Capítulo VIII

Un manjuarí en las aguas del Sena. A bordo del Providence. ¡Nueva York! Una sucursal del infierno. El primer automóvil de sus vidas. Reencuentro con Sarah. Drama budista y cena en Delmonico’s. Desayuno provechoso. El trueque. La solución de Rústica. El destino de Cuco.

Cuco ascendió hasta la superficie del Sena y asomó la cabeza, atraído por la melodía que tocaba un acordeonista en el Pont du Carrousel. Luego, acercándose a la ribera, fue testigo de la airada discusión entre un chulo y una ramera. La luz de la luna rielaba sobre el agua. Aburrido, el manjuarí volvió a sumergirse, dio media vuelta y nadó en dirección a la Île de la Cité. La roca verdinegra donde solía acomodarse para esperar el amanecer, al pie del Pont St.-Michel, estaba ocupada por una anguila y un cangrejo, pero bastó que se aproximara para que el crustáceo saliera huyendo. Si la anguila tuvo la intención de disputarle su espacio, debió cambiar de idea en cuanto el recién llegado le mostró los dientes, pues prefirió irse a otra parte.

Cómo Cuco se convirtió en el primer y único manjuarí de París fue algo que estuvo muy relacionado con la llegada de Espiridiona Cenda a Nueva York, y se narrará a continuación.

Para asombro de sus acompañantes, durante la travesía Chiquita no se quejó de lo estrecho que era el camarote, de la insipidez de las comidas ni del balanceo de columpio del Providence. Por el contrario, hizo gala de un buen humor y de un optimismo que a Rústica, que la conocía como nadie, le resultaron sospechosos. ¿Se sentía feliz de empezar una nueva etapa de su vida o simplemente representaba, con esmero, un papel? Lo cierto es que pasó las horas de encierro leyendo poesías con Mundo, contemplando por el ojo de buey las crestas de espuma de las olas y la línea del horizonte, oyendo a su hermano describir con entusiasmo los teatros y las tabernas de Manhattan y tratando de que Rústica aprendiera a pronunciar bien el inglés.

Cuando la herrumbrosa proa del navío enfiló el puerto de Nueva York, Chiquita se atrevió a salir de su enclaustramiento y subió al puente durante unos cortos minutos, protegida por su hermano y su primo, para ver en la distancia la metrópoli que pretendía conquistar. Mundo la alzó con facilidad —jamás dejaba de asombrarlo lo poco que pesaba— y, con las manecitas apoyadas en la borda, ignorando a los demás pasajeros, la liliputiense admiró, a la izquierda, la colosal estatua de la Libertad, con su antorcha y su estrafalario sombrerete lleno de pinchos; a la derecha, el no menos gigantesco puente colgante de Brooklyn, y entre ambos prodigios de la ingeniería, surcando las aguas, buques mercantes con todo tipo de banderas en sus mástiles, lujosos trasatlánticos, yates de recreo, ferries, lanchones, remolcadores, vapores-correo y botes de pescadores. Detrás de la dársena, Chiquita distinguió un amasijo de edificios y, más allá, chimeneas de fábricas que ensuciaban el cielo con un humo oscuro y viscoso, y se preguntó si su corazón, que no conocía más paisajes que los de Matanzas y sus fincas aledañas, resistiría tanta novedad y grandeza.

En cuanto estuvieron a unas brazas del espigón y el desembarco fue inminente, Rumaldo comenzó a impartir órdenes que nadie se atrevió a discutir. Chiquita, gustárale o no, tendría que envolverse de pies a cabeza en un chal. Así, enfardelada como una little mummy, Rústica la sacaría del barco y la llevaría en brazos de un lado a otro. Eso les permitiría moverse con más celeridad; evitar que la multitud, en su prisa por salir del muelle, la empujara y la pisoteara, y que los curiosos se congregaran a su alrededor y armaran un tumulto. Por su parte, Segismundo se haría cargo de la pecera con el manjuarí, ese horrible engendro que, en un momento de debilidad, había permitido a su hermana traer consigo. En cuanto a él, se ocuparía de localizar los baúles y los muebles de Chiquita, identificados con la C de los Cenda, en las largas hileras donde los bártulos de los pasajeros eran amontonados por orden alfabético; de contratar a un mozo para que los cargara y de responder las preguntas de la aduana.

