajenas. Pero, bueno, el caso es que Chiquita le dio su bendición a Mundo y, con Huesito y Rústica como testigos, anunció que lo libraba de la promesa de no separarse nunca de ella.
Mientras yo mecanografiaba esa parte del libro, pensaba que las lágrimas de Mundo la habrían ablandado, pero Rústica me explicó que la verdad era otra muy diferente. Según ella, Bostock le había advertido a Chiquita que mientras trabajara en el zoológico no iba a necesitar pianista acompañante, porque allí lo único que tendría que hacer sería hablar con la gente y, si por una casualidad quería hacer algún baile, podían usar un gramófono. «Ella lo dejó ir para ahorrarse el dinero de su manutención», me aseguró la negra, que cuando quería podía ser más venenosa que un áspid. ¿Verdad o mentira? No lo sé y a estas alturas no tenemos forma de averiguarlo.
Pero a Chiquita se le ocurrió, por pura casualidad, preguntarle a Huesito dónde estaba la taberna de su tío abuelo. Y el muchacho, de lo más campante, le dijo que en un pueblito de Misuri. Ahora me matas y no me acuerdo del nombre, pero quedaba cerca de la frontera con Kansas. A Chiquita la idea de que se fueran a vivir a ese lugar le pareció no sólo ilógica, sino temeraria. Y es que a su primo y a Huesito, por más que intentaran disimularlo, se les notaba a la lengua de qué pata cojeaban. ¿Qué iban a hacer dos tipos como ellos en un pueblucho del Wild West, donde todos los hombres eran rudos, manejaban pistolas, se fajaban con las reses y escupían en el piso?
Al ver su cara de preocupación, Huesito se echó a reír y le aclaró que en esos lugares había más cowboys mariquitas de lo que la gente pensaba. Él lo sabía bien porque había crecido en esa zona y conocía muchas historias al respecto. Y ahí mismo le hizo el cuento de la banda de los Blue Razzberry Boys, unos bandoleros muy machotes que se dedicaban a ir por los pueblos, robando y raptando a todos los muchachos bonitos que encontraban. Los amarraban, se los llevaban en sus caballos y después los seducían. Lo increíble era que, cuando los forajidos conseguían que los parientes de esos jovencitos les pagaran el rescate, o cuando simplemente se aburrían de tenerlos secuestrados, muchas veces sus víctimas se negaban a irse, porque le habían cogido el gusto a hacer cositas raras con los forajidos, y daban la pataleta para que los dejaran quedarse y ser parte de la banda.
Ese cuento y otros dejaron a Chiquita boquiabierta, pero más atónita aún se quedó cuando Huesito le explicó que algunos saloons hasta tenían reservados para que los vaqueros pudieran divertirse entre ellos y acabar con la quinta y con los mangos sin mujeres de por medio.
A Chiquita se le metió entre ceja y ceja que antes de separarse de su primo debía estar segura de que iba a estar bien y de que no le faltaría nada, y decidió que los acompañaría al pueblito ese de cuyo nombre sigo sin acordarme. Y allá se fueron, en un tren, con Rústica, como de costumbre, renegando de su suerte. El viaje duró varios días, pero al fin llegaron a Kansas City (que no es una ciudad de Kansas, como cualquiera podría creer, sino de Misuri) y de ahí, en una diligencia, siguieron hasta la taberna de Huesito.
Según Chiquita, al entrar se les cayeron las alas del corazón, porque descubrieron que el negocio estaba destartalado. Para empeorar las cosas, desde la muerte de su dueño unas ratas enormes y sarnosas se habían adueñado de él y ni los escobazos de Rústica lograban ahuyentarlas. Pero Huesito no se desanimó. Consiguió gatos, contrató a un carpintero para que reparara las puertas y las sillas, y entre él y Mundo le dieron una mano de pintura a la fachada. Entonces, antes de volver a abrir el saloon, decidieron cambiarle el nombre. ¿Sabes cómo le pusieron? Matanzas the Beautiful.
La primera noche fueron tres o cuatro tipos, pero cuando se supo que el nuevo dueño tenía un whisky bueno y barato, y de que una enana muy pizpireta cantaba encaramada en una mesa, enseñando la punta de las enaguas, la noticia se regó no sólo por el pueblo (que, por más que me exprimo los sesos, sigo sin acordarme de cómo se llamaba), sino también por los alrededores, y la clientela creció y creció hasta el punto de que la gente ya no cabía dentro.
Ahí estuvo cantando Chiquita varias semanas y, según comentaba, habría podido quedarse a vivir para siempre en el Salvaje Oeste, porque enseguida le cogió el gusto a la vida rural. Los cowboys, toscos como eran, sabían apreciar su arte, la aplaudían y hasta se les saltaban las lágrimas cuando, acompañada por Mundo con un viejo piano, interpretaba La paloma. Imagínate, en aquel pueblo perdido en el mapa nunca se había visto una damita tan elegante y tan refinada. Más de un tipo se volvió loco por ella y, para congraciarse, le llevaban toda clase de regalos: desde pieles de visón y de zorro hasta piedras preciosas y joyas que vaya usted a saber de dónde habían sacado.
Allí Chiquita montó a caballo por primera y única vez en su vida, porque le regalaron un pony-miniatura muy manso. Ya te digo, se sentía en su salsa. Pero un telegrama de Bostock le recordó que debía reunirse con él en Chicago y para allá se fueron Rústica, el pony y ella. La escena en que se despedía de su primo era de una cursilería insufrible. Chiquita le suplicaba a Huesito que lo cuidara, se abrazaban, lloraban, en fin, puro melodrama. Por suerte, el pueblo aquel quedaba relativamente cerca de Chicago, así que el viaje hasta allá no fue tan cansón.
Aunque Chiquita estuvo durante cinco meses en la capital de Illinois, trabajando en el zoológico, en el libro apenas hablaba sobre eso. Y es que, a pesar de la teoría de Bostock sobre el zoológico humano y las jaulas invisibles, ella nunca se sintió cómoda rodeada de un montón de animales. Así que se limitaba a contar que en el Zoo tuvo un gran éxito, que cientos de familias de Chicago iban a verla cada día y que había ganado muchísimo dinero. Pero ¿qué hacía durante sus presentaciones si ya no tenía pianista? Cuando se lo pregunté, su respuesta fue muy evasiva. «Entretenía al público», me dijo. «Hablaba de Cuba y enseñaba mis joyas y mi colección de encajes antiguos.» Por más que traté, no hubo manera de que me diera más detalles. Y lo mismo pasó cuando quise sacarle algo a Rústica.
El único que me habló sobre eso, pero a regañadientes, fue el señor Koltai, el húngaro experto en liliputienses que iba a las veladas en Far Rockaway. «En Chicago ella se hizo rica», me dijo. «Como la gente se volvía loca por tocarla, a Bostock se le ocurrió que todo el que pagara veinticinco centavos adicionales pudiera darle la mano, cosa que ella aceptó con la condición de usar guantes. Fue un negocio redondo. Aunque en esos tiempos veinticinco centavos era dinero, mucha gente los pagaba sin chistar.»
