Capítulo XXIX

El Presidente llega a la Exposición Panamericana. La oreja parlante de León Czolgosz. Los McKinley visitan a Chiquita. Inesperada aparición de Micaelo, el hijo bastardo de don Benigno Cenda. Un grito por la dignidad de Cuba. El viaje a la Luna. Sangre en el Templo de la Música. La agonía del Presidente. El homicida se sienta en la silla eléctrica. La «Reina de la Niebla» se lanza desde lo alto de las cataratas del Niágara. Matrimonio de Chiquita. Trágico accidente en el circo de Bostock. Jumbo se salva por un tilín.

Durante varias semanas, Chiquita se sintió responsable por no haber podido impedir la muerte del presidente McKinley. Sabía que echarse la culpa del asesinato era una insensatez, pero no podía sacarse esa idea de la cabeza. «Si hubiera actuado con más rapidez, tal vez el pobre hombre estaría ahora en la Casa Blanca, vivito y coleando», se lamentaba.

Harta de aquella cantaleta, Rústica trató de convencerla de que cada quien llegaba al mundo con un destino: si la vida del Presidente había terminado de forma tan sangrienta, era porque el Todopoderoso, por razones que se debían aceptar humildemente y sin pedir explicaciones, así lo había querido. Las cosas eran como tenían que ser y no como uno quisiera que fuesen. «La yagua que está para uno, no se la comen los burros», le repetía, y también: «Cuando el mal es de cagar, no valen guayabas verdes». Pero, aunque se esmeró, sus refranes no lograron cambiarle el ánimo.

Los hechos, de alguna manera, le daban la razón a Rústica, porque McKinley no debía haber ido a Búfalo en septiembre, sino cuatro meses antes. Originalmente estaba previsto que él pronunciara el discurso inaugural de la Exposición Panamericana, pero una indisposición de Ida, la primera dama, le impidió viajar y envió al vicepresidente Roosevelt para que lo sustituyera.

Durante todo el verano, el Presidente acribilló a preguntas a quienes volvían de la Exposición. Tenía sobre su escritorio folletos con fotos de los distintos pabellones y estaba deseoso de ver la Torre Eléctrica con sus propios ojos; pero la salud de su esposa seguía siendo frágil y no quería viajar sin ella.

Por fin, cuando la señora McKinley se repuso un poco, el matrimonio se subió en un tren especial y emprendió el viaje a Búfalo con una selecta comitiva. Tanto Ida como George B. Cortelyou, el secretario privado del mandatario, iban a regañadientes. A ella no le agradaba el papel de primera dama, evitaba los actos oficiales y hubiera preferido quedarse haciendo crochet en su casa familiar de Canton, en Ohio. Por su parte, a Cortelyou no le parecía una buena idea que su jefe dedicara tres días a recorrer la Exposición y había intentado oponerse al plan poniéndole todo tipo de objeciones. La seguridad del Presidente era una de sus manías y consideraba las muchedumbres un peligro potencial. Pero McKinley no se dejó persuadir y el miércoles cuatro de septiembre de 1901, a las cinco de la tarde, fue recibido en Búfalo por un regimiento de veteranos de la Guerra Civil, que disparó veintiún cañonazos en su honor, y por centenares de ciudadanos entusiastas y deseosos de estrecharle la mano.

Antecedidos por una banda militar y una guardia de honor, McKinley y su esposa entraron en un carruaje abierto a la Exposición Panamericana. Comenzaba a atardecer y cerca de la Torre Eléctrica se encendió una pancarta con bombillas de colores que decía: Bienvenido, presidente McKinley, jefe de nuestra nación y de nuestro imperio. El señor John Milburn, presidente de la Exposición, condujo a los invitados en un rápido recorrido por las instalaciones, para que pudieran hacerse una idea de su grandeza, y después los llevó a su residencia, donde se hospedarían durante la visita.

Un par de horas antes de que el Presidente se bajara del tren, Chiquita estaba en su carromato, disfrutando de un té con sus inseparables Rosina y Djeserit, y recibió una visita inesperada. Un joven le llevó unos libros de parte de Emma Goldman e insistió, tozudamente, en entregárselos en sus propias manos. A la liliputiense no le quedó más remedio que hacerlo pasar y recibir el paquete en presencia de sus dos amigas.

León Czolgosz —con ese nombre se identificó el mensajero de la Goldman— resultó ser un joven pálido, tímido y bastante desaliñado. A Chiquita no le simpatizó en lo más mínimo, pero aun así lo invitó, generosamente, a sentarse con ellas a la mesa. Czolgosz le dio las gracias tartamudeando, pero no aceptó, pues temía perderse la llegada del Presidente.

—¿Es usted discípulo de la señorita Goldman? —le preguntó la cubana, por pura cortesía.