A través del tejido del chal, Chiquita alcanzó a ver el perfil rubicundo del oficial de inmigración, quien les dio la bienvenida convencido de que lo que Rústica apretaba contra su seno era una criatura de pocos meses. Pero cuando, una vez cumplidas las formalidades, los cubanos se disponían a marcharse, el hombre los detuvo con un estentóreo «Stop!», alzó el mantón que cubría la pecera y se puso a examinar, con el ceño fruncido, a Cuco. «What is this?», inquirió perplejo. Rumaldo, temeroso de que los encaramara en un ferry y los zumbara para Ellis Island, igual que si fueran pasajeros de tercera clase recién llegados de Europa, se apresuró a explicar que se trataba de un manjuarí, un pez exótico que, si bien era very ugly, resultaba del todo inofensivo, puesto que sólo se alimentaba de plantas acuáticas.

En ese instante, como si quisiera desmentirlo, Cuco tuvo la ocurrencia de bostezar y, al ver sus filosos dientes, el rostro del agente se ensombreció. ¿Qué monstruo era ese que estaban tratando de introducir en el país? En medio del calor sofocante y de las protestas de decenas de viajeros que aguardaban, en una nutrida fila, a que revisaran sus documentos para poder reunirse con los familiares y amigos que los esperaban detrás de un barandal, Rumaldo echó mano a su ingenio para tranquilizar al yankee. Le aseguró que aquel animal, por más repulsivo que pareciera, poseía un gran valor científico, y que pensaban donarlo ese mismo día al acuario público de Battery Park, donde podría ser admirado gratis por los neoyorquinos[9].

Chiquita, casi asfixiada y presa de la desesperación, ya estaba a punto de asomar la cabeza y de gritarle quién sabe qué al oficial, cuando súbitamente este los autorizó a seguir adelante. Lo demás fue cosa de minutos: se abrieron paso, a empujones, por entre el gentío; consiguieron un coche, y Mundo, Rústica y la pequeña momia se acomodaron dentro de él. Después de revisar que no faltaba ninguna pieza del equipaje y de decirle al cochero que los condujera a The Hoffman House, donde se alojarían, Rumaldo se reunió con ellos. «¡Listo!», exclamó, y mientras el vehículo comenzaba a rodar, repitió, por enésima vez, que si bien el hotel que había elegido no era tan lujoso como el Astor o el Metropolitan, era un sitio de moda donde se hospedaban muchos artistas.

Si el cochero no oyó bien las instrucciones, si era un novato que aún no conocía Manhattan, si se aturdió a causa del caos que reinaba esa mañana en el puerto o si, simplemente, tuvo ganas de tomarles el pelo a los forasteros, es algo imposible de saber. Lo cierto es que, en lugar de dirigir el carruaje hacia Wall Street, para entrar a la Babel de Hierro por su puerta principal (la de los bancos, el dinero y la prosperidad), decidió hacerlo, contra toda lógica, por la puerta de servicio, es decir, atravesando una barriada de hebreos e italianos capaz de pararle los pelos de punta a cualquiera.

Las calles roñosas y congestionadas que Chiquita vio desde su ventanilla la dejaron atónita. ¿Ese pandemónium era la tan alabada y moderna Nueva York? Ante sus ojos, muy abiertos, desfilaron edificios despintados y vulgares, con las paredes llenas de escalerillas de hierro; tiendas con letreros en yiddish; puestos de frutas, verduras, pescados y aves levantados de modo caótico junto a las aceras; vendedores ambulantes que anunciaban a gritos mercancías de toda índole mientras empujaban sus carretillas; mujeres que cargaban pesadas cestas de panes, ponían a secar en los balcones la ropa recién lavada o chachareaban con sus vecinas; chiquillos que vendían periódicos o pateaban pelotas remendadas; obreros, mendigos, prostitutas y borrachos; parejas de policías con cascos como tibores, que miraban hacia todas partes, intentando adivinar quién podía ser un ladrón, y exhibían amenazadoramente sus porras; carricoches tirados por jamelgos famélicos, que apenas conseguían avanzar por culpa del desordenado ir y venir de los viandantes, y ruidosos trenes que corrían por una tosca armazón de hierro construida al nivel de las azoteas.

