[Capítulo X]
De todos los capítulos del libro, el décimo era el más romántico y estaba dedicado casi por completo a Patrick Crinigan.
Chiquita lo empezaba asegurando que el irlandés había sido no sólo el primero, sino también el mayor de sus amores, y luego lo describía minuciosamente, haciendo énfasis en su caballerosidad, su buen humor y su inteligencia. A mí siempre me pareció que no hacía falta que ese retrato fuera tan detallado, que podía reducirse a la tercera parte, pero ella se negó a recortarlo. En fin, cada loco con su tema.
La sustancia de ese capítulo estaba al final. Lo demás no aportaba mucho. Páginas enteras hablando de lo bien que se entendían los dos, de lo mucho que se divertían juntos, de cómo en cuanto se decían adiós empezaban a echarse de menos y de otras idioteces por el estilo. Puro relleno. Por ejemplo: había una escena larguísima que transcurría en el Central Park. Muy bonita, muy bien escrita y todo lo que tú quieras, pero si te la saltabas, no te perdías nada.
Para escribir ese pedazo nos demoramos una eternidad. Figúrate: a Chiquita se le antojó que todas las descripciones del Central Park tenían que ser fieles a la realidad y, como había cosas que no tenía claras, me hizo ir varias veces hasta allá, para que le recordara de qué colores estaban pintados los caballitos del carrusel o para que contara el número de peldaños de una escalinata. ¿Te parece justo obligar a alguien a ir desde Far Rockaway hasta Manhattan por semejantes estupideces? Más de una vez estuve tentado de mandarla para el carajo. Pero cuando una mujer, por chiquita que sea, se encapricha en algo, no vale la pena gastar saliva tratando de hacerla entrar en razón. Así que hasta el parque me zumbaba yo y caminaba de una esquina a otra tomando las notas más imbéciles que te puedas imaginar: «En el carrusel hay caballos negros, pardos y blancos, y todos tienen las bocas abiertas, grandes dientes y las lenguas afuera» o «Las escalinatas que van de la terraza hasta la fuente donde está el Ángel de las Aguas tienen treinta y seis escalones, ni uno más ni uno menos, con un rellano entre el escalón número dieciocho y el diecinueve».
El problema era que, como en esa época ya Chiquita no salía de su casa para nada, pensaba que el Central Park seguía siendo el mismo paraíso que ella había conocido al llegar a Estados Unidos. Me hablaba de lugares y de cosas que recordaba muy vívidamente —el Little Carlsbad, un pabellón donde podían tomarse treinta tipos diferentes de aguas minerales; la glorieta pintada con alegres colores en la que una banda ofrecía conciertos al aire libre; las góndolas traídas desde Venecia que navegaban por el lago—, y me miraba con incredulidad y pesar cuando yo le explicaba que todo eso o estaba en pésimas condiciones o ya no existía. En su recuerdo, el Mall era un constante ir y venir de jinetes y de lujosos carruajes, y la Explanada, el paseo de moda al que acudían las señoritas y los caballeros para lucir su ropa nueva. Pero ese mundo sólo existía en su imaginación. La realidad que yo encontraba era muy diferente.
Desde años atrás el parque estaba descuidado, en decadencia, y la Depresión había empeorado las cosas. La gente elegante y perfumada que antiguamente lo visitaba y que se sentaba durante horas a chacharear en sus bancos de madera, de granito, de ladrillos y de hierro fundido, había sido sustituida por montones de desempleados mugrientos que vivían allí. Sí, como lo oyes: como no tenían techo, el parque se había convertido en su refugio. Unos dormían debajo de los puentes y otros en casuchas hechas a la buena de Dios con pedazos de cartón, tablas y chatarra. Y no te cuento la peste que había en el Belvedere por culpa de esos infelices que cagaban y meaban en cualquier lado. El castillo estaba hecho una asquerosidad. Muchas de esas gentes, en su desesperación al verse sin casa ni comida, rompían las cercas, los bancos y las pérgolas, cortaban los árboles y rayaban los monumentos. Ni siquiera las estatuas de bronce se salvaron del vandalismo: a la del cazador indio, unos graciosos le robaron su arco, y a la del tigre con el pavo real en la boca, no se sabe cómo, la sacaron de la piedra donde estaba colocada.