Pero, según el húngaro, a pesar de que le llovían los dólares, a Chiquita le resultaba muy humillante ver su nombre en los carteles junto al de una chimpancé que rivalizaba con ella en popularidad. «Hubo días en que la barraca donde exhibían a la chimpancé tenía más público que la suya, y eso la sacaba de quicio», me susurró al oído Koltai. «Imagínate cómo sería la cosa, que según las malas lenguas llegó a pagarle a un tipo para que le retorciera el pescuezo a la mona, pero en el último minuto al hombre le faltó valor para hacerlo y le devolvió el dinero.»[33].
Para Chiquita, esa temporada representó un cambio del carajo. Unos meses atrás, sus contrincantes eran I Piccolini y Die Liliputaner, y de pronto tenía que disputarle el público a una chimpancé. Pero como te dije, en el libro a la mona ni la mencionaba.
Ella era así, ponía lo que le daba la gana. Y, bueno, al fin y al cabo cada quien tiene derecho a contar su vida como se le antoje, ¿no? No vayas a creer que la chimpancé fue la única que se quedó fuera del libro. Lo mismo le pasó, por ejemplo, a Evangelina Cisneros, otra cubana que fue muy popular en Estados Unidos durante aquellos días. A esa muchacha, Hearst y los demás dueños de periódicos la convirtieron, de la noche a la mañana, en una heroína de la independencia de Cuba.
La historia de Evangelina es muy simple, así que te la voy a hacer en un dos por tres. Ella era una guajirita que vivía en Sagua la Grande y un día a su padre, que era pesador de caña de un ingenio, le encontraron unas armas escondidas, lo acusaron de conspirar contra España y lo condenaron a muerte. Evangelina movió cielo y tierra para tratar de salvarlo y fue hasta La Habana, donde logró, no se sabe cómo, que Weyler la recibiera. Y parece que logró conmoverlo, porque al viejo le cambiaron la pena de muerte por prisión de por vida en Isla de Pinos. Para allá se fue a vivir Evangelina, acompañando a su padre, y parece que al poco tiempo el gobernador militar de Isla de Pinos trató de abusar de ella. La muchacha se resistió, gritó, dio una pataleta y un grupo de presos políticos acudió en su ayuda. Esa es una versión de los hechos. Según otros, ella formaba parte de una conspiración y su misión era servir de señuelo para llevar al militar a un lugar apartado y secuestrarlo. El caso es que, como resultado de ese incidente, a Evangelina la zumbaron para la capital, le echaron veinte años de presidio y, mientras esperaban para mandarla a Ceuta, donde cumpliría su condena, la encerraron en la Casa de las Recogidas. Y ahí fue cuando los corresponsales americanos empezaron a escribir sobre ella y la convirtieron en «la Juana de Arco de Cuba».
En cuestión de días, Miss Cisneros se hizo famosísima en Estados Unidos. Con decirte que la madre del presidente McKinley encabezó un movimiento exigiendo su liberación y llegó a recoger más de doscientas mil firmas para que soltaran a «la mártir cubana». Hasta el Papa, que era muy pro España, tuvo que meter la cuchareta en aquel potaje e interceder por la joven. Entonces, en medio de esa rebambaramba, Hearst le dio instrucciones a uno de sus reporteros para que ayudara a Evangelina a escapar de su prisión y la acompañara a Estados Unidos. Yo no sé cómo todavía no han hecho una película con eso, porque la fuga fue tipo Hollywood: le limaron los barrotes a la ventana del cuarto de la muchacha y la sacaron de Cuba disfrazada de marinero.
Como podrás suponer, los americanos siguieron sus peripecias como si se tratara de una novela por entregas. El recibimiento que le dieron en Nueva York fue apoteósico, varias señoras ricas se ofrecieron para adoptarla y hasta la llevaron a Washington a conocer a McKinley[34]. Pero, tú sabes cómo son esas cosas, en cuanto la prensa no le pudo sacar más jugo al caso, dejó de ocuparse de ella y al poco tiempo ya nadie la recordaba. Pues bien, de esa llegada triunfal de Evangelina, que ocurrió precisamente en los días en que Chiquita se preparaba para irse al Salvaje Oeste, no se decía nada en el libro. ¡Como si no hubiera ocurrido! Me imagino que a la enana no le haría ninguna gracia que una compatriota apareciera en el panorama a quitarle protagonismo. Ella era así, a cualquiera que pudiera hacerle sombra, fuera mona o mujer, la sacaba de su historia.
Lo que sí narraba era que, poco después de llegar a Chicago, se había aficionado a montar en el «corcel silencioso» (así le decían, poéticamente, a la bicicleta). Bostock le mandó a hacer una a su medida y ella pedaleaba alrededor de un laguito que había en el Zoo. Al verla pasar, los niños gritaban y los mayores la aplaudían. Rústica se erizaba cada vez que daba esos paseos y la vigilaba para que no sufriera un accidente. Pero, así y todo, una tarde Chiquita tuvo la mala suerte de chocar con un burro y este le dio tal patada en el estómago que la lanzó por los aires con bicicleta y todo. ¡Qué escándalo se armó! La llevaron para una clínica y allí estuvo varias horas sin conocimiento. Más de uno pensó que ese era el fin del «átomo cubano», pero no, la enana era más resistente de lo que parecía, y a medianoche volvió en sí, adolorida y llena de vendajes[35]. ¿Y a quién crees que vio, delante de su cama, al abrir los ojos? A Patrick Crinigan.
El irlandés acababa de volver de Cuba con unos días de permiso y, al enterarse de que Chiquita estaba trabajando en Chicago, fue hasta allá para darle una sorpresa. Sólo que la sorpresa se la llevó él, al encontrarla entre la vida y la muerte.
Chiquita tuvo que quedarse varios días en cama y Crinigan esperó el Año Nuevo de 1898 a su lado, en el hospital. Descorcharon una botella de champaña y se pusieron a hacer brindis. Por la salud de Chiquita. Por todos sus éxitos. Por Cuba. «Y por nuestro amor», dijo súbitamente Crinigan y, sacando de un bolsillo una cajita con una sortija de diamantes, se arrodilló y le pidió, tal como había hecho un año antes, que se casara con él. Rústica me contaba que cuando lo vio postrado delante de Chiquita, suplicándole que fuera su esposa, tuvo que admitir que ese hombre la amaba, más que con devoción, con locura.
Pero la enana le dijo otra vez que no, y al día siguiente el periodista regresó a Nueva York, con el corazón destrozado, y desde allí se embarcó para La Habana. En realidad, había sido un milagro que el World le diera esos pocos días de vacaciones, porque la situación de Cuba estaba al rojo vivo. Como resultado de las presiones de Estados Unidos, España había quitado a Weyler, «el Carnicero», del cargo de gobernador general, y estaba en planes de ponerle a la isla un gobierno autonomista, con la esperanza de que los cubanos se tranquilizaran y se les quitara su obsesión por la independencia. El problema era que en Cuba nadie quería la autonomía: ni los españoles ni mucho menos los cubanos, a quienes esa solución les parecía una burla después de tantos años batallando para ser completamente libres. Así que Crinigan volvió a La Habana, a seguir enviando noticias de combates, de detenciones y de fusilamientos de patriotas, y Chiquita se quedó en el Zoo tragando bilis por culpa de la chimpancé sabia.
