5
RAYUELA MENTAL
MENTAL HOPSCOTCH
Missing Persons
Layla se sentía mal por haber mentido a Mateo, pero ¿qué alternativa tenía? Él le había dejado muy claro lo que pensaba de la vida nocturna de Los Ángeles aquel día en la playa. Si le decía que había decidido presentarse a las pruebas, solo conseguiría que se enfadara. Además, no iba a sacar nada en claro de todo aquello. Sin duda Ira se daría cuenta de que ella no encajaba en aquel mundo.
Dirigió su Kawasaki Ninja 250R hacia Jewel, el club designado para la entrevista, y se disponía a aparcar en un hueco libre cuando de pronto un Mercedes Clase C blanco se metió en su carril y la obligó a dar un frenazo. La rueda trasera derrapó mientras intentaba controlar la moto. Por fin pudo detenerse y, casi milagrosamente, logró mantenerse erguida mientras veía con una mezcla de rabia e impotencia cómo el conductor del Mercedes le robaba el sitio delante de sus narices.
—¡Eh! —gritó con el corazón latiéndole a mil por hora por el susto—. Pero ¿qué haces? —Indignada, vio salir del coche, derrochando arrogancia, a una chica morena con un vestido negro muy ajustado—. ¡Ese era mi sitio! —gritó, rabiosa.
En una zona en la que escaseaba el aparcamiento, robar un hueco suponía una grave falta de civismo.
La chica se apoyó las gafas de sol en la frente y la miró con desdén.
—¿Cómo va a ser tu sitio si ya he aparcado yo?
Layla la miró perpleja.
—¿Lo dices en serio? —dijo, tan furiosa que casi escupió las palabras—. ¡Has estado a punto de matarme!
La chica le lanzó una mirada burlona, se echó la larga melena sobre el hombro y se dirigió al club. Cuando Layla encontró otro hueco libre, mucho menos conveniente que el primero, hacía largo rato que la chica había desaparecido. Seguramente se habría saltado la fila y ya estaría dentro. A ella, en cambio, le tocaría hacer cola con los demás y avanzar penosamente hacia la puerta.
Se quitó el casco, se pasó una mano por su pelo trigueño y observó su reflejo en el cristal sucio de la moto, confiando en que su camiseta gris de cuello de pico, su americana negra ceñida y sus mallas de cuero tuvieran un aire elegantemente roquero. No quería que la tomaran por un Ángel del Infierno. Luego cambió sus gruesas botas por unos tacones de aguja de diseño que había comprado especialmente para la ocasión y con los que apenas podía caminar.
A pesar de que se ganaba la vida informando sobre la vida social de las celebrities, no recordaba la última vez que había estado dentro de una discoteca. Casi todos sus artículos giraban en torno a las travesuras de los famosos a la hora del cierre de los locales nocturnos, cuando salían en tromba por las puertas, tambaleándose precariamente sobre sus jimmy choos, camino del coche. Aquellos momentos de borrachera, cuando bajaban la guardia, le procuraban material a montones. Lo había aprendido de primera mano cuando, una noche, un famosillo de segunda fila estuvo a punto de arrollarla con su Porsche. Cuando utilizó su móvil para grabar la escena, el famosillo fue tras ella y, en venganza, Layla vendió la exclusiva resultante a TMZ, lo que, sin proponérselo ella, lanzó su carrera como periodista free lance.
Aquel no era, desde luego, el trabajo periodístico con el que soñaba, pero gracias a él había podido pasar los años de instituto sin tener que recurrir a su padre, cuya carrera como pintor sufría continuos altibajos. Y aunque se decía que hacía todo lo posible por erosionar aquel mundillo despreciable, la mayor parte del tiempo se sentía como una vulgar paparazzi, más que como una auténtica periodista. Pero, si conseguía aquel trabajo con Ira Redman, podría dejar todo eso atrás.
Cuando por fin llegó a la puerta y el portero la dejó entrar (las seis personas que iban delante de ella no habían tenido tanta suerte), le dieron una solicitud y una pegatina para que escribiera en ella su nombre y se la pegara en la chaqueta. Después la dirigieron hacia un fotógrafo que se dio tanta prisa en disparar que Layla estaba segura de que la había pillado con los ojos cerrados. Todavía deslumbrada por el flash, fue conducida por otro asistente a la Cámara (la muy codiciada sección VIP de la discoteca, que se asemejaba más al mullido interior de un joyero que a una cámara acorazada, como esperaba Layla), donde le dijeron que esperara.
La mayoría de la gente se dirigió a los asientos delanteros centrales en un intento de hacerse notar. Ella, en cambio, se fue derecha a la parte de atrás. No porque fuera tímida (que lo era) o porque se sintiera intimidada (como así era, en efecto), sino porque desde allí podía ver toda la sala, observar a sus rivales y decidir a quién podía vencer y a quién desdeñar.
