[Capítulos XXX y XXXI]

En este hueco Chiquita contaba cómo fueron los primeros días de su matrimonio. No creas que le dedicaba muchas páginas al tema. Lo despachaba en tres párrafos, como si no tuviera mucha relevancia. Se limitaba a decir que Toby Woecker y ella habían nacido el uno para el otro y que después de la boda su marido la acompañó a todas partes. Por ejemplo, a la Exposición de Charleston, que empezó a las dos o tres semanas de cerrar la de Búfalo[70].

A mí la parquedad con que hablaba de su casamiento me dio mala espina y sospeché que ahí había gato encerrado. ¿Por qué «matar» un episodio tan jugoso en unos pocos renglones? Le pregunté a Rústica, pero no fue mucho lo que pude sacarle. Se limitó a decir «¡hum!» y a retorcer los ojos. Ella tenía un repertorio infinito de ¡hums! que podían significar diferentes cosas, según la entonación que usara y el movimiento que le diera a los ojos, y en aquel noté una mezcla de sarcasmo y de repelencia que me dejó más curioso todavía.

No me quedó más remedio que esperar la siguiente «velada de pájaros» en Far Rockaway y, cuando Chiquita se puso a recitarles por enésima vez «La fuga de la tórtola» a sus invitados, arrastré discretamente al señor Koltai fuera del salón y lo sometí a un interrogatorio. Y así fue como me enteré de muchas cosas sobre ese matrimonio. Cosas que la enana se había guardado. Si quieres, te las cuento.

Para empezar, me quedé pasmado cuando Koltai me dijo la edad del marido. Si te fijas bien en los capítulos anteriores, notarás que Chiquita se refiere a él diciéndole «el joven Toby», pero sin especificar cuántos años tenía el muchacho. Pues bien, Toby Woecker era un culicagao que acababa de cumplir los diecisiete. La diferencia de edad entre ellos fue una de las cosas que más comentaron los periódicos cuando se publicó la noticia de su boda y durante el escándalo que vino después.

Sí, efectivamente, Chiquita y Toby se conocieron cuando él trabajaba como hombre-sándwich en la Exposición Panamericana, pagado por Bostock. Sobre el romance existían dos versiones. Unos decían que Toby la enamoró por su dinero, porque comprendió que si se casaba con ella iba a vivir como un rey. Pero otros —entre ellos Koltai— pensaban que el muchacho no fue quien tomó la iniciativa, sino que fue la enana quien se encaprichó con él. En esa segunda variante, ella lo invitaba a su carromato y lo engatusaba hablándole melosamente, dándole bombones y licores, haciéndole regalitos y enseñándole primero una pantorrilla y después una tetica.

Para los que defendían la primera versión, Toby era un canalla, un buscavidas, un aprovechado que sólo pensaba en la plata, y Chiquita se había enamorado de él como una colegiala. Para los otros, el muchacho era muy ingenuo, hasta un poco simplón, y ella lo había seducido porque, a medida que iban cayéndole encima los años, le gustaba más la carne fresca. A mí ninguna de las variantes me convencía del todo. O, mejor dicho, me dio la impresión de que las dos podían tener algo de cierto.

Toby —así me lo describió el húngaro— parecía un espantapájaros: flaco, alto, de extremidades largas, muy blanco y con el pelo rubio desteñido. Además, era narizón y tenía granitos en la cara. ¿Qué atractivo le encontró Chiquita? Fue un misterio, porque, al menos con la ropa puesta, nadie le hallaba ninguno. Koltai me dijo que no le extrañaría que el muchacho hubiera llegado virgen a la Exposición y que la enana lo hubiera iniciado en el sexo.

Bueno, como quiera que haya sido la cosa, aquello se convirtió en uno de esos romances apasionados en los que Chiquita se enredaba cada cierto tiempo. Le dio tan fuerte, que lo único que quería era estar metida en la cama con el pepillo, y empezó a hacer su espectáculo cada vez más corto, para disponer de más tiempo libre entre una función y otra. En cuanto a Toby, eran más las horas que estaba en cueros que con el letrero de hombre-sándwich encima.