El visitante asintió y le explicó que en Cleveland había asistido, hacía poco, a una ardiente charla de la anarquista. Luego había vuelto a coincidir brevemente con ella, en una casa de Chicago, y al comentarle su intención de viajar a Búfalo para ver la Exposición, la Goldman le había pedido que le llevara los libros.

—Ella es una mujer excepcional y conocerla ha sido una gran inspiración para mí —añadió de un tirón—. Después de oírla, entendí cuál era mi misión en la vida.

Como ni Chiquita ni sus amigas tenían el menor interés en que les explicara cuál era esa «misión», se quedaron calladas para darle a entender que no había razón para que prolongara por más tiempo su visita. El joven captó la indirecta, se despidió con un balbuceo ininteligible y bajó las escaleras del carricoche dando traspiés.

—Qué muchacho tan raro —dijo Rosina, volviendo a sorber su té.

—Para mí que tiene un tornillo suelto —añadió la liliputiense—. No sería nada raro, ya que está deslumbrado con las ideas de la Goldman y de todos esos locos.

Como la egipcia no se sumaba a sus comentarios, se volvieron a mirarla y notaron que había palidecido. Entonces Djeserit habló. Según ella, el joven de profundas ojeras, bigote ralo y cara de lunático planeaba matar a alguien.

—¿Estás segura? —inquirió Chiquita, sorprendida.

—Yo no le vi tipo de asesino —objetó la antigua encantadora de serpientes.

—Todo el tiempo estuve mirándole la oreja parlante y puedo asegurarles que ese León Czolgosz o Como-Se-Llame piensa cometer un asesinato —terció Djeserit, irritada por la tibieza con que acogían su vaticinio—. No logré ver a quién pretende liquidar, porque hace días que no se lava bien los oídos y tiene mucha cerilla, pero pueden estar seguras de que es un criminal en potencia.

—Quizás mate a alguna chica en venganza por haberlo rechazado —aventuró, en broma, Rosina.

—El pobre, no es muy bien parecido que digamos —opinó Chiquita, pero de inmediato Djeserit le replicó que ella no era la más adecuada para juzgarlo.

—Desde que te enredaste con Toby Woecker, no tienes ojos para ningún otro hombre —dijo, y Rosina dio su aprobación con una carcajada.

Rústica las interrumpió para avisarle a Chiquita que debía volver al teatro en un par de minutos, pues le tocaba su siguiente función. «¡Rayos, si no me apuro mi marido bajará a Cristo y me crucificará a mí!», exclamó Rosina y salió a la velocidad de un relámpago rumbo a Jerusalén. Por su parte, Djeserit se tomó las cosas con calma. En Calles de El Cairo, ella podía ausentarse de su tenderete cada vez que quería, sin rendirle cuentas a nadie.

Antes de salir al escenario, la liliputiense le ordenó a Rústica que se deshiciera de los libros de la Goldman. «¿Ni siquiera va a abrir el paquete?», dijo la sirvienta con expresión de reproche. «¿Y para qué?», fue la desdeñosa respuesta de Chiquita. En ese instante, su pianista comenzó a tocar la introducción de La frutera mulata y, con una sonrisa de oreja a oreja y abanicándose coquetamente, fue al encuentro del público.

Al día siguiente, la Exposición Panamericana recibió más visitantes que de costumbre. Para nadie fue una sorpresa, ya que los periódicos habían anunciado que el Presidente pronunciaría un discurso y visitaría diferentes pabellones. La «mascota oficial» tenía la esperanza de que fuera a ver su espectáculo o de que, al menos, pasara a saludarla. Al fin y al cabo, había estado en la Casa Blanca y lo conocía personalmente. Pero, para no quedar en ridículo, no compartió sus expectativas con nadie.

Ese fue un jueves agitado. Chiquita firmó tantos retratos que le salió una ampolla en el pulgar y no pudo darse una escapadita, como era su costumbre, para estar un rato a solas con su novio. El tiempo apenas le alcanzó para darle un beso furtivo, entre bambalinas, y prometerle que por la noche lo compensaría con algunas caricias especiales.

McKinley y su esposa llegaron pasadas las diez de la mañana. Lo primero que hicieron —seguidos por un enjambre de congresistas, senadores y representantes del cuerpo diplomático— fue visitar el Edificio Gubernamental, el de Agricultura y los pabellones de los países invitados. Tuvieron un almuerzo en el edificio del Estado de Nueva York y luego, como estaba previsto, McKinley habló, desde una tribuna en el Puente Triunfal, a cincuenta mil personas congregadas en la explanada. Chiquita se quedó con los deseos de oírlo, pero le contaron que su discurso había sido un canto optimista al poder de la ciencia, al futuro del país y al intercambio comercial entre los países de las Américas.

Durante el resto de la tarde, el mandatario continuó su recorrido. Los encargados de protegerlo no le perdían pie ni pisada, pero McKinley hacía su tarea muy difícil, pues no se limitaba a saludar a sus simpatizantes con el sombrero —como le recomendaba su prudente secretario—, sino que se detenía constantemente para estrecharles las manos y conversar con ellos.

