Capítulo I
Espiridiona Cenda llega al mundo. La leche de Nefertiti. Accidentado bautizo. Una advertencia de ultratumba. Visita a Matanzas del gran duque Alejo Romanov. Excursión al valle de Yumurí. El amuleto. Extraños jeroglíficos. La bilocación del jorobado. Los cuatro hermanos de Chiquita.
El día que su primogénita cumplió doce años, el doctor Ignacio Cenda la llamó a su despacho, le pidió que apoyara la espalda en la pared donde tenía colgado el título de medicina de l’Université de Liège y la midió.
—Veintiséis pulgadas —murmuró con voz inexpresiva. Exactamente lo mismo que el año pasado. Y que el anterior. Aunque sobre ese tema no se hablaba delante de ella por delicadeza, su hija sabía que todos en la familia, excepto él, habían renunciado a la esperanza de que creciera.
—Bueno, al menos tampoco me he encogido —bromeó Chiquita, tratando de restarle importancia al asunto, y se abrazó con cariño a las rodillas de su padre. Medir una pulgada más o menos no le importaba demasiado. Era corta de estatura, pero no de ideas, y hacía tiempo se había resignado a ser una enana.
—¡No uses esa palabra! —la regañaba Cirenia del Castillo, su madre, cada vez que la oía hablar así—. Tú no eres enana, sino liliputiense.
Pero, para Chiquita, una palabra u otra no cambiaba mucho las cosas.
—Los enanos son deformes, grotescos —insistía Cirenia, mirándola con reproche, sin dejar de mover a gran velocidad sus agujas de tejer—. Tú, en cambio, tienes una figurita grácil y armoniosa. Eres perfecta.
«Perfecta, sí, pero enana. Perfectamente enana», le hubiera gustado replicar a Chiquita, pero ¿para qué?
Espiridiona Cenda del Castillo nació a las siete de la mañana del 14 de diciembre de 1869, en la ciudad de San Carlos y San Severino de Matanzas, en la costa norte de la isla de Cuba.
Don Ignacio no quiso asistir a su esposa en el parto, temeroso de que la emoción le hiciera perder su proverbial sangre fría, y pidió a Pedro Cartaya, un colega en el que tenía plena confianza, que se hiciera cargo de la tarea.
Como si fuera un marido cualquiera, y no uno de los médicos más respetados de la provincia, aguardó en su despacho, bebiendo whisky y caminando de un lado para otro, hasta que los aullidos de dolor de su mujer cesaron súbitamente y oyó un débil berrido. Entonces echó a correr hacia la puerta del dormitorio principal y allí se quedó, paralizado, sin atreverse a entrar. No tuvo que esperar mucho: a los pocos minutos, el doctor Cartaya salió de la habitación.
—¿Todo bien? —se apresuró a preguntarle—. ¿Algún problema? —insistió, temeroso de que la criatura hubiera nacido con alguna malformación.
—Tranquilízate, hombre —le dijo Cartaya—. Es una hembrita linda y sana. Sólo que… un poco chiquita —añadió con cautela.
Aquel un poco fue un piadoso eufemismo. Segundos después, Ignacio Cenda comprobó, con un nudo en la garganta, que en realidad su hija era muy chiquita. Demasiado, tal vez. Era la recién nacida más diminuta que había visto en su vida. Eso sí, no le faltaba ni le sobraba nada. Disimulando su desconcierto, besó la frente de Cirenia, que sostenía a la niña, ya lavada y envuelta en pañales, entre sus brazos, y le aseguró que no había de qué preocuparse.
—Con cuidados y buena alimentación crecerá —la tranquilizó. Él mismo, tan alto y fornido, había sido un sietemesino enclenque. Su esposa estuvo a punto de replicar que su primera hija no era ninguna prematura: la había llevado durante nueve largos meses en el vientre. ¿Por qué llegaba al mundo tan esmirriada? Pero se sentía tan agotada que prefirió asentir, cerrar los ojos y sumirse en un sueño reparador[2].
Doña Lola, la madre de Cirenia, había escogido los nombres de todos sus hijos y de la mayoría de sus nietos guiándose por el santoral, e insistió en que la niña se llamara Espiridiona en recuerdo de San Espiridión, el obispo milagroso de Chipre. Aunque Ignacio hubiera preferido un nombre sencillo, corto y fácil de recordar, como Ana o Rosa, no quiso discutir y la vieja se salió con la suya.
Chiquita nunca soportó su nombre, que sentía inapropiado y ajeno, y sólo lo utilizaba cuando no tenía otro remedio. Por suerte para ella, a la hora de llamarla o de mencionarla casi nadie se acordaba de que era tocaya del santo chipriota. Para todos era simplemente Chiquita. Así había comenzado a decirle su mamá desde que la tuvo por primera vez en el regazo —«mi chiquita, mi chiquitica»—, y todos se apropiaron del nombre, por cariño y porque resultaba perfecto para ella. Sólo doña Lola, para fastidiar, se empeñaba en llamarla Espiridiona cada vez que iba a visitar a los Cenda, que era a diario, mañana, tarde y noche, porque vivía muy cerca y le encantaba meter las narices en todo y enmendar las órdenes que su hija daba a los esclavos domésticos.
La esposa del doctor Cenda sólo pudo amamantar a la niña durante ocho días, pues un disgusto inesperado le cortó la leche: un pariente suyo llamado Tello Lamar fue sorprendido mientras fundía balas en una finca y, después de improvisarle un juicio relámpago, los españoles lo fusilaron frente al muro del antiguo cementerio de San Juan de Dios.