Chiquita me había advertido que el señor Koltai era un pervertido, pero hasta esa tarde no pude comprobarlo. ¿Sabes lo que me confesó ese tipo, de lo más campante? Que él hubiera dado cualquier cosa para poder mirar por un huequito lo que hacían la enana y el flaco en el carricoche. Y enseguida empezó a hacer suposiciones: que si hacían esto, que si harían lo otro, que si Chiquita le agarraba aquello, que si él le sobaba lo de más allá… Chico, el viejo tenía la mente podrida. Pero lo peor era que te describía esas cochinadas de una forma tan vívida, que uno se las podía imaginar perfectamente, casi podía verlas, y cuando vine a darme cuenta, ¡se me había parado el pito! Eso me encabronó tanto, que ahí mismo lo callé y le dije que se dejara de hablar basura.

Entonces el húngaro siguió su cuento. Cuando Bostock se enteró del romance, se puso bravísimo. No porque Chiquita tuviera un amante, pues él no solía meterse en la vida privada de sus artistas, sino porque estaba templando a diestro y siniestro en horas de trabajo.

Bostock despidió a Toby, creyendo que de esa forma iba a librarse de él. Tenía la esperanza de que regresara a Erie, su pueblo; pero el tiro le salió por la culata, porque el espantapájaros no se fue a ninguna parte. Se consiguió un empleo de cornetista en el Salvaje Oeste de «Búfalo» Bill y de esa manera pudo seguir viéndose con la enana, pero sólo de madrugada, para que Bostock no pudiera interferir.

Una noche, sin importarle que hubiera un burujón de gente haciendo fila para verla, Chiquita canceló su última presentación del día con el pretexto de que estaba enferma. Pero en lugar de irse a descansar, se escapó al pueblo con Toby y se casó en secreto con él. Ni a Rústica le dijo nada. Eso la negra jamás se lo perdonó.

Ahora bien, lo que yo nunca comprendí, ni Koltai tampoco, fue qué impulsó a Chiquita a casarse con un muchacho al que casi le doblaba la edad. Que lo tuviera de amante, uno puede entenderlo. Pero ¿por qué, después de darle calabazas dos veces a Patrick Crinigan, se casó así, de ahora para luego, con un jovencito al que apenas conocía? ¿De verdad lo hizo por amor o fue sólo un capricho? ¿Sería una forma de desafiar la autoridad de Bostock? Por más vueltas que le dimos, ni el húngaro ni yo hallamos una respuesta satisfactoria. La única que hubiera podido aclararnos el asunto era Chiquita y, naturalmente, ninguno de los dos se atrevió a preguntárselo.

Pero las casualidades son del carajo. Resulta que, en el momento que Chiquita se estaba casando, Bostock pasó frente a su teatro y le llamó la atención verlo cerrado antes de tiempo. Cuando le explicaron que la enana se sentía indispuesta, decidió visitarla en su carromato, con el pretexto de interesarse por su salud, pero sobre todo para limar asperezas, porque no quería que el lío con Toby afectara una relación profesional tan beneficiosa para ambos.

Cuando Rústica le dijo que no tenía la menor idea de dónde estaba metida Chiquita y que llevaba horas sin saber de ella, el inglés ordenó a sus empleados que la buscaran por toda la Exposición. Y como no apareció por ningún lado, pensó que Toby Woecker la había secuestrado y avisó a la policía de su desaparición.

Después de casarse, Chiquita y su esposo habían ido al hotel Iroquois, el mejor y el más grande de Búfalo, con la idea de reservar una habitación y pasar allí su noche de bodas. Pero se llevaron un chasco, porque estaba repleto y no había cuartos disponibles. Cuando salían del hotel, unos empleados de Bostock los descubrieron y le entraron a golpes al muchacho. De nada valieron las protestas y los insultos de los recién casados: los tipos los separaron, cargaron con la enana y se la devolvieron a Bostock.

