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BESO HIPÓCRITA
HYPOCRITICAL KISS
Jack White
Layla Harrison no podía estarse quieta. Primero se hundió en su tumbona y enterró los pies en la arena de la playa. Luego se retrepó en el asiento y estuvo así un rato, hasta que el roce de la lona empezó a producirle un incómodo hormigueo en los hombros. Finalmente se dio por vencida y, entornando los ojos, miró hacia el océano, donde Mateo, su novio, aguardaba la llegada de una ola decente: un empeño tedioso que Layla no lograba entender y que en cambio para él era fuente de felicidad infinita.
A pesar de lo mucho que lo quería (y lo quería de verdad: qué demonios, era tan mono, tan sexy y tan tierno que habría estado loca si no lo quisiera), después de pasar tres horas esquivando el sol bajo su sombrilla gigantesca mientras luchaba por escribir un artículo más o menos pasable que contuviera la dosis correcta de humor y sarcasmo, deseó que Mateo lo dejara de una vez y emprendiera el largo camino de vuelta a la playa.
Estaba claro que su novio ignoraba lo insoportablemente incómodo que era pasar horas sin fin sentada en la tumbona vieja y endeble que le había prestado, pero ¿cómo iba a saberlo? A fin de cuentas, nunca la usaba. Siempre estaba en el mar, con su tabla y ese aire de estar totalmente en paz, tan guapo y tan zen, mientras ella, Layla, hacía todo lo posible por escapar al esplendor de Malibú. La enorme sombrilla bajo la que se ocultaba era solo el principio.
Debajo de la voluminosa sudadera y la toalla extra que se había echado sobre las rodillas llevaba una gruesa capa de protector solar, y naturalmente jamás se aventuraba a salir sin sus grandes gafas de sol y sin el arrugado sombrero de paja que le había traído Mateo de uno de sus últimos viajes a Costa Rica para hacer surf.
En opinión de Mateo, aquel empeño ritual en taparse y protegerse del sol era, como mínimo, inútil. «No se puede dominar el entorno», decía. «Hay que respetarlo, apreciarlo y jugar conforme a sus normas. Es una locura pensar que tú mandas: la naturaleza siempre tiene la última palabra».
Era fácil decirlo cuando uno tenía una piel inmune a las quemaduras del sol y prácticamente se había criado sobre una tabla de surf.
Layla volvió a fijar la mirada en su portátil y arrugó el entrecejo. Escribir un blog de cotilleos cutres distaba mucho de la columna fija en el New York Times con la que soñaba, pero por algún sitio tenía que empezar.
Desarrollo interrumpido
No, no me refiero a Arrested Development, la serie de culto que dejó de emitirse por ser demasiado ingeniosa (¿Cómo pudieron dejar de emitirla? ¡Ay, qué duro es estar rodeada de idiotas!). Hablo, gente, del verdadero desarrollo interrumpido, de ese del que hablan los manuales de introducción a la Psicología (y esto va para aquellos de vosotros que leéis algo más que tuits y blogs de cotilleos). Una servidora presenció anoche un ejemplo clarísimo en Le Château, cuando tres de las estrellas más jóvenes y explosivas de Hollywood (si bien no las más brillantes) llegaron a la conclusión de que las aceitunas servían para algo más que para quedarse tontamente en el fondo de un vaso de Martini y…
—¿Sigues con eso?
Mateo se erguía ante ella con la tabla bajo el brazo y los pies hundidos en la arena.
—Solo estoy haciendo unas correcciones de última hora —masculló Layla mientras lo veía soltar la tabla sobre la toalla.
Mateo se pasó la mano por el pelo descolorido por el sol y el salitre y se bajó la cremallera del traje de neopreno. Se lo bajó tanto que Layla no pudo evitar tragar saliva y quedarse muda de asombro al ver el increíble cuerpo de su novio desnudo ante ella, brillando al sol.
Mateo demostraba una indiferencia por su belleza natural muy extraña en una ciudad rebosante de egos desmesurados, de vanidades excesivas y de devotos de la secta de los zumos de verduras, y a Layla le costaba casi siempre entender qué veía en una chica tan paliducha y descreída como ella.
—¿Puedo ayudarte?
Él recogió su botella de agua como si nada le interesara más que leer su opinión acerca de tres celebrities de primera fila que, atiborradas de martinis, habían decidido rememorar sus travesuras de instituto arrojando aceitunas a todo el que se les pusiera a tiro.
Típico de él. Había sido así desde la noche en que se conocieron, hacía poco más de dos años, el día en que ella cumplía dieciséis. A los dos les asombró descubrir que, pese a llevarse apenas un año y diez días de diferencia, eran de signos zodiacales distintos, casi opuestos.
Mateo era Sagitario, es decir, un soñador de espíritu libre.