Hacía algo más de un año que Cuba estaba en guerra. Mientras los insurrectos luchaban en los campos por la independencia, en las ciudades los soldados de España y los batallones de voluntarios mantenían a la gente aterrorizada. Cualquiera que simpatizara con las ideas separatistas corría el riesgo de ser encarcelado y perder sus bienes, de ser deportado a la isla de Fernando Poo, en la lejana África, o de ser ajusticiado como el desdichado Tello. En medio de aquel infierno de confiscaciones y penas de muerte, Matanzas era uno de los pocos lugares de la isla que conservaba una relativa tranquilidad. No porque faltasen revolucionarios, sino por la mano de hierro con que gobernaban las autoridades y la rapidez con que se sofocaba cualquier conspiración.
Así pues, los Cenda tuvieron que alquilar a una criandera negra para que le diera el pecho a la niña. Su leche, abundante y espesa, tenía fama de sentarle muy bien a los recién nacidos. Que nadie vaya a pensar que Chiquita fue una de esas criaturas melindrosas que le huyen a la teta cuando se la ofrecen. Todo lo contrario: se prendía como una ternera del pezón oscuro y chupaba y chupaba golosamente. Tres semanas más tarde, estaba rozagante y rellenita, pero continuaba siendo una minucia, un gusarapo que al menor descuido se escurría entre las manos.
Una mañana, mientras amamantaba a la niña, a la criandera se le ocurrió comentar en alta voz algo que toda la servidumbre pensaba y, por prudencia, callaba: «Para mí que este angelito va a ser enano». Para su desgracia, la madre de Cirenia la escuchó y, sin pensarlo dos veces, la echó de la casa, no sin antes gritarle que era una negra sucia y una deslenguada.
Dio la casualidad de que en ese momento el doctor Cenda estaba atendiendo en su consultorio a un caballero que había pescado una enfermedad venérea en el burdel de Madame Armande, y ambos fueron testigos de los improperios de doña Lola y de las protestas de inocencia de la criandera. Deseoso de congraciarse con el médico, el paciente le habló maravillas de una camella tuerta y vieja que tenía en su finca de las Alturas de Simpson. La leche de ese animal, calificada por muchos de milagrosa, había salvado la vida a más de un niño delicado de salud.
—¿Una camella en Matanzas? —se asombró el padre de Chiquita.
—Tal como lo oye —se apresuró a asegurar la víctima de Madame Armande.
Años atrás, a un tío suyo se le había metido entre ceja y ceja importar camellos del Sahara para usarlos como bestias de carga. Así que hizo traer una docena y los puso a trabajar en sus campos de caña. No tardó en darse cuenta de que su plan era un fracaso total. Pese a su conocida resistencia al calor y a la sequía, los camellos resultaron completamente inútiles en el Trópico. La tierra colorada y la vegetación abundante parecían embotar sus sentidos, avanzaban dando tumbos, lloriqueaban como si añoraran las dunas del desierto y sólo dos, Amenofis y Nefertiti, consiguieron sobrevivir.
—Harto de aquellos rumiantes neuróticos, mi tío vendió el macho a un circo y la hembra me la regaló a mí. Así que si quiere, se la presto —concluyó el enfermo y su oferta fue aceptada en el acto.
Esa misma tarde Nefertiti desfiló parsimoniosamente por las calles de Matanzas, para sorpresa y regocijo del populacho, y se instaló en el patio de los Cenda. La niña no puso reparos a su nuevo alimento y durante varios meses tragó con avidez los generosos biberones que le daban con la esperanza de verla crecer. Si la leche de la camella era mirífica o no, no viene al caso discutirlo aquí, pero lo cierto es que a Chiquita no la pudo estirar.
Tampoco sirvieron de mucho los purés de viandas que Minga, la vieja esclava que había criado a Cirenia, le preparaba, ni las carísimas pócimas que el doctor Cenda hizo traer de Europa. Espiridiona crecía a cuentagotas, con un desgano insultante. Cuando cumplió seis meses, el padre Cirilo la bautizó en la intimidad de la casa. El doctor Cartaya y Candelaria, una prima de Cirenia a la que le decían Candela, fueron los padrinos.
Chiquita tuvo la indelicadeza de orinarse en los brazos de su madrina en el preciso momento en que la rociaban con el agua bendita. Los presentes se esforzaron por fingir que nada había ocurrido, pero al concluir la ceremonia soltaron las carcajadas. El padre Cirilo aseguró que nunca antes un angelito le había hecho semejante jugarreta.
¿Esa micción abundante y provocadora, en momento tan poco oportuno, sería una señal de que la niña estaba predestinada a hacer cosas fuera de lo común?
—¡Ay, si es una muñequita! —decían las amigas de Cirenia y se disputaban a la niña para cargarla, hacerle mimos y celebrar lo negros que tenía los ojos y el cabello.
Pero en cuanto las dejaban solas, arqueaban las cejas e intercambiaban miradas de estupor. La niña era una preciosura, sí, pero muy poquita cosa. La ropa de canastilla le quedaba enorme y habían tenido que hacerle pañales, sábanas y baticas mucho más pequeños. Aquello no era normal. Pobre Cirenia. Le había tocado una cruz difícil de cargar.
Los Cenda tuvieron que lidiar con el dolor y la inconformidad de haber traído una rareza al mundo. Adoraban a Chiquita, pero no acababan de aceptarla tal cual era. La querían de una manera desmesurada, casi rabiosa, en la que era difícil discernir cuánto había de cariño, de lástima y de remordimiento. No sacaban a la niña a la calle, a menos que fuera imprescindible, para evitar exponerla a la curiosidad o la burla de la gente malsana, y se ofendían si sus familiares y amigos la miraban con compasión.