En esa parte del libro, Chiquita le prestaba mucha atención a Cuba y a la locura que se desató en febrero, cuando, estando ella en Chicago, explotó en el puerto de La Habana un acorazado de Estados Unidos: el Maine. Fue algo terrible, porque entre tripulantes y oficiales murieron más de doscientos cincuenta hombres. Como era de esperar, el gobierno americano le echó la culpa a España y se negó a que estuviera en la comisión internacional que investigó los hechos, pero los españoles se defendieron como gato boca arriba diciendo que la voladura había sido provocada dentro del mismo barco.
En Estados Unidos la gente estaba furiosa y esperaba del presidente McKinley una respuesta contundente. La independencia de Cuba se convirtió en un problema de honor nacional. Con decirte que a los pocos días de la explosión ya había grupos de civiles listos para embarcarse rumbo a la isla, a pelear contra el ejército español. Pero McKinley nunca había sido partidario de enviar tropas a Cuba, y lo que hizo fue seguir mandándole ultimátums a la reina de España para que le concediera la independencia a su colonia y de ese modo evitar un enfrentamiento militar.
Los miembros del Congreso, que antes del Maine estaban ocupándose del tratado para la anexión de Hawai, dejaron ese asunto de lado y se pusieron a debatir si ya era hora de intervenir en Cuba o si era preferible ser prudentes y buscar una solución pacífica. La prensa empezó a decir que el nuevo gobernador general de la isla era tan malo como Weyler, y a publicar noticias terribles sobre campesinos reconcentrados que eran envenenados por las tropas españolas y otras barbaries por el estilo. Hearst y Pulitzer querían una guerra a toda costa, porque no hay nada mejor para aumentar las ventas de los periódicos, y todos los días le echaban más leña al fuego con sus editoriales.
A casi todo el mundo le parecía que McKinley se demoraba más de la cuenta para declararle la guerra a España, y Washington tuvo que pedirle calma a los ciudadanos. Corrieron rumores de que el Presidente tenía un plan secreto para arreglar el problema, pero la inmensa mayoría de la gente no quería soluciones diplomáticas ni paños tibios, sino balas y sangre, vengar a las víctimas del Maine, y por eso mandaban a los periódicos cartas y poesías exigiendo la intervención militar y la libertad de Cuba.
En medio de ese guirigay, las principales potencias del mundo enviaron representantes a hablar con McKinley para tratar de calmar los ánimos y evitar la guerra. En esa época había seis grandes potencias y todas estaban en Europa: Inglaterra, Francia, el Imperio Austrohúngaro, Italia, Alemania y Rusia. A Estados Unidos todavía nadie lo incluía entre los pesos pesados. El Presidente recibió a los embajadores, los escuchó, pero no se comprometió a nada. Y es que ya se había dado cuenta de que si seguía comportándose como un blandengue, el pueblo no lo reelegiría para un segundo mandato. ¿Conclusión? Por fin hizo lo que todos esperaban: presentó al Congreso un informe diciendo que la insurrección de los cubanos ya duraba demasiado tiempo y que su independencia no se podía posponer más, y pidió permiso para intervenir en la isla y poner fin a las hostilidades. Así fue como Estados Unidos le declaró la guerra a España.
Chiquita se quedó sorprendida con la reacción de la gente. En el libro contaba que las sirenas de las fábricas de Chicago empezaron a sonar en apoyo a la guerra y lo mismo hicieron las campanas de las iglesias. En la calle las gentes se abrazaban y daban saltos de alegría. Increíble, ¿no? Ser pacifista aún no estaba de moda.
McKinley pidió un ejército de ciento veinticinco mil voluntarios para ir a pelear a Cuba y los hombres hicieron cola en los centros de reclutamiento para anotarse. El problema era que nadie tenía armas ni balas ni caballos, pero como estaban tan entusiasmados, muy pocos reparaban en eso. Para que tengas una idea de hasta qué extremos de patriotismo (o de fanatismo o de demencia, según se mire) llegó el pueblo americano, te diré que hubo quienes se quitaron la vida porque, a la hora de anotarse como voluntarios, no los consideraron aptos para ir a la guerra[36].
Chiquita y Rústica se contagiaron con aquella euforia y vivían pendientes de los periódicos. Así se enteraron de que Teodoro Roosevelt había escogido mil voluntarios, de entre cinco mil candidatos, para formar el gran regimiento de cowboys que tendría bajo su mando. Tanto él como sus hombres estaban ansiosos por invadir la isla, y sólo esperaban la orden del Presidente para hacerlo. Por otra parte, la flota de Estados Unidos se había apresurado no sólo a bloquear a Cuba, sino también a Puerto Rico. Pero lo que más las impresionó fue enterarse de que Matanzas había sido bombardeada por un acorazado americano. Sí, como lo oyes. El barco New York, que estaba anclado en la bahía y que no dejaba entrar ni salir a ningún navío, disparó sus cañones contra la defensa española. Una de las balas mató a una mula en el fuerte Peñas Altas y la otra cayó dentro de la panadería La Pamplonesa, pero por suerte no explotó. Ese proyectil, el de la panadería, lo trasladaron luego para la ferretería de Bea y allí lo tuvieron en exhibición durante muchos años. Yo recuerdo, de niño, haberlo visto.
Chiquita, como otros cubanos en el exilio, tenía la esperanza de que la intervención americana pusiera fin a la guerra en un abrir y cerrar de ojos, de que serviría para que los insurrectos no se desangraran más en los campos de batalla. Ella se acordaba mucho de Juvenal, su hermano mambí, y le pedía al talismán del gran duque Alejo que lo protegiera también a él. Aunque, visto a la distancia, la protección que brindaba ese talismán era muy cuestionable; si no había podido impedir que un burro pateara a la enana, ¿cómo iba a salvar a Juvenal de las balas de los españoles y de las epidemias? Ah, otra cosa, en esos días Chiquita se burló mucho de Proctor. El muy idiota no había querido mantener el vaudeville cubano en su cartelera de Nueva York por temor a que el público se aburriera; pero, lejos de disminuir, el interés por la independencia de Cuba seguía creciendo y creciendo.
¿Sabes a qué le dedicaba Chiquita varias páginas en esta parte de su biografía? A los anarquistas. Y es que, poco después de su accidente y de la explosión del Maine, quizás para arrancarse la imagen del irlandés de la cabeza, ella empezó un romance con un muchacho de Chicago que estaba metidísimo en las luchas sindicales. Acuérdate de que esa era una de las ciudades de Estados Unidos donde los trabajadores estaban más organizados. Allí las ideas de los anarquistas tenían mucha fuerza, sobre todo desde el lío de los mártires del Primero de Mayo. Supongo que conocerás la historia de esos siete tipos que ahorcaron echándoles la culpa del bombazo que mató a unos policías en una huelga. Y si no la conoces, búscala en algún libro, porque este que está aquí no piensa gastar ni una gota de saliva contándotela.