Cuando terminaron de ver el lado «serio» de la exhibición, los inquilinos de la Casa Blanca se dirigieron al Midway. En esa zona fueron mucho más selectivos. Entraron a la Antigua Plantación y después de asomarse, fugazmente, a varios «pueblos típicos», se dirigieron a los predios del «Rey de los Animales». Bostock le había enviado al Presidente una invitación —pirograbada en el reverso de una piel de leopardo— convidándolo a asistir a un show en su honor, y su ofrecimiento había sido aceptado. McKinley deseaba comprobar si Jumbo, el elefante de nueve toneladas de peso comprado por el domador al ejército británico, era tan impresionante como Roosevelt le había dicho.

Durante la función especial, el mismo Bostock se encargó de sacar a escena a Jumbo y lo obligó a hacerle una reverencia al mandatario y a la primera dama. Los invitados pudieron ver luego a la grácil Mademoiselle Beaufort con sus hipopótamos amaestrados, y a Esaú, «el eslabón perdido», un orangután capaz de montar en bicicleta, fumar cigarrillos, anudarse la corbata, tomar champaña y comer con cuchillo y tenedor. Para cerrar con broche de oro, el Capitán Bonavita sacó de sus jaulas a sus veintisiete tigres, los obligó a subirse unos sobre otros, hasta formar una pirámide, y él se encaramó en la cima.

Como el teatro de Chiquita quedaba a sólo unos pasos, el Presidente y su señora quisieron pasar a saludarla y, guiados por Bostock, entraron al recinto. Al verlos, la liliputiense interrumpió Los ojos de Pepa, la danza de Saumell que estaba interpretando, saludó a la pareja y la invitó a subir al escenario. De pie, el público aplaudió y vitoreó cuando McKinley, doblando el espinazo con una ligereza insospechada para sus cincuenta y ocho años, besó una mano de la artista. Bostock reventaba de satisfacción: estaba seguro de que, en cuanto la anécdota empezara a circular, las filas para ver a su «mascota» serían el doble de largas.

Esa noche, al concluir su cena, el Presidente retornó a la Exposición. Quería admirar la Torre Eléctrica y los demás edificios iluminados. Ida McKinley no lo acompañó; al día siguiente visitarían las cataratas del Niágara y necesitaba descansar.

Aunque Rosina y Djeserit no lo dijeron abiertamente, el viernes por la mañana Chiquita se percató de que estaban celosas. Durante su paseo por el Midway, el Presidente no había entrado a Calles de El Cairo ni a Jerusalén, privándolas del placer de echarle un vistazo; en cambio, no sólo había estado en el teatro de ella, sino que le había besado la mano delante de todo el mundo.

—Daría lo que no tengo por predecirle su futuro —admitió Djeserit.

—No te hagas ilusiones —repuso Rosina, con escepticismo—. Mañana se irá y te quedarás sin saber si tiene o no las orejas peludas.

Su amiga trató de animarlas. Si tanto les interesaba ver de cerca al Presidente, esa tarde a las cuatro tenían la oportunidad de hacerlo. McKinley iba a asistir a un concierto de órgano en el Templo de la Música y seguramente, como era su costumbre, saludaría al pueblo antes de comenzar la función.

—Lleguen temprano —les advirtió—. Mucha gente hará lo mismo para conocerlo.

Ese día, después de almuerzo, Rústica interrumpió la siesta que Espiridiona Cenda solía tomar antes de su primera función vespertina. Por la cara que traía, parecía haber visto un fantasma.

—¿Usted se acuerda de Micaelo? —exclamó y, al notar que Chiquita no sabía de quién le hablaba, le refrescó la memoria—: El hijo mayor de Palmira, un mulatico que era biyaya.

Medio adormilada, la liliputiense asintió. Sí, claro que lo recordaba. Micaelo, el bastardo favorito de Benigno Cenda. El hermanastro de su padre. ¿Cómo olvidarlo? Micaelo había sido su protector durante las lejanas visitas a La Maruca. La seguía adondequiera que iba, ahuyentando a los perros del ingenio para que no se acercaran a olisquearla. Pero de todo eso hacía mucho tiempo. Más de veinte años. ¿Por qué le mencionaba a aquel chiquillo?

—Porque está allá afuera, con otro hombre y con una muchacha (blancos los dos), y dice que él y sus amigos necesitan verla con urgencia —le explicó Rústica—. Cuando lo tenga delante, se va a quedar pasmada. Es muy bien parecido, alto como una palma, y se viste y habla como un caballero. Deje que le vea los ojos: los tiene verdes como dos cocuyos. Son, que Dios me perdone, los de su señor abuelo. ¿Los hago pasar?