Layla, en cambio, era Capricornio, lo que la convertía en ambiciosa y un poquitín controladora. Si uno creía en esas cosas, claro, y ella, por supuesto, no creía. Solo era una curiosa coincidencia que en su caso fuera cierto.
Le pasó el portátil a Mateo y se hundió más aún en la tumbona. Escuchar a Mateo leer su trabajo en voz alta era para ella como un subidón de crack.
Le sentaba bien a su proceso creativo. La ayudaba a corregir y a pulir su prosa. Pero Layla era lo bastante lúcida como para saber que, en lo tocante a su forma de escribir, estaba siempre deseosa de halagos, y normalmente Mateo siempre encontraba algo agradable que decirle, por insulso que fuera el contenido.
Con la botella de agua en una mano y el MacBook Air de Layla en la otra, empezó a leer. Cuando llegó al final, la miró y dijo:
—¿Pasó de verdad?
—Me guardé una aceituna como recuerdo.
Él entornó los párpados como si intentara imaginarse una pelea de aceitunas entre celebrities.
—¿Hiciste fotos? —Le devolvió el portátil.
Layla negó con la cabeza, hizo una pequeña corrección y guardó al archivo en vez de pulsar la tecla de Enviar.
—En el Château se toman muy en serio lo de no hacer fotografías.
Mateo meneó la cabeza y vació la botella de agua de un solo trago mientras ella seguía mirándolo con ojos de deseo, a pesar de sentirse un poco perversa por reducir a su novio al papel de hombre objeto.
—¿Vas a mandarlo? —preguntó él—. Parece que ya está listo.
Ella guardó el ordenador en su bolsa.
—Ya sabes que últimamente no paro de hablar de crear mi propio blog, Bellos ídolos. —Lo miró, indecisa—. Pues estoy pensando que esta podría ser la entrada perfecta para lanzarlo.
Él se removió, jugando con el tapón de la botella.
—Es una buena entrada, Layla. —Hablaba como si escogiera con todo cuidado cada palabra—. Es divertida, y precisa, pero… —Se encogió de hombros y dejó que el silencio dijera lo que él no se atrevía a decir: que no era, ni de lejos, una pieza del calibre del que ella era capaz.
—Sé lo que estás pensando —contestó Layla poniéndose a la defensiva—. Pero ninguna de las mierdas sobre las que escribo pueden considerarse noticias capaces de cambiar la historia, y estoy harta de trabajar a cambio de unas migajas. Si quiero trabajar por mi cuenta, tendré que empezar por alguna parte. Y aunque puede que el blog tarde un tiempo en despegar, cuando por fin despegue puedo ganar un montón de dinero solo con la publicidad. Además, he ahorrado más que suficiente para mantenerme hasta entonces.
Este último comentario, hecho atropelladamente, podía no ser cierto pero sonaba bien y pareció convencer a Mateo, que respondió tirando de ella y estrechándola entre sus brazos.
—¿Y qué vas a hacer exactamente con todo ese dinero de la publicidad?
Ella pasó un dedo por su pecho, intentando ganar tiempo. Aún no le había contado que soñaba con ir a Nueva York a estudiar Periodismo, y contárselo en ese momento les habría puesto en una situación violenta que prefería evitar.
—Bueno, imagino que casi todo irá a parar al fondo para burritos.
Mateo sonrió y rodeó su cintura con los brazos.
—La receta perfecta para una vida feliz: tú, buenas olas y un fondo para burritos bien nutrido. —Tocó con los labios la punta de su nariz—. Por cierto… ¿Cuándo vas a dejar que te enseñe a hacer surf?
—Nunca, seguramente.
Dejó que su cuerpo se derritiera contra el de él y escondió la cara en el hueco de su cuello, donde aspiró un olor embriagador a mar, a sol y a honda felicidad, aderezado con una nota de honor, sinceridad y una vida vivida en equilibrio. Era todo cuanto Layla deseaba ser (y sabía que nunca sería), condensado en un solo aliento.
Sin embargo, y pese a sus enormes diferencias, Mateo la aceptaba tal y como era. Nunca intentaba cambiarla ni hacerle ver las cosas a su manera.
Layla habría deseado poder decir lo mismo.
Cuando él le puso un dedo bajo la barbilla y bajó la cabeza para besarla, ella respondió como si hubiera pasado las tres horas anteriores esperando aquello (y así había sido). Al principio, el beso fue suave y juguetón. La lengua de Mateo se deslizó suavemente por la suya. Hasta que Layla frotó las caderas contra las suyas y le devolvió el abrazo con una pasión que le hizo gruñir su nombre con voz ronca.
—Layla… Uf… —balbució—. ¿Qué te parece si buscamos un sitio donde seguir con esto?