A Cirenia le dio por pasarse horas en la iglesia, rezándole a cuanto santo tenía fama de milagroso, y a Ignacio por escribir cartas a los mejores doctores de Europa, con la esperanza de que le recomendaran un medicamento capaz de hacer crecer músculos y huesos o de que, al menos, le dieran una explicación para el mal de su hija. Como para echar más sal a sus heridas, una de aquellas eminencias le contestó que la posibilidad de engendrar una criatura así podía compararse con la de hallar la célebre aguja extraviada en el pajar. Lo que el sabio no aclaraba era por qué les había tocado a ellos la desgracia de encontrarla. Eran jóvenes, saludables y en sus familias no existían casos de enanismo. ¿De quién era la culpa, entonces? ¿Se trataba de un castigo de Dios? ¿De una suerte de expiación por algún pecado? Puesto al tanto de sus dudas, el cura Cirilo se apresuró a descartar cualquier connotación punitiva en el asunto. A su juicio, el tamaño de Chiquita era una prueba del Altísimo a la fe y la fortaleza de espíritu de la pareja.
El abatimiento de Cirenia llegó a tal punto que un día le pidió a Minga que la acompañara a ver a una mayombera que consultaban, a escondidas, muchas damas de Matanzas. Cubiertas con mantillas, para evitar que las reconocieran, se dirigieron hacia la casucha junto al río Canímar donde vivía Ña Felicita Siete Rayos.
Ama y esclava observaron cómo la negra echaba un chorro de aguardiente en el interior de una cazuela. Esa era su nganga, su prenda, el caldero de hierro de tres patas donde tenía metidos un cráneo humano, tierra de cementerio y de una encrucijada, palos de distintos árboles y huesos de sabandijas. El habitáculo de los espíritus, del Muerto, de lo sobrenatural. Algunos mayomberos obligaban a los difuntos a hacer cosas malas. Ella no, aclaró Ña Felicita: ella era una mayombera cristiana que sólo procuraba el bien de la gente. Después de trazar una extraña rúbrica en el piso, la bruja empezó a canturrear:
Nganga yo te ñama
kasimbirikó.
Nganga mío yo te ñama.
Nganga ñama kasimbirikó…
Una y otra vez lanzó siete conchas marinas sobre una mesa para averiguar qué le deparaba el porvenir a Espiridiona Cenda del Castillo y si existía alguna esperanza de sanación para ella, pero las respuestas fueron reticentes o contradictorias. Su nganga era así: majadera, ñoña, voluntariosa. A veces costaba ponerla a trabajar, explicó Ña Felicita a sus visitantes. Untó con manteca de coco el caldero, le encendió una vela y volvió a cantarle, mimosa.
¡Pero qué va! La nganga siguió ignorándola y de nada sirvió que, para despabilarla, su dueña le quemara tres montoncitos de pólvora ni que la azotara con una escoba de palmiche. Entonces a Felicita Siete Rayos no le quedó otro remedio que recurrir a los santos, a los mpungos, y rogarles que intervinieran. Dio una profunda calada a su tabaco y pidió ayuda a Nsambi, Sambiapunguele, Insambi, el Todopoderoso, el Creador, y también a Jesucristo Mpungo Kikoroto y a Mama Kengue, Nuestra Señora de las Mercedes.
Súbitamente la mayombera cayó en trance, se sacudió de pies a cabeza con violencia, y luego, con la voz grave y carrasposa de un anciano, preguntó por qué lo molestaban y lo obligaban a volver al lugar donde había padecido tanto. Era el espíritu de Kukamba quien hablaba: un congo muerto hacía más de trescientos años, el primer esclavo africano en poner un pie en Cuba, después de cruzar el océano en un barco negrero, y el primero en ser calimbado, marcado al fuego como una res con las iniciales de su amo.
Al notar que Cirenia se había quedado muda de terror, la vieja Minga tuvo que hablar con Kukamba y pedirle que les averiguara qué planes tenían en el Más Allá para la niña Espiridiona Cenda del Castillo.
A través de los ojos de la médium, Kukamba miró a las mujeres de hito en hito y les contestó que Allá no conocían a nadie con ese nombre tan rimbombante. A no ser que… ¡Un momento! ¿Acaso se referían a Chiquita? ¡Haberlo dicho antes, carajo! ¿A quién se le había ocurrido ponerle un nombre tan grande a una piltrafa de gente? Cirenia se mordió los labios y pensó que si en vida Kukamba había sido tan impertinente, bien merecido se tenía todo el cuero que sus amos le hubiesen dado. Pero, lejos de protestar o de mostrarse ofendida, tomó la palabra y, de la forma más respetuosa posible, le insistió al congo para que les dijera si el mal de Chiquita tenía cura. Ella, le aseguró, estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por su hija: desde ir caminando descalza hasta la ermita de los catalanes en Montserrat, vestida con un tosco ropón de yute, hasta darles a los muertos todos los regalos que quisieran, por más costosos o difíciles de conseguir que fueran.
Kukamba le preguntó, con una sonrisa sarcástica, cuál era la enfermedad de la niña. ¿Era ciega? Cirenia se apresuró a contestar que no y el espíritu siguió indagando. ¿Era muda o sorda? ¿Estaba baldada? ¿Acaso era boba? La madre de Chiquita le dijo que gracias a Dios (y al instante pidió perdón al Altísimo por mentarlo en aquel ambiente sacrílego) su hija podía hablar, oír y moverse a la perfección, y que tampoco parecía tener problema alguno en la mente.
