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¿YA ESTÁS CONTENTA?

 

 

ARE YOU HAPPY NOW?

Megan & Liz

 

Aster Amirpour se tumbó de lado, acercó las rodillas al pecho y se llevó las manos a la cabeza. Tenía la sensación de que una manada de elefantes le estaba pasando por encima.

No sabía qué era peor: si el espantoso dolor de cabeza o la sequedad de garganta. Se obligó a incorporarse, sacó las piernas de las sábanas de raso negro, apoyó las plantas de los pies en la mullida alfombra blanca e intentó levantarse, pero cayó hacia atrás sobre la cama. Decididamente, lo peor era el mareo, seguido por las náuseas, con el dolor de cabeza y de garganta en tercer y cuarto lugar, respectivamente.

—Ryan —gruñó, ansiosa por tomarse una aspirina y una botella de agua, confiando en recuperarse cuanto antes.

Incapaz de levantar la voz, se acercó al lado de la cama que ocupaba Ryan y, al entreabrir un ojo, descubrió que estaba vacío.

Estiró un brazo y pasó la mano por las sábanas. Estaban frías al tacto. Como si Ryan se hubiera ido hacía mucho tiempo y no se hubiera molestado en volver. Pero eso era imposible, ¿no?

Se incorporó bruscamente. Haciendo una mueca, intentó contener el mareo y con los ojos ardiendo miró la habitación de aspecto viril y agresivo, llena de muebles modernos y ligeramente desproporcionados en tamaño: un diván enorme, varias mesas con la superficie de cristal y una gran cama.

Apoyó la cabeza en las manos. No recordaba ningún detalle, después de salir de la discoteca. Lo único que sabía era que estaba desnuda y sola, y que no tenía ni idea de dónde estaba.

¿Aquella habitación era de Ryan?

¿Estaba en su apartamento, o en una elegante habitación de hotel?

Echó un vistazo al cuarto de baño y a la sala contigua y encontró más muebles modernos, más ángulos rectos, más esquinas afiladas y más superficies de cristal, pero no encontró a Ryan. Después de inspeccionar minuciosamente cada habitación, incluyendo los armarios, le quedó claro que se había marchado. Así pues, le envió un mensaje de texto que decía: ¿Dónde estás? Como no contestó, le llamó, pero saltó el buzón de voz.

El sol empezaba ya a asomar entre las cortinas. Sería imposible escabullirse sin ser vista. Su coche seguía aparcado en Night for Night y aquel imbécil, aquel capullo que decía adorarla hasta el punto de estar dispuesto a robarle su virginidad por lo visto no había creído conveniente quedarse el tiempo necesario para llevarla de vuelta a la discoteca, a recuperar su coche. No había otra forma de interpretar aquella situación. Ni siquiera se había molestado en dejar una nota.

Se puso de rodillas, sacó su bolso de debajo del diván y comenzó a recoger sus cosas. Su sujetador y sus bragas estaban en lados opuestos de la habitación, rotos y pegajosos. Le dieron tanto asco que ni siquiera soportó mirarlos, cuanto más volver a ponérselos. Su vestido estaba en el suelo, junto al sofá de la sala, y aunque antes le había gustado más que cualquier otro vestido de los que había tenido, ahora le parecía tan sucio y asqueroso como se sentía ella. Hizo una pelota con él y con su ropa interior y lo tiró todo a la papelera.

Los zapatos Valentino, en cambio, no quiso abandonarlos. Ryan ya le había quitado bastantes cosas. No iba a perder también los zapatos por su culpa.

En el cuarto de baño, se echó un poco de agua fría en la cara, pero por más que se lavó y se frotó con la toalla no consiguió que mejorara su aspecto. Tenía los ojos enrojecidos, el maquillaje corrido y la expresión desquiciada e indefensa de quien se tambalea bajo la carga insoportable del remordimiento. Se hizo un moño apresurado, buscó entre las pocas prendas que colgaban en el armario y se preguntó si de verdad Ryan vivía allí. Aun así, había unos vaqueros y una camisa azul clara y, sin pensárselo dos veces, se apropió de ambas cosas.

Enrolló los bajos del pantalón, se remetió la camisa, se puso un cinturón de Ryan, se calzó los tacones, agarró de la cómoda unas gafas de sol oscuras al salir y emprendió la larga caminata de regreso a casa.