Ella enlazó una pierna con la suya atrayéndolo hacia sí hasta donde lo permitían sus vaqueros cortados y el traje de neopreno de él. Solo era consciente del calor que recorría su cuerpo cuando Mateo deslizó las manos bajo su sudadera. Estaba tan embriagada por sus caricias que de buena gana le habría tumbado sobre la arena caliente y dorada y se habría sentado a horcajadas sobre él. Por suerte, Mateo tuvo la prudencia de apartarse antes de que los detuvieran por culpa de Layla.
—Si nos damos prisa, podemos tener la casa para nosotros solos.
Tenía una sonrisa floja, una mirada lánguida y vidriosa.
—No, gracias. —Layla lo apartó, malhumorada de pronto—. La última vez que Valentina estuvo a punto de pillarnos, el pánico que sentí acortó mi vida una década. No puedo arriesgarme a que eso vuelva a suceder.
—Así que vivirías hasta los ciento cuarenta en vez de hasta los ciento cincuenta. —Mateo se encogió de hombros e intentó volver a abrazarla, pero Layla se desasió—. En mi opinión merece la pena.
—Para ti es fácil decirlo, señor Maestro Zen. —Era uno de los muchos motes que le había puesto—. Vamos a mi casa. No hay hermanas pequeñas y, aunque mi padre esté en el estudio, no creo que vaya a molestarnos. Está muy metido en su nueva serie de pinturas, aunque yo todavía no las he visto. Me alegro de que esté trabajando. Hacía siglos que no vendía una obra.
Mateo hizo una mueca. Evidentemente quería estar con ella, pero la sola mención de su padre bastaba para desinflar su entusiasmo.
—Es que no me acostumbro. —Se entretuvo guardando sus cosas, desmontando la sombrilla y guardándola en su funda—. Es demasiado raro.
—Para ti, solamente. No olvides que mi padre se describe a sí mismo como un bohemio de mentalidad abierta que cree en la libre expresión. Y, lo que es más importante, confía en mí. Y tú le caes bien. Piensa que eres una influencia tranquilizadora para mí.
Esbozó una sonrisa. Era indudablemente cierto. Luego, echándose la bolsa al hombro, se dirigió al Jeep negro de Mateo. Quitó un folleto del parabrisas y leyó: Preséntate a las pruebas para trabajar este verano como relaciones públicas de Unrivaled Nighlife Company, la empresa de Ira Redman, y consigue un increíble premio en metálico.
Aquello picó su curiosidad al instante.
Tenía puestas sus miras en la facultad de Periodismo de Nueva York desde su primer año de instituto y, aunque estaba eufórica porque la hubieran aceptado, no tenía ninguna posibilidad de asistir: la matrícula astronómica y el alto coste de la vida en la gran urbe eran como un muro de ladrillo que se interponía en su camino. Y dado que el bache económico que atravesaba su padre estaba durando más de lo normal, pedirle ayuda estaba descartado.
Su madre podía facilitarle cualquier cantidad que necesitara (o, mejor dicho, podía facilitársela el marido rico de su madre, porque la madre de Layla era solo una más de las muchas zombis de Santa Mónica que iban del gimnasio a la peluquería de moda arrastrando los pies). Pero lo cierto era que Layla no se hablaba con su madre desde hacía años, y no pensaba empezar a hacerlo ahora.
En cuanto a Mateo… Su sueldo como monitor de surf en algunos de los hoteles más caros de la playa no daba para mucho (y aunque no fuese así, Layla tampoco estaba dispuesta a aceptar su ayuda). Además, todavía no le había contado que quería irse a vivir a Nueva York, principalmente porque estaba segura de que insistiría en acompañarla y, aunque sería muy agradable tenerlo cerca, la distraería de su objetivo. Mateo no compartía su ambición y, por dulce y tierno que fuera, Layla se negaba a ser una de esas mujeres que dejaban que un chico mono le impidiera alcanzar sus sueños.
Echó otro vistazo al folleto: un trabajo así podía ser justo lo que necesitaba. Tendría acceso directo a la escena nocturna de Hollywood, dispondría de mejor material para sus artículos en el blog, ¿y quién sabía adónde podía conducirla aquello?
Mateo pasó a su lado y le quitó el folleto de las manos.
—Dime que no te interesa esto.
Se volvió para mirarla, entornando sus ojos marrones. Layla respondió mordiéndose el labio. No estaba dispuesta a reconocer que era lo más emocionante que le había pasado en todo el día (aparte de aquel beso en la playa).
—Nena, créeme, no te conviene meterte en esto —añadió él en un tono severo que Layla escuchaba rara vez—. La vida nocturna es muy estresante, como mínimo. Acuérdate de lo que le pasó a Carlos.