Chiquita resopló incómoda. Disponía de poco tiempo, pero la curiosidad de ver a Micaelo Cenda (sí, los antiguos esclavos de La Maruca llevaban el apellido de su familia) pudo más y decidió recibirlo. Tal como le había advertido Rústica, era muy apuesto. De facciones bastante «finas», ancho de hombros, con unas piernotas que apenas le cabían en los pantalones y una sonrisa perfecta. Chiquita encontró la combinación de sus ojos claros y su piel color cartucho sencillamente arrebatadora, y se dijo que semejante tipazo podía hacerle perder la cabeza a cualquier mujer. Incluso a ella… de no haber sabido que por las venas les corría la misma sangre.

—Disculpe que reaparezca así, de forma tan repentina, después de tanto tiempo sin verla —empezó Micaelo—; pero mis amigos y yo tenemos que pedirle algo muy importante.

La joven que lo acompañaba avanzó un paso y se adueñó de la situación. Era muy bonita y, por su forma de expresarse, su aplomo y el brillo que irradiaba, Chiquita intuyó que era de buena familia.

—Micaelo, mi hermano y yo hemos viajado desde Washington sólo para estar aquí esta tarde —exclamó la muchacha, con vehemencia—. Tenemos un compromiso con nuestra amada patria y nada nos impedirá cumplirlo.

Acto seguido, empezó a hablar horrores de la Enmienda Platt, ese «ofensivo apéndice» que los americanos habían impuesto a la constitución de la futura república cubana. Sí, los constituyentes habían votado a favor de la Enmienda, pero sólo porque era la única manera de que Estados Unidos se retirara y los dejara formar un gobierno propio. La felonía de los gringos debía ser denunciada, y para eso se encontraban ellos en Búfalo.

—Esta tarde, cuando el Presidente esté en el Templo de la Música, oyendo el concierto, nos levantaremos y repartiremos unos volantes reclamando el derecho de Cuba a una independencia sin condiciones —reveló la muchacha, con las mejillas arreboladas, y la forma en que se apoyó en el brazo de Micaelo (¿por qué en el de él y no en el de su hermano?) hizo sospechar a Chiquita que andaba en amores con el mulato.

—Lo más probable es que terminemos presos y deportados —intervino el otro hombre, rompiendo su mutismo—; pero el honor de nuestra patria merece ese y otros sacrificios.

—¿Y por qué me cuentan todo eso? —resopló la liliputiense, un tanto incómoda—. ¿No se dan cuenta de que, al revelarme su plan, me convierten en su cómplice?

—Nosotros somos tres pelagatos, pero usted es famosa. Tanto, que el Presidente la recibió en la Casa Blanca —dijo Micaelo—. Si nos acompaña al Templo de la Música, nuestro «grito en el desierto» alcanzará mayor resonancia. Los periódicos escribirán sobre nuestra protesta y el mundo se enterará de lo que ocurre en Cuba.

—¿Se han vuelto locos? —consiguió articular la artista—. No puedo hacerle eso al señor McKinley. Sería como darle una puñalada trapera.

—Puñalada trapera es la que están dando a Cuba y a los ideales por los que se sacrificaron tantos patriotas —saltó, belicosa, la muchacha, y mirando a Chiquita a los ojos, añadió retadoramente—: Su hermano entre ellos, señorita Cenda.

—Entiendo sus razones, Chiquita —dijo Micaelo, en tono conciliador—. Pero conviene aclarar que nuestro repudio no estará dirigido contra el señor McKinley en particular, sino contra el gobierno que él encabeza.

—¡Contra un imperio que despojó a nuestros compatriotas del derecho de ser libres sin la tutela de una nueva metrópoli! —precisó el hermano de la joven.

A Chiquita empezaron a zumbarle los oídos. ¿Le habría subido la presión?

—Lo siento —dijo—. No cuenten conmigo.

Sus visitantes intentaron hacerla cambiar de parecer repitiendo, con ligeras variantes, las razones que acababan de esgrimir, pero al notar que la «mascota» se limitaba a mover negativamente la cabeza, sin prestarles atención a sus palabras, terminaron dándose por vencidos.

—De todos modos, quiero darle algo —anunció la muchacha, sin ocultar su decepción, y, sacando de una caja un precioso vestidito con el diseño de la bandera cubana, lo puso en las manos de Chiquita—. Pensábamos pedirle que lo usara esta tarde en el Templo de la Música.

—Quédese con él, por si cambia de idea —sugirió Micaelo, y los tres salieron del carricoche.

—¿Qué te parece? —exclamó Chiquita, dirigiéndose a Rústica, que había sido testigo de la visita—. ¿Por qué todo el mundo pretende manipularme como si fuera una marioneta?

La nieta de Minga se limitó a soltar un ambiguo «hum» y, quitándole el vestido-bandera, lo estudió con mirada crítica y comentó que estaba muy bien hecho.