Chiquita se cubrió la nariz con un pañuelito para ahuyentar la peste a podrido, a mugre, a sudor viejo, a excremento y a orines que salía de todas partes: de los cubos de basura, de las mercancías descompuestas por el calor, de las ropas raídas, de las aguas albañales, de las deposiciones de los caballos. Gritos, risas, caras sucias y demacradas, confusión, miseria, moscas zumbando, cunas en los portales y huecos en la vía que ningún cochero se preocupaba por evitar. ¿Adónde la había llevado su hermano? Aquello nada tenía que ver con la urbe civilizada que con tanto entusiasmo le había descrito.

Chiquita notó que Rústica y Mundo estaban tan o más impresionados que ella, pero Rumaldo los tranquilizó, con una sonrisa indulgente, explicándoles que el Lower East Side era así: sórdido y chocante, un corral donde los inmigrantes pobres, los que llevaban menos tiempo en el país, se las arreglaban como podían para sobrevivir hacinados. De noche, cuando la gente se refugiaba en sus madrigueras y el ajetreo cesaba como por arte de magia, todo era peor aún: las calles desiertas, ya sin vigilantes en las esquinas, se transformaban en una sucursal del infierno donde pordioseros y maleantes se daban gusto robando y violando, sin temor a la ley ni a Dios. Pero no valía la pena prestarle mucha atención a ese pedazo del East, les aseguró, ya que en realidad la verdadera Nueva York, la de las amplias calles y las plazas con árboles y estatuas, la de los comercios elegantes y los teatros de moda, la de las mansiones de millonarios y los enormes edificios de oficinas, empezaba más adelante. Un poco de calma y comprobarían que era verdad. Asomando medio cuerpo por la ventanilla, exigió al cochero que los sacara de allí lo más rápido posible, y trató de ignorar los tomates podridos que unos chiquillos andrajosos lanzaban contra el vehículo.

Por fin, el carruaje desembocó en Union Square y se sumó a la legión de vehículos que avanzaba Broadway arriba. Rumaldo suspiró, aliviado, y al ver los ómnibus tirados por caballos, con coloridos anuncios de jarabes y de jabones, y los flamantes trolleys que pasaban junto a ellos, repiqueteando sus campanillas, sus acompañantes se tranquilizaron. Era como si, en escasos minutos, hubieran saltado de un mundo a otro. La avenida limpia y espaciosa, colmada de gente a la moda, restaurantes y comercios, los reconcilió con la Babel de Hierro.

De repente, Rústica soltó un grito al descubrir que un extraño artefacto con ruedas, que se movía erráticamente y cuyo conductor a duras penas conseguía domeñar, se dirigía hacia ellos y amenazaba con embestirlos. Por fortuna, en el último instante el vehículo se desvió sin siquiera rozarlos.

—Acaban de contemplar el primer automóvil de sus vidas —dijo Rumaldo, entre excitado y solemne—. Aunque esas cafeteras rodantes aún son una rareza, algún día pulularán por estas avenidas —profetizó, y enseguida se burló de la reacción de Rústica, tildándola de alarmista y de guajira. Algunos, añadió, pensaban que aquellas máquinas con motor de nafta eran una invención diabólica, pero a él le atraía lo novedoso y no descartaba la posibilidad, si el éxito les sonreía, de comprarse una y convertirse en chauffeur.

—Pues yo ni muerta me encaramo en un tareco de esos —refunfuñó la negra.

Al llegar al triángulo que forma la confluencia de Broadway, la Quinta Avenida y 25th Street, el coche bordeó el obelisco donde está enterrado el general Worth, el héroe de las guerras contra México, y se detuvo frente a The Hoffman House, la elegante mole de granito, que ocupaba toda una manzana, donde se alojarían en un apartamento de dos dormitorios.

Minutos después, Chiquita caminaba, seria y erguida, sobre la alfombra bermellón del hotel. Con excepción de dos o tres miradas indiscretas, ninguno de los huéspedes que mariposeaban por allí le prestó demasiada atención a su tamaño. En cuanto a los empleados, posiblemente estuvieran habituados a vérselas con huéspedes tan o más estrafalarios que ella, pues se limitaron a guiarlos hacia sus aposentos con exagerada cortesía.

Cuando las puertas doradas del ascensor se abrieron en el sexto y último piso, encontraron en el corredor a una dama delgada y alta, vestida de satén verde y tocada con un coqueto sombrero de violetas de Parma. Que la liliputiense la reconociera en el acto, nada tuvo de raro, pues nadie que hubiera visto alguna vez a Sarah Bernhardt podía olvidar sus rizos de fuego, su nariz de cotorrita y sus expresivos ojos. Lo que dejó pasmados a todos, y a Chiquita la primera, fue que la actriz la mirara de hito en hito, se agachara para abrazarla y, con una emoción un tanto teatral, exclamase: «Oh, mon Dieu! Ma petite!».

