Capítulo II

Los primeros enanos. Rústica, Segismundo y las ceremonias secretas. Chiquita recita «La fuga de la tórtola» en una velada. Muerte y velorio de doña Lola. Viaje a La Maruca. El viejo ingenio. Don Benigno, Palmira y los bastardos. Historia de Capitán, el perro invisible. Fuego, locura y escombros.

Durante mucho tiempo —bien fuera porque en contadas ocasiones la sacaban de la casa o porque en Matanzas no abundaba ese tipo de personas—, los únicos seres diminutos que conoció Chiquita fueron los de sus libros de cuentos. Pero, lejos de identificarse a ultranza con ellos, analizaba sus comportamientos fríamente y sin la menor blandura. Le parecía imperdonable, por ejemplo, que la obsesión de los siete enanos por horadar las montañas en busca de oro y piedras preciosas les hubiera impedido proteger a Blancanieves de su perversa madrastra. Otro personaje al que encontraba antipático era Rumpelstikin. A su juicio, haber ayudado a la hija del molinero a convertir la hierba seca en oro para que pudiera casarse con un rey no le daba derecho a arrebatarle su primer hijo.

Pero el peor de todos era Pulgarcito. Listo y gracioso, sí, pero con un corazón de pedernal. Sin el menor escrúpulo, había engañado al Ogro para que este decapitara a sus siete hijas mientras dormían. «¡Fue para salvarle la vida a sus hermanos!», argumentaba doña Lola, pero su nieta se negaba a justificar el horrendo crimen y durante muchas noches tuvo pesadillas en las que veía las cabezas de las ogresas rodar por el lecho que compartían, y su sangre virginal, espesa e hirviente, salir a borbotones de los cuellos cercenados.

Pulgarcito compensaba las desventajas de su ínfima talla con una astucia que no se detenía ante consideraciones de índole moral. ¿Eran esas las reglas del juego? ¿Tendría que adoptarlas ella también, y recurrir a trampas y perfidias para sobrevivir en un mundo adverso, que no estaba hecho a su medida? Consentida por parientes y esclavos, ignoraba si otro tipo de existencia, más áspera e insegura, la haría valerse también de cualquier truco para sobrevivir.

Desde que tuvo uso de razón, Chiquita quiso saber el porqué de su pequeñez, y aunque fingió aceptar las explicaciones de sus padres, que aludían a la voluntad de Dios y a los misterios de la naturaleza, nunca le resultaron satisfactorias. La lectura de Los viajes de Gulliver la hizo desear que Matanzas fuera una réplica de Mildendo, la capital del reino de Liliput, y que los familiares, amigos y sirvientes que la rodeaban quedasen reducidos a su misma estatura. Qué delicia vivir en un lugar así, donde contemplar a un Hombre Montaña como Lemuel Gulliver fuera una excepción y no la regla.

Una tarde en que cortaba rosas con su madre en el jardín delantero, la campanilla de la verja repicó y vieron a un mendigo. Era un moreno muy viejo, descalzo y harapiento, que sostenía un saco con una mano y una cazuela con la otra.

Aunque Chiquita había visto antes a esos infelices que acudían a la casona en busca de comida, aquel tenía algo que lo volvía especial: su tamaño. Era una suerte de medio-hombre. Completamente fascinada, observó cada detalle del cuerpo del pordiosero: los dedos de los pies, sucios, deformes, de uñas amarillentas, largas y retorcidas; las pantorrillas grotescamente combadas y con pústulas; el pecho abombado; los brazos cortos y flacos, como de monigote, y la cabeza grande en exceso, con orejas de murciélago y unos ojos rojos y botados que se esforzaban por mirar con expresión desvalida.

—Deme una caridad, señora, por amor de Dios —suplicó el mendigo y Chiquita notó que su voz era tan discordante como su figura.

—¡Minga, Narcisa! —gritó Cirenia y, parándose delante de su hija, trató de impedir que siguiera mirando al extraño—. ¡Tráiganle algo de comer a este cristiano!

Acto seguido cargó a la niña y huyó hacia el interior de la casona. Mientras se alejaban, Chiquita echó una última mirada al pordiosero. Al descubrirla, en la cara del enano había aparecido una torpe sonrisa de complacencia.

Cirenia no se detuvo hasta llegar a la cocina.

—Denle cualquier cosa —ordenó a las esclavas—, pero que se vaya ahora mismo —y al instante añadió—: Y que no vuelva nunca, que mande a otro por su comida.

Cuando su madre la puso en el piso, Chiquita se apresuró a mirarse en un espejo y estudió con atención la extensión de sus brazos y piernas, el tamaño de su torso y su cabeza, el conjunto de su silueta. A punto de llorar, Cirenia se arrodilló junto a ella.

—No tengas miedo, mi cielo —le dijo—. Era sólo un pobre enano.

—¿Así son los enanos? —inquirió Chiquita, acordándose de las láminas de sus libros, en las que Rumpelstikin, los siete amigos de Blancanieves, los gnomos y los trasgos tenían un aspecto muy diferente—. ¿Así son de verdad?

—Depende. No siempre son tan sucios ni tan feos.

Pensando que una salida las ayudaría a olvidar el incidente, Cirenia ordenó que prepararan la volanta y se dirigieron a la casa de Candelaria, que quedaba al final de la calle Ricla. Pero nunca vino tan bien el refrán «al que no quiere caldo, tres tazas», pues cuando pasaba delante de la sombrerería La Granada, el carruaje tuvo que detenerse por culpa de una mula que se negaba a tirar de un carretón.

Justo en ese momento, Chiquita y su madre vieron acercarse por la acera a un elegante caballero y a una enana joven que caminaba a su lado balanceándose como si sus piernas, que se adivinaban cortas y regordetas bajo las enaguas, apenas pudieran mantenerla en equilibrio. Por la blancura de sus pieles, sus mejillas arreboladas y la forma en que lo miraban todo, Cirenia dedujo que eran extranjeros. ¿Padre e hija, tal vez? El vestido de chiffon malva de la muchacha y su sombrero atiborrado de adornos eran de la mejor calidad, pero demasiado llamativos, y en lugar de despertar la admiración de los transeúntes, sólo conseguían atraer sobre ella miradas de lástima, de reproche o de burla.

