[Capítulo XXII]
Seguramente querrás saber en qué paró esa atracción entre Chiquita y Liane de Pougy. O, para decirlo por lo claro, si llegaron a reventar o no su tortilla. Pues sí, chico, la reventaron, y debe haberles quedado para chuparse los dedos, porque, aunque Chiquita nunca había probado ese «plato», se aficionó a él y siguió comiéndolo a menudo, por lo menos mientras estuvo en París.
En cuanto llegó a la casa de la Otero, la enana llamó por teléfono a Yturri con el pretexto de saber cómo les iba con Généreuse. «Fatal», le respondió el argentino. «La muy terca no ha vuelto a poner un huevo: ni de oro ni de los otros.»
Entonces Chiquita, tratando de restarle importancia al asunto, le contó su encuentro con Mademoiselle de Pougy y le preguntó si la conocía. Una pregunta retórica, porque ¿a quién no conocía el secretario del conde de Montesquiou?
Además de artista de vaudeville, Liane de Pougy era también una cortesana muy cotizada. Pero no siempre se había movido en esos ambientes. Ella, que en realidad se llamaba Anne-Marie Chassaigne, provenía de una familia bretona muy puritana y había sido educada por las monjas de un convento. A los dieciséis años salió del colegio para casarse con un teniente, pero el matrimonio no le duró mucho. Después de tener su primer y único hijo, el marido la sorprendió en la cama con un sargento. Nunca se supo qué lo insultó más: que Anne-Marie le pusiera los tarros o que escogiera a un militar de menor rango para hacerlo. El caso es que sacó un revólver y le disparó a su esposa. Por fortuna sólo le hizo un rasguño en el fondillo. Parece que la pequeña cicatriz que le quedó la acomplejó toda la vida y siempre trataba de disimularla, pero, para que tú veas cómo son las cosas, a sus amantes les fascinaba.
Después de aquel escándalo, Anne-Marie abandonó su hogar y huyó a París, sin saber cómo se las arreglaría para sobrevivir. Por suerte, enseguida dio con Valtesse de La Bigne, una cocotte muy respetada que había sido amante de Napoleón III y le había servido de modelo a Zola para crear el personaje de Naná. Valtesse se acostaba con los tipos por dinero, pero su debilidad eran las mujeres, así que en cuanto vio a la bretona decidió convertirse en su protectora. Y en su amante, obvio. Ella fue quien le puso Liane de Pougy y la introdujo en el mundo de las demi-mondaines y del lesbianismo.
Pero un día a Liane se le metió entre ceja y ceja que, además de prostituta de lujo, quería ser artista, y logró convencer a Sarah Bernhardt para que le diera unas clasecitas de actuación. No pasaron de la primera, porque enseguida Sarah le dijo: «Liane, si te lo propones podrás triunfar en los escenarios, pero mantente callada y limítate a exhibir tu cuerpo. Tu culo habla mejor que tu boca». Liane siguió al pie de la letra el consejo y así fue como, sin cantar ni recitar, bailando un poquito y haciendo pantomimas y tableaux vivants, se convirtió en una estrella del vaudeville, primero en París y luego en toda Europa. Para lo que sí tenía talento, y mucho, era para escribir. Publicó varios libros con bastante éxito; pero de eso te hablo luego, para no armar enredos.
La gran rival de Liane era la Bella Otero, quien no podía verla ni en pintura. Una vez, cuando estaban dándose a conocer, Émilienne d’Alençon, Liane y Carolina actuaron juntas en Les Folies Bergère. Mimí y Liane se hicieron amantes en un dos por tres y trataron de convencer a la Otero para que se metiera en su cama, pero ella no quiso oír hablar del asunto.
¿Por qué la española le tuvo siempre esa mala voluntad a Liane, si con las demás cortesanas de lujo se llevaba bastante bien? ¿Por líos de hombres? No creo que haya sido por eso. A Carolina le sobraban los amantes y los desplumaba a su gusto. Además, esas mujeres estaban conscientes de que no tenían la exclusividad sobre ningún rey ni ningún príncipe: ellos saltaban a su antojo de los brazos de una a los de otra. Tampoco creo que le envidiara su físico, porque, aunque Liane era preciosa, los tipos encontraban más buena hembra a la Otero.
