19

 

 

JUEGO PERVERSO

 

 

WICKED GAME

Chris Isaak

 

Madison Brooks se recostó contra el cabecero de terciopelo azul claro de su cama y vio como Ryan se ponía unos vaqueros ajustados de color oscuro antes de pasarle el porro encendido que colgaba de sus labios.

Ella se pasó el porro por debajo de la nariz. Aquel olor le recordaba, cosa extraña, a su infancia. Claro que la infancia de Madison había sido mucho más extraña que la de la mayoría de la gente.

—No es un palito de incienso, Mad. Se supone que tienes que fumártelo, no olfatearlo. —Ryan extendió la mano, haciéndole señas de que le devolviera el porro.

Su camisa desabrochaba dejaba al descubierto los abdominales que tanto se esforzaba por mantener en perfecta forma. Odiaba que Madison se negara a fumar con él. No soportaba que los demás estuvieran sobrios cuando él no lo estaba.

Madison le devolvió el porro sin rechistar y se preguntó qué más odiaba Ryan de ella. ¿Sería muy larga su lista? ¿Más larga que la de ella? Curiosamente, esa posibilidad no le molestaba lo más mínimo.

Estiró las piernas y frotó un pie contra las sábanas arrugadas, recordando cómo había acabado allí la fiesta que habían iniciado fuera. En esos momentos Ryan no la había odiado, evidentemente. Y, para ser sincera, tampoco ella a él. Era absurdo y retorcido, pero había algo en aquella faceta más misteriosa y secreta de Ryan que hacía que tuviera ganas de seguir con él un poco más.

No sabía si se debía a que era tan competitiva que quería ser ella quien pusiera fin a la relación por sorpresa en lugar de dejar que se volviera tan monótona y aburrida que Ryan estuviera deseando librarse de ella, o porque le fascinaban los secretos y cómo determinaban el modo de vivir de las personas y las decisiones que tomaban.

Quizá fuera una mezcla de ambas cosas.

O ninguna de las dos.

En todo caso, daba igual: no pensaba consultar a un psicoterapeuta para que analizara su caso desde un punto de vista profesional.

Era una de las pocas actrices de Hollywood que no hacía terapia. Casi todos sus conocidos, desde la estrella más rutilante al eléctrico más insignificante, dependían enormemente de sus visitas semanales al psicólogo y de los antidepresivos que les recetaban estos. Quitando a un par de personas muy concretas, sus secretos le pertenecían solo a ella. La historia de su niñez estaba bien documentada por la prensa, y esa falacia completamente inventada era la única versión que pensaba compartir.

Ryan se sentó al borde de la cama con el porro entre los labios y se puso las botas.

—¿Qué pasaría si te hiciera una foto y la colgara en la red? —Madison agarró su teléfono.

Se sentía audaz, temeraria, ansiosa por sobrepasar todos los límites.

Él agarró el porro con los dedos y le dio una profunda calada.

—Tú no harías eso —dijo con aquella voz susurrante que la sacaba de quicio, conteniendo el aliento como solían hacer los fumadores de marihuana.

—¿Por qué estás tan seguro de que puedes confiar en mí?

Hizo una serie de fotografías, hasta que él tiró el porro y se lanzó hacia ella. Cayó vestido sobre su cuerpo desnudo.

—Porque eso te perjudicaría a ti tanto como a mí. —Ryan le lanzó una mirada directa. Un poco soñolienta y enrojecida, sí, pero directa.

Madison comprendió por aquella expresión que también él era consciente del juego al que ambos jugaban.

Ryan intentó alcanzar el teléfono, pero ella lo levantó por encima de su cabeza y sonrió, triunfante, cuando él se dio por vencido y se conformó con besarla en el cuello. Luego, siguió hacia abajo.

Se negó a parar hasta que Madison se derritió bajo su cuerpo. Entonces le quitó el teléfono, borró las fotografías y dijo:

—Hueles a sexo. A sexo del bueno. —Sonrió y se apartó de ella.

—Y tú hueles a alguien que no teme jugar sucio. —Madison miró ceñuda el teléfono que él había dejado a su lado.

—¿Seguro que no quieres venir? —Se acercó al espejo y se pasó las manos por el pelo.

Madison se puso de lado y apoyó la cabeza en la almohada.

—Prefiero quedarme aquí y quizá meterme en un baño de burbujas.

Ryan recogió su cartera y sus llaves, se acercó a darle un último beso y apagó cuidadosamente el porro.

—Voy a echarte de menos, Mad —dijo antes de encaminarse hacia la puerta.

—No me cabe duda —susurró ella mientras le veía marchar.

En ese momento sonó su móvil. El número que aparecía en la pantalla era uno que hacía mucho tiempo que no veía.

Apenas había dicho «hola» cuando una voz de hombre dijo:

—Tenemos un problema.