Aunque habían transcurrido varios años (nueve, para ser exactos) desde su encuentro en el camerino del teatro Esteban, Madame Bernhardt se acordaba de ella y estaba encantada de reencontrarla. Volviéndose hacia su secretario, le hizo saber que Chiquita era una amiga cubana très intelligente. La petite agradeció la lisonja con una reverencia y se apresuró a presentarles a Rumaldo, quien estampó un beso en la mano de la Bernhardt, y a Segismundo. Este último, que seguía a cargo de la pecera, la saludó con una respetuosa inclinación de cabeza.

—Qué gratos recuerdos tengo de su isla… —canturreó Sarah mirando significativamente a los dos cubanos, en especial al pianista—. Pero ¿qué carga usted con tanto cuidado? —indagó, curiosa, acercándose a este último.

Para decepción de la Divine Sarah, su pregunta la respondió el desenvuelto Rumaldo, quien habló con lujo de detalles (la mayoría de ellos inventados) sobre el manjuarí y sus características. Mirando ora a Chiquita, ora a Mundo, e ignorando por completo a Rumaldo y, por supuesto, a Rústica, Madame Bernhardt decidió que tenían que verla actuar en el Abbey’s Theatre aquella misma noche. Era su penúltima función en Estados Unidos y no podían perdérsela. Sin esperar por la respuesta de los cubanos, le ordenó al secretario que les consiguiera un palco y, mientras se metía en el ascensor con un fru fru de satén, añadió que después de la función cenarían juntos.

Los recién llegados estuvieron de acuerdo en que el encuentro había sido providencial. ¿Quién mejor que la Bernhardt, admirada por todos en Nueva York, para allanarle a Chiquita el camino hacia los escenarios?

Entraron al teatro cuando el telón estaba a punto de levantarse y, tratando de llamar lo menos posible la atención, se escurrieron hacia su palco. Esa noche la Magnifique reponía, con lleno total, su más reciente éxito: la «tragedia budista» Izeyl, ambientada en el siglo V antes de Cristo. Chiquita hubiera preferido algo de su repertorio clásico, pero tuvo que conformarse con verla interpretar, con una túnica vaporosa y una peluca rubia, a una cortesana de un reino de los Himalayas empeñada en seducir al guapo y casto Sidhartha. Aunque ya la Bernhardt era cincuentona y abuela, se desplazaba por el escenario con la ligereza de una adolescente, y su voix d’or resonaba poderosa y vibrante.

Al concluir el tercer acto, un empleado les entregó una nota. Madame les avisaba que se reuniría con ellos en el restaurante Delmonico’s, en la Quinta Avenida y 26th Street, donde preparaban un filet de bœuf à la Dumas glorioso. En el cuarto y último acto, Izeyl murió en los brazos del santo Sidhartha, después de haber sido cegada, torturada y lapidada por sus enemigos, y a Chiquita y a Mundo se les aguaron los ojos cuando oyeron a Buda decir que también él, antes de renunciar a su título de rajá para entregarse a lo sagrado, la había amado con locura.

Salieron del teatro cuando el público empezaba a aplaudir y tomaron un coche hasta el restaurant. Sarah llegó hora y media más tarde al saloncito privado donde la esperaban y, sin disculparse por la demora, exigió al maître que llenase las copas del mejor Château de su bodega y que trajese la carte enseguida, pues tenía un hambre voraz. Nada de hors d’œuvres: irían al grano. Como un torbellino, escogió lo que cenarían sin consultar a sus invitados. Para comenzar, la sopa de tortuga verde au Xérès, y luego el filet de la casa; mas no para ella, pues esa noche le apetecía el salmón de Oregón à la Sirene. Los postres serían elegidos en su momento, aunque les adelantaba que la mousse de frutilla del Delmonico’s era merveilleuse.