Ahí se armó la gorda, porque Toby no se quedó cruzado de brazos. Fue a la policía y acusó a Bostock de impedirle estar al lado de su legítima esposa. Pero el empresario respondió que no, que él no le prohibía a Chiquita reunirse con su marido, sino que era ella quien ya no deseaba verlo, porque era una mujercita muy voluble y estaba arrepentida de haberse casado. En ese estira y encoge pasaron varios días. Toby daba declaraciones a los periódicos y enseguida Bostock las contradecía. El padre y los hermanos de Toby se enteraron del escándalo y llegaron de Erie para estar a su lado y apoyarlo. ¿Y Chiquita? Callada, sin decir ni esta boca es mía. Salía de su carromato, daba sus funciones y volvía a encerrarse a cal y canto.

El caso llegó a los tribunales y Toby, asesorado por unos abogados que se ofrecieron para «ayudarlo» a cambio de una buena tajada, le puso una demanda a Bostock y solicitó una indemnización de veinte mil dólares. Y, claro, mientras más hablaban los periódicos de aquel chanchullo, más público llenaba el teatro de Chiquita en el Midway. Ni el Pueblo Alemán ni Calles de El Cairo ni la Incubadora de Infantes, ninguno de los shows que todavía estaban funcionando tuvo tanta taquilla como el de ella.

Cuando oí esa parte del cuento, empecé a preguntarme si toda la rebambaramba de la boda secreta y del juicio no habría sido un ardid de Chiquita y del «Rey de los Animales» para atraer al público y ganar todo el dinero posible en sus últimos días en Búfalo. Me hubiera gustado saber cuánto hubo de realidad y cuánto de montaje publicitario en ese escándalo, pero ya es imposible averiguarlo. Lo cierto es que, si Chiquita se casó dejándose llevar por uno de sus impulsos y luego se echó para atrás, terminó reconciliándose con la idea, pues pasó los años siguientes con Toby. En cuanto a Bostock, no volvió a interferir en su vida matrimonial[71].

Toby se convirtió en el manager de Chiquita. Se ocupaba de que no le faltara nada, de cuidarla, de satisfacer sus caprichos. Eso a Rústica le cayó muy mal, porque hasta ese momento esas habían sido sus funciones. Claro que Toby era un manager con poderes limitados, porque Chiquita nunca lo dejó negociar un contrato. Ella se ocupaba de hablar de dinero y de condiciones de trabajo. Ah, otra cosa: no usó nunca su apellido de casada. Nada de señora Woecker. Siguió siendo Chiquita Cenda. «Ese Toby era más vago que la quijada de arriba», fue lo único que le saqué a Rústica, después de rogarle durante varios días que me diera su opinión sobre él. «Cambiándolo por mierda, se perdía el envase.» Pero hallé su opinión muy poco imparcial: se notaba a la legua que siempre lo había detestado.

Cuando se terminó la Exposición de Charleston (que duró seis meses), Chiquita se fue de gira por el sur con uno de los circos ambulantes de Bostock y Ferari. Estuvo en Atlanta, en Savannah, en Detroit, en Nueva Orleans y en otras ciudades donde vivía, y sigue viviendo, mucha población de color. Cada vez que tenía un chance, se iba con su marido y con Rústica a las iglesias, a oír cantar a los negros, y en el libro relataba con indignación varias escenas de racismo que le tocó ver. En esos años el racismo era algo muy serio. ¿Tú sabes lo que se le ocurrió proponer a un político «muy respetado» de una de esas ciudades sureñas cuando todavía Cuba estaba gobernada por los americanos? Que la isla podía utilizarse para zumbar para allá al mayor número de negros posible y «blanquear» esa parte del país. Increíble, ¿no?

Estando en el sur, Chiquita se enteró, por los periódicos, de que el 20 de mayo de 1902 Cuba iba a convertirse, al fin, en república, y de que un viejo conocido suyo, don Tomás Estrada Palma, había ganado las primeras elecciones presidenciales. Cuando la enana le leyó a Rústica una crónica en la que se describía cómo Máximo Gómez había izado la bandera cubana para proclamar la independencia, se le quebró la voz por la emoción.