Me inclino a pensar que esa antipatía tuvo su origen en los chismes de la prensa. Los periódicos parisinos dedicaban mucho espacio a las cocottes, porque a los lectores les encantaba estar al tanto de sus conquistas amorosas, de sus viajes, de las joyas que les regalaban sus amantes y de sus rencillas. Era raro el día que la Bella Otero y Liane de Pougy no salían mencionadas en algún artículo. Pero, como la francesa tenía muchos amigos entre los periodistas, algunos empezaron a escribir que ella era mejor artista y mejor puta que la española, cosa que, como es lógico, a Carolina le cayó como una patada en el hígado.
Una vez, las dos llegaron al mismo tiempo a Montecarlo y no tienes idea de lo que fue aquello. Se reunió un gentío para verlas llegar al casino y juzgar cuál era la más seductora. Esa noche la Otero se puso un vestido elegantísimo, se echó encima una cascada de diamantes, esmeraldas y rubíes, y entró como una reina. Todos la aplaudieron y quedaron convencidos de que, por mucho que su rival se esforzara, no podría superarla en belleza. Hasta que, a los cinco minutos, llegó Liane y tuvieron que cambiar de opinión. ¿Sabes lo que hizo la muy zorra para ridiculizar a Carolina? Se apareció con un vestidito de muselina blanca, muy sencillo, y sin aretes, sin collares, sin pulsos, sin broches. Nada, no llevaba ni una joya. Su único adorno era una rosa roja en el pecho. Detrás de ella iba su criada, vestida con su uniforme y cubierta de piedras preciosas de pies a cabeza. El mensaje no podía ser más claro ni más sarcástico. Te imaginarás lo humillada que se sintió la Otero. Por cosas como esas era que no soportaba a Liane.
Pero, escúchame bien, de todo lo que acabo de contarte se enteró Chiquita mucho después. Ese día, cuando habló con Gabriel Yturri por teléfono, él no le comentó nada sobre esa enemistad. Pudo hacerlo, pero el muy taimado prefirió callárselo para meterla en un lío con Carolina. Se limitó a hablar flores de la Pougy, a alabar su refinamiento y su inteligencia, y a aconsejarle que se leyera una novela que la cocotte había escrito unos años atrás[42].
Esa tarde, a las tres, empezó a caer un diluvio, pero así y todo Chiquita se engalanó, se perfumó y fue a ver a su nueva amiga. Como no quería que Rústica le estropeara la visita, la dejó en casa y le pidió al cochero que la subiera y la bajara de la calesa, cosa que hacía contadas veces, porque detestaba que los criados la tocaran.
Una doncella la recibió y la guió hasta el cuarto de baño. Liane de Pougy estaba metida en una tina de mármol rosado llena de agua espumosa, y la invitó, como si fuera lo más natural del mundo, a que se desvistiera y le hiciera compañía. Por la rapidez con que la criada le quitó la ropa, Chiquita comprendió que en aquella casa recibir a las visitas en la tina era algo común.
Lo que hicieron cuando estuvieron solas y encueras dentro del agua no puedo decírtelo, pues el libro no entraba en detalles sobre eso y no me gusta inventar. Pero supongo que pasarían un rato muy agradable, porque a partir de esa tarde Chiquita se volvió toda una «anfibia» y las citas en la tina se hicieron muy frecuentes.
Con Liane, Chiquita nunca se aburría. A diferencia de la Bella Otero, que sólo hablaba de vestidos y de cómo sacarles plata a los hombres, con ella podía conversar de arte, de historia y de filosofía, y discutir todo tipo de temas de actualidad: desde la nueva ley francesa que limitaba a once horas la jornada laboral de mujeres y niños hasta la guerra de los bóers y los británicos en África del Sur. Juntas fueron a aplaudir a la Bernhardt en L’Aiglon, y juntas, también, estuvieron en la apertura de la Exposición Universal.
Para serte sincero, eso último nunca me lo creí. Para mí que era una fantasía de Chiquita. Porque ¿tú te imaginas la multitud que debió reunirse en esa inauguración? ¿Qué puede haber visto, en medio de semejante turba, una piltrafa de mujer como ella? Es más, si realmente asistió, de milagro no la aplastaron. Pero bueno, ella juraba que sí, que estuvo en el acto, oyendo el discurso del presidente Loubet y viendo cómo les ponían condecoraciones a los organizadores de la Exposición[43].