Mientras comía valiéndose de un tenedor y un cuchillo enormes, que apenas podía manipular, Chiquita se maldijo, en silencio, por no haber llevado sus propios cubiertos. Varias veces trató de contarle sus planes a la actriz, pero Sarah sólo parecía dispuesta a escucharse a sí misma. Como si no hubiera hablado lo suficiente durante la representación, los mareó con una interminable cháchara que comenzó con el elogio de su nueva mascota, un Scotch collie llamado Game, y prosiguió con una diatriba contra la café chanteuse Yvette Guilbert, quien, al llegar a Estados Unidos, se había atrevido a decirle a la prensa que Madame Bernhardt adoraba sus canciones y que la consideraba la segunda mejor artista de Francia. Gracias, en buena medida, a ese sucio ardid, se había ganado el favor de los neoyorquinos cantando Fleur de berge, enseñando las pantorrillas y haciendo sus imitaciones. «Pero hablemos de cosas agradables», dijo de pronto y sacudió sus rizos rojos para ahuyentar el recuerdo de «esa zorra». ¿No les parecía sensacional el cartel que Mucha, el rey checo de las volutas y los arabescos, había dibujado especialmente para su tour? Les regalaría uno. Autografiado, por supuesto.

No fue hasta después de los postres que Espiridiona Cenda logró hablar del motivo por el que se hallaba en Nueva York; pero para entonces ya madame estaba muerta de sueño y le propuso que prosiguieran la charla al día siguiente. Si le parecía bien, podían desayunar juntas. En su suite de rooms, a las nueve, no, no, mejor a las diez de la mañana. Y, dando la espalda a Rumaldo con desdén, sugirió que Mundo las acompañara. Le gustaría oírlo tocar el piano y comprobar si era tan buen músico como afirmaba su prima.

Mientras Rústica le ponía a Chiquita su camisola de dormir y le hacía una trenza, escucharon las quejas que Rumaldo profería en la habitación contigua, indignado por la forma en que la Bernhardt lo había tratado. Antes de meterse en su cama, la liliputiense apretó contra sus labios el talismán del gran duque Alejo e improvisó una oración a los dioses eslavos para que la ayudaran a conseguir el apoyo de la Divine.

El desayuno, descrito por Sarah como frugal, consistió en huevos escalfados, jamón, salchichas, frutas, tostadas, confituras, mantequilla, leche y café. Ella misma le sirvió a Chiquita un plato enorme y la instó a que se dejara de remilgos, usara su diminuto juego de cubiertos y comiera hasta reventar. Si planeaba convertirse en una «sacerdotisa del arte», iba a necesitar mucha energía.

No era una carrera fácil y debía tenerlo claro, declaró Sarah. Los inicios casi siempre eran tortuosos. Poniendo su mejor cara de niña desvalida, Chiquita aprovechó para comentarle que se había lanzado a la aventura, impulsada por su hermano, sin tener ningún contacto en el ambiente artístico. ¿Podría madame sugerirle los nombres de algunos productores a cuyas puertas debería tocar? ¿Tal vez, si no era demasiado pedir, darle cartas de presentación?

Sarah le dedicó una amplia e inescrutable sonrisa, pero no contestó de inmediato. Los hizo pasar al salón contiguo y, señalando un piano, instó a sus huéspedes a que le hicieran una demostración de su arte. Acompañada por Mundo, Chiquita entonó lo mejor que pudo una de sus canciones. Pero cuando se disponía a hacer gala de sus dotes para el baile, Sarah, que no toleraba que alguien le robase el protagonismo durante más de tres minutos, la reclamó a su lado en el sofá.

Mientras Mundo seguía tocando (primero un preludio y luego una berceuse de Chopin), la francesa se puso a contemplar, ensimismada, el tapizado de las paredes. Abatida por aquel silencio, Chiquita temió haberla decepcionado; pero, justo cuando Mundo acometía una delicada barcarolle, Sarah salió de su ensueño y, como si continuara una conversación, dijo que mejor que acudir a las oficinas de los empresarios, y arriesgarse a que les cerraran las puertas en las narices, sería alquilar un salón del hotel, organizar una presentación especial e invitar a mucha gente. A los productores más solventes y a los dueños de los principales teatros, pero también, por supuesto, a reporteros y artistas, a políticos y militares, y a las damas y los caballeros de la buena sociedad. Esa era la forma apropiada de dar a conocer a una artista novel y conseguirle un buen contrato.

—¿Y a quiénes deberíamos convidar? —exclamó el músico, con un titubeante francés, sin descuidar a Chopin—. En esta ciudad no tenemos amigos —y mirando a la francesa de soslayo, se atrevió a rogarle que fuera generosa con ellos: que se convirtiera en su hada madrina y les sugiriera una lista de invitados.