—¡Y tú que decías que los americanos no iban a soltar el jamón! —le dijo a su sirvienta—. Ya Cuba es libre y soberana. Estaba segura de que allá no podía pasar lo mismo que en Hawai y en Puerto Rico —y al notar que Rústica no abría la boca, siguió—: ¿Qué reparo vas a poner ahora? Tenemos una constitución, un gobierno y un presidente, como toda nación que se respete.

Rústica siguió muda, pero al rato soltó uno de sus dardos envenenados. Empezó comentando lo dóciles que eran las palomas sabias del profesor Colombus, uno de los artistas del circo. Eran tan mansas, y estaban tan bien entrenadas, que su dueño las tenía fuera de su jaula y las dejaba ir de aquí para allá. ¿Para qué encerrarlas, si le bastaba tocar un silbato para que todas acudieran a su lado? «Se podría decir que ellas también son libres y soberanas», fue la conclusión de Rústica. «Claro que, como es un hombre precavido, Columbus les recorta las alas, para que puedan volar, pero no demasiado lejos

Chiquita captó enseguida la indirecta, le dijo horrores (desde «mala patriota» hasta «negra descreída») y le pidió a Dios que no todos los cubanos fueran tan desconfiados como ella.

Después de esa tournée, la sociedad de Frank Bostock y el Coronel Francis Ferari se disolvió. Los dos empresarios separaron los negocios que tenían en conjunto y cada uno cogió su camino. Ferari intentó que Chiquita se quedara a su lado, pero ella quiso seguir con Bostock. Durante 1903 trabajó en un show que él acababa de abrir en Nueva York, a sólo unas cuadras del Central Park[72].

Las principales atracciones, además de Chiquita, eran el Capitán Bonavita —que esa temporada se enfrentaba a veinte leones nubios— y una pelea de boxeo entre un canguro y un hombre; pero la gente podía ver también jirafas, gorilas, llamas, cocodrilos, hienas, serpientes de cascabel, osos hormigueros y muchos animales más. A Chiquita le cayó como un jarro de agua fría tener que coincidir de nuevo con la grosera Madame Morelli, que tantos buches de sangre le había hecho tragar en el circo de Baltimore. Por suerte, esa vez la domadora la dejó en paz; probablemente Bostock le habría advertido que no quería más celos ni rencillas.

Recuerdo que, de forma muy diplomática, le pregunté a la enana si se sintió incómoda actuando en un show de animales en Manhattan, el mismo lugar donde, siete años atrás, había sido la estrella de uno de los principales teatros. ¿Y sabes qué me contestó? «Es preferible ser cabeza de ratón que cola de león.» Muy discretamente, ella había tratado de conseguir trabajo en algún vaudeville, pero sólo le ofrecieron números de relleno. El problema era que llevaba siete años sin poner un pie en un escenario de Nueva York y ya nadie se acordaba de su época dorada del Palacio del Placer de Proctor. Además, «lo cubano» ya no estaba tan de moda. Pero, naturalmente, nada de eso lo puso en el libro; ahí sólo hablaba de lo mucho que la aplaudía el público y de la envidia que eso le provocaba a la «dama de los jaguares».

A veces Chiquita le pedía a Toby que la llevara a caminar por el Central Park y se ponía nostálgica acordándose de sus paseos con Patrick Crinigan. Aunque estaba casada, no se lo podía sacar de la cabeza.

Lo que menos imaginaba ella era que, al poco tiempo de llegar a Nueva York, iba a convertirse en la protagonista de una película. Una tarde, un hombre fue a verla a su camerino, le dijo que estaba en el negocio del cine y le propuso que hiciera una película con él. La reacción de Chiquita, que se había vuelto un lince para los negocios, fue poner cara de indiferencia y preguntar cuánto pensaba pagarle. La suma que el tipo le ofreció no era gran cosa, pero ella logró que mejorara la oferta y, pensando que el cine inmortalizaría su arte, aceptó.