—Como si tuvieran sus medidas —comentó—. Debe quedarle pintado. ¿Por qué no se lo pone?

A regañadientes, Chiquita accedió a probárselo. En efecto, le sentaba como un guante.

—¿No se embulla a ir con ellos? —musitó Rústica—. Yo pienso que tienen razón en todo lo que dijeron.

—¿Tú también? —se crispó Chiquita—. No sé por qué te molesta tanto que los americanos nos estén dando un curso acelerado de democracia. Todos dicen que cuando se metieron en Cuba ya la guerra estaba ganada, pero lo que nadie dice es que muchos de los caudillos del ejército mambí se pedían la cabeza entre sí y que cada uno pretendía imponer su santa voluntad. ¿Qué gobierno podía salir de tantos caciques, envidias y rivalidades? Pensándolo bien, no me parece tan terrible que le hayan puesto esa enmienda a la constitución. Al fin y al cabo, Estados Unidos sólo la usará si nuestro gobierno se porta mal.

Rústica ripostó que ahí, precisamente, estaba el problema. ¿Dónde se había visto que una república soberana fuera supervisada por otra? ¿Acaso Francia le decía a Inglaterra cómo debía portarse o Alemania metía sus narices en las cosas de España?

—Eso es un irrespeto —fue su conclusión.

Chiquita dio una patadita de impaciencia para indicarle que no quería hablar más de un asunto que siempre la ponía incómoda. Y es que, aunque se negara a admitirlo, una parte de su conciencia reconocía que en la forma en que Estados Unidos pretendía controlar el destino de los cubanos había mucho de prepotencia y de humillación. Pero, por otra parte, le agradecía al Gigante del Norte haber puesto punto final a una guerra sanguinaria, de muchos años de duración, y su voluntad de modernizar la isla e inyectarle ideas democráticas.

—¡Quítame este vestido! —le exigió a Rústica.

Sin embargo, se quedó con él puesto, porque en ese instante Djeserit, la vidente de Calles de El Cairo, irrumpió como una tromba, se agachó delante de ella y, aferrándose a sus manecitas, le contó, con voz entrecortada por la emoción, lo que acababa de pasarle:

—Iba yo rumbo al Templo de la Música, con la ilusión de mirarle la oreja al Presidente, cuando de pronto, al atravesar la plaza de las Fuentes, ¿con quién crees que me encuentro? —y sin darle tiempo a adivinar, continuó—: Con el tipo del otro día, el León No-Sé-Cuánto…

—Czolgosz —apuntó Chiquita.

—¡Ese mismo! Él no me vio, pero yo sí pude verlo, y muy bien. A diferencia del otro día, hoy tenía los oídos limpios y, créeme, Chiquita, lo que pude leer en su oreja parlante me asustó tanto, que sólo atiné a dar media vuelta y venir, soltando el bofe, a contártelo.

—¡Pues acaba de hacerlo, mujer, que me tienes en ascuas!

—Él se dirigía también al Templo de la Música, pero no para saludar al Presidente, como toda la gente, sino para asesinarlo.

—¿Estás segura? —balbuceó, tragando en seco, Chiquita.

—Qué más quisiera yo que equivocarme —repuso Djeserit—. Es un hecho: a menos que ocurra un milagro, ese mata hoy a McKinley.

La liliputiense sintió que la cabeza le daba vueltas y le preguntó por qué no le había avisado a la policía. ¿Por qué no había tratado de detener a Czolgosz?

—Tuve miedo de que pensaran que estaba loca o de meterme en un lío —se justificó, abatida, la vidente.

Entonces, Chiquita respiró profundo, se libró de las manos de Djeserit, que la apretaban como tenazas, y avanzó resuelta hacia la salida del carricoche.

—¿Adónde va? —exclamó Rústica—. ¡Le toca una función ahorita mismo!

—Tengo que alertar al Presidente —gritó Chiquita y echó a correr, seguida por las dos mujeres, hacia el vestíbulo de su teatro.

Allí exhibían, cuando ella no lo estaba utilizando, su flamante automóvil. Como no vio a su chauffeur por los alrededores, abrió una de las puertas del vehículo, se sentó al volante y, temerariamente, lo encendió. Nunca antes había manejado, pero eso no la amilanó. «Si otros lo hacen, no puede ser tan complicado», se dijo y, apretando el pedal del acelerador, lo hizo avanzar hacia la puerta del teatro, buscando el Midway. «Tengo que llegar a tiempo, tengo que llegar a tiempo», repetía, mordiéndose el labio inferior y tocando el claxon, en tanto el automóvil avanzaba, dando saltos y zigzagueando para no chocar con los transeúntes.