La cosa fue que Chiquita se encaprichó con aquel anarquista y el muchacho, que era un trigueño de buen ver, empezó a visitarla todos los días en el Zoo. Le llevaba ramitos de violetas, cartuchitos de caramelos, folleticos de propaganda anarquista y otros regalitos de ese estilo, porque era muy pobre. Poco a poco, esa relación se volvió más y más absorbente, pero siempre a espaldas de Bostock, porque ella lo había oído varias veces hablando pestes de los anarquistas y no quería conflictos con su empresario.
El joven, que si mal no recuerdo se llamaba Bob (y si no, no importa, vamos a decirle así), tenía tremenda labia y no se cansaba de hablar de los derechos de los trabajadores y de la necesidad de suprimir la autoridad, de destruir los monopolios y de acabar con la Iglesia. Para él, Golli, el anarquista que había liquidado al primer ministro de España, no era ningún criminal, sino un héroe. Y sonreía cuando escuchaba a Rústica decir que si Dios daba la vida, Él era el único con derecho a quitarla. Bob, como buen discípulo de Bakunin, el apóstol de los anarquistas, pensaba diferente: si Dios existía, la única forma en que podía ser útil a la causa de la libertad humana era dejando de existir.
A Chiquita las ideas de su noviecito le resultaban novedosas y a menudo chocantes, pero muy entretenidas. Aunque detestaba la violencia, le gustaba creer que ella también era un poco «anarquista». No porque fuera a dedicarse a matar aristócratas, como Lucheni, el que le atravesó el corazón a la emperatriz Elizabeth de Austria con una lezna de zapatero, sino porque no se dejaba mangonear por ninguna autoridad. ¿Acaso no había roto con una existencia convencional para correr el riesgo de convertirse en artista? ¿No había demostrado que, pese a ser hembra y enana, podía decidir el rumbo de su vida? Quizás por eso se pasaba horas enteras conversando con aquel muchacho y discutiendo cuando no estaban de acuerdo en algo. Como sucedía, por ejemplo, con la esperada intervención de Estados Unidos en Cuba. Para ella, se trataba de un gesto meritorio, de una muestra de simpatía con la causa de los cubanos; pero, en opinión de Bob, era sólo un acto de rapiña imperialista, tan sucio y tan indigno como los planes de apoderarse de Hawai.
La idea de un mundo sin estados ni gobiernos podía ser atractiva, sí, pero por más que se esforzaba, la enana no lograba visualizarla como algo posible. Si rigiéndose por leyes a la humanidad le costaba tanto trabajo convivir, si las abolían el universo sería un caos absoluto, opinaba. No, la contradecía Bob, porque el modo de pensar de las masas cambiaría: la opresión era lo que causaba los problemas de convivencia de la gente.
El muchacho empezó a meterse a escondidas en el cuarto del hotel donde ella se hospedaba y allí hacían sus cositas. Con mucho trabajo, porque a diferencia de Crinigan, el anarquista no tenía una llavecita, sino una llavezota. Pero de alguna forma se las arreglarían, porque los dos estaban entusiasmados con el romance; en especial Bob, quien pensaba que ganaría una militante más para su causa. Por eso, para meterla más en su mundo, empezó a llevarla, en contra de la voluntad de Rústica, a las reuniones que hacían en la casa de Lucy Parsons, una de las principales líderes anarquistas.
Esa Lucy Parsons, viuda de uno de los mártires de Chicago, se pasaba la vida dando charlas por todo el país y los obreros la respetaban una barbaridad. En una crónica que escribió cuando vivía en Estados Unidos, Martí se refirió a ella y la llamó «la mulata que no llora», porque Lucy era mestiza, hija de una mexicana de sangre africana y de un indígena de Estados Unidos, y porque cuando le mataron al marido no soltó ni una lágrima, por lo menos en público.
El caso es que la señora Parsons empezó a aprovechar las visitas de Chiquita para adoctrinarla y convencerla de que debía casarse con Bob y dedicar su vida a la propagación de las ideas anarquistas. «Usted puede hacer mucho por nuestra causa», le decía. «Puede ponerle música a nuestras consignas y cantarlas y bailarlas en los teatros de todo el país.»
A Chiquita le jodía mucho que todo el mundo quisiera usarla para algo. Los de la Junta Cubana, para hacerles propaganda a los mambises; la reina Liliuokalani, para que se opusiera a la anexión de Hawai; los anarquistas, para que se volviera una portavoz de sus ideales… ¿Por qué ese capricho de querer mezclar su arte con la política? Ella no tenía nada contra ninguna de esas causas, pero tampoco pensaba volverse su abanderada. Y como no quería enemistarse con una persona tan admirada por su Bob, se hacía la loca y le dejaba creer a Lucy Parsons que terminaría convirtiéndose en la primera liliputiense anarquista.
Otra líder que conoció en Chicago fue Emma Goldman, quien llegó a la ciudad para dar una conferencia y, la noche antes del acto, asistió a una de aquellas reuniones que hacía la viuda en su casa. Desde el primer momento, Chiquita se dio cuenta de que la judía y la mulata se masticaban, pero no se tragaban. Al principio creyó que era un problema de celos, porque ellas eran las dos anarquistas más respetadas del país; pero luego descubrió que su antipatía se debía a una discrepancia ideológica. Mientras la Goldman iba por todos lados proclamando las ventajas del amor libre, la Parsons, por el contrario, era una gran defensora del matrimonio, partiendo, claro está, de la premisa de que el hombre y la mujer eran iguales y de que ambos debían luchar codo con codo, hasta el último suspiro, para hacer ondear la bandera negra del anarquismo. «Basta de ser las esclavas de los esclavos», era su frase favorita. Esa noche, como sucedía cada vez que coincidían en alguna parte, el tema del matrimonio no tardó en aparecer y tuvieron una discusión tan fuerte que faltó poco para que se tiraran de las greñas.
La Goldman invitó a Chiquita a su conferencia y ella, curiosa por comprobar si era tan buena oradora como aseguraban, fue a oírla con Bob. Al principio, todo estuvo de lo más organizado. El local se repletó, presentaron a la invitada con bombos y platillos, y Emma empezó a hablar. Primero, de la importancia de ayudar a los patriotas filipinos en su lucha contra España, y luego del amor libre, supongo que para jeringar a Lucy Parsons. Pero casi al final de la charla, la policía entró al local y empezó a llevarse a la gente presa, porque decían que los organizadores del acto no tenían un permiso que necesitaban.
Para no hacerte muy largo el cuento, esa noche Chiquita terminó en una celda, junto con Emma Goldman y otras mujeres, muerta de miedo de que fueran a abrirle un expediente por anarquista y le jodieran la carrera. Pero tuvo suerte, porque no llevaba ni una hora en la cárcel cuando Bostock la sacó de allí antes de que los periodistas se enteraran de que la enana del Zoo estaba metida en un rollo de anarquistas. Eso habría sido fatal para ella, pero se libró por un pelo. ¿Y cómo se enteró el «Rey de los Animales» de que ella estaba en un aprieto?, me imagino que te estarás preguntando, porque lo mismo quise saber yo.