«Dios mío, ¿por qué dos en una tarde?», musitó Cirenia. Pensó hablarle a Chiquita, distraerla para que no continuara estudiando de forma tan impertinente a la enana, pero se dio por vencida. «Algún día tenía que pasar», se resignó.

Durante la visita a Candela, que fue muy breve, apenas el tiempo necesario para tomar una champola de guanábana y hojear un par de magacines recién llegados de París, no comentaron el incidente. Pero de vuelta a la casona, Chiquita preguntó, con calculada displicencia:

—Mamá, si algún día crezco, ¿me volveré igual que ellos?

¡Nunca, jamás!, la tranquilizó Cirenia. Ella siempre sería así, encantadora, armoniosa. Una Pulgarcita tan adorable como la de aquel cuento de Andersen que habían leído juntas. El mundo de los enanos, que calificó, sin detenerse a pensar los adjetivos, de ingrato y zafio, no era el suyo. Desdichada gente, pobre o rica, que tenía la desgracia de que Dios, en medio de sus múltiples ocupaciones, la hubiese hecho de prisa, sin poner cuidado en la tarea. Chiquita era como era porque en el momento de crearla el Señor no disponía de suficiente material o, simplemente, porque quiso que fuera única, pero al menos la había modelado con el mayor esmero.

Chiquita provocaba una suerte de frenesí en los niños de más tierna edad, quienes la confundían con un juguete viviente y se le echaban encima para manosearla. En cambio, con las muchachitas de su edad solía irle mejor. Aunque la superaban en tamaño y en fuerza, ella le sacaba el mayor provecho a su habilidad para inventar historias y diversiones. A la hora de jugar, era quien mandaba y las otras obedecían gustosas.

Todas sus primas provenían de la rama materna, pues el doctor Cenda era hijo único. Sus preferidas eran Exaltación, Blandina y Expedita (sí, también sus nombres habían sido escogidos por doña Lola), y a Chiquita le agradaba reunirse con ellas en el patio trasero para jugar a los cocinaítos. Bajo una mata de aguacates, preparaban suculentos banquetes con hojas, flores de diferentes colores, tierra y piedrecitas.

Cuando no podía jugar con sus primas, siempre tenía a mano, para sustituirlas, a Rústica, la nieta de Minga, una negrita un año mayor que ella, silenciosa, de ojos redondos y tristes, y brazos y piernas muy flacos. Como cualquier otra esclava doméstica, ella también tenía sus obligaciones, pero, poco a poco, acompañar a Chiquita, protegerla y estar pendiente de sus necesidades y caprichos se convirtió en su principal ocupación.

Rústica cumplía sus órdenes con una sumisión absoluta, y sobrellevaba con estoicismo las pataletas y los cambios de humor de su amita. Porque, aunque la liliputiense tenía fama de dulce y de dócil, a veces, cuando estaban a solas, la trataba con una crueldad que nadie hubiera podido sospechar. La obligaba a permanecer largos ratos de hinojos, con un grano de maíz debajo de cada rodilla; la amenazaba con convencer al doctor Cenda para que se la vendiera al dueño de algún ingenio y la separara de Minga; le decía bembona y se burlaba del color pardusco de la palma de sus manos, atribuyéndolo a que no sabía lavárselas bien. ¿Qué impulsaba a Chiquita a actuar así? Quizás, podría aventurarse, la posibilidad de constatar que en el mundo existían seres más débiles y en posición más desventajosa que la suya. O, tal vez, ese poso de maldad que, reconozcámoslo, todos llevamos dentro, y que a veces hace que nos comportemos como unos miserables.

La morenita sobrellevaba sus malacrianzas sin protestar ni delatarla, con el mismo estoicismo con que Santa Rústica, la mártir de quien había heredado el nombre, debió padecer los tormentos que le infligieron los romanos. Si alguna vez tuvo ganas de darle un coscorrón a aquella menudencia con bucles que lo mismo la obligaba a romper los huevos de las lagartijas para ver lo que tenían dentro que a revolver con un palito las heces de los bacines con la esperanza de hallar lombrices, nunca lo dejó entrever. Claro que aquellos repentinos raptos de vileza eran compensados con momentos en los que Chiquita hacía gala de su generosidad y buen corazón. Entonces compartía con ella los dulces finos que le llevaba su padrino, le daba jabones y cintas, y le juraba, abrazándola y besándola, que la quería tanto o más que a sus primas.

A sus escasos primos varones, Chiquita los consideraba una especie de bestezuelas y nunca se relacionó con ellos. Eran, al igual que sus hermanos, unos salvajes que sólo sabían aullar, correr y armar camorra. La única excepción era Segismundo, un primo de su misma edad que vivía con doña Lola. Su madre había muerto, a causa del cólera morbo, a los pocos meses de nacido, y su padre, un comerciante catalán, había regresado a España sin manifestar el menor interés por llevárselo consigo.

Mundo, como le decían todos para ahorrarse el Segis, era pusilánime, debilucho y escurridizo, hablaba con un hilo de voz y trataba siempre de pasar inadvertido. Pero cuando se sentaba ante un piano, sufría una transformación: se llenaba de energía y, olvidando su inseguridad y sus temores, empezaba a tocar como un virtuoso.

—Este niño puede llegar a ser un gran concertista —aseguró una vez, tras oírlo tocar una mazurca de Chopin, doña Matilde Odero, la más brillante pianista matancera de su época, y se brindó para darle algunas clases. Pero doña Lola, la «dueña» de Mundo, no le hizo caso a la propuesta. Para ella, la pasión que su nieto sentía por la música era un simple pasatiempo sin importancia. Las lecciones que le impartía una vez a la semana un viejo profesor duro de oído eran más que suficiente.

