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PIEL DE FAMOSA

 

 

CELEBRITY SKIN

Hole

 

Madison Brooks se tumbó en el mullido diván de terciopelo alojado en un rincón de su enorme vestidor, bebió un sorbo del zumo de verduras recién licuado que le había llevado Emily, su asistente, y arrugó la nariz mientras miraba los vestidos que su estilista, Christina, iba sacando de un montón de bolsas con el nombre de las boutiques más exclusivas de Los Ángeles.

Aquella era una de sus actividades preferidas, y aquel uno de sus lugares predilectos. El vestidor era para ella una especie de santuario en el que se refugiaba de las incesantes exigencias de su vida cotidiana. Había elegido con sumo cuidado cada objeto para que evocara una suntuosidad sin límites, un sentimiento de paz y confort: desde las cajoneras a las suaves alfombras, pasando por las lámparas de cristal que colgaban del techo y las paredes recubiertas de seda pintada a mano. Lo único que desentonaba ligeramente era Blue, que dormía acurrucado a sus pies.

Mientras que otras estrellas preferían los perros con pedigrí del tamaño de un bolso pequeño, para Madison aquel chucho zarrapastroso y de origen indeterminado poseía todas las características que debía tener un perro: era recio, duro, poco amigo de tonterías y un poco tosco. Así prefería también a sus novios. Al menos, así los había preferido antes, cuando todavía le permitían elegirlos por sí sola.

Si algo le sorprendía de la mecánica interna de Hollywood era ese enfoque de las relaciones de pareja como una mercancía más: como algo que ponía a punto y con lo que comerciaba un equipo de mánager, publicistas y agentes, o, en ocasiones, las propias estrellas.

Tener una pareja adecuada podía elevar el perfil de una actriz de un modo que era difícil de lograr por otros medios y que podía asegurar una publicidad inagotable y un hueco permanente en los tabloides, pero que por desgracia también daba lugar al irritante y empalagoso fenómeno de la fusión de los nombres de los presuntos enamorados. El problema era que la mayoría de las actrices estaban tan acostumbradas a encarnar a un personaje que hasta llegaban a creerse de veras que habían encontrado a esa persona sin la cual no podían vivir. A su alma gemela, o cualquier otra cursilada que les hubieran inoculado desde niñas.

—Creo que este iría bien con esos Jimmy Choo nuevos.

Christina colgó ante ella un vestido muy mono que combinaba colores vivos, pero Madison no quería un vestido mono. Quería algo especial, no lo mismo que llevaba todo el mundo.

Sonó su móvil, pero Madison no hizo caso. No porque fuera perezosa (que no lo era), ni porque estuviera mimada en exceso (que sí lo estaba), sino porque sabía que era Ryan y no tenía ningún interés en hablar con él.

Christina hizo una pausa pero Madison le indicó que continuara. La siempre fiel Emily se acercó, agarró el teléfono de la mesa y en un tono de contenida excitación dijo:

—¡Es Ryan!

Madison tuvo que contener las ganas de echarse a reír. Emily era una buena asistente, seria y leal, pero estaba tan colada por Ryan que era imposible confiar en ella. Cuanto menos supiera sobre los verdaderos sentimientos de Madison hacia Ryan, mejor.

—Hola, nena —dijo él con voz grave y parsimoniosa cuando su cabello rubio y sus ojos verdes y soñolientos llenaron la pantalla—. Llevo todo el día pensando en ti. ¿Tú has pensado en mí? Madison vio que Christina y Emily salían de puntillas del vestidor y cerraban la puerta.

—Claro.

Se hundió aún más en los cojines y se echó una manta de cachemira sobre las piernas. Cada vez que estaba con Ryan o que hablaba por teléfono con él sentía el impulso de agarrar una manta o una almohada: cualquier cosa que sirviera de barrera entre ellos.

—¿Sí? ¿Y qué pensabas exactamente? —Ryan se estiró en el sofá de su caravana de rodaje con la cabeza apoyada en un cojín y comenzó a desabrocharse el cinturón.

—No podrías soportarlo si te lo dijera —contestó ella, ocultando a duras penas el rencor que sentía hacia él por permitir que la empujara a hacer cosas que le desagradaban.

Y no porque ella fuera una mojigata (nada de eso), o porque él no estuviera buenísimo. En realidad, siendo el protagonista de una popular serie de televisión, Ryan Hawthorne alimentaba las fantasías de innumerables adolescentes. Pero sencillamente no era su tipo, y eso ninguna maniobra publicitaria podría cambiarlo. Llevaba soportándole seis meses y estaba deseando cortar con él, pero su agente se oponía y la presionaba para que siguiera con aquella farsa hasta que firmara su siguiente contrato. Pero su agente no tenía que besar a Ryan, ni tenía que verle masticar con la boca abierta, ni defenderse de su necesidad constante de sexo por videoconferencia. Ya se habían hecho suficientes arrumacos en público. Era hora de poner fin al tándem RyMad. Aunque era importante elegir el momento adecuado.