La película la hicieron allí mismo, una mañana muy temprano, antes de que el público entrara a la feria. Me imagino que duraría unos minutos nada más (acuérdate que en 1903 el cine todavía estaba empezando) y que Chiquita saldría bailando y luciendo sus joyas y sus vestidos. Es una lástima que no me acuerde ahora del nombre de ese productor. Lo que sí puedo decirte es que era judío y que fue, junto con Edison, uno de los primeros magnates del cine en Estados Unidos. ¿Cómo se llamaba, compadre? Bueno, a lo mejor luego lo recuerdo. Si no, te tocará averiguarlo[73]. El caso es que Chiquita hizo su película y la exhibieron en todas partes. No sólo en Estados Unidos, sino también en Europa, así que le vino muy bien para aumentar su popularidad. Porque no te creas que la enana no tenía competencia. En esos años habían surgido otras «muñecas vivientes» y ella tenía que pulirla para seguir siendo la mejor pagada[74].

Pero esa no fue la única vez que Chiquita se paró delante de una cámara. Muchos años después, la llevaron a Hollywood para filmar una película llamada Freaks. Eso me consta, porque yo estaba en Far Rockaway cuando sucedió.

¿Tú viste esa película alguna vez? En la Cinemateca la ponen a cada rato. Se desarrolla en un circo ambulante y trata sobre Cleopatra, una trapecista muy sexy, que se pone de acuerdo con su amante, el hombre fuerte del circo, para casarse con un liliputiense, envenenarlo y quedarse con su dinero. El liliputiense, que si la memoria no me falla se llama Hans, se fascina con Cleopatra y deja plantada a su novia, la enana Frieda.

El papel principal, el de la trapecista, se lo ofrecieron a Myrna Loy, pero ella dijo que ni loca saldría en la pantalla seduciendo a un enano, así que terminaron dándoselo a Olga Baclanova, una actriz a la que le decían «la tigresa rusa». Como no era tan famosa, ella accedió a trabajar con un reparto de «fenómenos».

Y es que para filmar la película, su director (que fue el mismo que hizo Drácula con Bela Lugosi) llevó a los estudios de la Metro Goldwyn Mayer a un montón de «curiosidades humanas» que sacó de distintos circos, carnivals y vaudevilles[75]. En la mayoría de los casos, ellos se interpretaron a sí mismos y eso le dio mucho realismo a la trama. Alguna gente dice que Freaks es una película de horror, de «monstruos», pero yo no creo que sea cierto. Al contrario: la encuentro muy humana, muy moral. Es más, es una película que deberían ponerle a los niños en las escuelas, para que aprendan desde chiquitos que el bien triunfa sobre el mal y que el que la hace, la paga. Es muy didáctica.

Bueno, pues resulta que el director de Freaks se apareció una mañana en Far Rockaway para proponerle a Chiquita un papel que, aunque secundario, tenía bastante peso en la película: el de la madre de Frieda, la liliputiense despreciada por Hans. Y ella aceptó interpretarlo. Cuando supe la noticia, pensé que tendría que buscarme otro trabajo. Pero Chiquita me tranquilizó. Ella sólo iba a estar fuera dos semanas, porque sus escenas no eran muchas, y mientras tanto quería que yo le cuidara la casa. Así que salió rumbo a Hollywood con Rústica y yo me quedé solo, dándome la gran vida. Pero quién te dice a ti que no había pasado ni una semana y ya estaban de regreso.