Poco tiempo después, la Odero decidió tomar los hábitos y entrar en el convento de Santa Teresa de Jesús, con lo cual Mundo perdió para siempre la esperanza de llegar a ser discípulo suyo. Aunque de los labios del niño no salió ni una queja, aquel episodio hizo que se volviera aún más melancólico y apocado. Y ni siquiera se consoló cuando, unos días antes de enclaustrarse, doña Matilde le mandó una caja de cartón llena de partituras. En la tapa, había escrita una única palabra: Tócalas.

Como el piano de doña Lola llevaba años desafinado y tenía comején, Cirenia dejaba que Mundo practicara en el suyo. A Chiquita le gustaba entrar de puntillas en el cuarto de música donde su primo tocaba durante horas. Se quedaba de pie junto a la puerta, contemplándolo con la respiración entrecortada por la emoción, y él fingía no percatarse de su presencia.

Cierta tarde, cuando Mundo ensayaba una polonesa, Chiquita se le acercó y empezó a danzar alrededor del piano. Poco a poco, mientras se movía con la ligereza de una mariposa, se fue despojando de la ropa hasta quedar desnuda. Segismundo la espiaba con el rabillo del ojo, sin dejar de tocar, ruborizado y con miedo de que alguien irrumpiera en la habitación y los descubriera. Al concluir la pieza, cerró la tapa del piano y se quedó en la banqueta mientras Chiquita recogía su vestido y, con torpeza, volvía a ponérselo. Antes de separarse, se miraron y se sonrieron, primero con timidez y luego con picardía.

Aquellos encuentros secretos se repitieron una y otra vez, hasta convertirse en un rito, en una ceremonia que los dos disfrutaban con fruición y que los volvió cómplices, sin saber muy bien de qué. Chiquita no interpretaba coreografías premeditadas: simplemente cerraba los ojos; veía las volutas de colores que dejaban en el aire, como un tenue rastro, las notas musicales del piano, y todo lo que hacía era permitir que sus pies, su torso, su cabeza y sus brazos se movieran con libertad, dibujando en el espacio las cadencias y el flujo y reflujo de los acordes.

Un día, para desconcierto del pianista, Chiquita obligó a Rústica a acompañarlos. Al notar que no estaban solos en el salón, que alguien más iba a ser testigo de la desnudez de la liliputiense, los dedos de Mundo trastabillaron sobre el teclado y estuvo a punto de levantarse y poner pies en polvorosa. Pero su prima le ordenó con acritud: «¡Sigue, sigue, no importa!», y sus palabras consiguieron restaurar la magia. En lo adelante, Rústica se convirtió en un elemento más de la ceremonia y, pese a su reparo inicial, Mundo tuvo que admitir que su presencia muda añadía una rara tensión a las sesiones. La negrita permanecía inmóvil en un rincón, tiesa y seria, con una perenne cara de asombro, mirando de forma alterna, con reprobación, al pianista y a la bailarina sin ropa. Ninguno de los dos se tomó la molestia de averiguar si gozaba de aquellos momentos o si constituían un suplicio para ella. Al fin y al cabo, sólo era una esclava, y su opinión les tenía sin cuidado.

Un atardecer, doña Lola entró inesperadamente en el cuarto de música y encontró a Chiquita danzando alrededor del piano. Por suerte todavía no estaba desvestida, pues de haberla hallado encuera su reacción habría sido, sin duda alguna, terrible. Pero, lejos de disgustarse, quedó encantada y consideró que aquel divertimento debía hacerse público a la mayor brevedad. En la primera cena con invitados que dieron los Cenda, lo que hasta ese momento había sido una comunión de almas o un ingenuo coqueteo con lo prohibido se convirtió en una exhibición de habilidades, en un acto que la liliputiense y Mundo se vieron obligados a repetir en muchas tertulias, venciendo la timidez, para entretener a familiares y visitantes.

Doña Lola tuvo la ocurrencia de añadir a la música y el baile un nuevo elemento: la declamación de poemas. Al principio, ella misma los escogía y ayudaba a su nieta a aprendérselos. Pero como por lo general esos versos dejaban a Chiquita indiferente, la niña empezó a elegirlos guiándose por su propio gusto. Un poema en particular, que había hallado en un libro de la biblioteca de su padre, le produjo una profunda emoción. Era «La fuga de la tórtola», del escritor matancero José Jacinto Milanés. Bastaron unas pocas lecturas para que lo memorizara y se sintiera lista para declamarlo.

¡Tórtola mía! Sin estar presa,

hecha a mi cama y hecha a mi mesa,

a un beso ahora y otro después,

¿por qué te has ido? ¿Qué fuga es esa,

cimarronzuela de rojos pies?

La primera y única vez que lo recitó, se hizo un silencio largo y espeso al concluir la última estrofa. Para sorpresa de Chiquita, su abuela se levantó de su asiento muy pálida, con una expresión en la que se mezclaban el desconsuelo y la languidez, y se retiró sin despedirse. De nada sirvió que, para romper el incómodo impasse, el doctor Cartaya y su esposa empezaran a aplaudir y los demás invitados los imitaran. Por alguna razón que la declamadora no alcanzó a entender, la velada se interrumpió y los jóvenes artistas fueron enviados a sus camas.

—¿Me equivoqué en algún pedazo? —inquirió Chiquita, preocupada por la reacción de doña Lola, cuando Cirenia pasó por su dormitorio para darle el beso de buenas noches.

No, la tranquilizó su madre, no había cometido ningún error. Doña Lola se había retirado un tanto intempestivamente porque tenía mucho sueño. A Chiquita la explicación no la convenció, pero decidió, sin que nadie se lo sugiriera, que lo más sensato sería excluir «La fuga de la tórtola» de su repertorio.