Al oír sus respuestas, Kukamba resopló con impaciencia e inquirió, con evidente mal humor, cuál era entonces el mal que tanto la preocupaba.
—Ella es muy… demasiado… chiquita —se apresuró a contestar Minga, al notar que su ama había perdido el habla de nuevo.
El congo soltó una risotada y repuso que en el mundo, para que fuera mundo, tenía que haber de todo: gente grande, gente chiquita y gente más chiquita todavía. ¿Quién había dicho que los chiquitos no podían ser grandes? La niña lo sería, a su manera, predijo misteriosamente. Por último, aconsejó a la siñora que volviera a su casa y que no le pusiera más peros a su yija. Los mpungos se encabronaban con los lamentos de la gente inconforme. ¡Po Dio santo bindito! Mejor que no siguiera provocándolos o el día menos pensado iban a castigarla mandándole kimbamba mala a su chiquita.
La advertencia del congo impresionó tanto a Cirenia que esa misma noche, cuando Ignacio y ella se metieron bajo las sábanas, le contó su visita a Ña Felicita.
—No sé si esa bruja es una estafadora o si en realidad tiene poderes —comentó el doctor tras oír la historia—, pero lo que te dijo el tal Kukamba es la pura verdad.
A partir de ese momento, los Cenda decidieron no lamentarse más y esforzarse por aceptar a su hija tal cual era, prestándole más atención a sus dones que a su defecto. Y como para probar la firmeza de su determinación, volvieron a hacer el amor, después de una larga abstinencia, sin sentimientos de culpa.
Con el tiempo, terminaron por acostumbrarse a la peculiaridad de Chiquita y también a la curiosidad que esta provocaba incluso en las personas de buen corazón. Para su consuelo, lo que a la niña le faltó en tamaño, le sobró en viveza y vigor. Aprendió a caminar antes del año y no tardó en hablar con una fluidez y una locuacidad poco usuales. Todos coincidían en que era hermosa, inteligente y saludable. Y diminuta.
El 29 de noviembre de 1871, el tercer hijo de Alejandro II de Rusia llegó a Nueva York, en visita oficial, a bordo de la fragata Svetlana. Durante tres meses y tres días, el gran duque Alejo Romanov y su séquito recorrieron varias ciudades de Estados Unidos. La comitiva estaba formada por un almirante, dos príncipes y un enano feo y contrahecho llamado Arkadi Arkadievich Dragulescu, quien había sido preceptor del veinteañero Alejo y lo acompañaba en calidad de secretario.
El presidente Grant los recibió en Washington. En aquella época, las relaciones entre los rusos y los americanos estaban en su mejor momento, pues unos años atrás el Zar había accedido a venderles Alaska por cinco millones de dólares[3]. El «joven vikingo», como denominó caprichosamente la prensa al gran duque, recorrió desde yacimientos de oro y de cobre hasta fábricas de procesamiento de carne de cerdo, y en todas partes fue acogido con simpatía.
Para concluir su gira, Alejo se dirigió a Pensacola, en la Florida, donde se embarcó de nuevo en la Svetlana. Pero la nave, en vez de volver a Rusia, puso proa hacia Cuba. ¿Qué se les había perdido a los rusos en la mayor de las islas del Caribe, donde españoles y criollos estaban enredados en una sangrienta guerra que nadie sabía cómo ni cuándo iba a terminar? El gran duque no se conformó con recorrer La Habana y quiso visitar también la ciudad de Matanzas, conocida como «la Atenas de Cuba».
Allí le brindaron un cálido recibimiento. El brigadier Luis Andriani, gobernador de la provincia, acudió a la estación del ferrocarril para darle la bienvenida; hubo un desfile por las calles principales, con banda de música y descargas de rifles al aire, y los matanceros lanzaron flores al paso de su carruaje.
—Pero ¿de verdad hay una guerra en Cuba? —preguntó Alejo, encantado con aquel ambiente festivo—. ¡Nadie podría imaginarlo!
El gobernador Andriani les mostró con orgullo el Palacio de Gobierno y luego, con el pretexto de que debía ocuparse de asuntos militares de suma importancia, puso a los extranjeros en manos de su secretario y del alcalde municipal para que les enseñaran la fábrica de gas, el recién concluido acueducto que llevaba el agua desde los manantiales de Bello hasta las barriadas de la ciudad y las obras de construcción de los puentes sobre el San Juan y el Yumurí, los dos ríos que atraviesan la ciudad. Al castillo de San Severino, la vieja fortaleza militar convertida en cárcel, se limitaron a pasarle por delante, pero no entraron por temor a que estuvieran fusilando a alguien. Durante el recorrido, los anfitriones no pudieron impedir que dos o tres maleducados del populacho se burlaran del enano, quien, para poder amoldarse a las zancadas del gran duque, se veía obligado a dar ridículos salticos.
La excursión terminó en el pintoresco caserío de Bellamar. Desde allí, los rusos pudieron apreciar la incesante actividad del puerto, lleno de buques mercantes de diferentes banderas, vapores de correo y de pasajeros, embarcaciones pesqueras y remolcadores, y también de estibadores que cargaban cajas de azúcar y de tabaco torcido y en rama, pipas de aguardiente y bocoyes de miel y de cera. «Nuestra bahía es más grande que la de La Habana», afirmó el alcalde, aunque enseguida reconoció que, por ser abierta y no tener resguardo para los vientos, no era tan segura como aquella. Y durante un rato entretuvo a los visitantes con anécdotas de los tiempos en que Francis Drake y otros piratas asaltaban Matanzas para abastecerse de víveres y de leña.
