[Capítulos XXXII y XXXIII]
En términos económicos, la segunda temporada de Bostock en París terminó mejor que la primera. Él tenía previsto que Chiquita trabajara en Dreamland, en Coney Island, durante 1905, pero unos días antes de volver a Estados Unidos, la enana le anunció que se quedaba en Europa. Sin decirle nada a nadie, había firmado un contrato con un empresario de Londres.
Bostock se puso muy mal. No le cabía en la cabeza que Chiquita hubiese hecho ese arreglo a espaldas suyas. «No me merezco esta traición», le dijo. «Usted es peor que Rajah.» Y no quiso saber más de ella. Después de eso, jamás le volvió a dirigir la palabra. La enterró en vida.
En mi opinión —y Koltai pensaba igual—, romper con Bostock fue el peor error que pudo cometer Chiquita en ese momento de su carrera. Ella no se percató de inmediato, porque en Londres le fue bien y creyó que el éxito seguiría sonriéndole toda la vida. Pero, visto desde la distancia, resultó una metida de pata descomunal. ¿Lo hizo por dinero? No lo creo. Ella ganaba bastante y, de haber pedido un aumento, posiblemente Bostock se lo habría concedido. ¿Porque estaba aburrida y quería darle un giro a su vida? Puede ser. Pero tal vez tomó esa decisión porque era el camino que le tenían escrito los astros. Todo lo que pueda decirte para justificar su ruptura con Bostock son simples conjeturas. En el libro ella no ponía ninguna explicación.
Sin darle tiempo a echarle una mirada al Palacio de Buckingham ni al Big Ben, su nuevo empresario la llevó a conocer a quien sería su compañero de actuación en el Hippodrome de Londres[77]: un gigante ruso llamado Feodor Machnow.
Voy a parar aquí para hacerte un comentario: si en esa época los liliputienses tenían un éxito tremendo en los circos, las ferias y los vaudevilles, los gigantes no se quedaban detrás. Los hubo enormes y que llegaron a ser muy famosos. Para que te consideraran gigante tenías que medir, lo mismo si eras hombre o mujer, mínimo siete pies y pico. Claro que los había más altos. Por ejemplo, el chino Chang Woo Gow medía ocho pies y tres pulgadas. ¿Te parece asombroso? Pues su hermana Mingmei era dos pulgadas más grande, sólo que ella nunca quiso exhibirse. Se quedó en el pueblito de Cantón donde los dos habían nacido, bordando los trajes que Chang usaba en el escenario. Ese gigante chino era muy fino, hablaba varios idiomas (hasta español) y viajaba por el mundo con un show de lo más exquisito, con músicos, bailarinas y liliputienses. Muchos gigantes trabajaban con enanos porque eso les permitía resaltar su estatura.
Otros que dieron mucho que hablar fueron Mianko Karoo, un gigante sioux; el Capitán Bates, «el gigante de Kentucky», y Cardiff, tal vez el más admirado de todos, un galés al que parecía que la cabeza le llegaba a las nubes.
Pero también había gigantas. Entre las más renombradas estuvieron la sueca Anna Gustafsson, quien fue muy popular en Estados Unidos, y también Anna Swan, la giganta de Nueva Escocia, que estaba casada con el Capitán Bates. Las dos dejaban al público boquiabierto. Igual que Abomah, la giganta africana, una mujerona muy elegante, de casi ocho pies de altura, que hizo muchas giras por Inglaterra y Australia. Era altiva y fina, siempre vestida de blanco, elegantísima, con guantes de encaje y todo. Abomah sólo visitó una vez Estados Unidos y pasó mucho trabajo para hallar un hospedaje decente, pues en ningún hotel querían recibirla. Imagínate: giganta y, además, negra como un azabache.