Esas actuaciones, que al principio eran una tortura para la niña, poco a poco empezaron a producirle un placer que se negaba a admitir. Aunque fingía que danzar y declamar para el selecto público que la contemplaba le resultaba fastidioso, en realidad los aplausos y las felicitaciones no sólo la halagaban, sino que la reconfortaban. Su condición de liliputiense no la eximía de ser vanidosa. Quien nunca se acostumbró a aquellas exhibiciones forzadas fue Mundo, que tocaba a regañadientes, más incómodo y vergonzoso que de costumbre. ¡Cómo sufría! Sobre todo cuando, al concluir la actuación, Chiquita y él debían tomarse de la mano y, según lo estipulado por doña Lola, agradecer los aplausos con una reverencia.

Una noche, después de actuar para unos invitados que no dejaron de cuchichear ni un momento, Chiquita descubrió los turbios sentimientos que el pianista sentía por su abuela. Tras la consabida venia, Mundo se retiró del salón como una exhalación, con las orejas purpúreas, y escondiendo el rostro en una cortina, exclamó con una voz que le salía del alma:

—¡Que se muera, Dios mío, que se muera! ¡Lo único que te pido es que se muera!

Su prima quedó sobrecogida ante la intensidad de aquel odio y se alegró de haber sido la única testigo del exabrupto.

Tres días más tarde, la abuela amaneció muerta. La conmoción fue indescriptible, pues nadie recordaba haberla visto jamás acatarrada o con dolor de muelas, ni siquiera quejándose de un retortijón de tripas. Según Ignacio, el corazón le había dejado de latir mientras dormía.

Las puertas de la casa de la difunta se abrieron de par en par y media Matanzas acudió al velorio. Su dormitorio fue transformado en una cámara mortuoria: cubrieron las paredes con colgaduras oscuras, lo llenaron de azucenas y alrededor del féretro colocaron una docena de candelabros. A los niños los fueron haciendo pasar de dos en dos, para que se despidieran de su abuela.

A Chiquita le tocó acercársele acompañada por Mundo, quien no podía disimular los temblores. Se pararon junto al ataúd y observaron el cadáver en silencio. Más que muerta, doña Lola parecía sumida en un sueño profundo y Chiquita se preguntó cómo se las habrían ingeniado su mamá y sus tías para acomodar los juanetes de la abuela dentro de unos zapatos tan estrechos. Por un instante tuvo miedo de que todo fuera una farsa, una trampa de la vieja para detectar cuáles nietos la lloraban y cuáles no, y, por si acaso, se humedeció los ojos con saliva.

—Yo la maté —susurró Mundo—. Dios me oyó aquella noche y por eso se la llevó.

—No seas idiota —le dijo Chiquita—. ¿Piensas que Dios es tu esclavo? Él mata a la gente cuando le da la gana, no cuando cualquier bobo se lo pide.

Después del entierro, Cirenia hizo que trasladaran para su casa todas las pertenencias de Segismundo y le anunció que, a partir de ese momento, Ignacio y ella se harían cargo de velar por él. Luego reunió a sus cinco hijos y les dijo que tenían que querer mucho a su primo, porque el infeliz tenía la desgracia de ser dos veces huérfano: de madre y de abuela.

Rumaldo, Crescenciano y Juvenal lo acogieron con una cortés indiferencia. Como Mundo nunca participaba en los juegos de los varones, no les resultaba particularmente simpático. Manon era aún demasiado pequeña y no entendía bien lo que pasaba. En cuanto a Chiquita, esperó a que su primo estuviera solo, tocando el piano, para acercársele en puntas de pie y hacerle una advertencia:

—No vayas a pedirle a Dios que mate a nadie de esta casa. Si lo haces, contaré que abuela murió por tu culpa y te meterán en la cárcel para toda la vida y sin piano.

Mundo la miró muy serio, dijo que sí con la cabeza, sin dejar de tocar, y cuando la niña le exigió que se lo jurara por lo más sagrado, exclamó: «Te lo juro por Chopin». Sólo entonces Chiquita se aventuró a sonreírle, cerró los ojos y empezó a girar y a flotar con la música, a dejarse abrazar y acariciar por sus colores, y se fue quitando la ropa con lentitud.

Una vez al año, la familia pasaba algunas semanas en La Maruca, el anticuado ingenio de Benigno Cenda, el padre de Ignacio. Esos viajes eran un acontecimiento. Días antes de la partida, los niños se alborotaban, no querían respetar las rutinas y volvían loca a la vieja Minga. Era como si empezaran a gozar, por anticipado, de la libertad que les esperaba en el campo. La Maruca era un mundo con reglas más flexibles. Allá, lejos de la ciudad, en contacto con la naturaleza, les estaba permitido experimentar sensaciones y emociones inusuales. Y aunque Cirenia trataba de que durante esas vacaciones campestres Minga y Rústica redoblaran la vigilancia sobre Chiquita, por temor a que un perro, una gallina u otro animal pudieran atacarla, incluso a ella se le presentaban oportunidades para participar en alguna que otra aventura en compañía de sus hermanos.

La Maruca se hallaba a varias horas de Matanzas. Para llegar, tenían que recorrer caminos pedregosos y resecos, castigados duramente por el sol, y tupidos y húmedos bosques donde apenas penetraba la luz. La comitiva viajaba repartida en dos vehículos: en el carruaje, que abría la marcha, iban los Cenda; detrás, en un carromato de goznes chirriantes, Rústica y su abuela con la impedimenta.

Los niños conocían a la perfección el trayecto y daban voces cuando avistaban una gigantesca ceiba: era la señal de que ya estaban muy cerca. Casi siempre Benigno Cenda los esperaba en los linderos de la hacienda. Él mismo, con la ayuda de uno de sus esclavos, abría la talanquera para franquearles el paso y luego los escoltaba, en su caballo alazán, hasta la casa de vivienda del ingenio.