Bueno, eso Chiquita nunca lo supo con certeza, pero sospechaba que su talismán había tenido algo que ver en el asunto, porque desde que Emma Goldman subió a la tribuna notó que empezaba a comportarse de un modo muy raro, pasando de frío a caliente y de caliente a frío, sin ton ni son. Lo cierto es que la aparición de Bostock en el momento oportuno la convenció de que su padre y el congo Kukamba no se habían equivocado al aconsejarle que se fuera a trabajar con él.
Después de ese incidente, el anarquismo dejó de interesarle y su relación con Bob se enfrió rápidamente. Por suerte ya abril se estaba terminando y los cinco meses en Chicago llegaban a su final. Chiquita renovó su contrato con el domador, por otros cinco meses, para presentarse en una feria mundial que iba a celebrarse en Omaha. Pero lo convenció de que antes se merecía unas vacaciones. Alguien le habló de Far Rockaway y, como quería descansar cerca del mar, allá se fue. Alquiló una casita cerca de la playa y se aisló del mundo durante unas semanas, sin imaginar que en ese mismo balneario pasaría los años de su vejez.
Estando en Far Rockaway se enteró de que su hermana Manon, su cuñado y su único sobrino habían muerto a causa de un brote de tifus. Lo supo por una carta que le mandó Candelaria, su madrina, que era una de las contadas personas de Matanzas con las que se escribía. Aunque la noticia la afectó muchísimo, salió rumbo a Omaha unos días antes de lo previsto. Necesitaba conseguir un pianista acompañante y ensayar algunos bailes y canciones. Una feria internacional no era lo mismo que un zoológico y, para poder sobresalir entre un sinfín de atracciones, debía cautivar al público con algo especial. Tenía la esperanza de que el trabajo la ayudaría a sobrellevar la tristeza, y así mismo ocurrió.
A Chiquita le fue de maravillas en la exposición internacional de Omaha. Su teatrico se convirtió en una de las grandes atracciones del Midway. ¿Conoces esa expresión? Así le dicen los gringos a esa avenida central que tienen las ferias y las exposiciones donde están los animales amaestrados y las mujeres barbudas, los tiradores de puñales y los adivinadores, los gigantes y, por supuesto, los enanos. El ambiente no se parecía en nada al del Palacio del Placer, pero tampoco era el de un zoológico. Era un mundo lleno de color, estridente y excéntrico, y pese a que ella nunca había sido aficionada al bullicio ni a los gentíos, enseguida se sintió a gusto en él.
En Omaha pudo cantar y bailar otra vez (el nuevo pianista no podía compararse con Mundo, pero mal que bien cumplía su cometido) y, además, continuó ganando un dineral. La mayoría de la gente que iba a verla a su local se moría por tocarla o por llevarse algún recuerdo suyo, así que muchos pagaban para poder estrecharle la mano durante un instante o para que les autografiara una foto. ¡Y estamos hablando de cientos y cientos de personas al día, porque la exposición abría por la mañana y cerraba de noche, y siempre estaba repleta![37]
Allí Chiquita vio actuar por primera vez a Frank C. Bostock y se convenció de que, más que intrépido, era un domador temerario. El tipo se encerraba en una jaula con un montón de tigres de Bengala y los obligaba a obedecerlo como si fueran gaticos. Lo más asombroso era que casi no usaba el látigo: los dominaba con el poder de su mirada.
En esa etapa de su vida, por primera vez Chiquita hizo amistad con otros artistas. Ella siempre había estado renuente a darles confianza a sus colegas, y por eso tenía fama de altanera y de creída. Pero en Omaha se le bajaron los humos, pues en el libro hablaba de algunos de sus compañeros del Midway, muchos de ellos contratados también por Bostock. Por ejemplo, se hizo uña y carne de Seliska, la tragaespadas, y de Rosina, la encantadora de serpientes. Las tres eran más o menos de la misma edad, les gustaba intercambiar chismes y se aficionaron a almorzar juntas, cada día en el carromato de una de ellas.
Porque no te he dicho todavía que, de los cinco meses que estuvo en Omaha, Chiquita sólo se hospedó en un hotel las dos primeras semanas. Cuando se dio cuenta de que si vivía en los carromatos, como hacían casi todos los artistas, podía ahorrarse una buena cantidad de plata, decidió imitarlos y quedarse allí ella también. Raro, ¿no?, pero supongo que a estas alturas ya te habrás habituado a las rarezas de esa mujercita.
Rústica aceptó de mala gana aquel nuevo estilo de vida, y no porque los carromatos fueran incómodos o sucios, sino por tener que convivir con tanta gente estrafalaria. Como comprenderás, la pobre estaría azorada. Dondequiera que miraba, encontraba un bicho raro. Y raro de verdad, porque en Omaha, entre otros, coincidieron Mademoiselle Flo, la mujer con dos cabezas; Congo, el Muchacho Tortuga; el Esqueleto Viviente y Djita, la mujer tatuada, que tenía más de cien mil figuras de colores dibujadas en todo el cuerpo. Pero a personajes más insólitos se acostumbra uno y Rústica terminó dándose cuenta de que, en su mayoría, se trataba de gentes sufridas y de buen corazón, que no tenían más remedio que exhibirse para poder sobrevivir.
Chiquita no fue una santa en Omaha. Tuvo varios amantes y el primero fue un guerrero sioux que le presentó Seliska, la tragaespadas, llamado Águila Feroz. Ese indígena había viajado hasta allá para participar en el Congreso Indio que se hizo en el marco de la exposición, al que llevaron como quinientas personas de tribus diferentes. Hasta estuvo Gerónimo, el famoso jefe apache. Pero no vayas a creer que ese «congreso» era para que los indígenas discutieran sus problemas (que bastantes tenían, porque los habían dejado pelados, sin tierra y sin búfalos) y les buscaran soluciones. ¡Olvídate de eso! El gobierno había inventado aquel show para conmemorar el décimo aniversario de la última batalla contra los indios y dar la impresión de que los respetaban y los cuidaban mucho. En definitiva, lo que hacían los indígenas en Omaha era exhibirse, dejar que la gente viera cómo eran sus ropas, sus comidas y las tiendas donde vivían, y vender sus artesanías. También tocaban sus instrumentos musicales, bailaban, montaban a caballo y hacían desfiles. Todo muy exótico y pintoresco, ¿no?
Lo de Chiquita con Águila Feroz duró lo que un merengue en la puerta de un colegio. Enseguida ahuyentó al águila y la sustituyó por Mano de Terciopelo, un carterista de Chicago que había ido a la exposición en busca de víctimas. Tú sabes que donde hay grandes aglomeraciones los ladrones están de plácemes. Pero ese romance también fue corto, porque la policía atrapó in fraganti a Mano de Terciopelo y lo metió en chirona. Sin embargo, con Ching Ling Foo la cosa fue distinta. Ese amor envolvió a Chiquita como una llamarada y poco faltó para que la achicharrara.