Sarah lo miró fijamente y soltó una carcajada. De acuerdo, para ayudar a la débutante Chiquita, pero sobre todo para complacer al encantador Segismundo, que había demostrado poseer la audacia que ponen de relieve los tímidos en los momentos cruciales, ordenaría a su secretario que les hiciera una relación de nombres insoslayables. Y para demostrar que cuando aceptaba el papel de hada madrina lo desempeñaba como nadie, les prometió unas notas de su puño y letra, dirigidas a Abbey, Hammerstein, Keith, Frohman, Bial y otros empresarios, advirtiéndoles que por ningún motivo podían perderse la presentación de Chiquita, pero sin revelarles que medía veintiséis pulgadas. «Así el impacto será mayor», aseguró.

—Venga esta noche, después de la función de despedida, a buscar la lista y las cartas —le dijo Sarah al pianista.

Chiquita se ofreció para recogerlas ella misma, pero la francesa insistió en que fuera Mundo quien lo hiciera y, poniéndose de pie, les dio a entender que la visita había concluido.

—Es un trueque —dijo Rumaldo cuando supo el resultado de la entrevista y, mirando a Mundo, le advirtió—: La vieja se flechó contigo. Para que suelte esos papeles tendrás que ser muy cariñoso con ella.

—¡Conmigo no cuenten! —dijo su primo, palideciendo—. Pídanme cualquier cosa menos eso.

—No le hagas caso —terció Chiquita—. Que Madame Bernhardt quiera darte el listado y las esquelas personalmente no significa que vaya a cobrarte el favor.

—Pero si así fuera, tendrás que hacer de tripas corazón y portarte como un hombrecito —insistió Rumaldo con cinismo.

Para Segismundo, las horas que antecedieron a la medianoche fueron una pesadilla. Jamás había tenido intimidad con una mujer y la idea lo aterrorizaba. Pero tanto suplicó Chiquita y tanto le insistió en que nada debía temer, que accedió a acudir a la cita. Iría, pero no se comprometía a nada más.

—Tóquele el piano —sugirió Rústica.

—No sean ingenuos —ripostó Rumaldo—. Ella no querrá que le toquen el piano, sino otra cosa —y para levantarle el ánimo a su primo, lo arrastró a beber un whisky en el bar del hotel.

Allí, sentados frente a la pintura de Bouguereau que muestra a cuatro ninfas desnudas retozando con un sátiro de hirsutas y musculosas ancas, le recordó que el porvenir de todos estaba en sus manos.

—Sé mejor que nadie que siempre has preferido el plátano a la papaya —le dijo en tono comprensivo—. Pero, chico, aunque el sabor y la forma de esas dos frutas sean muy diferentes, comerse la que nunca has probado no es ni tan difícil ni tan desagradable como te imaginas —y acto seguido procedió a revelarle algunos trucos con los que, estaba seguro, haría gozar a la más exigente de las féminas, y que sólo consiguieron poner más nervioso a su primo.

Entrez —ordenó Sarah, al escuchar unos golpecitos en la puerta.

Segismundo dio vuelta al picaporte y, al penetrar en el salón en penumbras, le pareció que una sombra (¿la doncella?) se escabullía con ligereza. Sarah lo esperaba en el centro de la habitación, cubierta por una bata de gasa y sosteniendo un candelabro con tres velas. Con un movimiento de un dedo índice lo invitó a avanzar, y cuando lo tuvo a su alcance lo sujetó por una mano.

—¿Quiere que toque un poco de música? —logró articular el matancero.

Ella lo miró con una mezcla de incredulidad y de ternura, le dijo que no con un movimiento de cabeza y sopló una de las velas.

—¿Tuvo tiempo de escribir las cartas? —indagó Mundo.

La francesa susurró un oui mientras lo conducía lentamente, pero con firmeza, hacia su recámara, y apagó otra vela. Entonces, después de colocar el candelabro sobre una mesita, obligó al joven a sentarse junto a ella en el borde de la cama.

—Esta será una gran noche —profetizó, sin soltarlo. Acto seguido, humedeciéndose con saliva los dedos índice y pulgar de la mano que tenía libre, apagó el pabilo de la última vela y lo abrazó.

En ese instante, Mundo la apartó y, musitando un poco convincente «enseguida vuelvo», abandonó la alcoba a toda velocidad. Al verlo regresar demudado y sin papel alguno, Chiquita y Rumaldo se miraron con desaliento.