Si la visita tenía lugar durante la época de la molienda, a medida que se adentraban en la propiedad los viajeros empezaban a sentir un fuerte olor a melado. Veían a unos esclavos cortar la caña con sus afilados machetes y a otros alzarla y acomodarla en carretas que las yuntas de bueyes trasladaban hasta el trapiche. Minga se persignaba y rezaba entre dientes para que su nieta nunca tuviera que hacer aquellas agotadoras faenas.

La misma tarde que llegaban, Benigno les daba a sus nietos un recorrido por el ingenio, que cada año estaba un poco más achacoso y destartalado. «Igual que yo», bromeaba el abuelo. Cirenia prefería quedarse en casa, aduciendo que le dolía la cabeza, pero Ignacio los acompañaba.

Si otros hacendados se habían decidido a comprar máquinas de vapor para modernizar y hacer más productivas sus fábricas de azúcar, el viejo Cenda seguía fiel a los métodos tradicionales: al igual que cuarenta años atrás, continuaba moliendo la caña-miel en el mismo trapiche empujado por mulas. El progreso no había llegado a La Maruca y probablemente nunca llegaría.

A Chiquita, que iba en los brazos de su padre, el ruido desacompasado que hacían los cilindros de hierro al triturar los mazos de caña le ponía la piel de gallina. El molino le parecía un monstruo que era preciso alimentar sin descanso o se corría el riesgo de que se lanzara sobre la gente para devorarla, y la forma en que los negros trataban a las mulas que hacían funcionar el trapiche, gritándoles y pinchándoles las ancas para que aceleraran el paso, le repugnaba.

En la casa de calderas el ambiente resultaba más desagradable aún. Allí el jugo de las cañas era cocinado en pailas de cobre que los esclavos removían bañados en sudor. El humo oscuro de la leña y el bagazo que se quemaban para calentar las calderas, sumado a las columnas de vapor que salían del guarapo borboteante, creaban una atmósfera fantasmagórica. Chiquita pensaba que en un ambiente similar se cocinarían los pecadores que purgaban sus culpas en el infierno.

El calor de las bocas de fuego, la suciedad y el fuerte olor a melado la ponían siempre de mal humor, pero resistía estoicamente hasta el final del recorrido para no ser tildada de «melindrosa» por sus hermanos.

El azúcar que los negros envasaban en grandes bocoyes de madera de pino, y que Benigno Cenda enviaba en carretas a Matanzas para su venta, era de la peor calidad y no llegaba a las mesas de las familias refinadas. Era para consumo de la plebe, al igual que el aguardiente apestoso que se obtenía como parte del proceso.

Por suerte, durante la estadía en La Maruca nunca faltaban paseos más gratos, como los que hacían a un río vecino. A Chiquita le encantaba caminar descalza sobre los guijarros pulidos y cuando veía a sus hermanos varones chapotear en el agua de una poza, se lamentaba de que no le permitieran imitarlos.

—Ni aunque fuera del tamaño de Rústica su madre la dejaría meterse ahí —le aclaraba, desdeñosa, Minga—. ¿Y sabe por qué? ¡Porque, además de chiquita, es hembra! Así que en esta vida no tendrá que lidiar con una desgracia, sino con dos.

Benigno Cenda era un hombre basto, optimista y simple, descendiente de una de las treinta parejas que habían llegado de islas Canarias, en el lejano 1693, para poblar la recién fundada Matanzas. Sólo se sentía a gusto en el campo: había ido por última vez a la Ciudad de los Puentes para asistir al casamiento de Ignacio y, según afirmaba, no pensaba volver, pues la gente estirada y con ínfulas de grandeza le provocaba urticaria. Por lo general trataba con mano blanda a sus esclavos, pero si estimaba que alguno merecía unos azotes, no dudaba en ordenar al mayoral que se los diera delante del resto de la dotación, para que sirviera de escarmiento. Aunque su esposa había muerto a causa de unas fiebres cuando Ignacio empezaba sus estudios en Bélgica, nunca había querido casarse de nuevo. Palmira, una negra lucumí de treintaitantos años, alta, hermosa y de carnes apretadas, se encargaba de llevarle la casa.

Aunque a Palmira no se le conocía marido, cada vez que Chiquita y su familia iban a La Maruca la encontraban encinta y con un nuevo hijo viviendo en los cuartos destinados a la servidumbre doméstica. Cosa curiosa: aquellos niños no tenían la piel oscura de su madre: eran mestizos y más de uno había salido con los ojos verdes, sospechosamente parecidos a los del amo.

Ignacio y Cirenia nunca supieron qué atribuciones se tomarían Palmira y sus bastardos cuando se quedaban solos con don Benigno. Lo cierto es que cada vez que llegaban de visita, la mujer se comportaba de forma irreprochable y se desvivía por complacerlos. Aun así, a Cirenia no acababa de agradarle su forma de ser, que en ocasiones le parecía demasiado altiva, más propia de una dueña de casa acostumbrada a imponer su voluntad que de la humildad de una esclava. Según las averiguaciones de Minga, Palmira estaba habituada a dar órdenes y a ser obedecida porque de niña había sido princesa en África, hasta que un tío suyo se la vendió a unos negreros portugueses a cambio de licor.

—Esa mujer le echó bilongo a don Benigno —oyó un día Chiquita decir a su nana—. Lo tiene comiendo de su mano.

—¡Calla, Minga, qué cosas dices! —replicó Cirenia haciéndose la escandalizada, pues, aunque Palmira no era santo de su devoción, no le parecía correcto que los esclavos se pronunciaran sobre asuntos tan delicados.