La enana llegó despotricando del director, de Olga Baclanova y de la Metro Goldwyn Mayer. Desde el primer día de rodaje, empezaron los problemas. Primero, protestó porque el maquillaje la hacía lucir más vieja de lo que era. Después se quejó del vestuario, que en su opinión no la favorecía para nada, y trató, inútilmente, de que la dejaran ponerse uno de sus antiguos vestidos de teatro. Para empeorar las cosas, la madre de Frieda debía hablar con acento alemán y a ella siempre se le olvidaba ese detalle, así que tenían que repetir sus escenas una y otra vez. Pero lo que le puso la tapa al pomo, lo que acabó de desesperar al director, fue que, cuando estaban rodando una escena en que Chiquita se enfrentaba a Cleopatra y le decía que era una arpía, la enana mandó a cortar, se quejó de que la «tigresa rusa» tenía mal aliento y se negó a volver al plató hasta que se cepillara los dientes. ¡Figúrate la que se armó! La Baclanova se puso furiosa y fue a hablar directamente con el jefe del estudio, porque aunque ella no fuera Myrna Loy, tampoco era una principiante, había hecho un montón de películas y se merecía más respeto.

El pobre director quería que en la filmación reinara un ambiente amistoso, pero Chiquita se lo impedía, porque no se llevaba bien con ninguno de los otros freaks, era como una manzana de la discordia. Él se sentía muy identificado con las «curiosidades humanas», porque a los dieciséis años se había escapado de su casa, para irse detrás de una bailarina de circo, y había trabajado como payaso en las ferias ambulantes. Deseaba reflejar ese mundo en la película, pero para lograrlo necesitaba armonía y espíritu de colaboración. Así que no tuvo más remedio que despedir a Chiquita y, para no perder tiempo buscándole una sustituta, eliminó su personaje y echó a la basura las pocas escenas que ella había filmado.

Chiquita me comentó que lo único bueno de su paso por Hollywood fue haber conocido a Scott Fitzgerald, quien por esa época trabajaba en el departamento de guiones de la Metro. Según ella, el escritor era un tipo sencillo, de lo más agradable, y a la hora del almuerzo, en vez de buscar a las estrellas y a los productores, prefería sentarse en la mesa donde les servían a los «monstruos» de Freaks. Chiquita aprovechó uno de esos almuerzos para decirle que El gran Gatsby estaba entre sus novelas preferidas y se pusieron a hablar de literatura. Ella le contó que estaba escribiendo un libro sobre su vida y Fitzgerald estuvo de acuerdo en que lo mejor que podía hacer era publicarlo póstumamente, porque así podría poner lo que le diera la gana sin temor de herir susceptibilidades.

La enana lamentaba mucho que, por la forma tan repentina en que tuvo que dejar el rodaje, no hubiera podido despedirse de él. «Aunque lo traté poco, tuve la impresión de que Hollywood no era lo suyo», me dijo. «En ese ambiente se sentía tan o más freak que nosotros.»

Pero mejor volvemos a 1903, ¿no te parece? Ese año, mientras Chiquita actuaba en Nueva York, Bostock se fue a Europa. Y estando en París, se le ocurrió comprar el Hippodrome, un auditorio donde cabían ocho mil personas, y así lo hizo. Lo adquirió y empezó a preparar un tremendo show para dejar boquiabiertos a los franceses.

Cuando Chiquita se enteró, pensó que Bostock la escogería para ese espectáculo, pero se llevó un chasco, pues a quien el empresario mandó a buscar fue a Madame Morelli. Según Koltai, la culpa de que no la eligiera la tuvo Toby Woecker, porque, aunque aparentemente el domador y el marido de la enana tenían una relación cordial, la verdad era que se masticaban, pero no se tragaban.

Chiquita se sintió tan dolida que pidió vacaciones y se fue a Erie, a pasar un tiermpo con la familia de su esposo. Pero sus parientes políticos no deben haberle simpatizado mucho, porque a principios de 1904 ya estaba trabajando otra vez. En San Luis hicieron una gran feria, que duró casi un año, para celebrar el centenario de la compra de la Luisiana a los franceses, y todos esos meses Chiquita se los pasó allí[76].

Bostock quedó muy satisfecho con su primera temporada en París. A su regreso, anunció que había tenido grandes ganancias y que volvería a Francia a principios del otoño con otro show. En ese sí incluyó a Chiquita.

Se embarcó de lo más contenta, con su marido y con Rústica, pero la felicidad le duró poco. Como ella comentaba en su biografía, salió de Nueva York siendo una esposa feliz y llegó a Europa convertida en una viuda inconsolable.