Yo no justificaba esas atrocidades, pero tampoco las condenaba. A lo mejor, de no haber conseguido trabajo, habría hecho lo mismo que esos homeless: destruir y destruir, porque nada embrutece y desespera tanto como sentirse en un callejón sin salida, y al fin y al cabo es preferible que la gente se desahogue cortándole una rama a un árbol y no la cabeza a un policía.
Estando en el parque, me topé con los italianos de la pensión. Casi ni los reconocí, de lo cochinos que andaban. Estuve tentado de acercarme y saludarlos, pero me miraron con tanto odio que cambié de idea. ¿Alguna vez has sentido vergüenza de salir a la calle limpio y bien vestido? Esa mañana yo la sentí.
La parte del capítulo dedicada al Central Park terminaba con Chiquita y Patrick Crinigan caminando por delante de la lechería donde en esa época les daban vasos de leche fresca, gratis, a los niños. Al ver que un señor y su niña pasaban junto al quiosco sin detenerse a pedir su vaso, uno de los empleados los llamaba a voces: «¡Señor, señor, venga para que su hijita se tome la leche!». A Chiquita esa confusión la puso furiosa, pero al irlandés le hizo mucha gracia y a partir de ese momento, cada vez que quería enojarla, le decía «hijita mía».
Cuando empezó a ensayar en el vaudeville de Proctor, la vida de Chiquita se complicó bastante. Pero eso no impidió que continuara viéndose a menudo con su amigo. Digo amigo y no pretendiente, enamorado o novio, porque hasta ese momento la palabra amor no se había mencionado entre ellos. Crinigan se comportaba muy respetuosamente, le traía flores, le compraba dulces finos, le decía requiebros, pero de ahí no pasaba la cosa. Como ya no podían disponer a su antojo, como antes, de las mañanas y las tardes, la solución que se les ocurrió para seguir viéndose a menudo fue empezar a ir a los teatros por la noche.
Quien se fastidió con ese cambio fue Segismundo. Él hubiera preferido seguir ajeno a esa relación, pero Chiquita lo designó como su acompañante oficial para las salidas nocturnas y no pudo decirle que no. Hasta ese momento, Rústica había sido la chaperona perfecta, pero sentar a una negra en un palco del Daly’s, el Garrick, el Bijou o cualquiera de los teatros de Nueva York era demasiado provocativo para la sociedad de aquel tiempo. Ten en cuenta que, a pesar de que en Estados Unidos la esclavitud se había abolido hacía más de treinta años, los blancos tenían sus espacios y los negros los suyos. Ser prieto era un dolor de cabeza, era ser ciudadano de quinta categoría. A juzgar por lo que dicen en los periódicos y en la televisión, parece que eso ha cambiado algo. Ahora son de tercera.
Fíjate qué cosa tan curiosa: en esa época, los negros de Cuba tenían más derechos que los de Estados Unidos. Podían sentarse al lado de los blancos en los trenes, las cantinas y los teatros; podían mandar a sus hijos a las escuelas públicas y, si tenían dinero, hasta a la universidad, y ya en las parroquias no se anotaba el nacimiento de los blancos en un libro y el de los morenos en otro. Lo interesante es que la mayoría de esas medidas se pusieron en práctica antes de que España aboliera la esclavitud. Pero no vayas a pensar que los gallegos permitían esas cosas porque tuvieran buenos sentimientos. No seas ingenuo: lo hacían para ver si la gente de color se tranquilizaba, se olvidaba de la independencia y dejaba de conspirar.
Los dramas, las comedias y las óperas bufas que vieron durante esas semanas le cayeron de perlas a Chiquita, porque pudo estudiar la forma en que los artistas de moda se movían por el escenario, y cómo se relacionaban con el público. Ella tomaba nota mentalmente de todo lo que le parecía bueno, con la idea de aplicarlo cuando le llegara su turno. Hasta a la ópera fueron, una noche en que Lilli Lehmann cantaba Tristán e Isolda; pero aunque el espectáculo era a todo trapo, ni a Chiquita ni a Mundo les gustó la música de Wagner. La hallaron demasiado grandilocuente e intimidatoria, y se pasaron toda la función brincando en sus asientos por culpa de los cornos y las trompetas. Por supuesto, no le dijeron nada a la Lehmann cuando, en un entreacto, Crinigan los llevó hasta su camerino. Ella regresaba en unos días a Alemania y le deseó mucha suerte a Chiquita.