Durante los primeros días de cada viaje, Ignacio y su esposa se esforzaban por mantener a sus hijos separados de los de Palmira, pero más tarde o más temprano terminaban por hacerse de la vista gorda y aceptar que jugaran juntos. Lo más prudente era no alborotar el avispero, porque, aunque don Benigno no reconociera a los mestizos como carne de su carne, el hecho de que los exonerara de las rudas tareas que otros niños desempeñaban en los campos de caña, y de que él mismo les enseñara por las noches los rudimentos de los números y las letras, resultaba muy revelador. Con uno de los críos, un mulatico simpático y listo llamado Micaelo, se mostraba especialmente cariñoso y a cada rato alababa la rapidez con que resolvía las sumas y las restas más difíciles.

Después de la cena, cuando terminaban de fregar la vajilla y la cocina quedaba reluciente, Minga, Palmira y otras dos esclavas se reunían en el portal de la casa de vivienda, a la luz de unos mecheros, para hacer cuentos que casi siempre trataban de muertes sangrientas, de venganzas y de aparecidos. Los chiquillos, sentados en el piso, escuchaban aquellas historias con embeleso.

Palmira era una Scherezada fascinante. Para contar, no sólo usaba las palabras y una voz capaz de las más sorprendentes inflexiones, que lo mismo transmitía la inocencia de una niña que la maldad de un demonio: sus ademanes, sus miradas e incluso sus expresivos silencios narraban también. Aunque Minga solía hacerles cuentos a Chiquita y a sus hermanos en la casona de Matanzas, sus historias no podían compararse con las de la esbelta negra de La Maruca. En los relatos de la abuela de Rústica, previsibles y rematados siempre con una desabrida moraleja, los muertos no salían de sus tumbas para halarles los pies a los culpables de sus desdichas, las ceibas no paseaban de madrugada por los cementerios, ni había dioses negros capaces de amar y odiar con la misma intensidad que los humanos.

Una noche, sin embargo, Palmira se negó a deleitarlos con sus narraciones, explicando que tenía la garganta inflamada. Mejor que contara algo Minga, sugirió. Los niños se voltearon para mirar, con escaso entusiasmo, a la anciana, y para esta no pasó inadvertido que incluso Rústica, ¡su nieta!, parecía defraudada. Herida en su orgullo, estuvo a punto de levantarse y dejarlos a todos sin cuento, pero el aullido lejano de un perro la hizo recapacitar.

¿La creían incapaz de narrar una historia apasionante? Si se le antojaba, ella podía escarmentar a los incrédulos. Un nuevo aullido, tan largo y doloroso como el anterior, la animó a violar una regla que se había impuesto hacía más de medio siglo y tomó la decisión de evocar en alta voz, por primera y, esperaba, última vez, la historia de Capitán, el perro invisible.

—Lo que van a oír no se lo escuché contar a nadie —comenzó con voz grave y tono severo—. Lo vi con estos ojos que se ha de comer la tierra —miró fijamente a los niños y, tras persignarse, prosiguió—: Tendría yo unos doce años cuando mi primer dueño, un asturiano sin corazón, me separó de mi madre y me vendió a doña Ramonita Oramas, viuda de Solís. Ella era una dama buena y cariñosa, pero de escasos recursos, que vivía en una casita de Matanzas, cerca de la iglesia de San Carlos. Se estarán preguntando cómo me pudo comprar siendo tan pobre. La explicación es sencilla. En aquella época, acababa de padecer yo un tifus que me dejó pelona y en puros huesos. Más que venderme, el demonio asturiano casi me regaló, convencido de que sólo me quedaban unos días de vida. Pero gracias al poder de Dios y a los potajes con chorizo que mi nueva ama me daba, logré recuperarme y a los pocos meses estaba más rellenita y buenamoza que antes de la enfermedad.

»Para sobrevivir, doña Ramonita le cosía a algunas damas de ringorrango y hacía unos dulces que yo la ayudaba a vender. Su único amigo era un perro enorme, peludo y blanco, al que ella llamaba Capitán. Ese animal, muy noble y manso, la acompañaba a la iglesia todos los días. Mi ama se pasaba horas rezando en la capilla de la Santísima Virgen, de la que era muy devota, y él se echaba a la entrada del templo, a esperarla pacientemente. Doña Ramonita siempre le suplicaba a la Virgen que le diera mucha vida a su perro, para que pudiera acompañarla y protegerla hasta que el Señor la llamara a su lado.

»Pero cierto día, cuando la viuda salió de la iglesia, encontró a Capitán muerto. Algún desalmado le había aplastado la cabeza con una piedra. Ramonita lo lloró como si fuera un hijo. Poco faltó para que se pusiera luto y hasta quiso pagarle una misa. Si no llegó a hacer ninguna de las dos cosas fue porque el cura, advertido de sus intenciones por unas beatas, le dijo que lo que tenía en mente era un sacrilegio.

»El caso es que una madrugada, como a las tres semanas de la muerte del perro, nos despertaron unos ladridos en el patio de la casa. “¡Es Capitán, ese es Capitán!”, gritó mi ama, contentísima, y aunque traté de hacerla entrar en razón recordándole que Capitán estaba muerto y que nosotras mismas lo habíamos sepultado debajo de la mata de mango, no sirvió de nada. Me empujó, salió al patio y detrás de ella salí yo.

»¡Dios me lleve confesada! Allí estaba, a la luz de la luna, a unos pasos de su tumba, meneando la cola y con un hilo de baba colgándole del hocico. Sí, no cabía duda: era Capitán, que corrió hacia Ramonita y empezó a lamerle las manos. El pelo blanco le brillaba y sus ojos, que cuando estaba vivo eran como dos azabaches, se le habían vuelto azules, azulitos como los de un negro muy viejo. Pero al rato el animal empezó a desvanecerse, se fue volviendo invisible y desapareció.

»Mi ama empezó a llorar y a reírse al mismo tiempo, y tuve miedo de que se hubiera vuelto loca. “Tanto se lo pedí, que la Virgen me oyó y le dio la vida eterna”, repetía mientras yo la obligaba a volver a la cama. “La madre de Dios me mandó a Capitán desde el paraíso celestial para que me acompañara un rato.”