Toby Woecker no estaba habituado a beber y parece que una noche se tomó unos tragos de whisky y tuvo la desafortunada idea de dar un paseo por la cubierta del barco. Digo parece, porque a ciencia cierta nunca se supo lo que le pasó. Como un marinero lo vio haciendo eses cerca de la popa, pensaron que se había caído al océano y lo dieron por muerto. La escena en que el capitán del barco iba al camarote de Chiquita y le daba la noticia era de una cursilería atroz. Mira que en el libro había escenas cursis, pero, créeme, como esa ninguna.

La enana sufrió mucho, pero en cuanto llegó a París, se olvidó de la tristeza y empezó a actuar en el Hippodrome. Ella era así: en los momentos más difíciles sacaba fuerzas de quién sabe dónde, apretaba el culo y echaba pa’lante. Y eso fue lo que hizo: trabajar, trabajar para olvidar sus penas. Y también, vamos a dejarnos de boberías, para llenar de francos su cuenta bancaria. Desde que hizo su primera aparición en la pista, los franceses la adoraron. No era para menos, porque salía en su convertible, con el mismo chofer negro que había tenido en la Exposición Panamericana, con todos sus diamantes encima y un adorno de plumas en el moño.

Durante los meses que estuvo en el Hippodrome, Chiquita se propuso, y lo logró, no encontrarse ni con la Bella Otero, ni con las anfibias ni con el hipócrita de Yturri. Así que no se acercó al Bois de Boulogne ni a ninguno de los lugares que sus antiguos amigos frecuentaban. A Sarah sí trató de verla, pero no pudo, porque andaba en una de sus habituales tournées por el mundo. Sin hacer caso a las protestas de Rústica, varias veces la obligó a acompañarla hasta la orilla del Sena. Tenía la esperanza de ver de nuevo a Cuco, pero el manjuarí nunca apareció.

Cuando copiaba esa parte del libro, le pregunté a Chiquita qué había pasado con la Orden, pues desde el capítulo de la visita a la Casa Blanca no había vuelto a mencionarla. Le aconsejé que, para no defraudar a los futuros lectores de su biografía, debía poner algo sobre ese tema y, para mi sorpresa, me hizo caso enseguida.

Las reuniones de la cofradía se habían espaciado cada vez más. Cuando la citaban a una, Lavinia y los Artífices Superiores se pasaban todo el tiempo discutiendo qué podían hacer para ponerle fin a la guerra ruso-japonesa, para que el gobierno de Francia hiciera las paces con el Vaticano y para que los anarquistas no siguieran liquidando a la nobleza. De vez en cuando a Chiquita (o, mejor dicho, a su doble astral) le asignaban una tarea específica, pero las asambleas se habían vuelto más bla bla bla que otra cosa. Curiosamente, la disolución de Los Auténticos Pequeños y de Los Verdaderos Auténticos Pequeños, en vez de fortalecer a la Orden, parecía haberla achantado, como si el no tener que enfrentarse a los grupúsculos le hubiera quitado brío.

Estando en Francia, Rajah, un tigre de más de setecientas libras, le saltó encima a Bostock durante una función y casi lo despedaza. Esa bestia era muy traicionera y ya el domador había tenido problemas con ella. Unos años antes, en Indianápolis, también lo había atacado; pero lo de París fue mucho más serio: se salvó por un tilín y tuvo que dejar de actuar varios días. Ahora bien, cuando se recuperó y volvió a la pista, el Hippodrome se llenó de bote en bote. Todo el mundo quería ver a Rajah, el tigre asesino. La familia y los empleados de Bostock trataron de convencerlo para que colgara el látigo y se dedicara sólo a sus negocios, pero él no quiso. Les explicó que necesitaba enfrentarse a las fieras para sentirse vivo. Casi nadie pudo entenderlo, pero Chiquita sí. Tal vez porque a ella, de algún manera, le pasaba lo mismo.