El talón de Aquiles de la ceremonia, en opinión de Chiquita, fue que los príncipes, los reyes y los emperadores brillaron por su ausencia. El káiser de Alemania hizo unas declaraciones polémicas, diciendo que, en vista de que el gobierno francés no le garantizaba su seguridad, prefería no ir. El zar de Rusia, Nicolás II, fue más diplomático e inventó una excusa, pero muy pocos se la creyeron. El verdadero motivo de su ausencia era que las relaciones entre Francia y su país se habían enfriado mucho por esos días. Los rusos, que eran los mayores defensores de la causa de los bóers en Europa, estaban encabronados con Loubet y sus ministros porque, para evitarse problemas con los ingleses, no acababan de tomar partido ante el conflicto. Qué paradoja, ¿no?, porque precisamente Rusia era el invitado principal de la Exposición Universal y se le rindieron todo tipo de honores. En cuanto al rey Leopoldo de Bélgica, el príncipe de Mónaco y el príncipe de Gales, que con tanta frecuencia visitaban París para divertirse con sus amantes, tampoco les dio la gana de asistir.
Chiquita y Liane disfrutaron una barbaridad subiéndose en las aceras rodantes, que eran la gran novedad, y yendo en ellas de un extremo a otro de la Exposición. En la puerta principal, sobre una esfera dorada y rodeada de banderas, estaba la diosa de estuco con su capa de armiño. Según la enana, todos los visitantes quedaban fascinados con la escultura y la celebraban mucho[44]. La gente empezó a decirle la Parisienne y a especular sobre quién había sido la musa de Moreau-Vauthier. Unos pensaban que Lina Cavalieri, otros que Yvette Guilbert. Cada vez que pasaba cerca de allí, Chiquita se ponía nerviosa, temiendo que la reconocieran. Pero eso nunca ocurrió. ¿Tú crees que a alguien se le iba a ocurrir que esa renacuaja pudiera ser la modelo de una figura tan gigantesca?
A pesar de que Francia estaba bastante desprestigiada por culpa del caso Dreyfus, la Exposición le quedó buenísima. Los pabellones competían en lujo y originalidad, y en ellos cada país enseñaba sus maravillas. Desde telescopios, cañones y toda clase de máquinas hasta alimentos, productos de tocador y bailes típicos. Aquello fue un inventario del mundo, el adiós al siglo XIX, una oda al futuro. ¡La locura Art Nouveau! Con decirte que hasta se hizo un congreso mundial sobre la electricidad donde, por primera vez, se mencionó la palabra televisión. Chiquita arrastró a Liane hasta el Palacio de la Agricultura para ver los últimos adelantos de la producción de azúcar y, al verse entre las centrífugas eléctricas y las modernas máquinas de moler, debió acordarse con nostalgia del destartalado ingenio de La Maruca.
Aunque en ese momento Cuba aún no tenía un gobierno propio, porque desde el final de la guerra la isla la manejaban los americanos, eso no impidió que estuviera presente en la Exposición. Tuvo su quiosco dentro del pabellón de Estados Unidos y allí mostró sus productos: azúcar, tabacos, café, ron, libros, medicinas y un montón de cosas más. Cómo serían de buenos esos artículos, que a la hora de repartir los premios les concedieron ciento cuarenta. ¿Qué te parece? Una isla acabada de salir de una debacle ganó un montón de medallas de oro, de plata y de bronce en París. ¿Quién iba a pensar que, noventa años después, todo ese empuje se perdería y que retrocederíamos hasta la prehistoria? Pero mejor borra eso último, no vaya a ser que esta grabación caiga en manos de la Seguridad del Estado y, viejo y todo como estoy, me metan preso por hablar mal del gobierno.
En esos días, Chiquita conoció a Gonzalo de Quesada, el hombre que tanto había batallado en Washington para poner al Congreso de Estados Unidos a favor de la revolución cubana. Los americanos lo habían mandado a la Exposición como representante de la futura República de Cuba. Según la enana, Quesada le regaló el primer tomo de las Obras completas de José Martí. Pero como el libro traía, entre otros poemas, «La bailarina española», ella compró otro ejemplar con la idea de dárselo a la Bella Otero, quien le había inspirado esos versos al Apóstol. La pobre se gastó sus francos por gusto, porque nunca pudo entregárselo. El porqué lo sabrás a su debido momento, no voy a adelantarme a los acontecimientos[45].
Una tarde, en la bañera, Liane le leyó a Chiquita fragmentos de la novela que estaba escribiendo. La obra se basaba en un romance real que había vivido, meses atrás, con Natalie, una muchacha de la alta sociedad de Washington que estudiaba pintura en París[46]. Chiquita quedó muy impresionada por la vehemencia con que Liane evocaba a su antigua amante y se le ocurrió comentar que le gustaría verla. En mala hora lo hizo, porque la cocotte se comunicó en el acto con Natalie y un rato después la americana estaba haciéndoles compañía en la tina y manoseándolas, por arriba y por debajo del agua, con mucha familiaridad.