»Desde entonces, y durante el año que tardó doña Ramonita en irse de este valle de lágrimas, cada madrugada Capitán anunciaba su llegada con unos ladridos sonoros y, aunque estuviera tronando y relampagueando, su dueña, que era la mía también, corría al patio a reunirse con él. Eso sí, nunca pudo convencer al perro para que entrara a la casa. Bajaba la mirada y aullaba bajito, como si le diera pena, y escondía el rabo entre las patas. Al principio yo me levantaba a regañadientes y acompañaba a Ramonita, pero Capitán nunca me hacía el menor caso. Una vez le di unos huesos para tratar de ganarme su simpatía. ¿Y qué creen que hizo? Ni se molestó en olerlos, el muy malagradecido. “Comprende que ya él no es un muerto de hambre, Minga”, dijo la vieja para defenderlo y añadió: “¿Te imaginas la de comidas ricas que le dará la Santísima Virgen?”.

»Entonces llegué a la conclusión de que, ya que las visitas no eran para mí, lo mejor que podía hacer era quedarme en la cama mientras mi señora y él se reunían. En cuanto empezaban los ladridos, me tapaba la cabeza con la almohada para no oírlos y me repetía que con los muertos no se me había perdido nada. Porque, al fin y al cabo, eso y no otra cosa pensaba yo que era Capitán: un muerto sentimental que seguía apegado a su dueña.

El aullido del mastín volvió a oírse en La Maruca y los niños se estremecieron. Minga los miró con piedad, soltó un hondo suspiro y continuó su relato:

—Cuando doña Ramonita pasó a mejor vida, un sastre pariente lejano suyo, que jamás se había ocupado de ella, apareció para reclamar su herencia. Como lo único de valor que poseía la difunta era yo, me llevó para su casa, y su mujer y él me enseñaron a coser. Yo creía que, con la muerte de doña Ramonita, Capitán se tranquilizaría, pues al fin estarían reunidos los dos en el Paraíso. Pero al parecer el animal le había cogido el gusto a volver al mundo de los vivos, porque una noche, como a la semana de vivir con el sastre, oí unos ladridos que me parecieron familiares.

»“¿Será él?”, me pregunté, y para salir de dudas me asomé a la ventana. Y sí, allí estaba Capitán, en el medio de la calle, con su pelambre blanca y sus ojos azules. Al verme, movió la cola y soltó unos aullidos de alegría. Yo volví a acostarme enseguida, pero el muy impertinente siguió ladrando y ladrando hasta el amanecer. Por la mañana, mi nuevo dueño y su mujer estaban malhumorados y se quejaron de que por culpa de un perro callejero no habían podido pegar un ojo. Tan enojado estaba el sastre, que juró que si aquel animal volvía, iba a meterle una bala entre ojo y ojo. Y no eran bravuconerías. De verdad trató de hacerlo, pero no pudo. Cuando Capitán volvió a armar su escándalo y el hombre salió a la calle, con un revólver y dispuesto a cumplir su amenaza, no lo vio por ninguna parte.

»Entonces me di cuenta de que la única que podía ver al perro de doña Ramonita, con su pelo de luna y sus ojos redondos y azulitos, era yo. ¿Por qué yo sí y los demás no? Nunca pude averiguarlo. Pero los ladridos siguieron una madrugada detrás de otra, cada vez más exigentes. A veces me asomaba y le hacía señas para que se fuera; le daba a entender que no quería tratos con él, pero qué va, un perro muerto es lo más cabeciduro que existe.

»Aquello se volvió la peor de las pesadillas. Por la noche, no podía descansar por la bulla de Capitán, y de día, tenía que trabajar como una mula y aguantar los regaños del sastre y su mujer, que cada vez estaban más irritados por la falta de sueño. Hasta que un día no aguanté más y, aprovechando que la señora me había mandado a hacer unas compras, fui a ver a un congo viejo, famoso por sus hechizos, que vivía en una covacha cerca del castillo de San Severino. Le conté mi desgracia y se compadeció de mí. “Le diste huesos a un muerto y ahora estás jodida, porque no va a parar hasta roer los tuyos”, dijo, y enseguida me explicó lo que tenía que hacer para librarme de aquella salación.

»Cuando regresé a la casa, después de conseguir todo lo que el congo me había dicho que iba a necesitar, no me importó que mi ama me diera un sopapo por haber tardado tanto. Me consolé pensando que, con el favor de Dios y de todos los santos, aquella noche me libraría por fin del atrevido visitante. No sé si serían ideas mías, pero tuve la impresión de que esa madrugada Capitán ladró más bajito, como si sospechara que yo tramaba algo. En cuanto lo oí, salté de la cama y caminando descalza, para que nadie me sintiera, abrí la puerta y salí a la calle.

»Qué oscuridad, Ave María Purísima, y qué frío. Matanzas estaba helada. No recuerdo haber vuelto a sentir un frío como el de esa noche. Capitán ladraba, pero yo no lograba verlo. Hasta que por fin apareció, justo a mi lado, y casi me mata del susto. Me miró como contento y entonces hizo algo que nada más de acordarme me erizo toda. Agarró mi bata con los dientes, con delicadeza, y empezó a darle tironcitos y a caminar para atrás, invitándome a que me fuera con él, a que lo siguiera a alguna parte.