Esa noche hubo un baile de gala. Decenas de elegantes señoras y señoritas llegaron al Liceo dispuestas a demostrar que la fama de bellas de las matanceras no era un cuento de camino.
El hijo del Zar las deslumbró a todas con su porte y su estatura. Cirenia le secreteó a su prima Candela, también presente en la recepción, que era una pena que un hombre tan gallardo no pudiese heredar el trono de Rusia cuando Alejandro II muriera. ¡Y todo por no ser el primogénito! En cuanto a Dragulescu, el secretario, no se dejó ver en la fiesta, así que quienes no habían acudido al desfile matutino se quedaron con las ganas de comprobar si era tan raro como decían.
Además de buen mozo, el gran duque era simpático y hablador. Buena parte de la noche la pasó narrando —en francés, lengua que, por suerte, Cirenia conocía bastante bien— sus aventuras en Estados Unidos. En ningún sitio, aseguró, se había sentido tan a gusto como en las llanuras de Nebraska, donde estuvo varios días cazando con «Búfalo» Bill y los generales Sheridan y Custer. ¡Qué delicia cabalgar a toda velocidad, a la par de las manadas de búfalos! Y si bien al principio sus disparos no habían dado en el blanco, su suerte cambió en cuanto «Búfalo» Bill le enseñó un truco. El secreto estaba en apretar el gatillo cuando la posición de su caballo coincidiera con el flanco del animal que se deseaba derribar.
El aristócrata contó también su visita al campamento del jefe sioux Cola Rayada, famoso por el valor con que había combatido a los caras pálidas. Para agradecer las raciones de azúcar, café, harina y tabaco que el ruso le llevó como regalo, Cola Rayada fumó con él la pipa de la paz y ordenó a sus hombres que interpretaran una danza de guerra en su honor. Y sin la menor timidez, para deleite de la concurrencia, Alejo imitó los pasos de baile de los fieros sioux. También reveló que había estado a punto de robarle un beso a una de las doncellas de la tribu, pero por suerte «Búfalo» Bill le advirtió a tiempo que se trataba de una de las hijas casaderas de Cola Rayada.
—Si llego a besarla, me habrían obligado a casarme con ella y ahora estaría aquí con sus mocasines y sus plumas en la cabeza —bromeó.
Las muchachas deambulaban alrededor del homenajeado, con la ilusión de que se fijara en ellas y las invitara a danzar. Según rumores, el joven estaba enamorado de una ahijada del emperador de Prusia y no tenía ojos para ninguna otra mujer. Quizás por eso, tras inaugurar el baile con la gorda y torpe esposa del brigadier Andriani, se mostró muy exigente a la hora de escoger a sus siguientes compañeras. Para sorpresa de la concurrencia, la madre de Chiquita fue la primera.
El gran duque se acercó al rincón donde estaban los Cenda y, después de saludarlos marcialmente entrechocando las botas, le pidió al doctor que le concediera el honor de bailar con su esposa. Orgulloso de que entre tantas mujeres lindas el visitante se fijara en la suya, Ignacio no se hizo de rogar y Cirenia sintió que las piernas se le volvían de manteca.
Durante los minutos que danzaron, Alejo conversó de naderías mientras ella, aún sin reponerse, se limitaba a sonreír. De pronto, el ruso le preguntó si ya tenían hijos.
—Oui —susurró Cirenia, y se dispuso a hablarle de Chiquita, pero el hijo del Zar la interrumpió.
—¡No me diga nada! Permítame adivinar —dijo, poniendo la cara de quien hace un gran esfuerzo para concentrarse—. ¿Será, acaso, una niña? —inquirió, y ella asintió sorprendida—. ¿Una linda niña de dos años, dos meses, una semana y un día, y muy, pero muy pequeña? —agregó el hombre. Esta vez su acompañante soltó una risita nerviosa y le preguntó cómo sabía la edad de su Chiquita con tanta precisión—. Los rusos, señora, somos un poco brujos —repuso él y le habló de la clarividencia de su tatarabuela Catalina la Grande, quien a veces hacía sonrojar a sus damas de honor revelando, en voz alta, lo que cada una había soñado la noche anterior.
Al concluir la pieza, el joven condujo a Cirenia junto a su esposo, les dedicó otro de sus saludos militares y no volvió a mirarlos en toda la noche. Cuando Candela quiso averiguar de qué había hablado con él, Cirenia mintió. «De las nieves y los osos de Siberia», le dijo, y su prima, que esperaba algo más romántico, suspiró decepcionada.
Pasada la medianoche, cuando los Cenda se disponían a retirarse, el secretario del gobernador les salió al paso y les anunció que al día siguiente el gran duque daría un paseo campestre. Para hacérselo más grato, al brigadier Andriani se le había ocurrido invitar a la excursión a algunos matrimonios de la Matanzas elegante. ¿Querrían el doctor Cenda y su señora, que tan buen francés hablaban, sumarse al grupo?
Los excursionistas se reunieron en la plaza de Armas, al lado de la estatua de mármol de Fernando VII, y a las nueve de la mañana en punto el brigadier Andriani dio la orden de partida. La caravana de carruajes, encabezada por uno con adornos de plata y forro de terciopelo color vino tinto, en el que viajaban el gran duque y el gobernador, inició el trayecto hacia La Cumbre, una loma situada a tres millas de distancia. Desde allí los forasteros podrían admirar el mayor orgullo de los matanceros: el valle de Yumurí. Cirenia tenía la esperanza de poder echarle un vistazo al secretario enano, pero se llevó un chasco al no verlo por ninguna parte.