Ella se miró los pies cubiertos de arena, avergonzada por haberse olvidado del hermano mayor de Mateo, que murió de sobredosis justo delante de un club de Sunset Boulevard, igual que River Phoenix delante del Viper Room, solo que en su caso nadie construyó un monumento conmemorativo. Aparte de su familia más cercana, nadie se detuvo siquiera a llorarle. En el momento de su muerte, había caído tan bajo que los únicos amigos que le quedaban eran camellos, y ninguno de ellos se molestó en asistir a su entierro. Aquella era la mayor tragedia de la vida de Mateo. De niño había idolatrado a su hermano.
Pero ¿y si aquella era la manera perfecta de rendir homenaje a Carlos, tal vez incluso de reivindicar su figura?
Rozó con los dedos el brazo de Mateo antes de echar a andar a su lado.
—Lo que le pasó a Carlos fue la peor de las tragedias porque podría haberse evitado —afirmó—. Pero quizás el mejor modo de reivindicar a Carlos y a otros chicos como él sea poner al descubierto lo que de verdad pasa en ese mundillo. Y este tipo de empleo me permitiría hacerlo.
Mateo arrugó el ceño. Layla iba a tener que poner más empeño si quería convencerlo.
Miró el folleto que él tenía entre las manos, convencida de que tenía razón. La resistencia de Mateo solo consiguió aumentar su determinación.
—Odio el culto a la fama de nuestra cultura tanto como tú, y estoy totalmente de acuerdo en que el ambiente de los clubes nocturnos es un asco. Pero ¿no te gustaría que hiciera algo para airear un poco todo ese mundo? ¿No es mejor eso que quedarse de brazos cruzados, quejándose?
Aunque no le dio la razón, Mateo tampoco le llevó la contraria. Una pequeña victoria que Layla se apresuró a aprovechar.
—No me hago ilusiones, sé que no voy a ganar la competición. Qué digo, ni siquiera me importa. Pero si puedo meterme en ese mundillo tendré la munición necesaria para sacar a la luz todas sus falsedades. Y si puedo conseguir que un solo chico o chica deje de reverenciar a esos gilipollas que no se merecen su admiración, si consigo convencer a un solo adolescente de que el mundo de los clubes nocturnos es peligroso y sórdido y de que conviene evitarlo, habré cumplido mi misión.
Mateo miró hacia el océano y estuvo un rato observando el horizonte. Al verlo así, de perfil, silueteado por los últimos rayos de sol, Layla se enterneció. Mateo la quería. Solo deseaba lo mejor para ella. Por eso quería mantenerla alejada del mundo que le había arrebatado a su hermano. Pero, a pesar de lo mucho que lo quería ella, no estaba dispuesta a dejarle ganar.
Mateo siguió contemplando un momento el atardecer en el océano, perfecto como una postal, antes de volverse para mirarla.
—No soporto pensar que puedas mezclarte en todo eso. —Cerró el puño, arrugando ruidosamente el folleto—. Todo ese mundo es mentira, e Ira se ha ganado a pulso su fama de ser una alimaña. Le importan una mierda los chicos que le han hecho rico. Solo piensa en sí mismo. Echaron a Carlos y le dejaron morir en la calle para no tener que llamar a una ambulancia y cerrar el local esa noche. Pero luego no se cortaron un pelo cuando llegó el momento de beneficiarse del escándalo.
—Pero no fue en el club de Ira.
—Son todos iguales. Carlos era un chico listo y mira lo que le pasó. No puedo permitir que eso te pase a ti.
—Yo no soy Carlos. —En cuanto lo dijo, se arrepintió de sus palabras. Habría dado cualquier cosa por retirarlas y volver a tragárselas.
—¿A qué viene eso?
Layla se detuvo, no del todo segura de cómo iba a explicarse sin ofender aún más a Mateo.
—Yo entraría en ese mundo con una misión, con un objetivo…
—Hay otras formas mejores de hacerlo.
—Dime una. —Levantó la barbilla, confiando en hacerle entender con una mirada que, pese a que lo quería, habían llegado a un callejón sin salida.
Mateo arrojó el folleto a la papelera más cercana y abrió la puerta del copiloto del coche como si diera por zanjado el asunto.
Pero no estaba zanjado.
Ni mucho menos.
Layla ya había memorizado la página web y el número de teléfono.
Se acercó un poco a él. Odiaba que discutieran y, además, era absurdo: ella ya había tomado una decisión. Cuanto menos supiera él a partir de ese momento, mejor.
Sabiendo cómo podía distraerlo, pasó las manos por su muslo. Se negó a detenerse hasta que vio que cerraba los párpados, que su respiración se agitaba y que se olvidaba por completo de que había mostrado interés por trabajar en los clubes de Ira Redman.