—No pude —anunció el devoto de Chopin, y desplomándose en una silla les contó cómo esa señora había apagado las velas una a una y se había abalanzado sobre él «como una tarántula en celo».

Cuando todo parecía perdido, a Rústica se le ocurrió una delirante solución: Rumaldo podía suplantar a su primo. «De noche todos los gatos son prietos», recalcó al notar que acogían su idea con escepticismo. Lo importante era que el impostor abandonara el cuarto de la actriz antes de que la luz del alba lo delatara.

Aunque le parecía muy poco probable que la francesa no se percatara del engaño, Rumaldo accedió a intentarlo y en un santiamén Chiquita y Rústica le recortaron el bigote y le echaron encima un chorro de la colonia que usaba Mundo. Para sorpresa del impostor, la estratagema funcionó a las mil maravillas y hasta altas horas de la madrugada tuvo que dedicarse a satisfacer los requerimientos amorosos de Sarah. Eso sí, se cuidó de no decir palabra alguna, pues, por muy en la gloria que estuviera la actriz, su voz grave, tan distinta de la aflautada de su primo, la habría alertado del truco.

El falso Segismundo abandonó el lecho antes del amanecer y comenzó a vestirse en el rincón más oscuro del cuarto. Mientras lo hacía, cayó en cuenta de que, aun arriesgándose a ser descubierto, no le iba a quedar otro remedio que hablar. ¿Cómo, si no, podría reclamar las cartas y la lista de invitados? Pero cuando ya se disponía a imitar al pianista, Sarah lo sacó del aprieto. «Los cubanos serán unos indios con levita», discurrió casi exangüe, «pero no hay duda de que saben complacer a una mujer». Y antes de quedarse dormida, le dijo que los papeles estaban sobre el escritorio del salón principal.

Esa mañana, antes de que la Bernhardt saliera rumbo al puerto para embarcarse en La Champagne, el mismo vapor que tres meses atrás la había llevado a Nueva York, Chiquita y su hermano fueron a despedirse de ella.

Madame, no sé cómo agradecerle su ayuda —dijo la liliputiense.

—Yo puedo sugerirte una forma —repuso la pelirroja y los cubanos temieron que quisiera llevarse a Mundo con ella. Por suerte, su deseo era otro—: ¿Qué se hizo del extraño pez que traían con ustedes el día que llegaron? Es tan raro que me agradaría sumarlo a mis mascotas.

Chiquita tragó en seco. ¡Separarse de Cuco! ¿Por qué le pedía precisamente eso? Titubeó y, pese a que Rumaldo la tocó para darle a entender que se imponía regalarle el manjuarí, dudó en hacerlo. Se decidió al sentir que, en vez de uno, dos corazones latían en su pecho. Era el talismán, que palpitaba de nuevo como diciéndole que, si quería triunfar, tendría que hacer ese y otros sacrificios.

—Se lo regalo de mil amores, madame —exclamó al fin—. Sólo prométame que lo mimará —suplicó.

—Claro que sí, petite —convino Sarah—. Cuco se sentirá a gusto entre mis leones, mis tigres, mis monos, mis armadillos y mis cacatúas —y, poniéndose en cuclillas, estampó un beso en cada cachete de su amiga.

Años más tarde, Chiquita se enteraría de que su manjuarí no alcanzó a vivir mucho tiempo en la maison de la Bernhardt en París. A los pocos días de su llegada, la actriz dio una cena para algunos íntimos y quiso sorprenderlos mostrándoles su nueva adquisición. Tomó un pedazo de hígado y se acercó al pez para alimentarlo; pero Cuco, sacando súbitamente medio cuerpo del agua, se abalanzó sobre su larga y fina mano y estuvo a punto de arrancársela de una dentellada. Sarah, tan desmedida en sus odios como en sus amores, lo condenó al destierro en ese mismo instante. Un criado recibió la orden de llevar al manjuarí hasta la orilla del Sena y deshacerse allí du fauve épouvantable. ¿Cómo consiguió un pez del Trópico sobrevivir a los inviernos parisinos? La respuesta quizás estuviera en algo que solía decir el sabio Pancho de Ximeno: después de sortear durante millones de años todo tipo de calamidades, los Atractosteus tristoechus se habían vuelto unas criaturas muy resistentes.