—Claro que puedo soportarlo —contestó él con voz ronca y la respiración agitada mientras se bajaba la cremallera. Medio segundo más y se habría quitado los pantalones.

—Cariño… —Madison puso una voz grave y aterciopelada, como le gustaba a Ryan—. Sabes que está aquí Christina. Y Emily también.

—Sí, pues mándalas a hacer un recado o algo así. —Se bajó los calzoncillos hasta las rodillas—. Te echo de menos, nena. Necesito pasar un Mad-rato.

Madison hizo una mueca. Odiaba que dijera cosas como «un Mad-rato». No sonaba nada sexy. Y tampoco tenía nada de sexy ver a Ryan Hawthorne desnudarse en la pantalla de su móvil, pese a lo que pudieran pensar millones de fans.

—Pero todavía no he encontrado un vestido para la fiesta de Jimmy Kimmel y es mañana —repuso ella con una voz que esperaba fuera lo bastante persuasiva.

—¿Jimmy tiene esto?

—No me cabe duda de que sí.

Ryan estaba tan distraído que no se dio cuenta de que Madison ponía cara de fastidio.

—Tú estás bien con cualquier vestido, nena —añadió con voz ronca.

Madison apagó el volumen mientras acariciaba distraídamente la cicatriz de la cara interna de su brazo: la única mácula de su piel blanca e impecable. A menudo le preguntaban por ella en las entrevistas, pero Madison tenía una respuesta bien ensayada para todo lo relacionado con su pasado.

Esperó a que Ryan acabara, preguntándose cuánto tiempo más podría darle largas sin que se diera cuenta de hasta qué punto había llegado a despreciarle. Cuando acabó, subió el volumen y ronroneó:

—No te imaginas cuánto te echo de menos. —Y no era del todo mentira, se dijo, puesto que evidentemente no tenía ni idea de que no le echaba de menos en absoluto—. Pero ahora no es buen momento.

Él no hizo intento de taparse, a pesar de que le había dejado claro que no iba a haber segundo asalto. Sin embargo, un segundo después se pasó la camiseta por la cabeza y preguntó:

—¿Lo dejamos para otro momento?

Eso era lo único bueno de Ryan: que tenía la capacidad de concentración de un mosquito y era fácil hacerle cambiar de rumbo. Estaba a punto de preguntarle a qué hora podía llamarla otra vez cuando Madison sonrió con cara de disculpa y cortó la llamada.

Se recostó en los cojines y esperó. Emily y Christina estaban seguramente con la oreja pegada a la puerta. No tardarían en entrar.

—Bueno, entonces… —Christina se asomó en ese instante a la habitación. Encogió los hombros hasta las orejas y sus ojos azules adoptaron una expresión preocupada—. ¿No te gusta ninguno?

Madison parpadeó. Quizá los vestidos no estuvieran tan mal como le había parecido. Seguramente podría quedarse con alguno.

Claro que ¿por qué no fingir que los detestaba? Era bueno zarandear un poco a la gente. Hacer que se esforzaran más. Que afinaran su ingenio.

Arrugó la nariz y meneó la cabeza. Tenía por delante un largo y cálido verano de entrevistas televisivas, viajes promocionales y sesiones fotográficas. Christina tendría que esforzarse un poco más.

—Según me han dicho, Heather se muere de ganas de ponerse el negro —comentó la estilista.

Madison cruzó las piernas y tocó a Blue con la punta del pie. El perro seguía adormilado, y le hizo gracia ver cómo levantaba las orejas un segundo para luego volver a bajarlas. Pero al pensar en su excompañera de reparto, Madison arrugó el entrecejo. Heather estaba siempre intentando promocionarse a través de sus contactos, por tenues que fueran, con las grandes estrellas, y Madison jamás se perdonaría el haber caído en sus redes.

Se habían conocido muy al principio de su carrera, cuando Madison no conocía a nadie y se había sentido muy afortunada por encontrar una amiga en aquella ciudad inhóspita. De ahí que hubiera preferido ignorar los rasgos más alarmantes del carácter de Heather, entre ellos su competitividad patológica. Pero, tan pronto Madison alcanzó el estrellato y su luz eclipsó la de Heather hasta reducirla a un destello fugaz, los comentarios malintencionados, los insultos apenas velados y los ataques de celos aumentaron hasta el punto de que Madison no pudo seguir ignorándolos. Así pues, cortó toda relación con Heather, fue a visitar un refugio para perros, encontró allí a su nuevo mejor amigo, Blue, y no miró atrás ni una sola vez. Y sin embargo Heather seguía persiguiéndola, la etiquetaba en Twitter o intentaba emular cada uno de sus movimientos como si hubiera una fórmula para alcanzar el éxito aparte del esfuerzo, la determinación y una pizca de buena suerte. Qué aburrimiento.