Ching Ling Foo era un mago chino muy popular en toda Europa, pero que acababa de llegar a Estados Unidos y había empezado su tournée en la exposición de Omaha. Él no actuaba solo, sino que viajaba acompañado por una compañía de músicos, malabaristas y bailarinas.
Había estudiado magia tradicional en su país y el público de Occidente se quedaba boquiabierto con sus espectáculos. Primero, porque jamás habían visto tantas maravillas en un escenario. Y segundo, porque en esa época lo oriental hacía furor. Para iniciar el show, el chino abría la boca, empezaba a soltar llamaradas por ella y después se sacaba de adentro una vara larguísima, como de quince pies de largo. Uno de sus trucos más sensacionales, que le ponía la piel de gallina a la gente, consistía en cortarle la cabeza con un sable a un chinito. Cuando lo veían hacer aquello, muchos empezaban a gritar horrorizados y a llamar a la policía, pero a una señal de Ching Ling Foo el niño se levantaba, agarraba la cabeza, volvía a ponérsela sobre los hombros y salía del escenario dando volteretas.
El mago tuvo tremendo éxito en Estados Unidos, pero cuando llegó a Nueva York para finalizar su gira, metió la pata hasta lo último, porque era un poco alardoso y se le ocurrió decirles a los periodistas que estaba dispuesto a pagarle mil dólares a cualquiera que lograra reproducir lo que él hacía. Era un truco publicitario, ¿no? Pero le salió el tiro por la culata, porque quién te dice a ti que un mago de Brooklyn le aceptó el reto y comenzó a hacer los mismos actos de magia en el teatrico donde trabajaba. Exactos, sin que les faltara nada. El error de Ching Ling Foo fue que se negó a darle los mil dólares a su contrincante y entonces el tipo, para vengarse, empezó a actuar disfrazado de chino y adoptó el nombre artístico de Chung Ling Soo. Le copió el vestuario, el repertorio, los carteles publicitarios, ¡todo! Ese fue el inicio de una rivalidad que duró años, porque Chung Ling Soo empezó a viajar a todos los países donde se presentaba Ching Ling Foo y a hacerle la competencia.
Una vez trabajaron en Londres, en unos teatros que quedaban a una cuadra uno del otro, y aquello fue un escándalo. A esas alturas Chung Ling Soo se había olvidado de que sus padres eran de Escocia y de que él había nacido en Brooklyn, y le aseguraba a todo el mundo que el verdadero mago chino era él y que el otro era un mentiroso, un impostor. Hasta se negaba a hablar inglés: tenían que entrevistarlo con un intérprete. ¿Era un descarado o estaba loco? Eso nunca quedó claro[38].
Figúrate, los periodistas se dieron banquete con aquel duelo de magos y se les ocurrió reunir a los dos chinos en un mismo escenario, para que demostraran sus habilidades y el público decidiera cuál era el mejor. Pero el único que acudió a la cita fue Chung Ling Soo, porque a Ching Ling Foo aquello le pareció el colmo de la humillación, hizo sus maletas y se fue de Londres con toda su compañía. Entonces los ingleses declararon ganador al chino de Brooklyn y él emprendió una gira triunfal por todo el mundo.
Pero cuando Chiquita conoció a Ching Ling Foo nada de eso había pasado todavía. El chino era una de las grandes atracciones de la exposición de Omaha y todos lo que iban a su espectáculo salían fascinados. Una tarde, Chiquita se puso de acuerdo con la tragaespadas y la encantadora de serpientes, y las tres se fueron a verlo. Ching Ling Foo salió a escena vestido con una bata de seda de muchos colores, con toda la parte delantera del cráneo afeitada y con el pelo trenzado en una coleta que le llegaba hasta las pantorrillas. Según Chiquita, era alto, delgado y tendría unos treinta años[39].
Sus trucos, como de costumbre, dejaron a todo el mundo perplejo, pero esa tarde, para finalizar la función, el chino hizo algo inesperado. Antes de retirarse, lanzó por la boca una última llamarada que avanzó y avanzó hacia el público, como una serpiente de fuego, hasta rodear por el talle a Chiquita, que estaba sentada en primera fila, pero sin quemarla. Ella contaba que lo único que sintió fue un agradable calorcito. Después de aquello, a Seliska y a Rosina no les cupo la menor duda de que el mago quería tener algo con su amiga.
Y así mismo fue, porque al día siguiente empezó a visitarla a escondidas. Pero hay algo que aún no te he dicho y es que Ching Ling Foo era casado. Su esposa, que le servía de asistente en el show, lo vigilaba todo el tiempo, porque era muy celosa. Ella era bastante mayor que él, pero muy bella, y siempre andaba elegantísima, muy maquillada y llena de joyas. La china sospechaba que su marido andaba en malos pasos, pero no tenía forma de pescarlo, porque cada vez que Ching Ling Foo se le escapaba para meterse en el carromato de Chiquita, usaba un encantamiento que la ponía a dormir profundamente.
En esa parte del libro, Chiquita explicaba que sus noches de pasión con Ching Ling Foo fueron únicas, porque si el chino era un artista de la magia en el escenario, en la cama no se quedaba atrás. Valiéndose de trucos y sortilegios, lograba que sus cuerpos levitaran y, flotando en el aire, le prodigaba las caricias más sutiles y estremecedoras. En la intimidad, él le decía Loto del Trópico y le cantaba acompañándose con una especie de contrabajo de una sola cuerda.
La primera vez que hicieron el amor ocurrió algo muy interesante. Cuando se encueraron, el chino le pidió que se quitara el talismán, porque, según él, de esa bolita de oro salían unos efluvios tan poderosos que impedían que se le parara el pito. Cuando Chiquita lo complació, Ching Ling Foo aprovechó para observar de cerca el amuleto y entonces exclamó con malicia:
—¡Así que mi Loto del Trópico forma parte de la secta de los pequeños!
Chiquita le juró que no sabía de qué hablaba y le suplicó que le explicara qué secta era esa. Entonces, para que nadie pudiera escuchar lo que iba a revelarle, él hizo unos pases mágicos, el carromato se llenó de un humo colorado tan espeso que casi podía amasarse y le susurró al oído:
—No entraré en detalles, porque lo poco que voy a decirte podría costarme amanecer tieso y con la lengua llena de alfileres. Has de saber que, en tiempos muy remotos, gentes como tú crearon una sociedad secreta que todavía existe y, a través de ella, han logrado cambiar más de una vez el curso de la historia. Aunque aún no hayas sido convocada, en algún momento te pedirán que formes parte de la hermandad. Este talismán no deja duda de que eres una de sus elegidas.