Un grupo de soldados a caballo los escoltaba. «Para evitar sorpresas desagradables», explicó Andriani.
—De lo cual deduzco que, aunque las apariencias sugieran lo contrario, en Cuba sí están en guerra —repuso, con ironía, Alejo Romanov.
—Mas no por mucho tiempo —repuso el gobernador y pronosticó que los grupos de rebeldes podrían resistir, a lo sumo, unos meses más.
Los viajeros se adentraron en el barrio de Versalles, el más moderno y rico de Matanzas, a través del paseo de Santa Cristina. Después de admirar sus hileras de pinos, y de pasarle por delante al cuartel, a la casa de salud La Cosmopolita y a las elegantes quintas donde residían algunas de las mejores familias de la ciudad, comenzaron el ascenso hacia La Cumbre. Primero llegaron a Cumbre Baja y de allí continuaron hasta el caserío de Mahy en Cumbre Alta. La última parte del recorrido la hicieron, dando tumbos, por un camino pedregoso y lleno de desniveles, hasta que finalmente arribaron al mirador.
Al salir de los coches, descubrieron que alguien les había tomado la delantera. Sentado sobre una roca, contemplando el valle con ensimismamiento, estaba un caballero de escasa estatura. «El enano», se dijo Cirenia y lo observó con curiosidad. Tenía la frente llena de arrugas muy finas, una cabellera descolorida que le llegaba hasta los hombros y una giba que su elegante levita no conseguía disimular.
—Al parecer, mi querido Arkadi Arkadievich madrugó para llegar antes que nosotros y admirar la salida del sol —explicó el gran duque a sus acompañantes y acto seguido les presentó a su antiguo preceptor. Por los encendidos elogios que le dedicó, quedó claro que sentía una enorme admiración por Dragulescu—. Es el hombre más sabio que he conocido —aseguró con vehemencia.
Cirenia pensó que el enano podría saber mucho, pero que sus modales dejaban bastante que desear, pues se limitó a ponerse de pie con desgano y a saludar a los recién llegados con una gélida inclinación de cabeza. Luego volvió a sentarse sobre el pedrusco, se acomodó su monóculo y se desentendió de lo que no fuera la magnificencia del paisaje.
Era una mañana clara y, desde la altura en que se hallaban, podían admirar en todo su esplendor el valle. Parecía un anfiteatro natural y su variedad de verdes maravilló a los rusos. El cuarto color del espectro solar hacía gala de insospechados matices: los sembrados de caña de azúcar, de plátano, de maíz, de café, de yuca y de boniato ostentaban verdes muy diferentes —tiernos, brillantes, maduros, opacos—, al igual que los yerbazales, el follaje de los bosques y los penachos de las palmas reales. Aquí y allá se veían pedazos de tierra recién labrada, arados, bohíos, potreros, vacas, lagunas, hombres a caballo o trabajando con sus azadones, mujeres lavando o barriendo los patios, esclavos cortando o alzando cañas, carretas, bueyes, ingenios, un sinfín de caminos y trillos zigzagueantes y también huellas de la destrucción del fuego y de las hachas.
—Aquel desfiladero se conoce como El Abra —explicó el secretario del gobernador, señalando una garganta abierta como de un tajo entre los farallones de piedra, por la que se abrían paso las aguas espejeantes del río Yumurí—. Allí, en la cueva del Santo, se aparecía una imagen de la Virgen por las tardes.
El alcalde lo interrumpió para recordar que aquella abertura entre las lomas que circundaban el valle había sido escenario, diez años atrás, de una proeza sin precedentes:
—Un funambulista americano, de nombre Mister Delave, tendió una cuerda de un lado a otro de El Abra y atravesó el precipicio caminando sobre ella. Nunca supimos si era un valiente o un lunático —dijo.
El secretario del gobernador, a quien la interrupción no le había hecho la menor gracia, retomó su explicación geográfica:
—La altura que se divisa al poniente, el Pan de Matanzas, sirve de guía a los barcos que quieren llegar a la bahía. ¿Verdad que parece una mujer dormida? —los rusos asintieron por cortesía, sin ver la semejanza por ninguna parte—. Según cuenta una leyenda, entre los indígenas de este valle había una moza que tenía locos a los hombres con su belleza y su coquetería. Ya nadie quería pescar, cazar ni sembrar yuca: sólo les interesaba andar detrás de la zalamera Baiguana, quien, sin hacerse de rogar, otorgaba sus favores a cuantos los solicitaban. Hasta que el cacique, harto de aquel relajo, le llevó de regalo a la indita un pescado mágico. Después de comérselo, a ella le entró un sueño tremendo y se acostó a dormir delante de su bohío. Y al amanecer, Baiguana se había convertido en la montaña que ven allí.
Se hizo silencio y todas las miradas se dirigieron hacia Alejo, en espera de su opinión sobre el valle. El joven parecía estar en éxtasis y tardó unos minutos en emitir su veredicto:
—Sólo faltan Adán y Eva para que esto sea el Paraíso —exclamó, por fin, y todos celebraron su ocurrencia con risas y aplausos.
Permanecieron en lo alto de La Cumbre durante media hora, charlando con animación, y cuando el gran duque comentó que le costaría mucho describirle a su padre la hermosura de aquel lugar, Ignacio Cenda lo sorprendió entregándole, ceremoniosamente, un pliego de cartulina.
—Un modesto obsequio en mi nombre y el de mi esposa —anunció.
Era un grabado que reproducía el valle de Yumurí con lujo de detalles. Alejo aseguró que lo pondría en un lugar privilegiado de sus aposentos, para recordar siempre la deliciosa excursión.