También fueron a un par de vaudevilles en los que cantaban y bailaban liliputienses, pero después de observarlos con atención, Chiquita dictaminó que no se trataba de verdaderos artistas, sino sólo de «curiosidades del género humano». Crinigan estuvo de acuerdo, pero le aclaró que los artistas que Pastor y Hammerstein tenían contratados para el otoño eran harina de otro costal: profesionales fogueados en los mejores teatros de Europa, de larga experiencia y probada calidad. Rivalizar con ellos, le advirtió, sería todo un reto.
—Ah, caramba —exclamó Chiquita, haciéndose la ofendida—. ¿Duda usted de mis méritos?
—Jamás —ripostó su admirador—. Tengo la certeza de que sobre la Tierra no existe otra criatura tan talentosa y adorable como usted.
Una noche que estaban en el Empire, viendo una obra protagonizada por Maude Adams, al terminar el primer acto Crinigan le dio dinero a Mundo y lo mandó a comprar bombones. Entonces, cuando su «hijita» y él se quedaron solos en el palco, le tomó una mano y le dijo que la amaba y que estaba loco por casarse con ella.
En su opinión, la diferencia de tamaños podía ser un inconveniente para su matrimonio, pero no un obstáculo insalvable. Si otras parejas habían podido sortearlo y vivir felices como marido y mujer, ¿por qué ellos no? Y antes de que Chiquita pudiera contradecirlo, sacó una vieja postal que llevaba en el bolsillo de la chaqueta y se la enseñó. Era un retrato del señor y la señora Reed, un matrimonio que había sido muy popular en Estados Unidos años atrás precisamente porque él medía seis pies y ella era una dama muy menuda.
—La señora Reed era bajita, pero no liliputiense —comentó Chiquita con los ojos clavados en la postal—. Le daba a su marido por el ombligo. Yo, en cambio, apenas te llego a las rodillas[15].
Pero al darse cuenta de que el semblante del irlandés se demudaba, le aclaró que eso no significaba que lo estuviera rechazando. ¿Qué sentido tenía negarlo? Ella también lo amaba. Desde el primer momento se había sentido atraída por sus patillas coloradas y el azul casi transparente de sus ojos… Entonces Crinigan le confesó que su sueño era llevársela a vivir al campo, en Connecticut. Una casita con una gran chimenea y un jardín, cerca de un arroyo y de un bosque, lejos del bullicio y de la gente indiscreta, ¿qué escenario mejor para una vida conyugal? Aunque no era rico, con lo que tenía podrían vivir con dignidad. Además, ya había hablado con Pulitzer sobre la posibilidad de enviar crónicas para el World desde allá.
En ese instante, Mundo volvió con los confites y su prima le ordenó, en un tono que no admitía réplicas, que se fuera a dar un paseo por el foyer. Mister Crinigan y ella estaban discutiendo un asunto importante y necesitaban hacerlo sin testigos.
—Querido Patrick —exclamó dulcemente en cuanto Mundo se esfumó, y a su pretendiente le pareció de muy buen agüero que dejara a un lado el ceremonioso Mister Crinigan y se animara a utilizar su nombre de pila—. Seamos razonables. Acabo de firmar un contrato y dentro de unos días debutaré en uno de los mejores vaudevilles. Sería una locura renunciar a todo eso para casarme contigo o con cualquier otro hombre.
Chiquita contaba que en ese momento al irlandés se le aguaron los ojos como si fuera a llorar. Por eso se apresuró a decirle:
—No me pidas lo único que no estoy dispuesta a hacer por ti —y, entornando los párpados, añadió—: Ahora bien, si me pides cualquier otra cosa, como, por ejemplo, que te acompañe a tu apartamento y sea tuya esta noche, no podré negártelo.
¡Imagínate! El irlandés se quedó boquiabierto y lo único que atinó a preguntarle fue qué explicación podrían darle a Segismundo. Pero Chiquita se hizo cargo de eso. Cuando el primo reapareció, le anunció que habían decidido irse sin ver los actos que faltaban. Mister Crinigan y ella necesitaban privacidad y un palco del Empire no era el lugar más adecuado.
—Lo acompañaré a su apartamento y tú esperarás en algún café hasta que terminemos nuestra charla —le dijo.