—Bueno, imagino que si lo quiere es seguramente porque cree que tú lo quieres. —Christina se volvió hacia el perchero con ruedas y comenzó a cerrar las pesadas bolsas de los trajes para llevarlas a su coche.

Al verla guardar los vestidos, a Madison la apenó un poco haberse dado tanta prisa.

Después de la decepción que se había llevado con Heather no había vuelto a hacer amigas. Tenía montones de conocidas, claro, pero ni una sola buena amiga. El problema con las chicas (con las agradables, no con las locas como Heather) era que siempre querían escarbar demasiado. Compartir cosas, intercambiar confesiones, escudriñar los pensamientos íntimos, explorar el territorio compartido de los problemas con papá y mamá. Y, a diferencia de lo que ocurría con los chicos, no se las podía disuadir sirviéndose del sexo (por lo menos, a la mayoría). Ellas exigían respuestas. Y Madison no podía arriesgarse a caer en esa clase de intimidad. Los ratos que pasaba probándose ropa y cotilleando con Christina eran lo más parecido que tenía a una amistad.

—Pues se llevará un chasco cuando se entere de que lo he rechazado. —Madison estaba decidida a retrasar todo lo posible la marcha de su estilista—. A no ser que no se lo digamos. Quizá sea divertido verla intentar vencerme de nuevo poniéndose el mismo vestido que yo para que nos comparen y digan «ella lo llevaba mejor».

Christina sonrió sagazmente. Tenía fama de ser la mejor y limitaba su lista de clientes a los miembros más destacados de la élite de Hollywood.

—No creo que eso vaya a suceder en un futuro inmediato.

Madison dibujó una media sonrisa mientras tocaba de nuevo a Blue con la punta del pie.

—Llevas aquí más de una hora, ¿y el único cotilleo que me cuentas es sobre Heather? ¿Te estás haciendo de rogar?

Christina le lanzó una mirada alarmada y, al ver que estaba bromeando (más o menos), se relajó y dijo:

—Ha sido una semana muy tranquila, pero he oído algo acerca de un concurso que está preparando Ira. ¿No te has enterado? Hay carteles pegados por toda la ciudad.

Madison la miró con curiosidad. Conocía a Ira como conocía a casi todo el mundo relacionado con la industria del entretenimiento: a través del circuito de fiestas, eventos benéficos y galas de entrega de premios. Sabía, desde luego, que tenía fama de ser el zar de la escena nocturna de Los Ángeles (eso lo sabía todo el mundo), pero su relación se limitaba a los diversos intentos que había hecho Ira para atraerla a sus locales sirviéndose de halagos y obsequios. Por su último cumpleaños le había mandado un bolso Kelly de Hermès de color rojo que costaba tres veces más que el Gucci que le había enviado su agente. Madison lo había desenvuelto a toda prisa, lo había añadido a su colección de bolsos de diseño y había encargado a Emily que le mandara una tarjeta dándole las gracias.

—El caso es que se trata de promocionar sus discotecas, pero tengo un amigo que trabaja para él y me ha dicho que tú estás entre los principales objetivos de su lista. Así que prepárate para que un montón de chicos y chicas desesperados intenten convencerte para que vayas de copas a un local de Ira Redman.

Madison se hundió más aún en los cojines y dejó escapar un suspiro de contento. ¿Qué importaba que su vida estuviera llena de cotillas y aduladores a los que pagaba generosamente para que acariciaran su ego y se rieran de sus chistes? Seguía siendo la persona con más suerte que conocía y llevando una vida de lujos inconcebibles para la mayoría de la gente. ¿Y acaso no era una de las mayores ventajas de ser rica y famosa el acceso ilimitado a todo cuanto deseaba?

La mejor mesa en un restaurante atestado de gente, con una lista de espera de tres horas.

El mejor asiento en primera en un avión con overbooking.

Pases VIP para cualquier concierto o acontecimiento deportivo digno de verse.

Las mejores prendas puestas a su disposición para que se las probara a su antojo.

El equipo perfecto de gente que hacía que su vida funcionara como una seda, a cambio de un salario generoso…

Se había esforzado mucho por conseguir esos privilegios y le parecía de lo más natural sacarles el mayor partido posible.

Si Ira Redman quería alistar a un montón de chicas y chicos para halagarla, ¿quién era ella para impedírselo?

—Vuelve mañana por la mañana —dijo, dando por sentado que Christina pospondría cualquier otra cita—. Y tráeme algo bonito. Quiero dejar a Jimmy sin habla. Ah, y tráeme también una lista de esos chicos de los que te ha hablado tu amigo. Me gusta saber quién me persigue.