—Yo pensé que esa historia de amor había terminado —protestó Chiquita, incómoda por el descaro con que la joven la había toqueteado, cuando volvieron a quedarse solas.
—Claro que terminó, ma belle —la tranquilizó Liane—. Pero eso no significa que hayamos dejado de ser amigas y que no podamos divertirnos juntas de vez en cuando.
Mal que bien, Chiquita terminó por acostumbrarse a Natalie y a sus caricias. La americana, que era una judía muy bonita y muy rica, también se fascinó con la enana y enseguida empezó a escribirle sonetos. Tanto ella como Liane se desvivían por mimarla, le regalaban pasteles, perfumes, flores y libros, y la llevaron a pasear en el metro, al Salón de Bellas Artes y a ver las danzas de Loie Fuller, una americana medio loca que bailaba envuelta en velos y que estuvo de moda en los mismos años que Isadora Duncan.
A lo que nunca se acostumbró Chiquita fue a que Liane la dejara sola cada vez que alguno de sus «amigos» solicitaba sus servicios. Se consolaba recordando lo que la Pougy le había dicho una vez: los hombres adinerados podrían disponer de su cuerpo, pero no de su alma, porque esa le pertenecía a la petite cubaine.
Me imagino que a Rústica aquel cambio de bando de Chiquita la tendría consternada. Pero esto es una especulación mía, porque la verdad es que nunca me atreví a hablar con ella sobre un tema tan delicado.
Ahora bien, no pienses que Natalie y la Pougy fueron las únicas lesbianas que Chiquita trató en París. De eso nada. Sus amigas la llevaron a varias fiestas particulares, muy elegantes, donde iban a divertirse decenas de anfibias. En esos salones había de todo: la mayoría de las sacerdotisas de Safo eran «damiselas encantadoras», pero otras eran «modelo bombero», bien machotas, que se ponían smoking y fumaban tabacos. También invitaban a algunos pájaros, pero muy escogidos, de confianza, porque aquellas mujeres lo que querían era sentirse cómodas y poder hacer cuantas locuras se les ocurrieran. Creo que para muchas de ellas el lesbianismo fue una manera de reafirmar su autonomía, de liberarse del yugo de los hombres. En esa época, la vida de las mujeres de París estaba cambiando: ya había como quinientas muchachas matriculadas en las universidades. Aunque a lo mejor estoy buscándole una explicación muy sociológica a aquellas reuniones y lo que pasaba, sencillamente, era que la papaya las alborotaba.
En esas fiestas las drogas estaban a tutiplén. Las más populares eran el opio, el hachís, el éter y la cocaína. Como el ambiente era tan relajado, nadie se sorprendía si, en medio de una conversación, una invitada se levantaba la falda y se ponía una inyección de morfina en un muslo. Hasta orgías hacían, sin importarles que las vieran desnudas. Aquello era el acabose. Pero todo muy fino, tú sabes, muy sofisticado. Entre tortilla y tortilla, recitaban poemas, tocaban el piano y cantaban sus lieds, porque allí se daba cita la elite, la crème de la crème del Lesbos parisiense.
Allí Chiquita trató a muchas señoritas de la alta sociedad interesadas en ver con sus propios ojos cómo era aquel mundo del que con tanto misterio se hablaba. Algunas incluso terminaron haciéndoles compañía a la Pougy y a ella en la tina de mármol. Lo que Liane nunca aceptó, por más dinero que le propusieran, fue que un hombre fuera testigo de sus «cópulas anfibias», como les decían. Parece que hubo quien le ofreció millones, pero ella sabía ser discreta.
La amistad con Liane y Natalie absorbió a tal punto a Chiquita, que durante muchos días no supo nada de Robert de Montesquiou y del argentino. Así que una noche, avergonzada por tenerlos tan olvidados, los llamó por teléfono.
—¡Dichosos los oídos que la escuchan! —le dijo Yturri con retintín—. ¿Cómo le va con sus nuevos afectos? —y le soltó que ya el conde y él estaban al tanto de que Liane de Pougy, la americana y ella eran inseparables, algo así como «las tres mosqueteras». Después, con estudiada inocencia, se interesó por saber cuándo regresaría la Bella Otero.