Patrick no era ningún novato, pero cuando tuvo a Chiquita en su dormitorio, tentadora y dispuesta a todo, se puso muy nervioso. La subió a su cama, la desvistió y empezó a acariciarla con mucha delicadeza. Según Chiquita, en ese momento lamentó haberle entregado su virginidad al zapatero Carrodeaguas. Pero enseguida trató de ahuyentar ese recuerdo. Lo del mulato, explicaba, había sido una especie de sacrificio para poder retener a su lado a Rústica. En cambio, lo que la impulsó a montarse a horcajadas sobre el pecho de Patrick, a tirar del vello rojizo que le crecía entre las tetillas como una amazona de las riendas de su corcel y a besarlo en los labios y en la frente, fue el amor.
Chiquita se llevó una sorpresa al descubrir que, aunque su amado era alto y ancho como un escaparate, tenía una llavecita muy pequeña. Entonces, envalentonada, se atrevió a sugerirle que la metiera dentro de su cerradura. «Pero sólo la puntica», le rogó, cautelosa. El irlandés la complació. Al principio, apenas se movía, temeroso de hacerle daño, pero tanto se entusiasmaron, que cuando vinieron a darse cuenta ya toda la llavecita estaba adentro.
Para cerrar el capítulo, Chiquita comentaba que esa noche Crinigan le había confesado que desde años atrás tenía la oscura fantasía de poseer a una niña. Con su «hijita», una mujer del tamaño de un bebé, por fin había podido satisfacer ese deseo prohibido sin ningún tipo de remordimiento. Y ella, ¿se había sentido culpable al retorcerse de placer entre las sábanas del periodista? Aquel desenfreno, aquella lujuria, estaban reñidos con los preceptos morales que le habían inculcado, con el comportamiento que se esperaba de una señorita de Matanzas. Pero ¿acaso ella era una señorita común y corriente? Todos, desde sus padres hasta sus primas, habían dado por sentado que un ser humano de su tamaño podía aspirar a tener el cariño de la familia, pero no la pasión de un amante. ¿Por qué, entonces, atenerse a las reglas de un mundo que le negaba la posibilidad de amar y de realizarse como mujer? A fin de cuentas, Chiquita era una artista —o pronto lo sería— y las artistas estaban por encima de las restricciones morales o de cualquier otra índole. Haber tenido decenas de amantes y ser hija y sobrina de cocottes no privaba a la Bernhardt del respeto de su público ni impedía que se la considerase una gran dama.
Después de esas reflexiones, cerraba con una última oración bastante maliciosa, que decía algo así como: «Durante las siguientes noches, Segismundo se volvió cliente habitual de un tranquilo café que quedaba cerca del domicilio de Crinigan…».
Cuando terminé de mecanografiar el capítulo, yo tenía las orejas encendidas y me daba vergüenza mirar a Chiquita, porque cada vez que lo hacía me la imaginaba desnuda.
—Muchacho, no creí que fueras tan puritano —se burló ella—. Cada vez que te dicto un episodio picante te ruborizas. Será mejor que te acostumbres, porque todavía me faltan unos cuantos. ¿No te has dado cuenta de que soy una mujer a la que le tiene sin cuidado el qué dirán?
En realidad, de lo que desde hacía rato me venía dando cuenta era de la extraña atracción que Chiquita sentía por mí. De un tiempo a esa parte, había empezado a mirarme con languidez y a comportarse como si, más que su empleado, yo fuera un enamorado que no se decidiera a cortejarla o algo por el estilo. Se empeñaba en que la acompañara a su jardín, a regar los lirios y las margaritas chinas, y a ver cómo los azulejos se bañaban en una fuentecita. Y si alguna ardilla hambrienta bajaba del magnolio o del sauce llorón que había sembrados en el patio y se nos acercaban para pedir comida, chillaba exageradamente y aprovechaba el pretexto para abrazarse a mis pantorrillas en busca de protección. También me obligaba a leerle mis sonetos por las noches, junto a la chimenea, y me miraba con adoración.
Déjame aclararte, para evitar malas interpretaciones, que entre nosotros nunca hubo nada físico. Es más, créeme que en los casi tres años que viví en Far Rockaway si le rocé los dedos de la mano un par de veces, fue mucho. No es que me repugnara, sino que seguía intimidándome un poco. La verdad es que nunca pude habituarme a su tamaño. Oye, se dice fácil, pero es del carajo tener enfrente a una vieja con el cuerpo de una niñita.