Un caso muy triste —por lo menos a mí me conmovió— fue el de una giganta francesa de dieciséis años que llegó a Estados Unidos a fines del siglo XIX y que empezaron a exhibir con el nombre de Lady Alma. Esa muchacha, a pesar de su tremenda estatura, padecía de tuberculosis desde niña. Porque, aunque mucha gente crea que los gigantes son de hierro, mentira, no es así. Ellos también se enferman, sufren, les duelen las muelas, se fracturan los huesos, son humanos. A Lady Alma siempre la presentaban acompañada por su hermana menor, que medía como dos pies. Para que veas lo caprichosa que es la genética: una giganta y una enana hijas de los mismos padres. Bueno, pues quién te dice que a los cuatro meses de estar en Estados Unidos, Lady Alma fallece. ¿Y qué crees que hizo el empresario que había organizado su gira? ¿Mandar su cadáver de regreso para Francia? Nada de eso. Lo vendió. Como lo oyes. Lo subastó. Dos universidades se lo disputaron, pero finalmente la de Iowa pagó doscientos dólares y se quedó con los restos de Lady Alma. Con la hermanita no sé qué pasaría. Me imagino que seguirían exhibiéndola de pueblo en pueblo, quién sabe hasta cuándo.
Sólo te he mencionado los gigantes que me vienen a la mente, pero había cientos en el negocio del espectáculo[78]. La gente que iba a ver a esos grandulones solía comprar, como souvenirs, unos anillos enormes, de metal, que tenían grabados sus nombres[79].
Pero llevo media hora hablándote de gigantes. ¿Por qué no me has parado? Cuando hable más de la cuenta de algo que no venga al caso, atájame sin pena, mira que si no, no vamos a terminar nunca. Del único gigante que tú necesitas tener información es de Machnow. Los demás no pintan nada en esta historia.
Machnow y Chiquita gustaron tanto en Londres que les extendieron el contrato varios meses. El número que hacían, sin ser nada del otro mundo, resultaba bastante simpático. Para empezar, cada uno salía a escena por separado: el ruso, con uniforme de cosaco, y ella con un vestido de cola y su abanico de plumas de avestruz. En esa primera salida, él bailaba una danza del Don, y ella, un vals vienés. Luego era que se reunían: el gigante se sentaba y Chiquita, subida en uno de sus muslos, le cantaba una canción mirándolo a los ojos. Después, Machnow se acostaba sobre la pista y ella le caminaba encima, y a continuación él la sostenía sobre la palma de una mano. Y así seguía el acto, que estaba pensado para subrayar la diferencia de tamaño entre ellos, que era abismal.
Aunque Chiquita ponía que aquella había sido una de las temporadas más exitosas de su carrera, Koltai me dio a entender que en realidad a quien iba a ver el público era al gigante. De los dos, el que mejor salario tenía era el ruso. Es decir, que a Chiquita no la consideraban el plato fuerte, sino un complemento. Vaya, la aplaudían, pero no tanto como a Machnow, que era quien llenaba el Hippodrome.
Al verlos en la pista, la gente creía que se llevaban de maravillas, pero lo cierto es que apenas se dirigían la palabra. Por una parte, porque el único idioma en que podían comunicarse era el alemán, que Machnow apenas chapurreaba, y por otra, porque no tenían nada en común.
Machnow acababa de cumplir veinticinco años y, según la prensa, medía nueve pies. Pero probablemente no fuera tan alto; los empresarios siempre aumentaban la estatura de sus gigantes. Él estaba casado con una muchacha de su aldea natal, y viajaba con ella y con su bebé a todas partes. Al parecer, lo único que le interesaba en la vida eran el póquer y el vodka. (O la vodka, que de ambas formas puede decirse.) Eso sí, Chiquita nunca lo vio borracho. Podía empinarse tres botellas, una detrás de otra, y seguir tan campante. A pesar de que su tamaño intimidaba a cualquiera, era muy noble de alma, lo que se dice un pedazo de pan. Su manager y su esposa lo manejaban con la punta del dedo meñique.