Chiquita le respondió que hacía tiempo que no tenía noticias suyas. ¡La pobre! Lo que menos se imaginaba era que iba a saber de la Bella muy pronto. Al día siguiente de esa conversación, al volver a la casa de la «andaluza», después de dormir una siesta con Liane de Pougy, se llevó una sorpresa: Rústica estaba en la acera, sentada encima de un baúl y rodeada de un montón de ropas, zapatos y sombreros.
—¿Qué pasó? —le preguntó Chiquita desde la calesa.
Entonces se enteró de que las habían puesto de paticas en la calle. La Otero había regresado de repente y lo primero que había hecho era tirar todas las cosas de Chiquita por un balcón.
—Yo traté de calmarla, de que me explicara por qué estaba tan furiosa —dijo Rústica—, pero sólo me dijo que usted era una mala amiga y una sinvergüenza.
La enana respiró profundo y tocó a la puerta para aclarar el malentendido. Me imagino que la cocotte estaría esperándola, porque ella misma le abrió y, sin dejarla pasar, le cantó las cuarenta allí mismo. Alguien («un amigo leal», dijo) le había escrito poniéndola al corriente de su traición. Aprovechando su ausencia, Chiquita se había hecho íntima de su peor enemiga, de ese ser repugnante llamado Liane de Pougy. ¿Así le pagaba su cariño sincero y todas sus atenciones?
—Puedo perdonarte muchas cosas —vociferó la Otero—. ¡Hasta que te hayan escogido para ser la diosa! Pero que te hayas metido en la cama de esa arpía, no, eso no te lo perdonaré jamás.
Chiquita intentó darle una explicación, pero la andaluza (es decir, la gallega) la mandó al infierno y le cerró la puerta en las narices. Imagínate qué situación. La enana estaba tan aturdida, que lo único que se le ocurrió fue pedirle a Rústica que parara el primer coche de alquiler que pasara por allí. Con la ayuda del cochero metieron dentro todas sus pertenencias y se fueron a pedirle refugio a Liane de Pougy, quien las recibió con los brazos abiertos.
—Pobre Chiquita, qué mal rato pasaste —la consoló, alzándola y llenándole la cara de besos—. Espero que hayas aprendido que si te metes en un chiquero, tarde o temprano terminas salpicada de mierda por los cerdos.
Con el paso de los días, Liane y Natalie comenzaron a aburrir a Chiquita con sus quejas y sus reproches. ¿Sabes qué sucedió? Que tenían celos una de la otra. Aunque Chiquita trataba de repartir su cariño equitativamente entre ambas, nunca estaban conformes. Los problemas se volvieron tan serios, que a la cocotte y a la americana les dio por discutir en público, sin importarles que la gente las viera. Una vez que estaban en la Exposición Universal (visitando el pabellón de Grecia, que era un templo bizantino) se dieron tal agarrón, que Chiquita tuvo que amenazarlas con irse de París si no se tranquilizaban. La considero: si lidiar con una mujer celosa es difícil, ¿cómo sería aguantar a dos? El regaño las apaciguó, pero no por mucho tiempo. Una mañana en que caminaban por el puente Alejandro III, volvió a armarse otra trifulca.
Ese puente lo habían construido para la Exposición y, como era una novedad, siempre estaba repleto. Así que esa vez la pelea tuvo montones de espectadores. Todo empezó cuando Liane le pidió a Natalie, con una voz muy dulce, que no las visitara todos los días, pues quería pasar más tiempo a solas con Chiquita. Aquello no le hizo gracia a la americana, así que, con una sonrisa, le recordó a su ex amante las muchas veces que había dejado a Chiquita en la casa, sola y aburrida, para irse a atender a sus clientes. Durante un rato siguieron lanzándose pullas y sacándose trapos sucios, pero sin alzar la voz, de lo más educadas. Hasta que Liane no aguantó más, perdió la paciencia y gritó que la liliputiense era de ella y que no iba a compartirla más. Y ahí mismo comenzaron a decirse unas groserías que mejor ni te las repito. Cada una agarró a Chiquita por una mano y se pusieron a halarla para aquí y para allá con todas sus fuerzas.
La gente hizo un ruedo alrededor de ellas y empezó a aplaudir y a reírse, pero cuando se dieron cuenta de que esas dos mujeres estaban como locas y de que en cualquier momento podían arrancarle un brazo a la enana, empezaron a pedir socorro y a llamar a la policía. Pero la francesa y la americana no se dieron por aludidas: siguieron zarandeando a Chiquita con tanta violencia, que de pronto salió volando y cayó en el medio del Sena.