Pasó rauda frente a la sede de Jerusalén en el Día de la Crucifixión, dobló a la izquierda al llegar junto al Congreso Indio y, mientras bordeaba los edificios de la Agricultura, del Chocolate Baker y de la Minería, divisó en la distancia la fachada estilo renacimiento español del Templo de la Música. «Tengo que llegar a tiempo, tengo que llegar a tiempo, tengo que salvarle la vida al Presidente…»

Eran las cuatro de la tarde, ya el interior del Templo estaba repleto y la gente que no había conseguido entrar se amontonaba junto al portón de acceso, con la esperanza de que en el último momento la suerte les sonriera. Al ver que Chiquita se acercaba en su auto, la multitud se separó para abrirle paso. A punto de proyectarse contra la verja, «la mascota» hundió el pie en el freno y el vehículo se detuvo haciendo chirriar los neumáticos.

En ese instante, dentro de la gigantesca sala de conciertos retumbó un disparo. Inmediatamente, se escuchó otro.

La excursión a las cataratas había dejado exhausta a la señora McKinley y por eso su esposo se fue a la Exposición sin ella. Como disponía de una hora libre antes del concierto, pidió que lo llevaran al pabellón de Un Viaje a la Luna.

Cortelyou estaba perplejo. Hacía tiempo no veía al Presidente tan animado. Y aunque no le atraía mucho ese tipo de diversiones, no le quedó más remedio que subirse con él en el avión Luna (una suerte de tabaco gigante, envuelto en papel dorado y con un par de alas de murciélago de color rojo) y «viajar» hasta el satélite de la Tierra para descubrir sus misterios. Los creadores de Un Viaje a la Luna se habían esmerado para lograr, dentro de las cuatro paredes y el alto techo del recinto, una perfecta ilusión de realidad. Mientras la nave ascendía, sus tripulantes pudieron ver cómo la Exposición Panamericana se alejaba y cómo el tamaño de sus principales construcciones —la Torre Eléctrica y los edificios de las Maquinarias y de las Manufacturas— se reducía paulatinamente, y luego pasó lo mismo con el estado de Nueva York, el territorio de Estados Unidos, el continente americano, el globo terráqueo…

Por fin, después de sobrevivir a una lluvia de meteoritos y de ver cómo un cometa les pasaba por al lado, amenazándolos con su refulgente cabellera, los viajeros llegaron a la Luna y pudieron bajarse del avión. Un universo desconocido aguardaba por ellos. Los selenitas —con rostros y vestiduras plateadas— les dieron la bienvenida y los llevaron a recorrer su estrafalaria ciudad. Allí los invitaron a saborear un queso de color verde. Al ver que sus compañeros se mostraban reticentes a probarlo, el Presidente se llevó a la boca un pedazo con determinación y, tras degustarlo, lo catalogó como «raro, pero rico». A continuación, sus anfitriones los condujeron hasta un castillo, donde el Rey de la Luna los recibió en su trono de madreperla, envuelto en una capa de armiño tachonada de piedras preciosas, y ordenó a las doncellas selenitas que bailaran para los visitantes[69].

Tras la estimulante «odisea lunar», McKinley se trasladó al Templo de la Música. Allí, de muy buen humor y vigilado de cerca por Cortelyou y los detectives a cargo de su seguridad, se puso a estrechar las manos de una larga y organizada fila de hombres, mujeres y niños impacientes por acercársele.

Más tarde, los miembros del servicio secreto explicarían, avergonzados, que nada los había inducido a creer que León Czolgosz —ese hombrecito de mediana estatura y escasa corpulencia, completamente afeitado y con melancólicos ojos azules— representara un peligro para el mandatario. Ellos habían escudriñado a todas las personas de la hilera, en busca de posibles amenazas, y Czolgosz no despertó sus sospechas. El hecho de llevar la mano derecha envuelta en un pañuelo, como si hubiera sufrido un accidente, lo hacía parecer menos amenazador todavía. En realidad, quien les preocupó —y en él concentraron toda su atención— fue un hombre de bigote negro, con aspecto de italiano, que precedía a Czolgosz. No, no eran caprichos suyos ni suspicacias étnicas: buena parte de los terroristas que se dedicaban a matar aristócratas y políticos eran italianos, así que les sobraban razones para no quitarle la vista de encima.

Los detectives se tranquilizaron cuando, al llegarle su turno, el italiano se adelantó hacia el Presidente y, estrechando su mano, lo felicitó por sus logros. Entonces le tocó a Czolgosz aproximarse y lo hizo extendiendo su mano izquierda. Con una afable sonrisa, McKinley se dispuso a darle un cálido apretón, y entonces fue tarde para evitar el atentado. Todo ocurrió en cuestión de segundos: Czolgosz extendió hacia él su mano vendada y apretó el gatillo del revólver calibre 32 que empuñaba bajo el pañuelo. Disparó una vez y, enseguida, otra.