Pero no fui yo el único que se dio cuenta de esa especie de flirteo de adolescente. Rústica lo captó enseguida y, como le molestaba lo bien que me trataba la dueña de la casa y que nos pasáramos horas conversando de cosas que nada tenían que ver con el libro, cada vez que podía me lanzaba una pulla. Una mañana que me retrasé un poco, me tocó a la puerta y dijo con retintín: «Apúrese, que su novia lo está esperando».
Llegó un momento en que Chiquita se volvió muy posesiva. Pretendía que estuviera todo el día con ella y ponía mala cara cuando le avisaba que iba a dar una vuelta por el pueblo. ¡Hasta empezó a darme clases de inglés por las noches, para retenerme a su lado! Pero como comprenderás, yo no podía pasarme las mañanas, las tardes y las noches metido en esa casa. La vida no podía ser tan monótona. Había días en que sentía que me asfixiaba, que no soportaba aquel encierro y me rebelaba.
Recuerda que en esa época yo era un muchachón y a esa edad uno necesita sentirse libre, salir a la calle, decirle un piropo a alguna mujer bonita, tomarse un trago. Aunque te aclaro que en Far Rockaway no había mucho en qué entretenerse. En sus años de gloria había sido un balneario de moda, con hoteles lujosos, pero de eso ya sólo quedaba el recuerdo; por entonces era una especie de pueblo fantasma que sólo revivía de julio a septiembre, cuando la gente iba a veranear. Y para empeorar las cosas, de tragos nada. El alcohol estaba prohibido y lo más parecido a una cerveza que podías conseguir era un sirope de malta inmundo, que no había quien se lo tomara.
Cuando me sentía harto de Chiquita, de Rústica y de Far Rockaway, me consolaba pensando que peor me había ido friendo los pescados de mi tío. Para pasarla bien, uno tenía que ir a Playland, el parque de diversiones que quedaba en la misma península, pero bastante lejos de la casa, por en vuelta de Rockaway Beach. Yo fui tres o cuatro veces, hasta que me aburrí. Tanto barullo y tanto gentío me aturdían y, además, nunca tuve valor para subirme en la montaña rusa. Por suerte, un tipo que conocí en la calle me contó que en Belle Harbor, que era otro pueblito de los Rockaways, vivía una sueca muy cariñosa y me dio su dirección. Fui a verla, me convertí en cliente suyo y eso me hizo la vida más llevadera. Una o dos veces a la semana iba a hacerle la visita. La sueca no era barata, pero piensa que yo casi no tenía gastos. Además, con ella nunca te sentías estafado. Te atendía sin apuro, como si fueras un marajá, y el servicio incluía una que otra copita de whisky casero.
Para mí que Chiquita llegó a leerme la mente, porque cada vez que estábamos trabajando en su libro y yo pensaba: «Esta noche voy a pasarla rico con Greta» (así se llamaba la sueca, igual que la Garbo), me miraba atravesado y ponía cara de reproche. A veces se enfurruñaba tanto que me dejaba de hablar, o si no, se quejaba de que no le estaba poniendo empeño al trabajo y amenazaba con sustituirme. Aquello podía ser muy desagradable. Pero el berrinche nunca le duraba mucho, los celos se le pasaban y volvía a tratarme como si nada: me halagaba, decía que Dios me había puesto en su camino y que sin mi ayuda jamás hubiera podido escribir su vida.
Esta situación que te comento duró varios meses, pero luego ella comprendió que su comportamiento era irracional, y dejó de celarme y de querer tenerme al lado todo el tiempo. De haber sabido algo de los astros en esa época, hubiera entendido enseguida por qué Chiquita tuvo tantos amores y por qué, con sesenta años en las costillas, seguía flirteando conmigo como si fuera una adolescente. ¿Qué otra cosa podía esperarse de alguien que nació con la Luna en Tauro, con Venus en Acuario, con Urano en la Casa Séptima y con Júpiter en la Casa Quinta?
¿Tú entiendes algo de astrología? Yo tampoco sabía nada hasta que, al regresar a Matanzas, me enredé con Carmela, una mulatica clara, de esas que parecen blancas, que se ganaba la vida tirando las cartas y leyendo la palma de la mano. También era espiritista, hacía cartas astrales y hasta te decía el pasado, el presente y el futuro mirando una bola de cristal. Tenía una clientela tremenda. Pero esa historia no tiene nada que ver con el décimo capítulo, así que mejor la dejo para otro día, porque ya hace rato que te veo mirando el reloj y me imagino que estarás loco por irte.