Al principio, ingenuamente, Chiquita pensó que, como a la mayoría de los hombres, a Machnow le interesaría la política, y trató de hablar con él de temas de actualidad, sobre todo de la situación tan difícil que estaba atravesando el zar Nicolás II (o «Nicki», como le decía la Bella Otero), porque recuerda que esto que te cuento sucedía en 1905, cuando en Rusia las huelgas y los atentados políticos estaban a la orden del día. Pero enseguida desistió, porque se dio cuenta de que el gigante no tenía la menor idea de lo que pasaba en su país ni en el resto del mundo.
Había cosas de él que Chiquita detestaba y a las que nunca se acostumbró. Por ejemplo, con el pretexto de que los gases le producían unos cólicos horribles, el gigante se tiraba peos en cualquier parte, hasta en el escenario. Una vez, mientras la enana cantaba encima de él, se tiró uno tan, pero tan ruidoso, que el director de la orquesta del Hippodrome le lanzó una mirada asesina a los músicos de los metales, creyendo que uno de ellos había tocado una nota que no aparecía en la partitura. También la exasperaba su manía de comer cebolla cruda. Pero lo que la sacaba de quicio era que no usara calzoncillos. Machnow se ponía unos pantalones muy holgados y «aquello» no sólo se le marcaba mucho (¡calcula el tamaño que tendría!), sino que, además, todo el tiempo se le movía de un lado para otro, como si fuera un péndulo. Chiquita trataba de no mirar en esa dirección, pero los ojitos se le iban para allá sin querer, porque aquel bamboleo tenía algo hipnótico y lo mismo a las mujeres que a los hombres les costaba mucho resistirse a él.
«Basto», ese era el adjetivo que usaba en el libro para definir a Feodor Machnow. Pero, bueno, ¿qué tú puedes esperar de un muchacho campesino, sin educación ni modales, que habían sacado de un pueblito de Ucrania? Claro que tenía que desentonar con el lujo y el refinamiento de Londres.
Con toda intención, para marcar la diferencia entre el gigante y ella, Chiquita empezó a hablar con un acento británico muy afectado, y hasta se habituó a tomar té a las cinco de la tarde, a pesar de que Rústica no se cansaba de repetirle que tanto té la iba a estreñir. También se relacionó con algunos escritores y artistas, entre ellos con Walter de la Mare, que todavía no era famoso, pero que ya había sacado un libro[80].
Al terminar su temporada londinense, Machnow y Chiquita hicieron una gira por varias ciudades europeas. Algunas, como Berlín y Viena, ella las conocía de su viaje anterior; pero a otras, como Budapest, Praga y Bruselas, llegó por primera vez.
Chiquita consideraba que Machnow y ella hubieran podido seguir trabajando juntos en Europa durante mucho más tiempo, pero el manager del gigante había firmado unos contratos para presentarlo solo en otros lugares, entre ellos Nueva York, y ahí terminó su relación. Nunca más volvieron a actuar juntos. Se dijeron adiós en Bruselas y si te he visto no me acuerdo.
Como ya llevaban casi un año dando sánsara por Europa, Rústica le sugirió que se tomara un descanso, y Chiquita estuvo de acuerdo. Pero ¿adónde ir?
La tentación de volver a Cuba era muy grande, pero igual de grande era el temor que las dos sentían de regresar a una Matanzas donde ya no estaban ni el doctor Cenda, ni Cirenia, ni Minga, ni Manon, ni Juvenal… La lista de muertos era más larga, porque mientras Chiquita amasaba su fortuna en el extranjero, la pelona le había arrebatado a otros parientes. ¿A quiénes? Para empezar, a su hermano Crescenciano, que mataron en una valla de gallos de una puñalada en un pulmón. Otra que había cantado El manisero era Candelaria, su madrina. Candela, como le decían sus íntimos, solía dejar al lado de la cama, al acostarse a dormir, una vela encendida, pero una noche la tumbó de un codazo y el mosquitero y el colchón cogieron fuego. La casa completa ardió. Candela tenía las puertas llenas de candados para evitar que entraran a robarle, y como en medio de la humareda no pudo dar con las llaves, terminó achicharrada. También había muerto una de sus primas preferidas, Expedita, de fiebre puerperal. ¿Qué sentido tenía ir al encuentro de tantos fantasmas? Además, pasar por delante de la casona y ver a otra gente viviendo allí las iba a entristecer demasiado.