Mientras uno de los detectives sostenía al Presidente, un negro gigantesco que hacía fila detrás de Czolgosz saltó sobre el agresor y lo tiró al piso, aplastándolo con su cuerpo. Tras un instante de incrédulo silencio, dentro del Templo de la Música se desencadenó el caos. «¡Línchenlo!», exigían algunas voces indignadas. «¡Cuelguen al bastardo!» Hombres, mujeres y niños se abrazaban, hablaban a gritos y corrían en todas direcciones, muchos de ellos sin entender aún qué había sucedido.

Micaelo Cenda y sus dos amigos dejaron en los asientos del auditorio las proclamas sobre la dignidad de Cuba y fueron de los primeros en alcanzar la puerta del Templo. Los tres estaban demudados y no podían creer que los balazos de un terrorista hubieran echado por tierra su protesta simbólica.

Al salir, encontraron a Chiquita, enfundada en el vestido de bandera cubana, todavía con las manos aferradas al volante. Rápidamente se acercaron a ella y, empujando su automóvil hacia un rincón, la pusieron a salvo del gentío que pugnaba por abandonar la sala de conciertos y de los policías y los curiosos que se abrían paso a codazos para penetrar en ella.

—Acaban de dispararle al Presidente —le informó Micaelo y, para su sorpresa, la liliputiense asintió con gravedad, como si estuviera al tanto de lo sucedido.

—Nuestro plan, perdóneme la expresión, se fue al carajo —dijo el otro cubano—, pero nos complace mucho que recapacitara y decidiera unirse a la protesta.

—Perdóneme si fui injusta con usted —se disculpó la joven y, flexionando las rodillas para poder mirarla a los ojos, le aseguró—: En lo adelante, la pondré como ejemplo cada vez que se hable de lo que es una verdadera patriota.

Chiquita no se molestó en aclarar el equívoco. ¿Qué ganaba con explicarles por qué estaba allí, vestida de esa manera? Que los tres creyeran lo que se les antojara. Después de todo, a sus casi treinta y dos años había aprendido que, por lo general, la gente veía las cosas no del color que eran, sino del que querían que tuvieran. Si deseaban creer que Espiridiona Cenda era la paladina de la dignidad de Cuba, que lo hicieran. Y, sin saber bien por qué, le vino a la mente algo que solía repetir Minga: «Cada quien es dueño de su silencio y esclavo de sus palabras».

Frank McKinley sobrevivió ocho días. Como casi todo el mundo, Chiquita se mantuvo al tanto de los partes de los médicos que lo cuidaban y se apenó profundamente cuando, a mitad de una función, en un cambio de vestuario, Bostock le anunció su fallecimiento. Chiquita avanzó hacia el proscenio, le comunicó al público la terrible noticia y pidió que guardaran un minuto de silencio «por el alma de un hombre grande y bueno».

El Templo de la Música se convirtió en el punto más concurrido de la Exposición, pues la gente quería ver el sitio exacto donde habían baleado al Presidente en el pecho y en el estómago. De buenas a primera, James F. Parker, el camarero negro de seis pies y seis pulgadas de estatura que había «capturado» al criminal, se volvió un ídolo. Varios empresarios le ofrecieron trabajo en sus shows, pero él prefirió hacer negocios por su cuenta: vendió por veinticuatro dólares cada uno de los botones del abrigo que llevaba la tarde del crimen y se dejaba retratar por sus admiradores dólar de por medio.

El viernes del atentado, Chiquita, Rosina y Djeserit se reunieron a medianoche e hicieron un juramento. No le revelarían a nadie que habían conocido a León Czolgosz cuarenta y ocho horas antes de que disparara contra el Presidente, y muchísimo menos que, desde el primer momento, Djeserit había descubierto sus siniestras intenciones. Si al joven se le ocurría mencionar el paquete de libros de la Goldman, las tres —y Rústica con ellas, por supuesto— lo desmentirían diciendo que era un infundio.

La confesión de Czolgosz reveló que se trataba de un pobre diablo con una indigestión de ideas anarquistas. Según él, había llevado a cabo el asesinato sin ayuda de nadie, pero insistía una y otra vez en que una arenga de Emma Goldman le había servido de inspiración. Ese dato convirtió a la anarquista en una de las principales sospechosas; la policía la detuvo y la sometió a largos interrogatorios. Finalmente, tuvieron que dejarla en libertad. La Goldman aceptaba haber tratado, superficialmente, a su «seguidor», pero no que tuviera responsabilidad directa en sus actos. (Por suerte para Chiquita, ni el asesino ni su «musa» hicieron la menor alusión a ella en sus declaraciones.)

Tras un rápido proceso, un jurado encontró culpable a Czolgosz, lo condenó a muerte y, sin perder tiempo, el 29 de octubre se cumplió la sentencia. El homicida murió en la silla eléctrica, sin pedir disculpas. «Maté al Presidente porque era un enemigo del buen pueblo trabajador», fueron las últimas y empecinadas palabras que pronunció, antes de que una corriente de 1.700 voltios lo achicharrara.