A Chiquita aquello le pareció delirante, pero tuvo que admitir que podía ser cierto, pues tanto Rozmberk, el librero judío, como el detective Sweetblood habían mencionado, antes de morir, la existencia de una hermandad formada por enanos. De ser verdad que esa organización existía, dedujo, era muy probable que tanto la viuda de Tom Thumb como el Conde Magri formaran parte de su directiva. Pero ¿cuáles eran sus fines? ¿De qué medios se valían para lograrlos? ¿Habían sido obra suya las muertes del dueño de La Palmera de Déborah y de los dos detectives? ¿Y cuándo la convocarían, si, como acababa de asegurarle Ching Ling Foo, la posesión del amuleto la vinculaba a esa hermandad? Harto de tantas preguntas, el mago chasqueó los dedos, la dejó muda y siguió haciéndole el amor en el más absoluto silencio.
Después de eso, el chino nunca quiso volver a hablar de la secta. «No pienses en eso hasta que llegue el momento», le aconsejaba cuando ella intentaba sonsacarle más detalles. Poco a poco, Chiquita terminó haciéndole caso y le restó importancia al asunto. «Ya me preocuparé el día que alguien me toque el tema», se decía.
El mago y la enana siguieron viéndose durante un tiempo, hasta que se les fastidió el romance. Parece que una noche a Ching Ling Foo se le olvidó hacerle el hechizo adormecedor a su esposa, o la magia le falló. El caso es que la mujer lo siguió y lo vio entrar en el carromato de Chiquita. Entonces, como Rústica se quedaba de guardia a la entrada, para evitar que molestaran a los amantes, se le acercó y con un pase mágico la dejó paralizada. Porque la china no sería maga, pero después de tantos años al lado de Ching Ling Foo algo se le había pegado. Cuando abrió la puerta y los sorprendió desnudos y abrazados, flotando encima de la nube de humo colorado, ¿qué crees que hizo la muy cabrona? Pues sacó un pomito lleno de vitriolo que tenía escondido en la túnica, con la intención de echárselo encima a Chiquita y desfigurarla.
La suerte fue que en ese instante Rústica recobró el movimiento y, justo cuando la esposa se disponía a vengarse, la haló por una pierna. La mujer perdió el equilibrio, soltó el frasquito y a quien le cayó el vitriolo en la cara fue a ella. Empezó a gritar y a maldecir como una loca (en chino, por supuesto) y toda la gente del Midway dejó sus carromatos para averiguar qué pasaba.
Si el vitriolo desfiguró a la china o no, nunca se supo, porque Ching Ling Foo hizo uno de sus trucos y su mujer y él desaparecieron más rápido que inmediatamente. Pero, a partir de esa noche, ella siempre se cubría la cabeza con un velo espeso. Unos aseguraban que un lado de la cara le había quedado espantoso. Otros decían que no, que el vitriolo apenas la había salpicado y que sólo tenía una quemadura insignificante en el lóbulo de una oreja, pero que como era tan vanidosa, no dejaba que se la vieran. El caso es que ni para hacer el show se quitaba el velo. Si dejó de ponérselo cuando prosiguieron su gira por Estados Unidos, o cuando volvieron a Europa, no sabría decírtelo. Pero Chiquita me aseguró que hasta el primero de noviembre, en que la exposición internacional de Omaha cerró sus puertas, la esposa del mago anduvo con la cara tapada.
Un escándalo como ese no le convenía a nadie, así que con dolor de sus almas los amantes tuvieron que separarse. Chiquita estaba tan agradecida con Rústica por haberla salvado del vitriolo, que le dijo que le pidiera cualquier cosa que quisiera. ¿Y qué crees que le pidió? Que descansara un poco de los hombres, porque aquel entra y sale de machos del carromato la tenía harta. Chiquita, que podría tener sus defectos, pero era una mujer de palabra, le concedió el deseo. Durante un tiempo mucho más largo de lo que Rústica había imaginado, se comportó castamente.
Si piensas que mientras estuvo en Omaha Chiquita se desentendió de lo que pasaba en el mundo, estás en un error. Leer los periódicos se había convertido en un vicio para ella. Cada vez que tenía uno en las manos, se acordaba de Patrick Crinigan con una mezcla de ternura y de nostalgia, y lo primero que hacía, como es lógico, era buscar las noticias relacionadas con Cuba. En esos cinco meses pasaron un montón de cosas. Por fin, después de muchas semanas esperando la orden del presidente McKinley, las tropas americanas desembarcaron en la isla, con los cowboys de Roosevelt a la cabeza. Entraron por Daiquirí, ahí tuvieron su primera pelea con los españoles y, después de ganarles, siguieron para Santiago de Cuba.
Parece que a los cowboys nadie les explicó cómo era el clima de la isla, porque fueron a la guerra con uniformes de lana y con unas latas de comida que, en cuanto las abrían, se echaban a perder por el calor. No pienses que las tropas americanas estaban formadas sólo por blancos. En Cuba también pelearon dos regimientos de negros, pero de esos casi nadie se acuerda nunca: los Rough Riders de Roosevelt les robaron el show.
Bueno, el caso es que los marines les dieron una paliza a los soldaditos españoles. Y digo soldaditos porque España había reclutado a muchos culicagaos de dieciséis y diecisiete años y los habían zumbado para este lado del mundo casi sin saber disparar un rifle. Y es que, como dijo el primer ministro Cánovas del Castillo antes de que el anarquista Golli se atravesara en su camino, con tal de no perder su colonia favorita ellos estaban dispuestos a sacrificar hasta su último hombre y hasta su última peseta.
A todas esas, Estrada Palma convenció a los jefes mambises para que se pusieran a las órdenes del mando americano, diciéndoles que así se alcanzaría más rápido la independencia. Lo que nunca imaginaron fue que, cuando Santiago de Cuba se rindió, los yankees no dejaron que las tropas del general Calixto García entraran en la ciudad. ¡Eso fue una mariconada, porque ese triunfo, vamos a dejarnos de cuentos, se debió en gran medida a los mambises, que eran unos valientes! A ver, ¿qué les hubiera costado dejar que las tropas cubanas entraran junto con las americanas? Pero no, ellos querían hacerle creer al mundo que habían ganado esa guerra solitos y en menos de diez semanas. Lo más probable es que hasta les diera vergüenza desfilar al lado de los mambises, que parecían unos zarrapastrosos. Yo te digo una cosa: con o sin intervención del norte, la independencia de Cuba ya era un hecho. Los cubanos hubieran tardado un año o tres en sacar a los gallegos de la isla, pero tarde o temprano habrían ganado la guerra. Sin embargo, las cosas son como son y no como uno quisiera que hubieran sido, y a los ojos del mundo esa fue una victoria de Estados Unidos.
Con el pretexto de que estaban en guerra contra España, los americanos aprovecharon para meterse también en Puerto Rico y en las islas Filipinas. Mientras Chiquita trabajaba en la exposición de Omaha, los españoles pidieron la paz y se hizo una reunión en París para ponerle fin al enfrentamiento. Reunión a la que, por supuesto, no invitaron a los mambises ni, muchísimo menos, a los puertorriqueños ni a los filipinos. Allí España firmó un tratado en el que no sólo se comprometió a sacar sus tropas para siempre de Cuba, sino que también le cedió a Estados Unidos dos de sus posesiones: Puerto Rico y Guam. En cuanto a las Filipinas, costó mucho llegar a un acuerdo, pero al final España tuvo que darlas a cambio de veinte millones de dólares.