Entonces decidieron subirse en un tren con dirección a Le Havre y bajarse en el primer pueblito acogedor que vieran. Así lo hicieron, pasaron un mes y pico en una casita cerca de un bosque, muy tranquilas, recuperando fuerzas, y después se embarcaron para Estados Unidos a principios de 1906, sin la menor idea de lo que iba a ser de sus vidas.
Al llegar a Nueva York, el único trabajo que le ofrecieron a Chiquita fue en Lilliputia, un pueblo en miniatura que habían construido en Dreamland, uno de los parques de diversiones de Coney Island, pero no lo aceptó. Figúrate, allí tenían contratados a más de trescientos liliputienses de todo el mundo, y ella no estaba dispuesta a convertirse en una del montón[81]. Ese debió ser un momento muy duro para la enana, porque, mientras trataba inútilmente de conseguir un contrato que valiera la pena, Machnow, el gigante, triunfaba en su gira por Estados Unidos. Tan bien le fue, que el presidente Roosevelt lo recibió en la Casa Blanca. Por cierto, Chiquita me contó que durante esa audiencia Machnow se emocionó tanto, que empezó a temblar como una hoja, se puso de rodillas y trató de besarle la mano a Roosevelt, como si estuviese delante del zar de Rusia.
Recordando que una vez «Búfalo» Bill se había interesado por contratarla, lo localizó para ver si le daba empleo en su show del Salvaje Oeste. Pero él ya se había conseguido a otra liliputiense, la princesa Nouma-Hawa, y no tenía pensado sustituirla. Nouma-Hawa podría medir unas pulgadas más que Chiquita, pero tenía diez años menos, y en el mundo del espectáculo la edad importa mucho.
Mira lo que son las cosas, ¿sabes quién le dio empleo a Chiquita? Francis Ferari, el antiguo socio de Bostock. La mandó para una feria en San Francisco y hacia allá salió la enana, sin imaginar lo que le esperaba. A los tres meses, pasó lo del terremoto. La ciudad quedó desbaratada, hubo como setecientos muertos, y Rústica y ella se salvaron de milagro. Entonces Ferari la metió en el Wild Kingdom, el circo que tenía fijo en el parque de diversiones de Brighton Beach, cerca de Coney Island.
Chiquita trabajó en Brighton Beach varios años, sin penas ni gloria. Según me secreteó Koltai, allí la usaban, más que todo, como un señuelo para atraer al público. Tenía que dar vueltas y vueltas por el parque de diversiones, en un landó diminuto, parecido al que le había regalado el presidente McKinley, repartiendo volantes publicitarios. Durante el show, sólo salía a la pista unos pocos minutos. Obviamente, en el libro ella lo idealizaba todo. Ponía que todos esos años fue una de las principales atracciones del Wild Kingdom. Pero parece que no fue así. Su nombre seguía saliendo en los anuncios de los periódicos, pero con una letrica que había que leer con lupa. Ganaba lo suyo y todavía la aplaudían, pero ya no era como antes. Ahí empezó su decadencia.
Quizás te estés preguntando por qué una mujer que tenía suficiente dinero para vivir decentemente el resto de su vida no se retiró en ese momento. Cuando la Exposición Panamericana, se publicó muchas veces que poseía una fortuna de cien mil dólares. Eso sería, calcula tú, como dos millones de hoy, un montón de plata. Pudo dejarlo todo, decirle adiós a ese mundo, pero no quiso. Prefirió seguir al pie del cañón.