Como el sol, que hasta entonces había sido magnánimo, comenzó a castigar, y los rusos sudaban a chorros, el gobernador consideró que ya era hora de dirigirse hacia la quinta de tres pisos propiedad del señor don Manuel Mahy, donde almorzarían, y todos lo apoyaron.
Cirenia vio cómo el hijo del Zar se acercaba a la roca donde había permanecido su antiguo preceptor, ajeno a las conversaciones, y le decía algo. ¿Le estaría reprochando su falta de cortesía? Pero Dragulescu no se inmutó y continuó mirando tercamente el paisaje. Sin disimular el enojo, Alejo dio media vuelta y se metió en el coche del brigadier Andriani.
Mientras los carruajes echaban a rodar, la madre de Chiquita se asomó por la ventanilla y observó al enano. Inesperadamente, este se volvió, le dedicó una sonrisa enigmática y se despidió de ella moviendo los dedos de una mano. Cirenia, turbada, le devolvió el saludo.
—Ese Dragulescu… qué misterioso es… —le comentó a su esposo, reclinándose en el asiento—. No habló con nadie, nos ignoró con un desdén mayúsculo, y ahora que todos nos vamos, él se queda. ¿Cómo volverá a la ciudad?
Ignacio no le dio importancia al asunto:
—Como mismo vino, supongo. Tal vez a caballo.
—No vi ninguno cuando llegamos —objetó ella.
—Recuerda que son rusos: están llenos de rarezas —concluyó el doctor, pasando por alto su observación.
Cirenia asintió y nuevamente se inclinó hacia la ventanilla. La visión de la silueta contrahecha de Arkadi Arkadievich recortada contra un cielo tan azul y luminoso le produjo un escalofrío.
Don Manuel Mahy, quien además de millonario era sobrino de un antiguo capitán general de la isla, esperaba a sus invitados con un almuerzo digno no de un gran duque, sino del mismísimo Zar. Ni él ni su esposa Isabel habían querido ir a La Cumbre para poder estar pendientes de los detalles del banquete.
Cuando se sentaron a la mesa, Mahy hizo un brindis en honor del visitante, y este respondió con otro en el que alabó la naturaleza de Matanzas, la hildaguía de sus caballeros y la gracia de las «ondinas del Yumurí». Concluidos los discursos, un ejército de criados les sirvió, en bandejas de plata, gran variedad de carnes, verduras y viandas. Los extranjeros se dieron a la tarea de probar aquellas exquisiteces, muchas de ellas desconocidas para sus paladares: tamales, plátanos maduros fritos, yuca con mojo, quimbombó… Sin embargo, ningún plato tuvo tanto éxito entre ellos como un lechón asado, de pellejo crujiente, sazonado con ajo y zumo de naranja agria y relleno de arroz con frijoles. Como un honor, Isabel de Mahy le sirvió a Alejo Romanov el rabito del puerco, y el gran duque —¿cortesía?, ¿sinceridad?— declaró que jamás había degustado algo tan sabroso.
Después de los postres y del café, los invitados salieron a un patio lleno de flores y de árboles frutales para estirar las piernas. Cirenia y el doctor Cenda estaban bajo una pérgola, tratando de convencer a una cacatúa para que dijera algo, cuando el gran duque se acercó a ellos y les hizo uno de sus consabidos saludos militares.
—Quisiera reciprocar su gentileza —anunció, y extrajo de uno de sus bolsillos una delicada cajita de alabastro—. Por favor, acepten esto para su hija —suplicó.
«¡Para su hija! ¡Para su hija!», repitió intempestivamente la cacatúa, batiendo las alas con entusiasmo. Cirenia miró a su esposo, dubitativa, y, al ver que este asentía, tomó el regalo y, muerta de curiosidad, lo abrió. Se trataba de una cadenita de oro, muy fina, de la que colgaba una esfera diminuta del mismo metal.
—Es un talismán —explicó el ruso—. La esfera es el mundo, pero también es Sphairos, el infinito y la perfección. Si su niña lo lleva siempre consigo, el universo será gentil con ella, la buena suerte la acompañará a donde vaya y tendrá una vida larga y feliz.
Aquella tarde, al regresar a su hogar, Cirenia se dirigió a la habitación donde Chiquita jugaba vigilada por doña Lola y por Minga, y les mostró el regalo.
—Le prometí al gran duque que no se lo quitaríamos nunca —exclamó, mientras colgaba el amuleto del cuello de la niña, y mirando a la esclava, añadió remarcando cada palabra—: ¿Me oíste bien, Minga? ¡Nunca! Ni para bañarla.
—¿Y si se pone prieto? —aventuró Minga, mirando el colgante con suspicacia.
—Las barbaridades que hay que oír —terció doña Lola, y agregó con vehemencia—: ¿Tú crees que los Romanov regalan baratijas, negra? ¡Ese es oro de ley, de las minas rusas, que son de las mejores del mundo!
La orden fue cumplida al pie de la letra. Tanto se habituó la niña a esa bolita colgante, que llegó a sentirla parte de su cuerpo. Fue necesario que transcurrieran muchos años para que llegara a saber la razón por la que el gran duque se la había dado. No, no era un simple amuleto para la buena fortuna. Era algo más. Pero esa es una historia que ya habrá tiempo de contar, a su debido momento.
Aquella misma noche, avisada por Cirenia, Candelaria fue a ver el talismán. Fue ella quien descubrió unos signos minúsculos grabados en la esfera de oro. Le quitó el colgante a su ahijada y lo examinó a la luz de las velas.
—¿Son letras? —inquirió Cirenia, que no veía bien de cerca.