Al verla hundirse en el río, Liane y Natalie soltaron un alarido, se abrazaron y empezaron a lloriquear. Sólo por unos instantes, porque enseguida volvieron a discutir y a echarse la culpa de lo ocurrido.
Claro que a esas alturas ya nadie les hacía caso. Todo el mundo estaba recostado a la baranda del puente, con los ojos clavados en el agua, esperando que Chiquita subiera a la superficie de un momento a otro. Como los minutos pasaban y no aparecía, empezaron a darla por muerta y a lamentarse de que una mujercita tan linda hubiese tenido un fin tan horrible. En ese momento llegaron varios policías y, en cuanto se enteraron de lo que había pasado, sacaron unas esposas y se las pusieron a Liane de Pougy y a la americana. ¡Para qué fue aquello! Las dos empezaron a gritarles oprobios y a darles empujones y mordiscos. Los guardias casi no podían controlarlas y, claro, con ese show los curiosos se olvidaron de la pobre ahogada.
Pero quién te dice a ti que en ese momento alguien empieza a gritar «¡Miren, miren!» y a señalar unas ondas que estaban formándose en el agua, exactamente en el lugar donde había caído Chiquita. Como es natural, todos corrieron a ver de qué se trataba, incluso Liane y Natalie, que se abrieron paso a codazos para poder ponerse en primera fila. Sí, no cabía duda: aquellas ondas indicaban que, de un momento a otro, algo saldría del fondo del río. Y así mismo fue.
Lo primero que apareció fue la cabeza de Chiquita. Luego, su cuerpo empapado y, por último, sus botines. La gente se quedó sin aliento. ¿Qué era aquello? Chiquita estaba de pie y tal parecía que, al igual que Cristo, era capaz de caminar por encima del agua. Para volverlo todo más asombroso, el dije que tenía en el cuello brillaba y brillaba. Sí, cómo te cae, después de pasarse tanto tiempo sin dar señales de vida, el amuleto soltaba unas chispas del carajo, que hacían pestañear a los mirones. Pero cuando ya más de uno estaba a punto de empezar a vocifierar «¡Milagro, milagro!», cayeron en cuenta de que la enana no estaba caminando por el agua, como habían creído, sino que sus pies descansaban encima de un pez.
¡Era Cuco, compadre! Su manjuarí, que la había sacado del fondo del Sena. Oye, yo no sé si ese episodio ocurrió de verdad o si sólo fue una de las patrañas que ella puso en su libro, pero nada más que de imaginármelo me erizo todo. Según contaba Chiquita, cuando ella cayó al agua el talismán del gran duque Alejo había empezado a lanzar luces de colores en todas direcciones, y gracias a eso fue que Cuco pudo localizarla y salvarla.
Aquello debió ser algo tremendo: como una especie de Venus en miniatura naciendo de las aguas. Lenta, muy lentamente, para que Chiquita no perdiera el equilibrio, el Atractosteus tristoechus se fue acercando a la orilla del río y allí la depositó, sana y salva, mientras toda la gente que estaba en el puente lo aplaudía.
A pesar de que el susto y el frío la tenían medio paralizada, Chiquita logró inclinarse y acariciar la cabeza de su viejo amigo. Te imaginarás su emoción. Ella había dado al manjuarí por muerto y de pronto volvía a encontrarse con él. Parece que el bicho se dio cuenta de lo que su antigua dueña sentía, porque le sonrió enseñando todos los dientes, como si quisiera decirle que él tampoco la había olvidado. Después, poquito a poco, volvió a sumergirse en el río y esa fue la última vez que se vieron. A Chiquita le habría gustado meter otra vez a Cuco en una pecera y llevárselo, pero ¿tú crees que un bicho que llevaba años nadando Sena arriba y Sena abajo, dueño de su destino, iba a adaptarse a vivir otra vez entre cuatro vidrios? No, sólo alguien muy cruel podría pretender semejante cosa.
No tengo que decirte que, después de esa aventura que casi le cuesta la vida, Espiridiona Cenda se fue de casa de Liane de Pougy y no quiso saber más ni de ella ni de la americana ni de la tina rosada. Se metió con Rústica en un hotel y allí pasó sus últimas semanas en París. Por suerte, había conocido a mucha gente amistosa y no le faltaron invitaciones a salones y paseos. Hasta que se hartó de los parisinos y decidió continuar su viaje. Sus vacaciones apenas estaban comenzando y le faltaban muchos lugares por visitar.