Diez días antes de la clausura de la Exposición Panamericana, una viuda de cuarenta y seis años de edad, maestra de una escuelita de Bay City, en Michigan, tuvo una ocurrencia extravagante. Viajó a Búfalo, se metió dentro de un tonel de madera (en el que previamente había escrito la frase «Reina de la Niebla») e hizo que la lanzaran desde lo alto de las cataratas del Niágara el 24 de octubre, día de su cumpleaños. Contra todos los pronósticos, la dama, que se llamaba Annie Edson Taylor, sobrevivió a la aventura y se convirtió en un personaje muy popular.

Si bien Chiquita no se lanzó desde las cataratas, por esas fechas hizo algo casi igual de atrevido.

Aunque oficialmente la Exposición ya había concluido y los edificios del «lado serio» comenzaban a ser subastados por sumas que iban de los doscientos a los quinientos dólares, muchas de las atracciones del Midway aún seguían funcionando. Algunas de ellas, como Calles de El Cairo y el Pueblo Alemán, tenían previsto permanecer allí varios meses más.

Una noche, mientras entonaba The Lilliputian Queen para terminar una función, Chiquita sintió que era hora de sentar cabeza y de fundar una familia. Fue algo repentino, pero apremiante; una especie de reclamo impostergable. Le pidió a Rústica que le buscara a Toby Woecker y, cuando lo tuvo delante, le preguntó a quemarropa si quería casarse con ella.

—Con todo mi corazón, Chick —repuso su novio.

La nieta de Minga pensó que los enamorados habían perdido la cabeza.

—¿Está segura de lo que piensa hacer? —le preguntó a Chiquita, mirándola con reproche—. ¿Mañana no se arrepentirá?

—No —le aseguró, resuelta, la primogénita de los Cenda—. Amo a este hombre y quiero permanecer a su lado el resto de mi vida.

Sin perder tiempo, Toby la condujo a la casa de Thomas H. Rochford, el juez de madrugada, quien, un tanto extrañado por lo disparejo de la pareja, los unió en matrimonio. Rústica y la esposa del juez sirvieron de testigos.

A la mañana siguiente, cuando le dieron la noticia, Bostock se quedó de una pieza. Pensó que se burlaban de él y los recién casados tuvieron que enseñarle el documento que los declaraba marido y mujer. Aunque el empresario había escuchado comentarios sobre la estrecha amistad de su artista consentida y el hombre-sándwich, no imaginaba que pudiera ser algo tan serio. Sin embargo, no pudo reflexionar mucho sobre las repercusiones que el matrimonio podría tener en la carrera de Chiquita, pues, en ese momento, le avisaron que algo terrible había ocurrido en el área de los animales.

Mientras lo bañaban, el elefante Jumbo había agredido violentamente a uno de sus cuidadores y, en medio del ataque de furia, una de sus patas traseras había aplastado a una niña, causándole graves fracturas. Nadie tenía una explicación para su conducta, pues, aunque la bestia no era particularmente dócil, tampoco había dado señales de ser peligrosa.

El incidente trastornó tanto a Bostock, que tomó una decisión extrema: como castigo por su comportamiento, Jumbo sería sacrificado. Sin hacer caso a quienes pedían piedad para el animal —Chiquita y el Capitán Bonavita, entre ellos—, anunció que lo electrocutaría en el estadio de la Exposición, y que los interesados en presenciar la ejecución podrían hacerlo sin costo alguno.

La noticia provocó todo tipo de reacciones. Mientras unos apoyaban la pena de muerte, otros consideraban que, por tratarse de su primer delito, Jumbo merecía un castigo de otro tipo. Pero Bostock no dio su brazo a torcer: veinticuatro horas más tarde, el elefante fue conducido al estadio y, en presencia de alrededor de mil personas, una complicada red de cables de alto voltaje fue distribuida a lo largo de las nueve toneladas de su cuerpo. Jumbo no puso el menor reparo. Aquella mañana estaba de muy buen humor y, sin saber que tenía los minutos contados, barritaba alegremente y saludaba al público alzando la trompa.

Cuando Bostock, acompañado por los padres de la niña malherida, se disponía a mover una palanca para que la corriente eléctrica cumpliera su sentencia, en el estadio irrumpió un policía a caballo, a todo galope, agitando un papel. ¡Era un indulto! El doctor Conrad Diehl, alcalde de Búfalo, acababa de firmar un decreto perdonándole la vida al paquidermo.

La mayoría del público aplaudió con entusiasmo aquel inesperado deus ex machina; pero, por chocante que resulte, otros pusieron de manifiesto su decepción chiflando y abucheando. El comentario general fue que el elefante había tenido más suerte que León Czolgosz. Claro que, como razonó un sensato caballero que estaba en el estadio con su esposa y sus hijitos, las culpas de ambos no podían compararse. Jumbo no era anarquista ni había matado a sangre fría a un presidente de Estados Unidos.