»Muerta de miedo, reuní el poco valor que me quedaba y saqué un pomito lleno de agua bendita que llevaba escondido en el entreseno. Antes de acostarme, tal y como me había ordenado el congo, le había metido dentro un grano de pimienta, una pizca de tierra de cementerio, una uña de ratón y una pluma de lechuza virgen. Con ese menjurje rocié a Capitán y le hice tres veces la señal de la cruz. Ay, Dios bendito, entonces me quedó claro que aquel animal no se le escapaba por las noches a la Santísima Virgen del paraíso celestial, como doña Ramonita y yo habíamos creído. No, no, qué bobas habíamos sido. Era del mismísimo infierno de donde venía, enviado por Lucifer para volver pecadores a los inocentes. El pelo de albino se le oscureció en un santiamén, se le puso más negro que un mal pensamiento, y los ojos se le volvieron dos carbones colorados y ardientes. Capitán se paró en las dos patas de atrás y me arañó furiosamente con una de sus garras delanteras —la anciana hizo una pausa para bajarse el escote y enseñarles a los niños dos finas cicatrices que tenía cerca del nacimiento de los pechos, y continuó—: Entonces, antes de desaparecer, me miró con cinismo y soltó un aullido amenazador que retumbó y retumbó en la calle vacía. En el aire quedó flotando una peste a podrido que se me pegó en el cuerpo y que, por más que me bañé y me restregué con un jabón fino que me dio la mujer del sastre, me acompañó durante un mes.

Minga cerró los ojos y no volvió a abrirlos hasta que Palmira, con un hilo de voz, se atrevió a preguntarle:

—¿Y no volvió más?

—No, jamás volví a verlo —contestó la anciana y, mirando lúgubremente a los niños, agregó con refinado sadismo—: Pero quién sabe si ahora, en este mismo momento, Capitán está tratando de desgraciarle la vida a algún otro cristiano.

El aullido del perro volvió a oírse, pero esta vez muy cerca del portal. Como si se hubieran puesto de acuerdo, todos se levantaron y, después de intercambiar unos parcos «buenas noches», se retiraron.

Esa madrugada, Chiquita se desveló. Dio vueltas y vueltas en su lecho y, cada vez que empezaba a quedarse dormida, veía los dientes afilados del perro de doña Ramonita y sus ojos rojos soltando llamaradas. A la luz parpadeante del velador, notó que en el catre colocado a unos pasos de su camita Rústica tampoco podía conciliar el sueño.

—¿Tienes miedo de que el perro venga a buscarte? —le preguntó.

—Sí —admitió la nieta de Minga.

Las dos aguzaron los oídos, tratando de captar algún ruido extraño, pero sólo oyeron el chirriar de los grillos.

—¿Usted también está asustada? —susurró Rústica.

—No tanto —mintió Chiquita—. Tengo el talismán del gran duque Alejo, que me protege de todos los males —y le mostró la esfera de oro.

—¿De todos, niña? —indagó Rústica, con desconfianza—. ¿Hasta del diablo?

—Naturalmente —repuso la liliputiense—. Así que si quieres quedar también bajo su amparo, procura no separarte nunca de mí.

Aquel viaje, que coincidió con el décimo año de la guerra contra España, fue el último que Chiquita hizo a La Maruca y terminó como la más espantosa de las pesadillas. La noche antes de volver a Matanzas, las tropas insurrectas irrumpieron en la propiedad y, después de congregar a blancos y negros al pie de una ceiba y de obligarlos a oír una arenga sobre la necesidad de sacrificarlo todo por la independencia de Cuba, quemaron el ingenio, la casa de vivienda, el barracón y los cañaverales.

Al notar que la mayoría de sus esclavos se pasaba a las filas de los mambises, Benigno Cenda pareció perder el juicio y, aunque su hijo y Palmira se esforzaron por retenerlo, los apartó y se lanzó a correr entre las lenguas de fuego y las nubes de ceniza. «¡Malagradecidos! ¡Engendros de Satanás!», aullaba. «¡Así mordéis la mano que os dio de comer!» La última vez que Chiquita lo vio, cantaba y bailaba grotescamente, tiznado de pies a cabeza, en medio de la humareda. Probablemente los mambises lo confundieron con un alma en pena, pues ninguno se tomó la molestia de decapitarlo.

En cuanto amaneció, Ignacio empezó a buscar a su padre entre los metales retorcidos del trapiche, en los surcos de los cañaverales calcinados y en los montes cercanos, pero no dio con él. Luego de varias horas, al ver que su esposa, sus hijos y los esclavos que no habían huido estaban hambrientos y muertos de sed, decidió que lo más sensato era volver a Matanzas. Si don Benigno estaba vivo, no tardaría en reunírseles. En caso contrario, pondría a la venta los terrenos y a los negros que quedaban. En su mayoría estaban decrépitos y nadie pagaría mucho por ellos, pero estaba seguro de que podría obtener una bonita suma a cambio de Palmira y su descendencia.

Sin embargo, la antigua ama de llaves, que después del incendio se comportaba con marcada arrogancia, se negó a seguirlos y le hizo saber que tanto ella como sus mestizos eran libres desde hacía más de un año. Así constaba en un documento firmado por el dueño de La Maruca que, en medio de la locura de la quemazón, ella había atinado a poner a salvo.

Ignacio le echó un vistazo al papel que la lucumí agitaba delante de sus narices y, al reconocer la letra de su padre, le dijo que podía irse a donde le viniera en ganas. Sólo le pidió un favor: no quería volver a saber de ella ni de sus hijos.

—¡Que llevan su misma sangre y podrían decirle hermano! —le gritó Palmira, belicosa y con las manos en jarras, mientras los Cenda emprendían el regreso a la ciudad.

Aquello dejó a Chiquita intrigada. Entonces, ¿Micaelo y los demás mulaticos eran tíos suyos? Estuvo a punto de preguntárselo a su padre, pero al ver su expresión iracunda, cambió de idea.

La desaparición de don Benigno dio pie a muchas conjeturas en Matanzas. Unos decían que había logrado salir con vida de aquel pandemónium y que deambulaba por los caseríos, con la mente perturbada, mendigando sobras. Otros, que había buscado refugio en un pueblo lejano para no pasar por la vergüenza de que lo vieran en la más absoluta miseria. También se rumoró que los mambises lo tenían prisionero en uno de sus campamentos. Y no se descartaba la posibilidad de que Palmira hubiera hallado sus restos y les diera sepultura en algún lugar secreto para ratificar que ella y sus bastardos habían sido más importantes para él que su familia blanca.