—Más bien parecen rayitas y garabatos —opinó Candela.
Cuando informaron a Ignacio del hallazgo, este recurrió a su microscopio y, tras observar con detenimiento el objeto, declaró:
—Son jeroglíficos.
—Pero ¿qué significan? —insistió Candela.
El doctor se encogió de hombros. A él los pretendidos poderes del talismán le daban risa, pero ¿quién le sacaba a su esposa esa idea de la cabeza?
—Bueno, si no es mágico, al menos es muy raro —concluyó Cirenia.
Cuando Ignacio las dejó solas, Candela aprovechó para contarle algo a su prima. Cerca del mediodía había pasado con su padre junto al teatro Esteban. ¿Y a quién había visto allí, contemplando la estatua de Colón y escoltado por dos soldados? ¡Pues nada menos que al secretario del gran duque!
—Imposible —objetó Cirenia—. A esa hora, Monsieur Dragulescu estaba en La Cumbre, admirando el valle.
—No sólo lo vi, también lo olí —insistió Candela y le dijo que, al pasar por su lado, había sentido un ofensivo olor a cebolla rancia.
—Tienes que estar confundida —repuso Cirenia—. ¡Descríbelo!
—Feísimo, jorobado y con el pelo largo y canoso —dijo Candela—. Llevaba monóculo y una chaqueta azul con botones dorados.
—Así mismo es, pero de ninguna manera puedes haberlo visto a esa hora y en ese lugar —exclamó la madre de Chiquita, desconcertada, pero sin ceder.
—Entonces, o estoy loca o era un fantasma —se burló Candela—. Y puede que yo tenga guayabitos en la cabeza, pero mi papá no y él también lo vio. Así que una de las dos lo que tuvo delante fue un espíritu —concluyó, muerta de risa.
No hubo manera de aclarar el enigma de aquel enano que —como San Francisco de Asís o San Antonio de Padua— parecía poseer el don de poder estar en dos sitios al mismo tiempo. Claro que tampoco se esforzaron por hacerlo. Tenían otros temas para cotillear. Por ejemplo, el vestido que Isabel de Mahy se había puesto para recibir al hijo del Zar.
Al día siguiente, muy temprano, los rusos subieron en su tren especial y abandonaron Matanzas. Nada los retenía ya en la «Ciudad de los Puentes». Habían visto lo que tenían que ver, y habían hecho cuanto tenían que hacer.
Cuando ya era grande (es decir, cuando era adulta, porque grande nunca fue, al menos en lo que a estatura se refiere), Espiridiona Cenda se preguntaba si, de haber estado en el pellejo de sus padres, se habría atrevido a concebir otros hijos. ¿Y si el estigma se repetía y volvían a dar con la aguja del pajar? Pero, pese a que Ignacio era un hombre de ciencia y pudo tomar precauciones para impedir nuevos embarazos, su esposa dio a luz cuatro niños más. Él mismo se encargó de cortarles la tripa y de darles las nalgadas de bienvenida al mundo, con la ayuda de Minga y de una comadrona.
Rumaldo nació cuando Chiquita tenía ya dos años y siete meses. Si para alumbrar a su primera hija Cirenia había gritado y se había revolcado en la cama como una posesa, aquel varoncito salió de su útero con una facilidad pasmosa. Para alivio de todos, era un niño grandote y rozagante. «¡Este ya viene criado!», comentó Minga cuando lo cargó, y le calculó sus buenas nueve libras. De hecho, medía lo mismo que su hermana mayor.
Por entonces, la guerra entre cubanos y españoles se acercaba a su cuarto año y, justo unos días después del parto, un afilado machete mambí le rebanó el cuello a un pariente de Cirenia que peleaba en el bando de los peninsulares. Sin embargo, esa vez la tristeza no la dejó sin leche: sólo se la aguó un poco, pero pudo alimentar al recién nacido sin contratiempos. Como la mayoría de los habitantes de la isla, se había habituado a vivir bajo el terror.
Menos de un año más tarde, siempre con la guerra como telón de fondo, llegaron los gemelos Crescenciano y Juvenal, muy diferentes entre sí pero ambos larguiruchos. Y, tras un breve receso, la prole se completó con una preciosa niña de ocho libras. A la hora de decidir cómo se llamaría su segunda hembrita, Cirenia se rebeló contra los designios del santoral y, pese a las protestas de doña Lola, le puso Manon, como la protagonista de la novela del abate Prévost que había leído en las últimas semanas del embarazo.
¿Agrandar la familia con cuatro retoños fue el remedio que hallaron los Cenda para sobreponerse a su tragedia? Posiblemente. Pero el espíritu humano tiene intersticios donde resulta difícil fisgonear. Quizás, sin proponérselo, quisieron demostrarles a parientes y conocidos, y también a sí mismos, que el traspiés que habían dado al «fabricar» a Chiquita no era imputable a la calidad de su sangre, sino a un designio divino.
Aunque la pareja era muy cariñosa con todos sus vástagos, su preferencia por la primogénita siempre se puso de relieve en un sinfín de mimos y privilegios. Y es que, mientras sus hijos menores se espigaban con celeridad, Chiquita parecía condenada a no aventajar el tamaño de las muñecas.
—El día menos pensado da un estirón y nos deja boquiabiertos —pronosticaba el doctor Cartaya, para levantarles el ánimo, cada vez que visitaba a su ahijada. Pero la predicción no se cumplió. A los ocho años, la niña apenas sobrepasaba los dos pies de estatura. Y después de alargarse a regañadientes dos pulgadas más, su cuerpo se negó rotundamente a seguir creciendo.