Bueno, su caso no fue el único. También Lavinia Warren hubiera podido retirarse cuando enviudó de Tom Thumb y llevar una vida cómoda y tranquila, pero siguió viajando hasta una edad muy avanzada. La mayoría de las «curiosidades humanas» se exhibían porque era la única manera que tenían de ganarse el sustento, pero había otras que lo hacían porque les daba la gana. Por ejemplo, en alguna parte leí que la Mujer Cigüeña que sale en Freaks era una judía de Springfield dueña de cinco edificios de apartamentos. ¿Qué necesidad tenía esa señora de exhibirse de aquí para allá, en las ferias, como «monstruo»? La única explicación que se me ocurre es que llevaba el virus del espectáculo en la sangre. Eso mismo debe haberle pasado a Chiquita.
Como te decía, ella se quedó en Brighton Beach durante mucho tiempo, hasta que tuvo problemas con Ferari y rompió con él. Durante los años siguientes se dedicó a viajar de un lado para otro, actuando en lo que se le presentaba. Hasta en México estuvo. Donde conseguía trabajo, allá iba. Y detrás de ella, Rústica, por supuesto. En esa época ya Chiquita tenía casi cuarenta años, pero, por lo que se aprecia en las fotos, se conservaba bastante bien.
Esa etapa de su vida la enana la condensó en el libro en muy poco espacio. Los capítulos finales de su biografía eran bastante escuetos. Y la culpa de eso, hasta cierto punto, la tuve yo. Un día me di cuenta de que llevaba ya tres años en Far Rockaway y me entró el barrenillo de irme de allí. Era joven y quería darle un cambio a mi vida. Aunque no podía quejarme, porque me habían tratado muy bien, la verdad es que me sentía saturado de Chiquita, de Rústica y del libro. Estaba harto de hacer lo mismo día tras día y de oír la vocecita de la enana mañana, tarde y noche. A todo eso súmale que extrañaba mi tierra. Tenía unos deseos locos de volver a Cuba.
Sin embargo, me daba un no sé qué irme de sopetón y dejar a Chiquita con el trabajo sin terminar. Ella había sido muy especial conmigo, hasta me pulió el inglés, y no podía hacerle esa mierda. Además, te voy a confesar una cosa: a esas alturas yo sentía que, de alguna manera, el libro que estábamos haciendo también era mío. Me daba miedo que Chiquita perdiera el entusiasmo y lo dejara inconcluso. O, peor aún, que eligiera a algún chapucero para sustituirme y lo que habíamos escrito con tanto esmero se estropeara.
Cuando le anuncié que no iba a seguir trabajando con ella, que quería regresar a Matanzas, su primera reacción fue encabronarse. Se voló como una cafetera. Se había acostumbrado a tenerme a su lado y no quería dejarme ir de ninguna manera. Por suerte Rústica intervino y le hizo entender que yo llevaba varios años separado de mi madre y que era lógico que quisiera volver junto a ella. No sé si la negra dijo eso porque le salió del alma o por las ganas que tenía de librarse de mí, pero el caso es que logró apaciguarla y hacerla entrar en razón. A regañadientes, Chiquita respetó mi decisión, pero me pidió que termináramos su biografía antes de que me fuera de Far Rockaway. Entonces nos pusimos un plazo de dos meses para acabar el trabajo. Y lo cumplimos.
Ahora bien, yo pienso que de todas formas, incluso si a mí no me hubiera entrado la obsesión por regresar a Cuba, Chiquita no se habría extendido mucho al relatar los años finales de su carrera. Esa parte de su vida a ella le convenía resumirla, hacerla lo más breve posible. Como su intención era aparentar que siempre estuvo en la cúspide, no podía entrar en muchos detalles sobre lo que pasó cuando se fue poniendo vieja y dejó de ser una gran figura.