Si a todo eso sumas que poco antes McKinley había firmado la anexión de Hawai, entenderás por qué, a partir de entonces, las seis grandes potencias empezaron a mirar con más respeto a Estados Unidos. Ellos habrían llegado tarde al reparto del mundo, pero querían ser tomados en serio. En esos días, Chiquita se acordó mucho de la reina Liliuokalani, que tanto se había opuesto a la anexión, y tuvo ganas de escribirle diciéndole cuánto sentía que Hawai hubiera perdido su independencia para convertirse en una propiedad de los americanos. Pero ¿adónde le mandaba la carta? Esa mujer no hacía sino viajar de una ciudad para otra.
Tal y como había vaticinado Crinigan, el tiburón se había comido a las sardinas. A Chiquita esa nueva costumbre de Estados Unidos de tragarse a cuanta islita hallaba en su camino no le gustaba nada. Le parecía una especie de… vejamen. Era como si, de pronto, un desconocido se metiera a la fuerza en su carromato y abusara de ella aprovechándose de que no podía hacer resistencia. ¿Es que se podía disponer de otros, ya fueran países o personas, sólo por tratarse de liliputienses? Para su consuelo, dentro del mismo pueblo americano (de eso se enteró también leyendo los periódicos) hubo gente que no vio con simpatía lo de Hawai y Filipinas. Unos protestaron por considerarlo un acto de vandalismo. Otros, porque les parecía repugnante incorporar a la Unión razas y culturas tan diferentes de la blanca, y se quejaban de que ya tenían suficiente con lidiar con los negros y tratar de civilizarlos.
—Por suerte, con Cuba no va a pasar eso —le comentó a Rústica—. Los americanos se quedarán allá sólo hasta que seamos capaces de gobernarnos.
—¿Y acaso los cubanos somos bobos o qué? —protestó la sirvienta—. Si supimos pelear tantos años, ¿cómo no vamos a saber gobernarnos?
—¡Malagradecida! —la regañó Chiquita—. No escupas la mano de quien te ayuda.
De Omaha, Chiquita siguió para San Francisco, donde se pasó como siete meses trabajando en una de las ferias de Bostock. Por cierto, allí volvió a encontrarse con Liliuokalani, quien, comprendiendo que ya esa era una causa perdida, había dejado de batallar por la independencia de Hawai. En aquel momento lo que la desvelaba era recuperar el montón de acres de tierra que le habían usurpado o conseguir que, por lo menos, Washington le pagara una indemnización. Le había mandado cartas al Presidente, al Senado y al Congreso haciendo el reclamo, pero nadie parecía hacerle caso y eso la tenía en ascuas.
La reina estaba de luto. Su sobrina, la princesa Kaiulani, había muerto hacía unas semanas, en Honolulu, víctima de una extraña fiebre reumática. «En realidad, Kaiulani nunca quiso el trono», le reveló a Chiquita, con lágrimas en los ojos. «Quizás su padre tuvo esa fantasía, pero ella no.» Liliuokalani estaba arrepentida de haberse distanciado de la joven. «Todo fue un malentendido. Aquella noche, en casa de la señora Piper, los muertos se ensañaron conmigo, me confundieron con sus calumnias y lograron que me enemistara con mi sobrina, pero ella era una muchachita dulce y buena», le aseguró.
Hasta esa fecha, todos los intentos de la médium de Boston por comunicarse con la difunta Kaiulani para hacerle llegar sus disculpas habían sido inútiles. Ninguno de los espíritus auxiliares de la Piper había logrado encontrar a la princesa en los recovecos del Más Allá. No obstante, la ex reina no perdía la fe. Al fin y al cabo, de eso vivía ella: de esperanzas. Era una optimista nata. Por eso seguiría dando la batalla hasta obtener el perdón de su difunta sobrina y hasta lograr que Washington le pagara por las tierras que le habían arrebatado.
De San Francisco, Chiquita saltó a Cleveland, donde actuó otros cuatro meses con un éxito tremendo. Bostock seguía arrebatado con ella. Si pajarito volando Chiquita le pedía, pajarito volando le daba. Pero cuando quiso llevársela para otra exposición internacional que iban a hacer en Filadelfia, ella le dijo que llevaba demasiado tiempo trabajando sin parar y que quería tomarse un largo descanso para viajar por Europa. Al domador aquello le cayó como un jarro de agua fría, pero entendió sus razones y no trató de retenerla.
Chiquita se fue a Nueva York, pero no se alojó en The Hoffman House, como siempre había hecho, sino que se metió en el Waldorf, que era mucho mejor hotel. Y es que después de vivir tanto tiempo en los carromatos de los Midways, quería disfrutar del mayor lujo posible. Para algo se había roto el lomo durante meses y más meses, cantando, bailando, firmando retratos y dándoles la mano a miles de desconocidos.
Estando en el Waldorf se enteró, por uno de los señores de la Junta Cubana (el de la verruga en la nariz), que su hermano Juvenal había muerto de una peritonitis poco después de volver a Matanzas con los grados de capitán. El pobre, tanto batallar por la independencia y nunca pudo ver a Cuba totalmente libre. Porque acuérdate de que en ese momento la bandera que ondeaba en el Morro todavía era la americana: Cuba no fue república hasta 1902. Aquello le dio muy duro a Chiquita, pero lejos de deprimirse, se puso a pensar en lo corta que era la vida y en lo necesario que era sacarle el jugo. «Primero Manon y ahora Juvenal», le dijo a Rústica. «Parece que los Cenda estamos condenados a irnos jóvenes de este mundo.» Y ahí mismo tomó la decisión de que, mientras le llegaba el turno de estirar la pata, trataría de gozar lo más que pudiera.
Antes de tomar el trasatlántico que la llevó a Francia, Chiquita trató de averiguar qué habría sido de Crinigan. No había vuelto a saber de él y en el World ya no salían artículos suyos. Llamó a la redacción del periódico para tratar de localizarlo y ahí fue cuando le contaron que, al finalizar la guerra, el irlandés había renunciado a su puesto para quedarse en Cuba. Según le dijeron, vivía en La Habana y se dedicaba a dar clases de inglés.
Bueno, después de eso Chiquita pasaba a hablar de su viaje a Europa, de lo cómodo que era el barco y lo apacible que fue la travesía, y de cómo Rústica y ella llegaron sin problemas al puerto de Le Havre. Días antes de salir de Nueva York, le había puesto un telegrama a la Bella Otero anunciándole que pensaba pasarse unas semanas en París, y la bailarina española le mandó otro brindándole su hôtel particulier y advirtiéndole que se ofendería terriblemente si se enteraba de que se hospedaba en cualquier otro sitio.
Y aquí me tomo un descanso, porque por suerte para ti, y sobre todo para mí, que ya estoy aburrido de exprimirme las neuronas para recordar lo que la enana puso en su biografía, los capítulos veinte y veintiuno se salvaron de chiripa del ciclón y de las polillas.