A pesar de que nunca se ponía competitiva por las cosas más corrientes, como ser la chica más guapa de la sala (el esfuerzo que exigía pasar de mona a guapa no merecía la pena, en su opinión), o llamar la atención de los tíos más buenos (eso ya lo había conseguido: Mateo era el tío más bueno de toda la ciudad), cuando llegó el momento de asegurarse la entrevista se convirtió en una estratega astuta, dispuesta a conseguir el trabajo a toda costa.
Naturalmente, la chica que le había robado el aparcamiento (Aster, se llamaba, según su pegatina) estaba sentada delante, en el centro. Y lo que es peor, ni siquiera pestañeó o apartó la mirada cuando Layla la sorprendió mirándola abiertamente. Siguió con la mirada fija en ella, sin vacilar ni un momento, blandiendo su deslumbrante belleza como un arma diseñada para amedrentar a sus adversarios. Así pues, Layla hizo lo único que se le ocurrió: puso los ojos en blanco y desvió la mirada, siendo consciente de que acababa de retrotraerse a sus tiempos de colegiala. Aun así, hacer caso omiso de las matonas de la clase nunca daba resultado. Ni entonces, ni ahora. Las chicas como Aster ladraban mucho, pero Layla sabía dar buenas dentelladas. Aster sería una idiota si la subestimaba.
El resto de la gente era tan variopinta que parecía sacada de un casting de American Idol. Había góticos, punks, heavys, raperos, princesitas rubias y una chica con botas de cowboy rosas y unos pantalones tan cortos que Layla se preguntó si no se habría equivocado y habría entrado allí con intención de hacerse la depilación brasileña. Todos ellos rivalizaban por llamar la atención y, en opinión de Layla, ninguno tenía ni idea de nada.
—Eh, tú eres la chica de la moto, ¿verdad? —preguntó una voz cuyo acento dejaba claro que su dueño no era de por allí—. Te he visto llegar.
Los ojos de Layla se deslizaron por un par de viejas botas de motero negras y recorrieron unos vaqueros deshilachados y rajados por la rodilla antes de detenerse en una camiseta retro de Jimmy Page, tan lavada que no pudo evitar preguntarse si también dormía con ella.
Respondió encogiéndose de hombros. Su encontronazo con Aster la había predispuesto a odiar a cualquiera que invadiera su espacio personal, empezando por aquel cliché andante de roquero indie, que seguramente no había montado en moto en toda su vida.
—¿Te importa que me siente aquí?
—Tú mismo —masculló, y enseguida se avergonzó de sí misma.
No solía ser tan borde, pero no estaba allí para hacer amigos, y menos aún para ponerse a charlar con un recién llegado a Los Ángeles ansioso por conseguir contactos, y no se le ocurría otra forma mejor de dejar claras ambas cosas.
El chico se sentó abriendo mucho las piernas, y una de sus rodillas chocó con la de Layla.
Ella suspiró lo bastante alto para que la oyera. Había pasado de borde a zorra repugnante en un abrir y cerrar de ojos, pero no le importaba.
—Perdona. —Él cerró un poco las piernas, lo cual estaba mejor, hasta que empezó a mover el pie.
Layla fijó la mirada en su móvil y procuró ignorarle, pero no había forma.
—¿Podrías…?
El chico siguió la dirección que indicaba su dedo, hasta su propio pie.
—Ah. Creo que estoy un poco nervioso. —Se rio—. Lo que seguramente hace que parezca un pardillo, pero es la verdad. Bueno, ¿y tú cómo te enteraste de esto?
Perdiendo por completo la paciencia, Layla se volvió hacia él y dijo:
—Mira, ¿te importa que lo dejemos?
—¿Dejar qué? —En su cara se dibujó muy despacio una sonrisa desarmante. Y cuando sus ojos se encontraron, Layla solo pudo contener la respiración. Nunca había visto unos ojos de un azul tan intenso.
Lanzó una rápida mirada a la etiqueta con su nombre, Tommy, e intentó recobrarse de la impresión.
—Charlar, hablar de tonterías o fingir que somos amigos —replicó en un tono mucho más áspero del que exigían las circunstancias, pero empezaba a pensar que debería haber hecho caso a Mateo y no haberse presentado allí.
—Como quieras. —Tommy se encogió de hombros, prescindiendo de ella tan fácilmente que Layla no pudo evitar que aquello también la irritara un poco—. Aunque es una lástima. Por lo que he visto, por aquí escasean los amigos.
Sus palabras se posaron en torno a Layla y, aunque deseó en parte poder mostrarse de mejor humor, otra parte de su ser (la parte más irritable, insegura y desubicada) contestó:
—Sí, bueno, bienvenido a Hollywood.